—Coño, Roberto... pero... no lo entiendo. ¿Por qué volviste? ¿Cómo conseguiste llegar al centro de nuevo? —preguntó el Cojo.
—Viví bastantes aventuras —dijo con una sonrisa un tanto forzada—. La primera noche me quedé escondido en una caseta de información a pie de obra, detrás de una mesa. Estaba agotado, tanto mental como físicamente. Al día siguiente las cosas parecían un poco más calmadas, y avancé como pude un par de calles. Vi un restaurante y entré a ver si podía comer algo, y allí conocí a Arturo, un amigo nuestro que... murió cuando el cura nos sacó de la Plaza de la Merced.
Al oír mencionar a Arturo, Isabel cogió de la mano a Mary, quien parecía escuchar el relato con los ojos fijos en alguna parte del suelo.
—Nos quedamos dos días en el restaurante, mirando al exterior y escondiéndonos cuando ellos pasaban. Encontrábamos todavía gente en las calles, que iban presurosas a alguna parte —continuó Roberto—. Unas personas nos dijeron que había barcos cargando a la gente en el puerto, que intentarían llegar hasta allí. Nosotros escogimos nuestro propio camino, y tardamos mucho en avanzar poco. Era complicado, había zombis por todas partes y, aunque intentábamos evitarlos, no siempre era posible. Por fin nos vimos en la Plaza de la Merced, y descubrimos que no podríamos seguir avanzando. Había demasiados. Y... —dirigió una mirada a Isabel—, allí encontramos a David, haciéndonos señas para que entráramos en la casa. Ya... ya no volvimos a salir, hasta que nos encontrasteis vosotros.
Al terminar su historia, se produjo un grave silencio. Moses había permanecido callado todo el tiempo, asimilando toda aquella información. Él y el Cojo no habían salido mucho de su casa, y desconocía gran parte de toda la historia que había convertido a Málaga en un hervidero de muertos vivientes. Hubo otros relatos aquella noche, e Isabel añadió algunos detalles de su propia experiencia hasta que llegó a la Plaza de la Merced, y de cómo John había caído enfermo, pero su tono de narración fue menos tenebroso y ayudó al grupo a recuperarse del sinsabor en el que había caído.
Como para distender la lúgubre atmósfera que se había creado, a las historias tenebrosas que a cada uno le había tocado vivir le siguió una saludable conversación trivial aderezada con una tanda de chistes orquestada por el maestro de ceremonias Moses Bais. Volvieron las risas, aunque moderadas, y terminaron el día celebrando con raciones extra. Mary, que, aunque mejor, no terminaba de recuperarse del shock, pareció encontrar las raciones de caballa y merluza particularmente deliciosas, por lo que se las proporcionaron en gran número.
Transcurrieron algunos días, días amables, sin muchas complicaciones. Mary por fin había roto a llorar, y lloró largamente la muerte de John, y la de Arturo. Moses celebró una pequeña misa para honrar su memoria, y sus palabras fueron cálidas y hermosas, y tanto Mary como Isabel y Roberto se sintieron muy reconfortados. Después de aquello, se sintió mejor y estuvo animada con el hecho de encontrarse en un nuevo lugar, rodeada de gente nueva que le gustaba. Tenían mucho cuidado de no hacer ruido y se retiraban temprano a dormir para evitar usar la luz, costumbre que por otro lado era ya normal en todos ellos desde hacía tiempo.
Una de aquellas noches, el insomnio sorprendió a Isabel. Mary, a su lado, se entregaba a la prosaica tarea de conjurar largos y pesarosos ronquidos. Desesperada, después de estar horas dando vueltas en la cama como una salchicha en una sartén, se decidió a salir de la habitación. En el salón dormían los tres hombres, pero intentaría salir un poco al balcón a respirar aire puro.
Se sorprendió al ver la puerta del balcón abierta. Había allí una figura apoyada en la baranda. Le gustó comprobar de quién se trataba.
—Hola... —dijo en susurros al salir al balcón. Moses se volvió.
—Hombre... buenas noches. Me has pillado —dijo sonriendo. Isabel le devolvió la sonrisa.
—Bueno, no creo que nadie se entere... de todas formas, con todo apagado, si seguimos hablando en voz baja no creo que pase nada, ¿no?
—Quiero pensar que no.
Isabel se apoyó en la barandilla a su lado. La noche era fresca, pero agradable a pesar de la oscuridad. No quiso mirar abajo, donde los espectros vagaban en silencio; en su lugar miró hacia el cielo estrellado. Era un espectáculo impresionante. Gracias a la ausencia de contaminación lumínica, casi se podía ver la nebulosa, esa sustancia mágica que parecía entretejer las estrellas.
—Es precioso.
—Sí que lo es.
—¿No duermes? —le preguntó al fin.
—No suelo dormir mucho, es una especie de maldición familiar.
—Ah, qué cosas —dijo Isabel tímidamente—. Yo solía encender el ordenador y mirar cosas por Internet cuando no podía dormir. El brillo de la pantalla era buenísimo para quemarse los ojos.
Moses rió.
—Sí... Internet... obra cumbre de la intercomunicación humana... Ojalá funcionase, sería de lo más útil para saber qué está pasando.
—Oh... sí, desde luego. Pero... tú crees que hay más gente, ¿no?
—No te quepa ninguna duda. Creo que la situación nos pilló desprevenidos a todos, nada estaba preparado para algo así. Piensa en el factor psicológico... nadie pudo combatir al familiar que había sido infectado y te miraba con ojos vidriosos y la boca entreabierta. Ni siquiera la policía supo entender qué pasaba hasta que fue demasiado tarde. Era... no sé, demasiado fantástico como para poder ser interpretado.
—Sí, eso es cierto —admitió Isabel.
—Pero, ¿sabes qué?... creo que por todo el mundo hay supervivientes como nosotros, gente que lucha y hace planes para buscar a otros supervivientes. Como tus cuartillas, Isabel —dijo sonriendo y mirándola a los ojos—. Creo firmemente que nos recuperaremos, reconquistaremos todo lo que hemos perdido, volveremos a controlar la situación y aprenderemos a vivir con el problema. Lo haremos, y quizá entonces los que hayamos quedado apreciaremos más el regalo de la vida; será una nueva etapa para el ser humano.
Isabel se quedó pensativa unos instantes.
—Me... me gustaría compartir tu entusiasmo, pero... no sé, quiero decir, no funcionan los móviles, ni Internet, ni la electricidad, la televisión... Todas esas cosas pueden fallar, y fallaron muchas veces en el pasado, pero siempre había planes alternativos y solían ponerse de nuevo en funcionamiento en casos de crisis con la mayor rapidez. Era prioritario. Pero hace ya muchos meses que nada de eso funciona.
—Escúchame, Isabel. En algún momento, te lo prometo, alguna de esas cosas volverá a funcionar. Te lo prometo. Alguien pondrá en marcha de nuevo toda aquella tecnología. Alguien pulsará los botones y subirá las palancas, ya lo verás. El ser humano no acaba aquí.
Moses sonreía, y algo en sus ojos le infundió una renovada oleada de esperanza. Isabel pensó que tenía sentido, y entonces reparó en un pequeño aparato de radio que esperaba en la pequeña repisa junto a la puerta del balcón.
—Como esto... ¿Se capta algo? —preguntó.
Moses miró la radio, equipada con su rudimentaria antena casera, con interés. La había olvidado completamente.
—Me temo que no. Pero... prueba a encenderla ahora —dijo curioso—; hace tiempo que no...
El aparato crepitó cuando Isabel pulsó el botón de encendido. La estática brotó por los pequeños altavoces. Movió el dial lentamente, primero en un sentido, luego en otro, pero la banda estaba vacía. Isabel no podría decir lo que había esperado, pero la confirmación de que ya nadie estaba al otro lado la desalentó de una manera como no había podido prever. Imaginó aquellos estudios desde donde emitían los programas, ahora ya vacíos de no ser por un par de espectros, uno de ellos todavía con unos auriculares en los oídos, recorriendo sus oscuros pasillos para siempre jamás. Un escalofrío casi imperceptible la recorrió.
Moses tampoco pudo ocultar su decepción. La expresión en su rostro le delataba. Suspiró y giró la cabeza hacia el cielo.
—Es como esas estrellas —dijo—. Algunas de las luces que vemos tienen millones de años de antigüedad, su luz se emitió cuando las primeras amebas poblaban la tierra. Muchas ya no están. —Calló un momento—. Voy a entrar. Estoy cansado de mirar las estrellas. De mirar cosas muertas.
En los días sucesivos comenzaron las tareas de acondicionamiento de la furgoneta. Bastaron unos cuantos viajes a algunas tiendas de alrededor para aprovisionarse de los principales aperos. Otro tipo de materiales se obtuvieron de vehículos abandonados en la calle, como las ruedas nuevas o el guardabarros reforzado, sacado de un viejo modelo de Nissan que aún tenía la barra metálica en el frontal. Los tres hombres hicieron buenas migas, y a menudo se quedaban charlando en el garaje después del trabajo, compartiendo unas latas de cerveza. Era éste un trabajo duro, sobre todo porque usaban una batería de lámparas de queroseno para iluminarse, pero cada pequeño tornillo afianzado en la carrocería reforzaba su ánimo y mejoraba su talante; trabajaban duro para construirse una vía de escape hacia prados más verdes.
Una noche, Isabel conectó de nuevo la radio. Había estado encendiéndola y apagándola cada vez con menos frecuencia en las últimas semanas. Era, cada vez más, un proceso automático que ya no traía ninguna sensación consigo; la esperanza había remitido completamente. Sin embargo, aquella noche, Isabel dio un respingo cuando una voz queda brotó inesperadamente del aparato. Moses, que había estado dormitando en el sofá, se puso en pie de un salto.
...nto a Carlos Haya, el polideportivo de Carranque. Estamos en disposición de garantizar su supervivencia. Repetimos: podemos garantizar su supervivencia. Contamos con agua, víveres, personal médico e infraestructura suficiente para sustentar una pequeña comunidad de más de treinta supervivientes. Una forma segura de llegar hasta nosotros es a través de las alcantarillas; por lo que podemos decir, son seguras desde la zona del Corte Inglés hasta el polideportivo. Éste es un mensaje grabado que se repite cada quince minutos en esta frecuencia. Te esperamos.
—Jesús... —dijo Moses, sintiendo un zumbido en las sienes, similar al dolor de cabeza pero más intenso y menos doloroso. Isabel se tapó la boca con las manos.
—¡No toques el dial! —dijo Moses.
—N-no... no...
Permanecieron unos segundos en silencio, mirando el pequeño aparato de radio, intentando digerir las palabras que habían escuchado. Moses levantaba los brazos como intentando abarcar la magnitud de la noticia que acababan de recibir.
—Dios mío... —dijo despacio—, están... están justo ahí al lado.
—¿Ha dicho una comunidad de treinta personas?
—Espera a que los demás escuchen esto... —dijo Moses, corriendo hacia el dormitorio.
Unos minutos más tarde estaban todos sentados alrededor de la radio, escuchando la repetición del mensaje. Sonreían y se abrazaban, y charlaban sobre lo que habían escuchado comentando todos los detalles en cada pausa. Cuando el mensaje comenzaba de nuevo, puntual como un reloj de cesio, todos callaban, deleitándose en aquella voz grave y queda.
—Las alcantarillas... ¿Os dais cuenta? ¿Cómo no hemos pensado antes en las putas alcantarillas? —preguntó Moses.
El Cojo negaba con la cabeza.
—Las alcantarillas de Málaga son muy estrechas —dijo—, al menos en la zona centro. No me son desconocidas, alguna vez que otra tuvimos que usarlas para... Bueno —hizo un gesto vago—, eso fue hace ya mucho tiempo, antes de ir a la cárcel. Son viejas, y no creo que puedan recorrerse de un lado a otro sin salir a la superficie. Puede que fuera así en otro tiempo, pero muchos de los túneles están tapiados, o bloqueados por los cimientos de alguna casa. En otras secciones hay tuberías nuevas, tan grandes que ya no se puede continuar por ellas. En cualquier caso, son peligrosas. Hay pozos oscuros por los que podemos caer sin darnos cuenta, sobre todo porque a veces hay plásticos o acumulaciones de cartones y otras cosas que tapan esos agujeros, por no hablar de ratas, cucarachas y una cantidad tan grande de mierda que ya nunca encontraremos agua suficiente para limpiarnos del todo.
—En cualquier caso, prefiero la mierda a esos zombis —cortó Roberto, mirándole con un deje de perplejidad en el rostro.
—Quiero decir que no es el único camino. También tenemos la furgoneta.
—No está lista. Y ya hablamos de eso, no sabemos cómo van a estar las carreteras. Dijimos que la probaríamos primero, sólo dos de nosotros, a ver cómo estaba todo.
—Bueno... tranquilidad —pidió Moses—. Claro que terminaremos la furgoneta, si es que vamos a usarla. Al fin y al cabo no tenemos excesiva prisa; aún quedan bastantes provisiones y tenemos las tiendas de alrededor para abastecernos de agua y lo que vayamos necesitando.
—Merece la pena probar lo de las alcantarillas... —dijo Isabel, mirando al Cojo y buscando la reconciliación—. Sólo probar... ver cómo está todo. Si sabemos que existen esos riesgos podemos evitarlos con cautela. La mayoría de los peligros lo son porque no se sabe de su existencia...
—En eso tiene razón —dijo Moses, sonriendo—. Además te tenemos a ti de guía; es una buena forma de averiguar si se puede o no.
—Vale, cabrones... —dijo el Cojo entre dientes—, meteré mi paticorto cuerpo serrano en la mierda, si es lo que queréis.
Todos rieron.
Contrariamente a lo que era habitual, siguieron planeando hasta altas horas de la madrugada, demasiado excitados con las posibilidades como para pensar en conciliar el sueño. La perspectiva de encontrarse otra vez inmersos en un grupo de gente de treinta personas confería una dimensión inusitada a la palabra “comunidad”.
Los días que siguieron trajeron una febril actividad. Moses, Roberto y el Cojo salían a menudo por los bazares de alrededor para encontrar botas de agua, un frontal, guantes de goma y cuerda. Se habían vuelto muy duchos en el arte de esquivar y manejar a los espectros, y ponían un cuidado especial en no excitarlos demasiado.
Un día, de buena mañana, el Cojo se adentró por fin en las alcantarillas. Era aun peor de lo que recordaba. Avanzó con dificultad, y como Teseo en el laberinto del minotauro, usaba un cordel como guía para recordar el camino de vuelta. El túnel era angosto y de techo bajo, y tenía que doblar las rodillas y andar encorvado para avanzar. El hedor era lo peor, tuvo que taparse la nariz con su camiseta y aun así resultaba tan sofocante como embriagador y no faltaron las arcadas en su periplo subterráneo. Sin embargo, no encontró ni una sola rata. Constató, en cambio, que sí era posible avanzar mucho más lejos de lo que había pensado, y aunque era difícil decirlo, calculó que prácticamente había llegado hasta el río, que separaba la zona centro del edificio del Corte Inglés.