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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (20 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¿Jefe? —La voz de Miller sonó quejumbrosa.

—¿Qué ocurre? —Mallory se quitó con la mano la nieve de la cara y del cuello de su túnica y escudriñó la blanca oscuridad que tenía delante.

—Cuando iba usted a la escuela, jefe, ¿leyó alguna vez algún cuento sobre la gente que se perdía en una nevada y que se pasaba días y días perdida, dando vueltas?

—Teníamos el mismo libro en Queenstawn —contestó Mallory.

—¿Dando vueltas y vueltas hasta que morían? —insistió Miller.

—¡Déjate de tonterías, hombre! —exclamó Mallory con impaciencia. Incluso calzado con las botas de Stevens le dolían mucho los pies—. ¿Cómo hemos de andar dando vueltas si siempre vamos monte abajo? ¿Crees acaso que estamos en una escalera de caracol?

Herido por la contestación, Miller continuó andando al lado de Mallory, metidos ambos en la nieve hasta los tobillos; nieve mojada, pegadiza, que había estado cayendo silenciosa y persistentemente durante las tres últimas horas, desde que Andrea había atraído hacia sí a la partida Jaeger. Mallory no recordaba, ni en las Montañas Blancas de Creta, una nevada tan fuerte ni tan continua, incluso en pleno invierno. «¡Una gracia para las islas de Grecia y el sol eterno que aún las dora!», pensó Mallory amargamente. No había pensado en este contratiempo cuando proyectó la ida a Margaritha en busca de combustible y víveres, pero, aun así, en nada hubiera variado su decisión. Aunque .sin sufrir tanto, Stevens se iba debilitando por momentos, y la necesidad era desesperada.

Tapada la luna y las estrellas por las espesas nubes de nieve —la visibilidad no pasaba de diez pies en cualquier dirección—, la pérdida de sus brújulas había adquirido una tremenda importancia. No dudaba de su habilidad para encontrar la aldea. Todo se reducía a ir caminando montaña abajo hasta llegar a un riachuelo que cruzaba el valle, y seguirlo en dirección Norte hasta el pueblo; pero si la nevada no cesaba, sus posibilidades de volver a encontrar la pequeña cueva en la amplia extensión de las laderas…

Mallory ahogó una exclamación cuando la mano de Miller apretó su antebrazo y le hizo caer de rodillas en la nieve. Incluso en aquel momento de desconocido peligro, se sentía furioso contra sí mismo, por haber dejado que su atención se hubiera emparejado con sus pensamientos… Hizo visera con la mano para proteger los ojos de la nieve, y escudriñó a través de la mojada, y aterciopelada cortina blanca que giraba, se acercaba y retrocedía en la oscuridad. De pronto, lo vio… Una forma oscura achatada, sólo a unos pies de distancia. Por poco tropiezan con ella.

—Es la choza —murmuró al oído de Miller. La había visto a primera hora de la tarde a media distancia entre la cueva y Margaritha y casi en línea recta entre ambos. Se sintió aliviado y su confianza aumentó: en menos de media hora llegarían al poblado—. Navegación elemental, querido cabo —murmuró—. ¡Dando vueltas y vueltas perdidos en la tormenta! Fíate de…

Se interrumpió al sentir los dedos de Miller clavársele en el brazo.

—He oído voces, jefe —dijo acercando la cabeza a la suya. Sus palabras eran apenas un aliento.

—¿Estás seguro? —Mallory advirtió que la pistola de Miller permanecía en su bolsillo.

Miller vaciló.

—¡Maldita sea, jefe! No estoy seguro de nada —murmuró irritado—. ¡Hace una hora que no hago más que imaginarme cosas! —Se quitó la capucha de nieve de la cabeza para poder escuchar mejor, se inclinó durante unos segundos y volvió a incorporarse—. De todos modos, estoy seguro de que creí haber oído algo.

—Vamos a ver. —Mallory volvió a ponerse de pie—. Me parece que te equivocas. No pueden ser los chicos de la Jaeger. Cuando los vimos habían cruzado la mitad del Kostos. Y los pastores sólo utilizan estos lugares durante el verano. —Descorrió el seguro de su
Colt
y avanzó medio encogido, hacia la pared de la choza más cercana, acompañado de Miller.

Pegaron el oído a las delgadas paredes de papel alquitranado. Pasaron diez, veinte segundos, medio minuto, y la tensión bajó.

—No hay nadie. Y si hay alguien, están muy calladitos. Pero no corramos riesgos, Dusty. Tú vete por ahí, y yo por aquí. Nos encontraremos en la puerta, que está al lado opuesto, de cara al valle… Apártate de las esquinas. Esto nunca deja de despistar al incauto.

Un minuto más tarde se hallaban dentro de la choza, con la puerta cerrada tras ellos. El haz de luz de la linterna de Mallory buscó por todos los rincones de la ruinosa choza. Estaba deshabitada, y sólo contenía un tosco banco de madera, y una desvencijada estufa sobre la que había una oxidada linterna. Ni una mesa, ni sillas, ni una chimenea, ni siquiera una ventana.

Mallory se aproximó a la estufa, cogió la linterna y la olió.

—Hace varias semanas que no la han usado. Está llena de petróleo, sin embargo. Nos sería muy útil en nuestro escondrijo… si es que llegamos a encontrarlo otra vez…

De pronto se quedó helado, en expectante inmovilidad, mirando el vacío con la cabeza ladeada. Con mucha suavidad colocó la linterna donde estaba y se acercó lentamente a Miller.

—Recuérdame que te pida disculpas uno de estos días —murmuró—. Tenemos visita. Dame tu pistola y sigue hablando.

—De nuevo Castelrosso —dijo Miller quejándose en voz alta. Ni siquiera había movido una ceja—. Resulta de una monotonía aplastante. Será un chino… Apostaría que esta vez es un chino. —Pero ya estaba hablando consigo mismo.

Con la pistola a la altura de la cintura, Mallory fue rodeando la choza en silencio, apartándose cuatro pies de las paredes. Había pasado ya dos esquinas y estaba a punto de dar vuelta a la tercera cuando vio, por el rabillo del ojo, que una forma borrosa se levantaba rápidamente del suelo y se abalanzaba hacia él con el brazo en el aire. Dio un rápido paso hacia atrás para esquivar el golpe, se revolvió y golpeó con furia el estómago del atacante. El hombre se dobló por la mitad exhalando una bocanada de aire y cayó a tierra hecho un ovillo. Mallory contuvo a tiempo el golpe que se disponía a darle con la culata de la pistola.

Volviendo a coger la pistola por la culata, Mallory fijó los ojos en la forma ovillada, en el primitivo bastón que la enguantada mano del hombre empuñaba, en el macuto nada militar que llevaba a la espalda. Siguió apuntando al individuo caído, y esperó. Todo había sido demasiado fácil, y, por lo tanto, muy sospechoso. Pasaron treinta segundos y el individuo no se movió. Mallory avanzó un paso y le dio sin contemplaciones una patada en la rodilla derecha. Era un truco viejo que jamás fallaba. El dolor era breve, pero intenso. Pero el hombre continuó inmóvil.

Mallory se agachó rápidamente, agarró con la mano libre las correas del macuto, se enderezó y se dirigió a la puerta arrastrando a medias al cautivo. El individuo no pesaba nada. Y Mallory pensó apenado que con una guarnición proporcionalmente de mucho más peso que la de Creta, los isleños dispondrían de menor cantidad de alimento. Habría, en realidad, muy poquito. Y sintió haberle dado tan fuerte.

Miller le esperaba en la puerta. Se agachó sin decir una palabra, cogió el inerte cuerpo por los tobillos, y ayudó a Mallory a tirarlo sin ceremonia alguna sobre el banco, en un apartado rincón de la choza.

—Buena caza, jefe —dijo a modo de felicitación—. No oí nada. ¿Quién es este campeón de los pesos pesados?

—Ni idea. —Mallory negó con la cabeza—. No es más que un saco de huesos. Cierra la puerta, Dusty, y examinemos nuestra pieza.

C
APÍTULO
VIII
MARTES

De las 19 a las 0'15 horas

Pasaron unos dos minutos y por fin el hombre se movió, exhaló un quejido y se sentó. Mallory le sujetó con un brazo, mientras sacudía su cabeza, y apretaba los ojos en su esfuerzo por despejarse. Consiguió levantar la cabeza lentamente, y pasó la vista de Mallory a Miller y viceversa a la débil luz de la linterna que acababan de encender de nuevo. Mientras lo contemplaban, observaron cómo el color volvía a sus macilentas mejillas. Tenía un bigote hirsuto, oscuro, y sus ojos expresaban una sombría furia. De pronto, el hombre se sacudió la mano de Mallory de su brazo.

—¿Quién es usted? —Hablaba un inglés claro, preciso, sin acento nasal.

—Lo siento, pero cuanto menos sepa, mejor será para usted. —Mallory sonrió tratando de no ofender—. Se lo digo por su bien. ¿Cómo se encuentra?

El hombre se frotó suavemente el estómago, y movió la pierna con un gesto de dolor.

—Me dio usted muy fuerte.

—No tuve otro remedio. —Mallory cogió detrás de sí el garrote que el otro llevaba—. Trató usted de golpearme con esto. ¿Qué esperaba usted que hiciera? ¿Quitarme el gorro para que usted me diera mejor?

—Tiene usted mucha gracia. —Volvió a doblar la pierna y miró receloso a Mallory—. Me duele la rodilla —dijo en tono de acusación.

—Vayamos por partes. ¿A qué viene el garrote?

—Quería derribarlo y ver quién era —explicó con impaciencia—. Y era la única forma de hacerlo con seguridad. Podría usted haber sido de la W. G. B…, ¿Por qué tengo la rodilla…?

—Tuvo usted una mala caída —contestó Mallory sin ningún género de vergüenza—. ¿Qué hace usted aquí?

—¿Quién es usted? —preguntó el hombre a su vez.

Miller tosió y miró su reloj con ostentación.

—Nos estamos entreteniendo demasiado, jefe…

—Tienes razón, Dusty. No disponemos de toda la noche. —Mallory estiró el brazo hacia atrás, cogió el macuto del desconocido y se lo tiró a Miller—. Mira qué hay ahí dentro.

Aunque pareciera raro, el hombre ni intentó protestar.

¡Comida! —exclamó Miller con reverencia—. Una comida maravillosa, estupenda. Carne asada, pan, queso… y vino. —Miller cerró el macuto de mala gana y miró con curiosidad al prisionero—. ¡Vaya tiempo para hacer una excursión!

¡Ah! Un americano, un yanqui. —El hombrecillo sonrió para sí—. ¡Mejor que mejor!

—¿Qué quiere decir? —pregunto Miller receloso.

—Véalo usted mismo —contestó el hombrecillo agradablemente. Y señaló con un movimiento de cabeza el rincón más apartado de la choza—. Mire allí.

Mallory se volvió con rapidez, se dio cuenta al instante de que había sido burlado, y recuperó de nuevo su postura. Se inclinó hacia delante con cuidado y tocó el brazo de Miller.

—No te vuelvas demasiado de prisa, Dusty. Y no toques la pistola. Parece que nuestro amigo no está solo. —Mallory apretó los labios y se maldijo mentalmente por su estupidez. Voces… Dusty había dicho que había oído voces. No cabía la menor duda de que se hallaban más cansados de lo que parecía.

Un hombre alto, delgado, se hallaba a la entrada. Su rostro permanecía envuelto en sombras bajo la capucha de nieve, pero no cabía ningún género de duda en cuanto al arma que llevaba: un rifle
Lee Enfield
corto, observó Mallory sin regocijo.

—¡No dispare! —El hombrecillo habló rápidamente en griego—. Estoy casi seguro de que son los que buscamos, Panayis.

¡Panayis! Mallory sintió que le invadía una ola de alivio. Era uno de los nombres que le había dado Eugene Vlachos en Alejandría.

—Se ha vuelto la tortilla, ¿eh? —El hombrecillo sonrió a Mallory con sus cansados ojos, y alzando el espeso y negro bigote de un extremo—. Vuelvo a preguntarle: ¿Quiénes son ustedes?

—S. O. E. —contestó Mallory sin vacilar. El hombre asintió con satisfacción.

—¿Le envió el capitán Jensen?

Mallory se dejó caer en el banco y suspiró aliviado.

—Estamos entre amigos, Dusty. —Miró al hombrecillo—. Usted debe de ser Louki… El primer plátano en la plaza de Margaritha…

El hombrecillo sonrió alegremente. Se inclinó y le tendió la mano. —Louki. A susórdenes, señor… —Éste, claro está, ¿es Panayis? El hombre que se hallaba a la puerta, alto, moreno, melancólico, serio, hizo una breve inclinación de cabeza, pero no dijo nada.

—Nosotros somos. —El hombrecillo resplandecía de contento—. Louki y Panayis. Entonces saben de nosotros en El Cairo y en Alejandría, ¿eh? —preguntó con orgullo.

—¡Naturalmente! —Mallory disimuló una sonrisa—. Hablaron de ustedes en los mejores términos. Han sido una gran ayuda para los aliados en anteriores ocasiones.

—Y volveremos a serlo —contestó Louki muy alegre—. Veamos, estamos perdiendo tiempo. Los alemanes andan por los montes. ¿Qué ayuda podemos prestarles?

—Víveres, Louki. Necesitamos víveres… y con urgencia.

—Los tenemos. —Orgullosamente, Louki señaló las mochilas—. Nos dirigíamos a su encuentro para dárselos.

—Que iban ustedes… —Mallory estaba asombrado—. ¿Cómo sabían dónde estábamos… o tan sólo que estábamos en la isla?

Con un ademán, Louki le quitó importancia a la cosa.

—Resultó fácil, puesto que las tropas ligeras alemanas han pasado por Margaritha hacia el Sur en dirección a las montañas. Se pasaron toda la mañana buscando y recorriendo el paso oriental del Kostos. Comprendimos que alguien había desembarcado y que los alemanes le andaban buscando. También oímos decir que los alemanes habían bloqueado el paso del acantilado en la costa Sur por ambos extremos. Por tanto, ustedes sólo podían venir por el paso del Oste. Eso no podían esperarlo ellos…, les burlaron. Y por eso estamos aquí.

—Pero era imposible que nos encontraran…

—Les hubiéramos encontrado. —Su voz revelaba una absoluta certeza—. Panayis y yo conocemos Navarone piedra a piedra, incluso hierba a hierba. —De pronto, Louki se estremeció, se volvió y miró fríamente a través de la revuelta nieve—. No podían haber escogido peor tiempo.

—No podíamos haberlo escogido mejor —dijo Mallory con firmeza.

—Anoche sí —convino Louki—. Nadie podía esperarles con tanta lluvia y viento. Nadie hubiera oído el avión ni se hubiera atrevido a soñar que ustedes se arriesgarían a saltar…

—Vinimos por mar —le interrumpió Miller. E hizo con la mano un ademán quitándole importancia—. Escalamos el acantilado, por el Sur.

—¿Qué? ¿Por el Sur? —Louki se mostró francamente incrédulo—. Nadie podría escalar el acantilado del Sur. ¡Es imposible!

—Es lo que íbamos pensando nosotros cuando estábamos a la mitad de la escalada —aclaró Mallory con sinceridad—. Pero el amigo Dusty tiene razón. Lo hicimos así.

Louki retrocedió unos pasos. Su cara era inexpresiva.

—Digo que es imposible —repitió con firmeza.

—Dice la verdad, Louki —terció Miller tranquilamente—. ¿No lee nunca los periódicos?

—¡Claro que leo los periódicos! —contestó Louki indignado—. ¿Cree usted que soy… un analfabeto?

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