Hacia las cinco de la mañana, mientras ascendían por la empinada cabeza del valle que se hallaba al final de la garganta, una ladera traidora, resbaladiza, con sólo unos algarrobos enanos a los que poder asirse a causa de la escurridiza grava, Mallory decidió que era mejor utilizar las cuerdas para mayor seguridad. Durante los veinte minutos siguientes, treparon con denuedo, en fila india, por aquella ladera que cada vez se volvía más empinada. Mallory, en cabeza, no se atrevía siquiera a pensar cómo iría Andrea detrás de él. De pronto, la empinada ladera se suavizó, y se hizo completamente llana, y casi antes de que se dieran cuenta de lo que sucedía, habían cruzado la alta línea divisoria, atados aún unos a otros, en medio de una tormenta de cegadora nieve, con visibilidad cero, y se deslizaban ya hacia el valle situado al fondo.
Llegaron a la cueva al amanecer, cuando las primeras luces grises de un día frío y triste luchaban débilmente, a través de un cielo cargado de nieve por el Este. Monsieur Vlachos les había dicho que el sur de Navarone estaba plagado de cuevas, pero aquélla era la primera que veían. Y aun así, no se trataba en realidad de una cueva, sino de un estrecho y oscuro túnel entre un gran montón de piedras volcánicas; enormes y retorcidas capas de rocas precariamente colocadas en una hondonada que descendía serpenteando por la ladera hacia un valle amplio y desconocido, situado a unos mil o dos mil pies más abajo, y envuelto aún en la penumbra de la noche.
No era una cueva, pero bastaba. Para unos hombres helados, exhaustos, muertos de sueño, era más que suficiente, mucho más de lo que se habían atrevido a esperar. Había sitio para todos. Taponaron las escasas grietas para evitar la entrada de la nieve, y cubrieron la entrada con la lona de la tienda, sujeta con piedras. Aunque resultaba casi imposible debido a la tremenda oscuridad, despojaron a Stevens de su empapada ropa, le embutieron en una bolsa de dormir, le obligaron a tomar un trago de brandy y almohadillaron su cabeza ensangrentada con ropas secas. Luego, los cuatro hombres, incluso el incansable Andrea, se tumbaron sobre el empapado suelo de la cueva y durmieron como muertos, olvidando las piedras del lecho, el frío, el hambre y la ropa viscosa y saturada de agua. Llegaron a olvidar incluso el dolor producido por la circulación que volvía a sus manos y a sus rostros helados.
De las 15 a las 19 horas
El sol, con una corona a su alrededor, y pálidamente luminoso tras movibles celajes, estaba ya a gran distancia de su cenit y se inclinaba con rapidez hacia el Oeste sobre el lomo de la montaña recortada en nieve, cuando Andrea apartó la lona que cubría la entrada y oteó con cautela la suave superficie de la ladera. Durante unos momentos permaneció inmóvil, descansando las piernas doloridas y entumecidas. Sus ojos semicerrados y errabundos se iban acostumbrando poco a poco al blanco resplandor de la nieve centelleante y cristalina. Luego, sin hacer ruido, salió de la boca del túnel y ascendió al bancal del frente en media docena de pasos. Echándose cuan largo era sobre la nieve, se arrastró suavemente ladera arriba y echó una ojeada por encima de la cresta.
Abajo se extendía la gran curva de un valle casi simétrico, un valle que nacía bruscamente en la cuna de montañas de empinadas laderas, y descendía con suavidad hacia el Norte. La gigantesca masa rocosa que se alzaba oscura a su derecha en la cabeza del valle, con sus picos perforando las nubes…No había duda alguna, pensó Andrea: era el Kostos, la montaña más alta de Navarone: durante la noche habían pasado su flanco occidental. Hacia el Este, enfrente de él a una distancia de cinco millas quizá, se elevaba la tercera montaña, un poco más baja. Pero su flanco septentrional descendía con mucha mayor rapidez, hasta las planicies situadas al nordeste de Navarone. Y a unas cuatro millas hacia el nord-nordeste, mucho más abajo de la línea de la nieve y de las chozas aisladas de los pastores, se hallaba un diminuto pueblo, replegado en las colinas a lo largo de la orilla de un riachuelo que serpenteaba atravesando el valle. Aquel poblado no podía ser otro que la aldea de Margaritha.
Mientras sus ojos absorbían la topografía del valle, y examinaban cada grieta, cada hondonada buscando cualquier probabilidad de peligro, la mente de Andrea retrocedía rápida a los dos últimos minutos, tratando de aislar la naturaleza del extraño sonido que había penetrado en su sueño haciéndolo poner en pie de un salto completamente alerta y despejado, aun antes de que su subconsciente hubiese registrado el recuerdo de aquel sonido. Y en aquel momento volvió a oírlo, tres veces seguidas en tres segundos, el agudo, solitario pitido de un silbato, tres destemplados y perentorios silbidos que produjeron un breve eco y se esfumaron por la falda inferior del monte Kostos. Aún colgaba, suavemente, en el aire el eco final, cuando Andrea retrocedía ya el camino andado y se deslizaba al suelo de la garganta.
A los treinta segundos volvía a hallarse en la cima. Los músculos del rostro se contrajeron involuntariamente al contacto de los gemelos «Zeiss-Ikon», de Mallory, que estaban helados.
No podía haber error, pensó ceñudo. Su primera impresión resultó más exacta: a lo largo de una línea irregular, avanzaban unos veinticinco o treinta soldados. Venían por el flanco de Kostos, explorando concienzudamente las hondonadas, y los montones confusos de rocas que encontraban a su paso. Todos vestían uniformes de nieve, aunque incluso a una distancia de un par de millas, se les podía localizar con facilidad. Las puntas de los esquís se elevaban por encima de los hombros y de las cabezas encapuchadas mientras avanzaban lentamente. Los esquís destacaban, muy negros sobre la pura blancura de la nieve, y se movían como objetos descoyuntados al resbalar o caerse sus portadores por los declives llenos de maleza. De vez en cuando, cerca del centro de la fila, un soldado gesticulaba y señalaba con un bastón como para coordinar los esfuerzos de la pequeña tropa. Debía ser el que tocaba el silbato, pensó Andrea.
—¡Andrea! —Alguien le llamaba con suavidad desde la boca de la cueva—. ¿Pasa algo?
Llevándose el índice a los labios, Andrea se revolvió en la nieve, y vio a Mallory junto a la cortina de lona. Con las mejillas amoratadas, levantó una mano para protegerse del brillo de la nieve mientras que con la otra trataba de quitarse el sueño de los ojos inyectados en sangre. Obedeciendo a una señal de Andrea, comenzó a andar, cojeando, encogiéndose de dolor a cada paso que daba. Tenía los dedos de los pies desollados e hinchados, pegados unos a otros por la sangre coagulada. No se había descalzado las botas desde que las quitó de los pies al centinela alemán muerto, y ahora temía hacerlo por temor a lo que pudiera descubrir… Ascendió lentamente por la cima de la hondonada y se sentó en la nieve junto a Andrea.
—¿Tenemos visita?
—Visita de la peor clase —murmuró Andrea—. Compruébalo, Keith. —Le entregó los prismáticos y señaló la falda interior del Kostos—. Tu amigo Jensen no nos advirtió que éstos estaban aquí.
Mallory dirigió los prismáticos hacia donde le señalaba Andrea. De pronto, la fila de soldados quedó encuadrada en su campo de visión. Levantó la cabeza, ajustó impaciente el foco, y dirigió otra rápida mirada. Luego bajó los prismáticos con un gesto que encerraba un amargo comentario.
—La W. G. B. —dijo en voz baja.
—Un batallón Jaeger —confirmó Andrea—. El Cuerpo Alpino… sus mejores tropas de montaña. Es un grave contratiempo, Keith.
Mallory asintió y se frotó el mentón sin afeitar.
—Si alguien puede encontrarnos, serán ellos. Y nos encontrarán —dijo levantando de nuevo los prismáticos para verlos otra vez. La minuciosidad de la busca resultaba inquietante en alto grado. Pero aún lo era más la inexorable, la inevitable aproximación de aquellas diminutas formas—. Sabe Dios lo que el Cuerpo Alpino estará haciendo aquí —continuó Mallory—. Su presencia indica, sin lugar a dudas, que están al corriente de nuestro desembarco y se han pasado la mañana recorriendo la parte oriental del Kostos, que era la ruta que tendríamos que haber seguido para llegar al interior. Allí no encontraron nada, por lo que ahora se dedican a recorrer el lado opuesto. Deben de estar bastante seguros de que llevamos un herido y de que no hemos podido alejarnos demasiado. Todo será cuestión de tiempo, Andrea.
—Cuestión de tiempo —repitió Andrea. Volvió la vista hacia el sol, casi invisible en el cielo que iba oscureciendo sin cesar—. Hora u hora y media a lo sumo. Estarán aquí antes de que se ponga el sol. Y nosotros continuaremos aquí. —Miró inquisitivo a Mallory—. No podemos abandonar al chico. Y no podemos huir llevándonoslo. De todos modos, moriría.
—No estaremos aquí —dijo Mallory con firmeza—. Si nos quedamos, moriremos todos. O moriremos en uno de esos bonitos calabozos de que nos habló Monsieur Vlachos.
—El mayor bien para la mayoría —dijo Andrea asintiendo lentamente con un movimiento de cabeza—. Así es como tiene que ser, ¿verdad, Keith? La mayoría. Eso es lo que diría el capitán Jensen. —Mallory se movió desazonado, pero su voz sonó completamente serena.
—También así lo veo yo, Andrea. Una simple proporción… de mil doscientos contra uno. Tú sabes que tiene que ser así. —Mallory parecía cansado.
—Sí, ya lo sé. Pero te estás preocupando sin motivo. —Andrea sonrió—. Vamos a darles la buena nueva a los demás.
Miller alzó la cabeza cuando entraron los dos hombres y dejaron caer la lona tras ellos. Había descorrido la cremallera de la bolsa de dormir de Stevens y estaba atendiendo la pierna. Una diminuta linterna brilló sobre un macuto a su lado.
—¿Cuándo vamos a hacer algo con este chico, jefe?
—Su voz sonó seca, malhumorada. Tan seca como el ademán con que señaló al chico amodorrado por la morfina—. Esta maldita bolsa de dormir está calada por la lluvia. Y el chico también. Está casi helado. La pierna parece un fiambre. Tenemos que darle calor, un recinto caliente y algo caliente para beber. De lo contrario, no pasará de aquí. Tiene veinticuatro horas de vida. —Miller se estremeció y sus ojos contemplaron las desiguales paredes del cobijo—. Sé que sus posibilidades de salvación serían menos del cincuenta por ciento en un hospital de primera… Está perdiendo el tiempo respirando en esta maldita nevera.
Miller apenas exageraba. El agua de la nieve que se derretía encima se escurría sin cesar por las húmedas paredes cubiertas de verde musgo y goteaba sobre el suelo de grava encharcado. Sin ninguna clase de ventilación y sin salida para el agua, que se acumulaba a los lados de la cueva, la humedad y el frío eran intolerables.
—Quizá sea hospitalizado antes de lo que imaginas —dijo Mallory secamente—. ¿Cómo sigue la pierna?
—Peor. —Miller habló con voz cortante—. Muchísimo peor. Acabo de empotrarle otro puñado de sulfamida y la he vuelto a vendar. Es lo único que puedo hacer, jefe, y, de cualquier modo, es perder el tiempo… ¿Qué broma era esa del hospital? —añadió receloso.
—No es ninguna broma —contestó Mallory sombríamente—, sino otra de las desagradables cosas de la vida. Una partida de alemanes se acerca explorando hacia aquí. Y vienen en serio. Y, desde luego, darán con nosotros.
Miller soltó un taco.
—¡Vaya, sólo nos faltaba eso! —exclamó con amargura—. ¿A qué distancia están, jefe?
—A una hora de aquí, o quizás un poco más.
—¿Y qué vamos a hacer con el teniente? ¿Lo dejamos? Desde luego, es su única tabla de salvación.
—Lo llevaremos con nosotros. —Había algo terminante, definitivo en la voz de Mallory. Miller le miró en silencio durante un largo rato. Su expresión era helada.
—Lo llevaremos con nosotros —repitió Miller—. Le llevaremos arrastrando hasta que se muera… y no tardará mucho… Y luego lo dejamos tirado en la nieve, ¿no es eso?
—Eso es, Dusty. —Mallory se quitó unos copos de nieve de la ropa y levantó la cabeza para mirar a Miller de nuevo—. Stevens sabe demasiado. Los alemanes habrán adivinado por qué estamos en la isla, pero no saben cómo nos proponemos entrar en la fortaleza, ni cuándo vendrá la Armada. Pero Stevens lo sabe. Le harán hablar. La escopolamina hace hablar a cualquiera.
—¡La escopolamina! ¿Serían capaces… a un moribundo? —dijo Miller incrédulo.
—¿Por qué no? Yo haría lo mismo. Si tú fueras el comandante alemán y supieras que tus cañones y la mitad de tus hombres estaban expuestos a morir despedazados en cualquier momento, harías lo mismo.
Miller le miró, sonrió irónico y movió la cabeza.
—¡Soy un charla…!
—Ya sé lo que ibas a decir. Que eres un charlatán. —Mallory sonrió y le dio unas palmaditas en el hombro—. A mí me gusta eso tanto como a ti, Dusty. —Le dio la espalda y se dirigió al otro lado de la cueva—. ¿Cómo te encuentras, jefe?
—Pasablemente, señor. —Casey Brown acababa de despertar, estaba entumecido y temblaba dentro de su mojada ropa—. ¿Ocurre algo malo?
¡Y mucho! —le aseguró Mallory—. Una partida de alemanes viene hacia aquí. Dentro de media hora tendremos que irnos. —Consultó su reloj—. Ahora son las cuatro. ¿Crees que podrás conseguir El Cairo por radio?
¡Sabe Dios! —contestó Brown con franqueza. Se puso en pie, aterido—. El aparato no fue muy bien tratado ayer. Lo intentaré.
—Gracias, jefe. Procura que la antena no sobresalga por los lados de la hondonada. —Mallory se volvió de espaldas disponiéndose a abandonar la cueva, pero se detuvo bruscamente al ver a Andrea en cuclillas sobre un peñasco, al lado de la entrada. Con la cabeza inclinada, reconcentrado, el enorme griego acababa de ajustar la mirilla telescópica del cañón de su máuser y lo estaba envolviendo en el forro de una bolsa de dormir, con lo que consiguió que tuviera el aspecto de hallarse dentro de un capullo blanco.
Mallory observó a Andrea en silencio. Éste le miró a su vez, sonrió, se enderezó y cogió su macuto. Al cabo de treinta segundos estaba ya ataviado con su camuflaje de montaña, se ataba las cintas de su capucha de nieve y metía los pies en las ajustadas tobilleras de sus botas de lona. Luego recogió el máuser y esbozó una sonrisa.
—Me apetece dar un paseíto —dijo como disculpándose—. Contando siempre, claro está, con el permiso de mi capitán.
Mallory asintió repetidas veces.
—Decías, Andrea, que no me preocupara de nada —murmuró—. Debí imaginármelo. Pudiste habérmelo advertido. —Pero su protesta era automática, sin significado alguno. Mallory no experimentó ni enfado ni molestia por esa tácita usurpación de autoridad. La costumbre de mando no moría en Andrea. Cuando pedía su consentimiento para alguna empresa o le consultaba acerca de ello, lo hacía simplemente como un detalle de pura cortesía y para dar a conocer sus intenciones. Pero Mallory no experimentaba ningún resentimiento, sino gratitud hacia el sonriente gigante que le miraba desde arriba. Había hablado a Miller respecto a transportar a Stevens hasta que expirase para luego abandonarlo; hablaba con una indiferencia que enmascaraba la amargura que le producía tener que obrar de esta manera; pero aun así no se había dado cuenta del dolor que le había causado esta decisión hasta que supo que ya no era necesario.