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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (31 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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Mallory se hallaba entre la espada y la pared. Aunque los morteros eran inexactos, algunas de sus mortíferas bombas rompedoras llegaron a las profundas cañadas donde habían buscado refugio temporal. La explosión metálica era mortal en el estrecho espacio comprendido entre las paredes verticales. Algunas veces llegaban tan cerca que Mallory se veía obligado a refugiarse en las profundas cuevas que, semejantes a un panal, se multiplicaban en las paredes de las cañadas. Se encontraban bastante seguros en ellos, pero la seguridad era una ilusión que sólo podía llevarles a la derrota y a la captura. En los momentos de calma, el
Alpenkorps
, al que habían estado combatiendo en una serie de breves escaramuzas de retaguardia durante la tarde, podía aproximarse lo suficiente para atraparlos dentro. Una y otra vez los sitiados se vieron obligados a replegarse para aumentar las distancias entre ellos y sus perseguidores, y seguían al indomable Louki dondequiera que eligiese llevarlos, sometiéndose al riesgo, desesperado a veces, de las bombas de los morteros. Una de ellas se introdujo en la cañada que llevaba al interior, quedando enterrada en el suelo de grava a menos de veinte yardas delante de ellos. Fue la vez que corrieron un peligro más grave durante la tarde. Por verdadera casualidad, una probabilidad entre mil, no explotó. Se apartaron de ella cuanto les fue posible, conteniendo casi el aliento hasta que se encontraron a buen recaudo.

Una media hora antes de la puesta del sol, treparon las últimas yardas del accidentado terreno cuajado de peñascos. Era una cañada cuyo suelo formaba empinados escalones. Se detuvieron después de pasar el abrigo de la pared donde la cañada volvía a hundirse, y torcía bruscamente a la derecha en dirección Norte. No había caído ninguna otra bomba de mortero desde la que no había estallado. El de seis pulgadas y el aullador
Nebelwerfer
tenían alcance limitado, según sabía Mallory, y aunque los aviones continuaban volando por encima de ellos, su vuelo resultaba inútil.

El sol se inclinaba sobre el horizonte y el lecho de las cañadas estaba ya sumido en la densa penumbra, invisible desde lo alto. Pero el
Alpenkorps
, compuesto de soldados curtidos, obstinados, hábiles, que sólo vivían con ánimo de vengar la matanza de sus camaradas, les perseguían de cerca. Y eran tropas de montaña bien instruidas y entrenadas, frescas, ágiles, cuyas energías permanecían casi intactas. Por otra parte, el pequeño grupo de Mallory se hallaba agotado por tantos días de brega continua, y tantas noches sin descanso, de trabajo y de acción…

Mallory se dejó caer al suelo, cerca del ángulo en que la cañada torcía, desde donde podía observar con más ventaja, y miró a sus compañeros con fingida indiferencia, que no reflejaba el triste juicio que le merecía lo que veía. Como unidad de combate, su situación era bastante mala. Tanto Panayis como Brown estaban bastante inutilizados. El dolor confería una coloración grisácea a la cara del último. Por primera vez desde que habían abandonado Alejandría, Casey Brown se mostraba apático, indiferente a todo, y Mallory lo consideraba muy mala señal. No le ayudaba mucho llevar el pesado transmisor a la espalda que, desoyendo la orden que le diera Mallory de abandonarlo, llevaba con categórica firmeza. Louki estaba visiblemente cansado. Mallory se daba cuenta entonces de que su físico no igualaba a su espíritu, por la contagiosa sonrisa que jamás abandonaba su rostro, por el penacho de su magnífico mostacho enhiesto que contrastaba de modo tan extraño con sus tristes y cansados ojos. Miller, como el mismo Mallory, estaba cansado, pero, como él también, aún podía continuar cansado durante mucho tiempo. Stevens seguía con conocimiento, pero incluso en la penumbra crepuscular de la cañada su rostro tenía una extraña transparencia, mientras que las uñas, los labios y los párpados aparecían desprovistos por completo de sangre. Y Andrea, que lo había subido y bajado por todos los senderos de aquellas cañadas y hondonadas, donde no había senderos, durante dos interminables horas, tenía su aspecto de siempre, inmutable, indestructible.

Mallory hizo un significativo movimiento de cabeza, sacó un cigarrillo, se dispuso a encender una cerilla, pero recordó a tiempo que los aviones aún continuaban sus vuelos por encima de ellos, y tiró el fósforo. Su mirada se dirigió perezosamente hacia el Norte, a lo largo de la cañada. Y de repente se puso rígido, mientras que el cigarrillo que no había llegado a encender, se deshacía entre sus dedos. La hondonada no se parecía en nada a las otras por las que habían pasado —era más ancha, completamente recta y, al menos, tres veces más larga—, y a simple vista, a la luz crepuscular, podía verse que el extremo se hallaba cerrado por una pared casi vertical.

¡Louki! —Mallory se hallaba ya de pie, su cansancio totalmente olvidado—. ¿Sabes dónde estamos? ¿Conoces este lugar?

¡Naturalmente, mayor! —Louki se sintió insultado—. ¿No le he dicho ya que Panayis y yo, en nuestra juventud…?

¡Pero si estamos en un callejón sin salida! —protestó Mallory—. ¡Estamos copados por completo, nos hallamos en una trampa!

Louki sonreía con desfachatez y se retorció una guía de su bigote. Al parecer se estaba divirtiendo.

—Ah, ¿sí? El mayor no se fía de Louki, ¿eh? —Tornó a sonreír, recuperó la seriedad y dio unas palmaditas a la pared que estaba a su lado—. Panayis y yo hemos estado estudiando el asunto toda la tarde. Hay muchas cuevas a lo largo de esta pared. Una de ellas conduce a otro valle por el que se llega al camino costero.

—¡Ah, ya! —Aliviada su mente de esta preocupación, Mallory volvió a sentarse en el suelo—. ¿Y adonde va ese otro valle?

—Llega frente al estrecho de Maídos.

—¿A qué distancia del pueblo?

—A cinco millas, mayor, o quizás a seis, a lo sumo.

—¡Estupendo! ¿Y está seguro de encontrar esa cueva?

—A ciegas —alardeó Louki.

—De acuerdo. —Mientras hablaba, Mallory saltó a un lado, retorciéndose en el aire para evitar caer sobre Stevens y chocó pesadamente contra la pared entre Andrea y Miller. En un momento de descuido se había dejado ver desde la cañada por la que acababan de trepar. La ráfaga de ametralladora que provenía del extremo inferior— a lo sumo, a unas ciento cincuenta yardas— estuvo a punto de deshacerle la cabeza. Aun así, una bala le rozó el hombro izquierdo y se llevó la hombrera de su chaqueta. Miller se arrodilló en el acto a su lado, palpó la herida e hizo una exploración de la espalda

—¡Qué descuido! —murmuró Mallory—. Pero nunca creí que se hallaban tan cerca. —No estaba tan tranquilo como su voz aparentaba. Si el cañón de aquella ametralladora hubiera estado una pulgada más a la derecha, se le habría llevado la cabeza.

—¿Está usted bien, jefe? —Miller estaba desconcertado—. ¿Le hirieron…?

—Tienen muy mala puntería —aseguró alegremente Mallory—. No le darían ni a un granero. —Torció la cabeza para mirarse el hombro—. Siento que suene a heroico, pero no es más que un rasguño. —Se puso de pie con facilidad y cogió su fusil—. Lo lamento, señores, pero ya es hora de continuar nuestro camino. ¿A qué distancia está la cueva, Louki?

Louki se frotó la áspera barbilla. Su sonrisa desapareció de pronto. Dirigió una rápida mirada a Mallory, y volvió a apartar la vista.

—¡Louki!

—Sí, sí, mayor. La cueva. —Louki volvió a rascarse la barbilla—. Pues está bastante lejos. En realidad está al final —terminó diciendo muy embarazado.

—¿Al mismo final? —preguntó Mallory con calma.

Louki asintió afligido, y fijó los ojos en la tierra, a sus pies. Incluso las guías de su bigote parecieron inclinarse.

—Muy cómodo —contestó Mallory con pesar—. ¡Excesivamente cómodo! —exclamó sentándose de nuevo en tierra—. Representará una gran ayuda.

Bajó la cabeza pensativo y no la levantó ni siquiera cuando Andrea sacó un
Bren
por un ángulo de la roca y largó una ráfaga colina abajo, más para desahogarse que con la esperanza de darle a nadie. Pasaron otros diez segundos, y Louki volvió a hablar, con voz apenas perceptible.

—Lo lamento de veras. Es terrible. Lo juro, mayor, que no lo hubiera hecho de no haber creído que estaban mucho más lejos.

—No es culpa tuya, Louki —Mallory se sintió enternecido ante la zozobra del hombrecillo—. Yo creí lo mismo —añadió tocándose el sitio donde había estado la hombrera de su chaqueta.

—¡Por favor! —exclamó Stevens tocando a Mallory en el brazo—. ¿Qué ocurre? No lo entiendo.

—Todo el mundo lo entiende, Andy. Es muy sencillo. Tenemos que andar media milla por este valle, y no hay ningún sitio donde poder refugiarnos. A los alemanes les faltan apenas doscientas yardas para llegar al barranco que acabamos de abandonar. —Hizo una pausa mientras Andrea disparaba otra ráfaga de desahogo, y luego continuó—: Continuarán haciendo lo que ahora hacen…, probar a ver si seguimos aquí. En cuanto crean que nos hemos ido, se presentarán aquí en menos que canta un gallo. Nos harán polvo antes de que hayamos llegado a la mitad del camino de la cueva…, pues ya sabemos que no podemos ir de prisa. Y traen consigo un par de
Spandaus
. Nos harán trizas con ellas.

—Ya comprendo —murmuró Stevens—. Lo explica usted con tanto optimismo, señor…

—Lo lamento, Andy, pero la cosa es así.

—Pero ¿no podría usted dejar un par de hombres a retaguardia mientras los demás…?

—¿Y qué le pasaría a la retaguardia? —le interrumpió Mallory secamente.

—Ya veo lo que quiere decir —dijo el chico en voz baja—. No había pensado en eso.

—No, pero lo pensaría la retaguardia. Es un buen problema, ¿no?

—No hay tal problema —anunció Lduki—. El mayor es muy bondadoso, pues todo ha sido culpa mía. Yo…

—¡Usted, nada! —exclamó Miller, rabioso. Le arrancó a Louki el
Bren
de la mano y lo colocó en el suelo—. Ya oyó lo que ha dicho el jefe…, no fue culpa suya.

Louki le miró indignado durante un momento, y luego desvió la vista abatido. Parecía que iba a llorar. Mallory miró también al americano, sorprendido ante una vehemencia tan impropia de Miller. Pero ahora recordaba que Dusty se había mostrado extrañamente taciturno y pensativo durante la última hora. Mallory no recordaba haberle oído pronunciar una palabra en todo ese tiempo. Pero ya se preocuparía de ello más tarde. Habría tiempo.

Casey Brown acomodó su pierna herida, y dirigió una mirada llena de esperanza a Mallory.

—¿No podríamos quedarnos aquí hasta que estuviera oscuro…, bien oscuro…, y luego irnos…?

—Imposible… Hoy casi hay luna llena… y ni una nube en el cielo. Nos cazarían. Y lo que es más importante aún, tenemos que entrar en el pueblo esta noche entre la puesta del sol y el toque de queda. Es nuestra última posibilidad. Lo siento, Casey, pero su idea no nos sirve.

Transcurrieron quince, treinta segundos en silencio, y de pronto todos se sobresaltaron al oír hablar a Andy Stevens.

—Louki
tenía
razón —dijo muy apacible. Su voz era débil, pero habló con tan tranquila certeza, que todos los ojos convergieron repentinamente en él. Estaba apoyado sobre un codo y sostenía en las manos el
Bren
de Louki. La misma preocupación y concentración en el problema que se les presentaba les había impedido ver cómo alargaba el brazo para coger el fusil ametrallador—. Todo es muy sencillo —continuó Stevens tranquilamente—. Sólo es cuestión de pensarlo un poco… La gangrena ya ha pasado de la rodilla, ¿verdad, señor?

Mallory no dijo nada. En realidad, no sabía qué decir, pues la inesperada pregunta le había hecho perder el equilibrio. Se dio cuenta vagamente de que Miller le miraba, y de que sus ojos parecían rogarle que negara.

—¿Es así, sí o no? —En su voz había paciencia y una curiosa comprensión y, de pronto, se le ocurrió a Mallory qué contestar.

—Sí —contestó—, así es. —Miller le estaba mirando horrorizado.

—Gracias, señor —dijo Stevens sonriendo satisfecho—. Se lo agradezco muy de veras. No creo que sea necesario enumerar todas las ventajas de que yo me quede aquí. —Había en su voz un acento de seguridad que nadie había oído antes, la autoridad de un hombre que se considera dueño de la situación—. Ya era hora de que yo hiciera algo para mi sustento. No soy amigo de las despedidas, por favor. Déjenme tan sólo un par de cajas de municiones, dos o tres granadas de treinta y seis, y váyanse con Dios.

—¡Ni pensarlo! —exclamó Miller poniéndose de pie. Se detuvo de repente al ver el
Bren
que le apuntaba al pecho.

—¡Un paso más, y disparo! —dijo Stevens con calma. Miller le miró en silencio, y se dejó caer de nuevo en el suelo.

—Lo haría de veras, se lo aseguro —afirmó Stevens—. Adiós, señores. Gracias por todo lo que han hecho por mí.

Veinte, treinta segundos, todo un minuto de extraño, hechizado silencio, y Miller volvió a levantarse, con su alta figura de vaquero vestido de andrajos y su cara ansiosa, macilenta en la creciente penumbra.

—Hasta la vista, chico. Al parecer…, bueno, quizá no valga yo tanto como me creía. —Tomó la mano de Stevens, contempló el macilento rostro durante unos instantes, empezó a decir algo, y luego cambió de opinión—. Hasta la vista —dijo bruscamente. Y empezó a descender por el valle. Los demás le siguieron en silencio uno tras otro, menos Andrea que se detuvo un momento para murmurar algo al oído del chico, algo que arrancó una sonrisa y una señal de absoluta comprensión. Y ya sólo quedó Mallory. Stevens levantó la vista y miró sonriendo.

—Gracias, señor. Gracias por el apoyo. Usted y Andrea… ya me comprende. Siempre me comprendieron perfectamente.

—¿Quedarás… quedarás bien, Andy? —Y dijo para sí. «¡Santo Dios, qué estupidez he dicho!»

—De veras, señor, muy bien. —Stevens sonrió contento—. No me duele nada… no siento nada. ¡Es maravilloso!

—Andy, no quisiera…

—Ya es hora de que se vaya, señor. Los demás le estarán esperando. Si quiere encenderme un cigarrillo y disparar unos cuantos tiros cañada abajo antes de irse…

Cinco minutos después, Mallory alcanzaba a los demás, y a los quince llegaban a la cueva que conducía a la costa. Se detuvieron un momento a la entrada y escucharon el fuego intermitente del otro extremo del valle. Luego se volvieron sin pronunciar una palabra y se internaron en la cueva. Echado boca arriba, Andy Stevens escudriñaba la cañada ya casi a oscuras. Ya su cuerpo no sentía dolor alguno. Aspiró profundamente el cigarrillo, que tapaba con la mano, y sonrió mientras volvía a cargar el
Bren
. Por primera vez en su vida se sentía feliz y contento hasta lo indecible: era un hombre en paz, al fin, consigo mismo. Ya no tenía miedo.

BOOK: Los cañones de Navarone
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