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Authors: Alistair MacLean

Tags: #Aventuras, Bélico

Los cañones de Navarone (30 page)

BOOK: Los cañones de Navarone
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—¿Y lo de Panayis?

—Él mismo se vendó la pierna —contestó Miller con brevedad—. Es un tipo raro. No me dejó mirarla siquiera, ni mucho menos vendarle. Estoy seguro de que me hubiera apuñalado si lo intento.

—Es mejor dejarlo en paz —aconsejó Mallory—. Algunos de estos isleños tienen extrañas supersticiones. Mientras no se muera… Lo que no me explico es cómo llegó aquí.

—Fue el primero en irse —explicó Miller— junto con Casey. Debió de perderle usted entre el humo. Iban trepando juntos cuando le hirieron.

—¿Y cómo llegué yo aquí?

—No hay premio para la respuesta correcta. —Miller señaló con el pulgar, por encima del hombro, la enorme masa que ocupaba la mitad del ancho de la entrada—. El jovencito de marras hizo otra vez de perro de San Bernardo. Quería ir con él, pero no hubo modo. Dijo que iba a ser difícil llevarnos a los dos monte arriba. Esto hirió mucho mis sentimientos. —Miller suspiró—. Me figuro que no nací para héroe.

Mallory sonrió.

—Gracias de nuevo, Andrea —dijo.

—¡Gracias! —exclamó Miller indignado—. ¡Le salvan la vida, y lo único que le dice es «gracias»!

—Después de la primera docena de veces, se le agota a uno el repertorio de discursos —observó Mallory secamente—. ¿Qué tal sigue Stevens?

—Respira.

Mallory señaló con la cabeza hacia el punto de donde procedía la luz y arrugó la nariz.

—Ya casi está a punto, ¿verdad?

—Sí, la cosa está fea —contestó Miller—. La gangrena ya pasa de la rodilla.

Mallory se levantó vacilante y cogió la pistola.

—En realidad, ¿cómo está, Dusty?

—Está muerto, pero no quiere morir. Se morirá al anochecer. Sólo Dios sabe lo que le ha hecho vivir hasta ahora.

—Quizá parezca presunción —murmuró Mallory—, pero creo que también yo lo sé.

—¿La atención médica de primera clase? —preguntó Miller, esperanzado.

—Es lo que parece, ¿no? —Mallory fijó sus ojos en Miller, que aún seguía arrodillado—. Pero no fue eso lo que quise decir. Vamos, amigos, tenemos asuntos que tratar.

—Para lo único que yo valgo es para volar puentes y echar arena en los cojinetes de una máquina —anunció Miller—. La estrategia y la táctica escapan a mi sencilla imaginación. Pero continúo creyendo que esos tipos de allá abajo escogen el más estúpido medio de suicidarse. Resultaría mucho más cómodo para todos que se pegasen un par de tiros.

—Me inclino a creer lo mismo. —Mallory se arrellanó con más firmeza detrás del conglomerado de rocas situado a la entrada de la cañada que daba a los incendiados y humeantes restos del algarrobal directamente bajo ellos y echó otro vistazo a las tropas del
Alpenkorps
que avanzaban, abiertas, por el empinado declive desprovisto de refugios—. En este juego no son niños de pecho. Estoy seguro de que tampoco a ellos les gusta lo más mínimo.

—Entonces, ¿por qué rayos lo hacen, jefe?

—No tendrán otro remedio, probablemente. En primer lugar, en un punto como éste sólo cabe un ataque frontal. —Mallory dirigió una sonrisa al enjuto griego que yacía tumbado entre él y Andrea—. Louki supo escoger el sitio. Atacar por la espalda requeriría un extenso rodeo, y tardarían una semana en avanzar por ese revoltijo de peñascos que tenemos detrás de nosotros. En segundo lugar, dentro de un par de horas ya se habrá puesto el sol y saben que, en cuanto oscurezca, no tienen la menor posibilidad de cazarnos. Y, por fin, y creo que esta razón es más importante que las otras dos juntas, apostaría cien contra uno a que el comandante de la plaza se ve empujado por el Alto Mando. Hay mucho en la balanza, incluso en la única probabilidad contra mil de que logremos llegar a los cañones. No pueden permitirse el lujo de que Kheros sea evacuada en sus mismas narices y perder…

—¿Por qué no? —preguntó Miller interrumpiéndole y haciendo un amplio ademán con las manos—. Total, un montón de rocas inútiles…

—Me refiero a que no pueden perder prestigio ante los turcos —continuó Mallory con paciencia—. La importancia estratégica de estas islas entre las Esporadas es insignificante, pero su importancia política es enorme. Adolfito necesita como el pan que come otro aliado en estas latitudes. Por este motivo manda aquí tropas alpinas a miles y
Stukas
a centenares…, lo mejor que tiene. Y las necesita desesperadamente en el frente italiano. Pero se hace necesario convencer al aliado en potencia de que vale la pena, antes de que se persuada a abandonar la segura y cómoda barrera para saltar al ruedo, a su lado.

—Muy interesante —observó Miller—. ¿Y entonces?

—Entonces los alemanes no se preocuparán demasiado por el hecho de que treinta o cuarenta números de sus mejores tropas queden hechos trizas. Eso no ofrece dificultad alguna cuando uno está tranquilamente sentado ante una mesa, a miles de millas de distancia… Que se acerquen otras cien yardas o más. Louki y yo comenzaremos por el centro e iremos disparando hacia los extremos. Tú y Andrea podéis empezar por los extremos.

—No me gusta, jefe —advirtió Miller en son de queja.

—A mi tampoco —dijo Mallory lentamente—. Asesinar a unos hombres obligados a ejecutar un trabajo suicida como éste no es precisamente la idea que tengo de una diversión…; ni siquiera de la guerra. Pero si no los cazamos nosotros, nos cazarán ellos. —Dejó de hablar y señaló, a través del bruñido mar, hacia donde Kheros se reclinaba pacíficamente en la bruma, arrancando dorados destellos del sol que iba hacia su ocaso—. ¿Qué crees que nos harían hacer, Dusty?

—Ya, ya sé, jefe. —Miller se removió incómodo—. No me lo restriegue por las narices. —Bajó la visera de su gorra de lana sobre la frente y se quedó mirando declive abajo—. ¿Cuándo empieza la ejecución en masa?

—He dicho cien yardas más. —Mallory volvió a mirar declive abajo hacia el camino de la costa y sonrió de pronto, contento de cambiar de conversación—. Nunca he visto encoger tan repentinamente a los postes de telégrafo, Dusty.

Miller estudió los cañones que arrastraban los dos carros y carraspeó.

—Yo sólo repetí lo que me dijo Louki —dijo a la defensiva.

—¡Lo que Louki te dijo! —El menudo griego se indignó—. ¡Le juro, señor, que ese americano es un mentiroso!

—Bueno, bueno, quizás haya oído mal —aclaró Miller, magnánimo. Con los ojos semi cerrados y la frente poblada de arrugas volvió a fijarse en los cañones—. El primero es un mortero, creo yo. Pero no me explico qué es aquel otro trasto raro que…

—Es otro mortero —explicó Mallory—. Uno de cinco bocas de fuego, y muy antipático. Es el
Nebelwerfer o Gato Maullador
. Gime como todas las almas del purgatorio juntas. Al oírlos, las piernas se hacen gelatina, especialmente después del anochecer; pero, aun así, es en el otro en el que hay que fijarse. Es un mortero de seis pulgadas, que usará seguramente bombas rompedoras. Para recoger los desperfectos hacen falta un cepillo y una pala.

—Es verdad —gruñó Miller—. Eso es muy alentador. —Pero experimentó una viva gratitud hacia el neozelandés por tratar de apartar sus pensamientos de lo que tenían que hacer—. ¿Por qué no los utilizan?

—Ya lo harán —le aseguró Mallory—. Tan pronto disparemos y les descubramos nuestra situación.

—¡Dios nos ayude! —murmuró Miller—. ¡Bombas rompedoras, ha dicho! —Y guardó un lóbrego silencio.

—Se acerca el instante —dijo Mallory en voz baja—. Espero que nuestro amigo Turzig no se encuentre entre ellos. —Empezó a levantar los prismáticos, pero se detuvo sorprendido al ver que Andrea le cogía la muñeca antes de que pudiera levantar el brazo—. ¿Qué sucede, Andrea?

—Yo no los emplearía, mi capitán. Ya nos traicionaron una vez. He estado pensando que no pudo ser otra cosa. El sol, al dar sobre las lentes, arranca destellos…

Mallory le miró fijamente, dejó los prismáticos, y asintió varias veces con la cabeza.

—¡Claro, claro! Estuve pensando… Alguien tuvo poco cuidado. No pudo haber otro motivo. Un sencillo reflejo hubiera sido suficiente para delatarnos. —Hizo una pausa, tratando de recordar, y sus labios dibujaron una amarga sonrisa—. Puede que haya sido yo mismo. Todo comenzó después de mi guardia… y Panayis no tenía prismáticos. —Movió la cabeza mortificado—. Debo de haber sido yo, Andrea.

—No lo creo —dijo Andrea tajante—. Tú no podías cometer semejante error, mi capitán.

—No sólo he podido, sino que mucho me temo que lo he hecho. Pero después nos preocuparemos de eso. —La parte media de la línea de soldados que avanzaban, resbalando y cayendo en la traicionera gravilla, casi había llegado a los límites inferiores de los negruzcos restos del bosquecillo—. Ya se han acercado bastante. Yo me ocuparé del casco blanco del centro, Louki. —Mientras hablaba llegó a sus oídos el suave roce de las armas automáticas al ser colocadas sobre rocas protectoras y una ola de repugnancia le invadió. Pero al dar la orden, su voz sonó firme, tranquila—: Ya. ¡Duro con ellos!

El final de sus últimas palabras quedó ahogado por las cortas ametralladoras de los fusiles automáticos. Con cuatro ametralladoras en sus manos —dos
Bren
y dos
Schmeisser
del 9—, aquello no era una guerra, se convertiría en una pura matanza, pensó viendo cómo aquellas atolondradas figuras giraban sobre sí mismas sin comprender, saltaban y se desplomaban como marionetas en manos de un loco titiritero. Algunos quedaban donde caían, otros rodaban por el declive, batiendo el aire con sus brazos y sus piernas en el grotesco descoyuntamiento de la muerte. Sólo un par de ellos permanecieron en el mismo lugar donde fueron heridos, con la sorpresa pintada en sus rostros sin vida, para caer aplomados en el pétreo suelo. Transcurrieron casi tres segundos antes de que el puñado de hombres que quedaban en pie, a un cuarto de camino de los dos extremos de la línea donde las balas convergentes no se habían encontrado aún, se dieran cuenta de lo que sucedía, y se echaran rápidamente a tierra en busca de un inexistente refugio.

El frenético tabletear de las ametralladoras cesó bruscamente al unísono, como si hubieran cortado el sonido con una guillotina. El silencio que siguió era más abrumador, más ruidoso, más inoportuno que el clamor que le había precedido. La gravilla raspó con aspereza bajo sus codos cuando Mallory cambió de postura para mirar a ambos hombres a su derecha: Andrea con su rostro impasible, vacío de toda expresión, y Louki con un lacrimoso brillo en los ojos. Entonces se dio cuenta del leve murmullo a su izquierda, y volvió a variar de postura. Con acento y expresión salvaje, el americano no cesaba de maldecir en voz baja, olvidando su dolor al golpear una y otra vez la cortante grava que tenía ante sí.

—¡Sólo uno más, Dios santo! —La reposada voz era casi una plegaria—. Sólo te pido eso. ¡Otro, nada más!

Mallory le tocó en el brazo.

—¿Qué pasa, Dusty?

Miller se revolvió hacia él, y lo miró con ojos fríos, inmóviles, como si no lo conociera. Luego los cerró y abrió varias veces y sonrió, y con la mano cortada, magullada, buscó automáticamente los cigarrillos.

—Estaba soñando despierto, jefe —dijo con tranquilidad—. Soñando despierto. —Sacudió el paquete de cigarrillos hasta hacerlos salir—. ¿Quiere uno?

—¡Ese maldito animal que mandó subir aquí a esos pobres diablos…! —dijo Mallory en voz baja—. Haría un blanco estupendo ante tu fusil, ¿verdad?

La sonrisa de Miller desapareció bruscamente y asintió.

—Desde luego que sí. —Se arriesgó a asomar la cabeza por el borde de una roca, y volvió a echarse hacia atrás—. Todavía hay ocho o diez, jefe —informó—. Los pobres hacen como el avestruz. Tratan de esconderse detrás de unas piedras como naranjas… ¿Los dejamos? '

—¡Los dejamos! —La voz de Mallory le hizo eco enfáticamente. El solo pensamiento de tener que continuar la carnicería le ponía casi enfermo—. No volverán a intentarlo. —De pronto calló, y se pegó cuanto pudo a la roca, obedeciendo a un reflejo instintivo. Las balas de una ametralladora se estrellaron en la roca que se alzaba sobre sus cabezas, poblando la cañada de zumbidos y malignos rebotes.

—Conque no volverán a intentarlo, ¿eh? —Miller emplazaba ya el cañón de su fusil en la roca que tenía delante, cuando Mallory le contuvo y tiró de él hacia atrás.

—¿Que no lo harán? ¡Escucha! —Sonó una andanada y luego otra, y a continuación el salvaje tableteo de la ametralladora, un tableteo rítmicamente interrumpido por un suspiro semihumano al pasar la cinta por la recámara. Mallory sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca.

—Una
Spandau
. Cuando se ha oído una vez una
Spandau
ya no es posible olvidarla. Déjala en paz. Probablemente estará emplazada en la parte trasera de uno de los carros y no puede hacernos nada… Me preocupan más los malditos morteros.

—A mí, no —dijo Miller rápidamente—. No disparan sobre nosotros.

—Por eso me preocupan… ¿Qué opinas tú, Andrea?

—Lo mismo que tú, mi capitán. Están esperando. Este «Parque del Diablo», como Louki lo llama, es un laberinto de locos, y sólo pueden disparar a ciegas…

—No esperarán mucho más —interrumpió Mallory ceñudo. Señaló hacia el Norte—. Ahí vienen sus ojos.

Al principio eran sólo unos puntitos sobre el promontorio del cabo Demirci, pero pronto se convirtieron en aviones fácilmente visibles zumbando sobre el Egeo a unos mil quinientos pies de altura. Mallory los miró atónito y se volvió hacia Andrea.

—¿Estoy viendo visiones, Andrea? —preguntó señalando el primero de los dos aviones, un pequeño monoplano de combate de alas altas—. No podrá ser un PZL, ¿verdad?

—Puede serlo y lo es —murmuró Andrea—. Un viejo polaco que teníamos antes de la guerra —le explicó a Miller—. Y el otro es un viejo avión belga. Los llamábamos
Breguéis
. —Andrea hizo pantalla con la mano sobre los ojos para mirar otra vez los dos aviones, ya casi encima de ellos—. Creí que se habían perdido todos durante la invasión.

—Yo también lo creía —dijo Mallory—. Quizás hayan recompuesto algunos. Ah, nos han visto, comienzan a volar en círculo… Pero no sé por qué han de utilizar estas anticuadas ratoneras…

—Yo tampoco lo sé ni me importa —atajó rápido Miller. Acababa de asomar un ojo alrededor del peñasco que lo cobijaba—. Esos malditos cañones nos están apuntando, y ahora parecen mucho mayores que los palos de telégrafo. ¡Bombas rompedoras, dijo usted! Vamos, jefe, echemos a correr.

Así se forjó la pauta para el resto de aquella breve tarde de noviembre, para el sombrío juego del escondite entre las cañadas y rocas destrozadas del «Parque del Diablo». Los aviones tenían la clave del juego. Volaban alto observando todos los movimientos del grupo perseguido y comunicaban el informe a los cañones del camino costero y a la compañía del
Alpenkorps
que habían avanzado a través de la cañada por encima del algarrobal en cuanto los aviones informaron que aquellas posiciones habían sido abandonadas. Las dos antiguallas fueron pronto remplazadas por un par de modernos
Henschels
. Andrea dijo que el PZL no podía permanecer en el aire por más de una hora.

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