Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
Luego, a un gesto de cabeza de Hura, que echó la cabeza hacia atrás, para contemplar las lunas, el tambor volvió a sonar. Mira tenía la cabeza agachada y la sacudía levemente. Seguía el ritmo con el pie derecho. Las mujeres pantera bajaron sus cabezas. Vi que comenzaban a abrir y cerrar los puños. Estaban de pie y apenas se movían, pero yo podía sentir el movimiento del tambor en su sangre.
¡Aquello podía haber sido un rito de hembras de pantera más que de mujeres, por más que fueran mujeres pantera! ¡Qué necesitadas debían de estar las solitarias mujeres pantera de los bosques! Gritaban y se retorcían y alzaban sus puños hacia las lunas.
El tambor tenía un ritmo vertiginoso. La danza se volvió más salvaje, más frenética. Tenían un aspecto terrible y hermoso al mismo tiempo en medio de su frenesí, con sus gritos de rabia y deseo, sus ojos brillantes y sus cabellos revueltos. Algunas se habían quitado ya las pieles que las cubrían, seguramente más excitadas por la presencia de los hombres de Tyros. Danzaron entre los cuerpos sujetos a las estacas de los hombres de Marlenus e incluso junto a él mismo. Apuntaron sus armas contra los hombres de Marlenus, pero nunca los hirieron con ellas.
La danza estaba próxima a alcanzar el clímax. No podía durar mucho más, pues las mujeres enloquecerían en su deseo de golpear y violar.
De pronto el tambor dejó de sonar y Hura se detuvo con el cuerpo y la cabeza hacia atrás, de manera que el pelo le caía hasta la parte posterior de las rodillas.
Respiraba muy profundamente. Su cuerpo brillaba por el sudor.
Las muchachas se agruparon y se colocaron alrededor del cuerpo atado de Marlenus.
—Marcadle —dijo Hura.
Marlenus me había negado a mí en una ocasión el pan, el fuego y la sal. Me había expulsado de Ar.
A su lado me sentía como un tonto y además era capaz de superarme en todo, incluso en el juego del Kaissa.
—¡Márcale! —dijo Hura—. ¡Márcale!
Varias mujeres pantera sujetaron el muslo de Marlenus. El hombre de Tyros, sonriendo, acercó el hierro candente. En un instante habría colocado aquella marca indeleble sobre la carne de Marlenus de Ar.
Pero el hierro no llegó nunca a tocarle. Cayó sobre la hierba prendiéndole fuego. Hura gritó de rabia. Las mujeres pantera alzaron la cabeza desde donde se encontraban arrodilladas. El hombre de Tyros se inclinó hacia delante, y luego, despacio, muy lentamente, se irguió. Parecía sorprendido. Poco a poco, se dio la vuelta y cayó sobre la hierba.
La flecha le había atravesado el corazón.
En el claro del bosque había consternación y gritos; los hombres de Tyros se ponían en pie y apagaban el fuego de las hogueras.
Bajé de la rama sobre la que estaba y desaparecí en la noche.
Ilene, vestida con la seda amarilla que distinguía a las esclavas de placer, descalza y aterrorizada, corría a través de los arbustos, rompiendo ramas, moviendo la cabeza para soltar el cabello que en ocasiones se le quedaba atrapado, respirando pesadamente, con los ojos muy abiertos, y con los brazos y piernas llenos de arañazos y cortes. Tropezó, pero se levantó y siguió corriendo.
Dos mujeres pantera seguían de cerca su rastro, corriendo con comodidad. Eran dos magníficas atletas, muy superiores a la inepta y torpe muchacha de la Tierra que corría aterrorizada delante suyo.
No faltaba mucho para que atrapasen a llene. Era una presa fácil.
Rápidamente, las mujeres pantera saltaron al interior del pequeño claro a menos de cinco metros de ella. La fibra de atar se cerró sobre sus manos.
Ilene estaba a cuatro patas sobre la hierba. Miró a las mujeres pantera.
Una de ellas se le acercó y le colocó una correa alrededor del cuello. Luego retrocedió.
—Te hemos atrapado, esclava.
Se echaron a reír.
Salté al suelo por detrás de ellas.
Con dos golpes rápidos las dejé aturdidas. Improvisé unas mordazas y extrayendo fibra de atar de sus zurrones las maniaté. Aparté sus armas hacia un lado.
Quedaron echadas boca abajo.
—Quedaos como estáis —les dije—. Y separad bien las piernas.
Me acerqué a llene, que estaba de pie asustada, y retiré la fibra de atar que le rodeaba el cuello.
Tomé la fibra y después de hacerla girar varias veces alrededor del cuello de las muchachas, las até, dejándolas unidas por el cuello. Por último tiré de ellas y las puse en pie. Las miré.
—Habéis sido capturadas, esclavas —les dije.
Me miraron con rabia.
—Lleva a las esclavas a nuestro campamento —le indiqué a llene.
—Sí, amo.
Las miré mientras se alejaban. Aquellas mujeres pantera eran nuestras primeras presas.
Los hombres de Tyros, acostumbrados al mar y a las islas, desconocían el bosque. Las mujeres pantera eran sus guías, sus cazadoras y sus protectoras.
Si podía conseguir que las mujeres pantera tuviesen miedo de salir del campamento e insistiesen en quedarse junto a la larga cadena de esclavos, protegidas por su número, los hombres de Tyros quedarían, para muchos efectos prácticos, privados de los servicios de las que de otra manera podían ser sus peligrosas aliadas. Lo más importante, me pareció, sería que se quedarían sin quién cazase para ellos. Si los hombres de Tyros se enteraban de que yo podía ir y venir como se me antojase, ello produciría un efecto desestabilizador. También provocaría una división entre los hombres de Tyros y sus aliadas, las preciosas mujeres pantera de los bosques del norte.
Aquel día me hice con nueve de ellas. Conseguí cinco con la ayuda de llene.
Tuvimos buena suerte, pues no habían trasladado el campamento. Los hombres de Tyros, así como Hura y Mira, deseaban encontrar y destruir al asaltante que había dado muerte al hombre de Tyros la noche anterior. Sus búsquedas habían sido infructuosas. Cinco de sus patrullas no habían conseguido regresar. Estaban en mi campamento como esclavas.
Al atardecer del día siguiente sólo había añadido cuatro más a mi grupo.
No habían cambiado la ubicación del campamento, pero era evidente que las mujeres pantera se habían alarmado y que sólo se aventuraban a salir de manera tímida y esporádica. Había podido oír los gritos de enfado de los hombres de Tyros que les pedían que saliesen a cazar al bosque. Había oído tan bien las respuestas contrariadas de las mujeres pantera. No muchas se adentraban en el bosque y las que lo hacían no iban demasiado lejos. Un grupo dirigido por una orgullosa rubia, desafiando un poco a las demás, se aventuró a llegar más lejos Eran cuatro y valientes. Al atardecer se encontraban atadas junto a las demás que había capturado el día anterior.
Sin ninguna duda, los hombres de Tyros se sentían seguros en su campamento. Pero yo estaba decidido a hacerles cambiar de idea.
Podría haber entrado en él, pero decidí no hacerlo. Sencillamente, tomé la determinación de dejarles sin guardas. Por la mañana se despertarían y verían que habían estado desprotegidos.
Esperaba que así se verían forzados a cambiar de sitio el campamento, porque comprenderían que no les brindaba ninguna protección. Sin embargo, durante la marcha comprenderían que aún estaban más desprotegidos. Después de todo, si durante el trayecto no iban a contar con el apoyo y la vigilancia de las mujeres pantera, tal vez pudiera hacerme con ellos sin demasiadas dificultades.
Había seis mujeres pantera vigilando el campamento. Haría pasar a mis esclavas por mujeres pantera que regresaban y así, mientras a ellas les daban el alto, yo podría deshacerme de cada centinela por detrás.
La dejaría echada con los tobillos y las manos atados y amordazada. Mis planes salieron bien, pues curiosamente sólo dos de las muchachas desconfiaron inicialmente. La primera respuesta de las otras cuatro fue de alivio, hasta que se dieron cuenta de aquellas mujeres no eran de su grupo. Casi corrieron a sus brazos. No se les había ocurrido que pudiera haber otras mujeres pantera en la zona. En realidad su información no era incorrecta. Pero en la oscuridad confundían a esclavas de paga con sus propias muchachas que regresaban al campamento. Su error les costaba caro.
Cuando hubimos acabado con todas, las reunimos. Soltamos sus tobillos y las unimos por el cuello. Luego las condujimos hasta nuestro campamento.
Tenía ya veintiuna prisioneras.
—Encárgate de que descansen bien —dije—. No permitas que se muevan.
—Eso haré —dijo la muchacha pelirroja, que sostenía el látigo.
Miré hacia las tres lunas de Gor y me quedé dormido.
Al día siguiente el campamento de los hombres de Tyros había sido desmontado.
Se habían ido.
Pero con la larga cadena de esclavos que llevaban se moverían con mucha lentitud.
Regresé a mi campamento. También él había cumplido ya su misión.
Los hombres de Tyros habían abandonado mucho equipaje en su huida, tanto el suyo propio como lo que habían cogido de Marlenus. Les interesaba moverse todo lo rápidamente que pudieran. Sin embargo no iba a ser suficiente.
Pensé que podría utilizar algunas de las cosas abandonadas. Ordené a las muchachas rubia y morena que soltasen los tobillos de las mujeres pantera.
Luego le dije a la pelirroja que les ordenara ponerse de pie.
En primer lugar conduciría a mis prisioneras al lugar de su anterior campamento y desde allí, en una ruta paralela, seguiríamos a mis enemigos.
—Unidlas por el tobillo izquierdo. Podéis quitarles la mordaza.
Había visto, entre las cosas abandonadas, un saco con capuchas de esclava. Pensaba que podría usarlas, si me hacía falta, con mis prisioneras. Sin embargo no esperaba estar tan cerca de mis enemigos como para necesitarlas.
Llevamos a nuestras prisioneras a un riachuelo cercano y les dimos de beber. Las dejamos que cogiesen algo de fruta con los dientes y se la comieran.
Luego las condujimos a su antiguo campamento. Ellas serían mis porteadoras.
Le dije a llene que recogiera fruta y nueces para mí mientras caminábamos por el bosque.
Colgando del cuello de la última mujer pantera había siete carcajes con flechas que yo había obtenido de mis prisioneras.
Al llegar al campamento, le dije a la pelirroja que ordenase a las mujeres pantera echarse boca arriba.
De uno de los bultos que habían abandonado los hombres de Tyros, extraje una cierta cantidad de anillas de Harl que dejé caer al suelo. Estas anillas llevan el nombre de Harl Turia y uno de sus usos más frecuentes es el de formar un segmento en una cadena de esclavos, que entonces puede ser de cualquier longitud, tan larga o corta como se quiera.
Miré a las mujeres pantera.
—Quítales la fibra de atar del tobillo izquierdo —le dije a la chica morena. Obedeció.
—Extended vuestra pierna izquierda —les dije a las muchachas pantera— y doblad y alzad la rodilla derecha de manera que quede en alto.
Hicieron lo que les indicaba.
Me dirigí a la última muchacha. Cerré la pesada anilla de metal alrededor de su tobillo, y extendí la cadena hacia la derecha. De esta manera dejé encadenadas a las tres primeras muchachas.
—Por favor, no me encadenes —dijo la cuarta. Conocía los peligros y la indefensión que conllevaba el utilizar cadenas en el bosque. No le contesté, me limité a encadenarla.
Procedí igualmente una a una, con el resto. Al acabar, me puse de pie. Miré a las muchachas que seguían en el suelo. Ya eran una cadena de esclavas.
—En pie —les dije.
Se levantaron con sonido de cadenas. Había lágrimas en las mejillas de algunas.
—Retirad la fibra de atar de sus gargantas —les indiqué a mis esclavas—, y soltadles las manos.
Enrosqué el trozo de cadena que sobraba alrededor del tobillo de la primera muchacha, pues quizás nos hiciera falta.
Cada cadena tiene su llave, y yo tomé la de aquélla y la coloqué en mi bolsa.
—Nos has encadenado —dijo una de las chicas, una rubia, de pie, orgullosa, con los pies separados—. Nuestra seguridad está totalmente en tus manos.
—¡Una sola pantera —lloró otra— podría acabar con nosotras!
—Eres un guerrero —dijo la rubia, mirando al frente.
—Soy de la casta de los mercaderes —le contesté.
—Ningún mercader nos habría apresado como tú lo hiciste. Eres de la casta de los guerreros.
Me encogí de hombros. Era cierto que yo había sido miembro tiempo atrás, de la casta de los guerreros.
Rebusqué por entre los restos del campamento, guardando esto, tirando aquello. Había muchas cosas de valor que eran demasiado voluminosas. Encontré mucha comida de esclavos, que suele estar mezclada con agua. Y sedas, boles, collares sin inscripción, carne seca y salada; cuerdas y cadenas. Había también una pequeña caja de esposas para esclavas que se abrían todas con la misma llave y tela embreada que podía sernos útil. Las muchachas podían dormir debajo de ella por la noche. Hallé las famosas botellas de vino drogadas, que podían irnos bien. Cuando hube decidido qué llevaríamos y qué no, llené y las esclavas de paga me ayudaron a distribuir los bultos. La tela embreada sería llevada entre cuatro muchachas a hombros.
—¡Somos mujeres pantera! ¡No somos las porteadoras de un hombre! —se oyó decir a la rubia que había hablado antes.
Ella fue la primera en recibir el latigazo. La pelirroja la había pillado desprevenida. Llorando, tomó su carga y se irguió entre sus compañeras. Colocó el paquete sobre su cabeza, al estilo de las mujeres goreanas. Se ayudaba con la mano izquierda para mantener el equilibrio. Se mantenía muy erguida. Todas habían tomado sus cargas respectivas. Al menos al principio, tendríamos que seguir una ruta paralela a la de mis enemigos. Más adelante, si su huida se hacía más precipitada y menos racional, siempre podíamos hacer nuestra su ruta. De esa manera su rastro sería inconfundible, y nos permitiría recoger todo aquello de valor que nos interesase y ellos hubieran decidido descartar.
Di media vuelta y penetré en el bosque.
Oí sonar el látigo tras de mí.
—¡Aprisa, esclavas!
Estaba escondido, subido a la rama de un árbol, oculto entre el denso follaje. La cadena de esclavos de los hombres de Tyros pasaba por debajo de mí.
Era una cadena larga, que contenía noventa y seis hombres. Cada uno estaba doblemente encadenado y llevaba las manos atadas, a la espalda. Iban todos atados por el tobillo izquierdo y por el cuello.