Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
Verna comenzó a suspirar.
—¡Oh, sí, amo, sí!
Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos, comenzó a retorcerse.
—¡Te quiero, amo! —lloró—. ¡Te quiero!
—Mañana —dijo Marlenus— te pondrás un talender en el pelo.
—Sí, amo —gritó ella—. Lo haré. ¡Lo haré!
Salí de la tienda.
Mientras caminaba en la oscuridad, oí los incontenibles gritos de gozo de Verna, mezclados con el sonar de cascabeles.
Fui hasta el otro extremo del campamento, hasta la hilera encadenada que formaban las muchachas de Verna.
Estaban dormidas sobre el suelo. Marlenus me había dicho que podía utilizar a cualquier mujer del campamento a excepción de Verna.
Recorrí el grupo con la vista, hasta dar con una que me gustó.
Tenía un cuerpo agradable y los hombros anchos. Su cabello era oscuro y me recordó a Sheera.
Me arrodillé junto a ella y coloqué mi mano sobre su boca. Protestó asustada y la sujeté con las manos.
—No hagas ruido —le advertí.
Entonces aparté la mano de su boca. Se me quedó mirando.
Le quité las pieles y las dejé junto a su tobillo derecho, que era el que estaba sujeto por la cadena.
Alzó sus brazos hacia mí, y también sus labios. La abracé suavemente y comencé a acariciarla. Sentí sus labios junto a los míos.
—No hagas ruido —le susurré.
Casi amanecía cuando me aparté de su lado. Había habido veces en las que había tenido que cubrir su boca con mi mano.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté.
—Rena —susurró.
—Es un nombre bonito, y tú, Rena, eres una esclava preciosa.
—Gracias, amo.
Me marché para dormir al menos un ahn, antes de que el campamento recuperase su actividad normal.
Miré hacia las lunas y recordé a Sheera. Sí, me parecía que no la vendería en Lydius.
Me dije a mí mismo una vez más que el refrán era cierto, que una mujer pantera una vez dominada era una magnífica esclava.
Me di la vuelta en el interior de las mantas, y me quedé dormido. Por la mañana tenía que emprender mi camino de regreso hacia el
Tesephone
.
Mis sentimientos y emociones estaban algo confusos y así siguieron mientras me abría camino entre los árboles del bosque para llegar a las orillas del Laurius.
Había dejado a mis hombres en el campamento de Marlenus, a Arn y sus proscritos y mis cinco hombres del
Tesephone
. Deseaba estar solo durante el viaje. Ellos habrían de seguirme al cabo de dos días.
Llevaba mis armas conmigo, incluso mi gran arco, que había recuperado en el campamento de Verna días atrás.
Tenía ganas de volver a ver a la deliciosa Tina, a la encantadora esclava de Rim, Cara. Y en particular, a una antigua mujer pantera, la muchacha de cabello oscuro y cuerpo dulce que llevaba mi collar y cuyo nombre era Sheera.
Deseaba volver a ver a Thurnock y a Rim, que habían regresado al
Tesephone
con Grenna, la muchacha que yo había capturado en el bosque. Suponía que a su llegada al barco la habrían marcado y puesto un collar. Y luego se habrían ocupado de su herida del hombro. Tenía buenas piernas, así que imaginé que la túnica de esclava le quedaría bien. Quizás se la entregaría a Arn, cuando él y mis hombres regresasen al
Tesephone
.
Después seguiríamos la corriente río abajo, atracaríamos en Laura, seguiríamos hasta Lydius, donde permaneceríamos dos días para que los hombres se divirtiesen y finalmente nos dirigiríamos a Puerto Kar.
Sonreí para mis adentros. Recordé que en mi campamento tenía que haber cuatro esclavas de paga. Había enviado a Rim a que las alquilase en Laura.
Las esclavas de paga suelen ser muchachas encantadoras. Me acordé de Tana, una esclava de paga que encontré en Lydius. Una muchacha preciosa y magnífico ejemplo, vestida de seda y con sus cascabeles, de este tipo de esclavas.
Me resultó algo extraño que Hesius, el dueño de la taberna de paga, no hubiera solicitado ningún tipo de garantía por las chicas, para asegurar su retorno. Dudo mucho que nos conociese. Además recordé también que sus precios me parecieron inusualmente bajos para chicas escogidas, como Rim dijo que eran. Afirmó que los precios eran bajos en Laura, y yo le creí. Pero, ¿tan bajos? De pronto mi mano apretó con fuerza el arco. Tomé una flecha y la apoyé en la cuerda. Me sentía muy frio y duro, pero lleno de rabia. Habíamos sido unos idiotas. Recordé, dándome cuenta de una manera tan repentina como terrible, que aquel hombre había incluido, junto con el precio de las muchachas, vino, como gesto de buena voluntad.
¡Los hombres de Tyros!
Yo, como un idiota, obsesionado persiguiendo a Talena, ciego para todo lo demás, me había olvidado de ellos.
Me acerque al campamento del
Tesephone
con todo cuidado. Confundido entre las sombras del bosque. En silencio, observé el campamento por entre las ramas.
El muro de protección que habíamos construido a su alrededor había sido derribado. Había, en varios lugares, cenizas y restos de hogueras. La arena aparecía revuelta, como si hubiese habido luchas. Marcada en la arena había una señal que era la de una quilla, y que llegaba hasta el agua.
Mis hombres, las esclavas y
Tesephone
habían desaparecido. Apreté mi puño con fuerza y apoyé la frente sobre la rama verde tras la que me ocultaba.
Sin duda, por allí cerca debía de haber hombres de Tyros, a la espera de que alguien regresase al campamento.
Me senté en medio de la hojarasca y esperé. Había decidido que me apetecía ver a aquellos hombres. No me importaba tener que acabar con ellos.
A media tarde los vi. Eran once y venían hacia el campamento por la orilla río arriba, como si llegasen de Laura.
No me había acercado al campamento del
Tesephone
con gran precaución, como una sombra más, en silencio. Ellos ni tan siquiera tenían guardas apostados.
Uno de los hombres llevaba una botella.
No sabían gran cosa de los bosques, por lo que podía verse. Vi también que en el grupo había cuatro muchachas. Estaban unidas entre sí por el cuello y les habían atado las manos a la espalda. Las mujeres reían y bromeaban con ellos. Iban vestidas con sedas amarillas. Sin duda eran las esclavas de paga de Laura.
Las habían utilizado para sorprender y tomar mi campamento. Seguramente les habían ordenado que se encargasen de que todos los hombres bebiesen del vino enviado con ellas. Eran parte integrante de la conspiración. Y ahora, atadas, bromeaban encantadoramente con los hombres de Tyros. Eran unas esclavas muy bellas.
Decidí ir a su encuentro. Avancé hacia el campamento, y me quedé de pie frente a ellos.
Por un momento se quedaron sorprendidos al verme.
Hicieron a las muchachas a un lado.
Los hombres sacaron los aceros y corrieron hacia delante cargando contra mí. Estaban locos.
Ellos no sabían quién cargaba contra quién; en realidad era yo el que los retaba.
Mi arco podía disparar diecinueve flechas en un ehn goreano, unos segundos en la Tierra; un arquero hábil, no uno espectacular, es capaz de clavar en ese tiempo esas diecinueve en un blanco del tamaño de un hombre, una tras otra, produciendo todas ellas una herida mortal, a unos doscientos cincuenta metros.
Lanzando el grito de guerra de Tyros, blandiendo sus espadas, corrieron hacia mí, cerca del borde del río, en línea recta, lejos de los árboles.
Yo tenía las piernas separadas; mis pies y mis talones estaban alineados con el blanco y la cabeza fuertemente girada hacia la izquierda. Las flechas estaban listas para ser disparadas.
—¡Ríndete! —gritó su líder, deteniéndose a unos metros de distancia. Quedaba bajo el alcance de mi flecha. Sabía que podía matarle—. Somos demasiados para ti. Arroja tu arma.
En vez de eso, le apunté al corazón.
—¡No! —gritó—. ¡Atacad! ¡Matadle!
Se volvió otra vez para mirarme. Tenía la cara pálida. En una línea, sobre la playa, sus hombres estaban esparcidos. Solo quedaba con vida uno.
El hombre de Tyros estaba sólo.
Pálido, dejó caer su espada.
—Carga —le dije.
—No —dijo—. ¡No!
—¿La espada?
—Tú eres Bosko. ¡Bosko de Puerto Kar!
—Sí, soy yo —dije.
—No, la espada no —rogó.
—¿El cuchillo?
—¡No! —gritó.
—Tienes una oportunidad de ponerte a salvo —le dije señalando hacia el otro lado del Laurius con la cabeza—, si consigues llegar al otro lado.
—Hay tiburones de rio. ¡Tharlariones!
Le miré.
Dio media vuelta y corrió hacia el agua. Observé. No le acompañó la suerte. Vi la sombra oscura a los lejos, la cabeza estrecha de un tiburón de río y las aletas dorsales, negra y triangulares, de otros cuatro más.
Me volví y miré hacia la parte de arriba de la playa. Las esclavas de paga estaban allí, aterrorizadas.
Avancé hacia ellas y dando gritos, comenzaron a tropezar unas con otras mientras intentaban escapar.
Las tomé por la correa que unía sus gargantas y las conduje hasta la orilla del rio, en el punto por el que el hombre había penetrado en el agua. Aún quedaban varios tiburones en el centro de las aguas.
—Arrodillaos —les dije.
Obedecieron.
Recogí mis flechas de los hombres caídos de Tyros y arrojé sus cuerpos al Laurius. Las flechas salieron limpiamente de los cuerpos. Las lavé y regresé con las muchachas.
—Contadme cuanto sucedió aquí y lo que sabéis de las acciones e intenciones de los hombres de Tyros.
—No sabemos nada —dijo una de ellas—. No somos más que esclavas.
—Quiero que habléis.
—No podemos hablar. No podemos hacerlo.
—¿Esperáis que los hombres de Tyros os protejan?
Se miraron unas a otras con aprensión.
Entonces, mientras seguían arrodilladas con las espaldas muy rectas, les quité las sedas amarillas con que se cubrían. A continuación notaron sorprendidas cómo cortaba las correas que les sujetaban las muñecas. Pero no solté las que les rodeaban la garganta.
—Poneos en pie —les ordené.
Obedecieron.
Había dejado de lado el arco y desenfundé la espada. Señale con ella en dirección al agua. Se miraron llenas de miedo.
—Al agua —les dije—. Nadad.
—¡No! ¡No! —gritaron. Se echaron al suelo delante mío, sobre la arena, con las cabezas a mis pies.
—¡Ten piedad de nosotras! ¡No somos más que esclavas!
—¡Somos mujeres y esclavas! ¡Tómanos como mujeres y esclavas!
—Someteos —les dije.
Se arrodillaron frente a mí, apoyándose en los talones, la cabeza agachada y los brazos levantados y extendidos, y con las muñecas cruzadas como si tuviesen que atárselas.
—Me someto —dijo cada una de ellas, por turno.
Eran mías.
—Esclava —dije a la primera muchacha, de cabello oscuro—, coloca la cabeza sobre la arena y habla.
—Sí, amo —respondió—. Éramos las esclavas de Hesius de Laura. Somos esclavas de paga. Nuestro amo hizo un trato con Sarus, Capitán del
Rhoda de Tyros
. Seríamos alquiladas al campamento de Bosko de Puerto Kar. Tendríamos que servir vino y cuando lo hubiéramos hecho, los hombres de Tyros caerían sobre el campamento.
—Basta —le dije. Miré a la segunda muchacha, una rubia—. Pon la cabeza sobre la arena. Habla.
—El plan salió bien —dijo—. Les servimos vino a todos e incluso, secretamente, a las esclavas del campamento. En menos de un ahn estaban todos inconscientes. El campamento era nuestro.
—Es suficiente. Tú —le dije a la tercera muchacha, una pelirroja—. Habla.
También ella puso la cabeza sobre la arena y comenzó a hablar rápidamente, temblando, dejando ir un torrente de palabras.
—Tomaron todo el campamento. Los encadenaron a todos, hombres y mujeres, sin problemas. Echaron abajo la empalizada que protegía todo el campamento y lo destruyeron.
—Es suficiente —dije. No quería hacer hablar a la cuarta chica todavía, pues deseaba pensar. Empecé a comprender muchas cosas, incluso algunas que las muchachas no habían mencionado.
No resultaba difícil imaginarse que capturar a Bosko de Puerto Kar no era algo sencillo, como tampoco lo era causarles daño a las gentes de Puerto Kar; era evidente que el
Rhoda de Tyros
había llegado hasta Lydius y remontado hasta Laura. Se trataba de una galera de tipo medio, que llevaba unos noventa remeros. Sin duda eran hombres libres, puesto que el
Rhoda
era un barco de guerra. Su tripulación, sin contar a los oficiales y los remeros, debía de estar formada por unos diez hombres. No tenía la menor idea de cuantos más podía llevar ocultos bajo cubierta, pero no me resultaba difícil calcular que, dado el tipo del asunto que había motivado su presencia allí, transportaría más de cien hombres, sin duda todos avezados guerreros.
Estoy seguro de que la captura de Bosko era uno de los objetivos de la expedición del
Rhoda
al norte, pero sospechaba que el hacerse con un almirante de Puerto Kar, uno al que tenían buenas razones para recordar, no era su principal objetivo.
Tyros y Ar habían sido ciudades enemigas durante muchísimos años.
Me preocupó pensar que Marlenus se había equivocado en sus cálculos por una vez en su vida.
Me volví hacia la cuarta muchacha. Era una belleza de cabello oscuro y tez clara.
—Inclínate —le dije.
Colocó la cabeza sobre el suelo. Le temblaban los hombros.
—Contestarás mis preguntas con prontitud y exactitud.
—Sí, amo.
—¿Cuántos hombres tienen los de Tyros?
—No lo sé exactamente.
—¿Doscientos?
—Sí, amo —susurró—. Por lo menos doscientos.
—El barco, el
Tesephone
, que estaba aquí, ¿fue acaso conducido río abajo?
—Sí.
—¿Por cuantos hombres?
—Cincuenta, me parece.
El
Tesephone
tenía cuarenta remos. Habían colocado un hombre en cada remo y llevado varios más de reserva.
—¿Qué ocurrió con mis hombres y esclavas?
—Los hombres, a excepción de uno, que llevaba en la cabeza la señal de las mujeres pantera, fueron encadenados en la bodega del
Tesephone
. Las mujeres, las cuatro esclavas, y el que llevaba la marca en la cabeza, fueron llevados junto con la mayoría de los hombres de Tyros, hacia el interior del bosque.