Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
Los demás estuvieron de acuerdo.
El hombre de Arn que había visto el Ka-la-na, se arrastró hasta él. Colocó las botellas sobre sus rodillas y comenzó a sacar el corcho de una de ellas.
—No te emborraches —le dijo Arn.
Miró a Arn y éste le indicó que esperase con un gesto de cabeza. Enfadado, el hombre colocó de nuevo el corcho en la botella.
—¿Qué haremos si no regresan esta noche? —preguntó un hombre.
Me encogí de hombros.
—Seguiremos haciendo lo mismo —contesté.
—Regresarán al atardecer —dijo Arn.
—Ha sido un día muy largo —dijo uno de mis hombres.
Era media tarde. Habíamos comido los alimentos que traíamos en nuestros zurrones, y tomado algo de pan y carne seca que había en las cabañas.
Arn estaba mordisqueando un trozo de pan de Sa-Tarna. Tomó un sorbo de agua de su cantimplora que había llenado anteriormente en un riachuelo cercano. Habíamos relevado la guardia del bosque dos veces.
—Las mujeres pantera —dijo uno de los hombres de Arn— regresan generalmente a su campamento cerca del anochecer.
—Aún faltan más de dos ahns —refunfuñó otro.
—Hay que relevar la guardia —dijo uno de mis hombres. Él y uno de sus compañeros se pusieron en pie.
—Hace más de un año —dijo Arn con una mueca— que no pruebo el Ka-la-na.
—Ni yo —afirmó uno de sus hombres.
—Era una Ka-la-na excelente. Me había acordado de él más de una vez.
—Capitán —dijo uno de mis hombres.
—Está bien —accedí. Tenía la casi total seguridad de que las mujeres pantera no regresarían antes de un ahn o dos.
El hombre que le había quitado el corcho a la botella fue el primero en lanzarse hacia ella, para volver a retirarlo.
Colocó la botella apretada contra sus labios y echó la cabeza hacia atrás.
Se la arrebaté.
—Ya está bien —le dije.
—¡Es excelente!
—Sólo abriremos esta botella —les advertí—. Las demás podemos dejarlas para más adelante.
Así no se emborracharían. Una botella de Ka-la-na bebida entre diez hombres no es nada. El Ka-la-na no es como el paga o la fuerte cerveza del norte.
Los dos hombres de mi grupo que se dirigían a hacer el relevo de los centinelas tomaron sus sorbos de vino antes de salir. Luego se marcharon. A continuación, Arn tomó la botella y bebió.
—Es suficiente —le dije.
Los hombres, suyos y míos, se pasaron la botella. En unos instantes, los que habían sido relevados entraron en la cabaña. También ellos bebieron de la botella, aunque quedaba poco vino.
—Capitán —dijo uno de mis hombres alargándomela.
Eché la cabeza hacia atrás y la apuré. Era algo amargo por los posos, pero tenía la suavidad del buen Ka-la-na de Ar.
Me dirigí a la entrada de la cabaña para mirar hacia fuera. El sol había descendido algo, pero aún brillaba con fuerza y hacía calor.
Me volví para penetrar de nuevo en la cabaña. En el umbral di un traspié. Tuve que sujetarme en el armazón de troncos y paja para no caerme.
—¡Somos unos estúpidos! —grité.
Arn me miró sin entender nada. El hombre que había abierto la botella de Ka-la-na y tomado un trago más largo estaba echado en el suelo, medio dormido.
—¡Cogedle! —dije—. ¡Y corred! ¡Corred!
Los hombres apenas sí podían mantenerse en pie. Dos de ellos intentaron levantar al caído a un lado de la cabaña.
—¡No veo nada! —gritó uno de ellos. Arn se puso inmediatamente en pie, pero cayó al suelo y se quedó intentando desplazarse a gatas, con la cabeza agachada.
—¡Corred! —les grité a todos—. ¡Corred!
Salimos corriendo y tropezando de la cabaña. Vi que hacia un lado, detrás mío y a la izquierda, había una red blanca, atada fuertemente, que caía sobre un hombre. Oí los gritos de mujeres pantera.
Sujetando a Arn por el brazo, dando tropezones, corrí hacia la puerta de la empalizada.
Mientras intentaba aclarar mi visión sentí el aguijonazo de una lanza y luego de otra. Caí dando tumbos sin poderlo remediar. Sacudí la cabeza. Tenía sangre en el pecho y en el estómago.
—¡Hacia atrás! —oí—. ¡Hacia atrás!
En la entrada había cuatro mujeres pantera dando empujones con lanzas, para hacernos retroceder. Arn cayó de rodillas. Le puse en pie y di media vuelta en dirección a la cabaña. Caí una vez y conseguí ponerme en pie. Arrastrando a Arn como podía, me sumergí en la oscuridad de la cabaña. Busqué mi arco a tientas. Sacudí la cabeza. No quería perder el conocimiento. Arn se había quedado de nuevo a cuatro patas, aturdido. Encontré una flecha que coloqué torpemente contra la cuerda de mi arco. Pero no distinguía nada contra lo que disparar. Intenté tensar el arco, pero no pude. La flecha cayó de la cuerda.
Miré hacia fuera.
Uno de mis hombres había caído sobre el suelo, inconsciente. Otro trataba en vano de librarse de las cuerdas con las que le habían maniatado. Vi a otro caído boca abajo. Dos bellas mujeres pantera se inclinaron sobre él. Una le ató las manos a la espalda. La otra le había cruzado los tobillos y se los estaba atando rápidamente.
Dos hombres habían sido atados a un poste de la entrada después de haber sido esposados.
Con un grito de rabia, dejé caer el arco y di una patada a la parte de atrás de la cabaña, abriendo una brecha en ella.
Sacudí la cabeza salvajemente, sujeté a Arn por un brazo y tiré de él hacia fuera, a través de la brecha.
Una vez fuera, miré a mi alrededor.
A un lado de la cabaña, que yo no podía ver, oí el fuerte sonido de las esposas al cerrarse alrededor de las muñecas de un esclavo.
Tropecé con las afiladas estacas que formaban el muro de detrás de la cabaña.
Me agaché para tirar de una de ellas con las dos manos.
Estábamos encerrados en el interior de la empalizada. Arn, a mi lado, medio inconsciente, volvió a quedarse de rodillas. Le sacudí violentamente.
Juntos conseguimos aflojar una de las estacas y también juntos, nos deslizamos hasta el otro lado del muro.
—¡Se escapan! —oí gritar—. ¡Dos! ¡Se escapan!
Llevando a Arn a rastras sujetando su brazo, encontré un sendero entre los árboles. Oí más voces detrás nuestro, de mujeres pantera furiosas. Oímos cómo nos perseguían. Las mujeres pantera son unas cazadoras rápidas y feroces.
Arn cayó.
—¡Levántate! —le grité—. ¡Levántate!
Le abofeteé con fuerza y conseguí ponerle en pie.
Una flecha pasó rozándonos. Oí sus gritos de persecución, oí cómo se rompían algunas ramas y cómo eran apartadas por las mujeres al pasar.
Arn corría atontado detrás mío.
De pronto se oyó un fuerte sonido metálico a mis pies. Arn lanzó un grito de dolor y cayó hacia delante.
Atenazando su tobillo derecho vi los dientes metálicos de una trampa de esclavos.
Intenté separar aquellas mandíbulas, pero era imposible, se habían cerrado sobre el tobillo. Este tipo de trampas, a diferencia de las existentes para animales, no pueden abrirse a mano puesto que aprisionan la carne de la persona. Solo se abren con una llave.
Arn quedó perfectamente sujeto.
Tiré de la cadena que sujetaba la trampa y que se ocultaba bajo las hojas.
Conducía a una anilla sujeta a un poste, hundido en el suelo. No habría forma de arrancarlo.
Me di cuenta, por el sonido de sus voces y el de las ramas, de que mis perseguidores estaban casi detrás de mí.
Arn me miró desesperado.
Alargué la mano hacia él. Luego me volví, tropezando, mareado, y comencé a correr.
Caí contra un árbol, pero conseguí levantarme y seguí corriendo. Una flecha se clavó cerca de donde yo estaba.
Me eché debajo de unos matorrales, pero seguía oyendo sus voces.
Comencé a sentirme cada vez más mareado. Apenas veía nada. Caí otra vez, volví a ponerme en pie e intenté seguir corriendo.
No sé hasta dónde corrí. No creo que fuese muy lejos. Caí entre la maleza.
Pero tenía que levantarme. Me dije a mí mismo que tenía que levantarme y seguir.
Pero ya no pude hacerlo.
—¡Aquí está! —escuché.
Abrí los ojos y vi a mi alrededor los tobillos de varias muchachas pantera.
Me ataron las manos a la espalda y sentí el acero de las esposas de esclavo cerrarse alrededor de mis muñecas.
Perdí el sentido.
Me desperté sobresaltado.
No podía moverme.
Estaba echado en el centro de un claro. Vi que estaba rodeado por enormes árboles Tur. Nos hallábamos en algún lugar profundo del bosque, cobijados por aquellos gigantescos árboles. Podía verlos por todas partes, al borde del claro, alzándose hacia la oscuridad de la noche goreana, la belleza del brillo de las estrellas, para finalmente entrelazar sus ramas y sus copas. Vi las estrellas sobre mi cabeza. Pero a través de las ramas tan sólo me llegaban breves imágenes del firmamento. En el claro había hierba, la notaba bajo mi espalda. Vi, a un lado del claro, un poste de esclavo, no muy alto, con dos anillas. No había ningún hombre sujeto a él.
—Se ha despertado —dijo una voz de mujer.
Una muchacha, vestida con las breves pieles de las mujeres pantera, se acercó a mí.
Llevaba un cuchillo de eslín sujeto al cinto.
Se inclinó sobre mí. Miró hacia abajo para verme mejor. Tenía unas piernas y un cuerpo bellísimos.
Llevaba adornos de oro, una pulsera en el brazo, otra en el tobillo y una larga cadena de cilindros dorados, muy pequeños y perforados, que daba la vuelta a su garganta cuatro veces.
Tiré de las ataduras que oprimían mis muñecas y mis tobillos. Me habían separado los brazos y las piernas. Me habían tendido en el suelo entre cuatro estacas. Varias tiras de fibra de atar mantenían mis miembros sujetos a cada estaca. Éstas estaban hechas de tal manera que era imposible que la cuerda o la fibra de atar se saliese. Apenas sentía las manos o los pies. Me tenían bien atado. Me habían quitado la ropa.
Me miró.
Llevaba una lanza ligera.
Volví la cabeza hacia un lado.
Con la hoja de la lanza me obligó a mirarla de nuevo.
—Saludos, esclavo —me dijo.
No le respondí.
Volvió a mirarme y se rió.
—Soy un hombre libre —le dije—. Exijo mis derechos de prisionero.
Extrañamente, ella movió entonces la hoja de su espada para recorrer con ella mi cuerpo.
Cerré los ojos.
—Fuisteis muy tontos al beberos el vino —dijo ella.
—Sí —respondí.
—Hemos usado nuestro campamento más de una vez como trampa para conseguir esclavos —me dijo.
Lleno de rabia, tiré de mis ataduras.
—Has llegado más lejos que ningún otro en el interior del bosque —comentó ella—. Eres fuerte.
No me cabía la menor duda de que quien me examinaba era la propia Verna.
Nadie que no fuera ella, la líder indiscutible del grupo, podría estar mirándome tan desapasionada y objetivamente, serena en su poder sobre la vida y el cuerpo del esclavo.
Era ella quien tenía que decidir lo que había que hacerse conmigo.
Otra muchacha llegó y se colocó detrás de ella. La reconocí. Era Mira, la que me había hablado en el campamento. Miró hacia el cielo.
—Las lunas —dijo— estarán en lo más alto dentro de poco.
Luego me miró y se rió.
Verna se sentó junto a mí, con las piernas cruzadas.
—Las lunas no han salido aún. Charlemos un rato —dijo al tiempo que extraía su cuchillo de eslín de la funda—. ¿Cómo te llamas?
—¿Dónde están mis hombres? —pregunté.
—Contestarás mis preguntas
Sentí la hoja del cuchillo de eslín junto a mi garganta.
—Soy Bosko de la isla de intercambio de Tabor.
—Se te advirtió que no regresaras al bosque.
—¿Dónde están mis hombres?
—Encadenados.
—¿Qué vas a hacer con nosotros?
—¿Qué relación hay entre la mujer Talena y tú? —preguntó ella a su vez.
—¿Está en tu poder?
Volví a sentir la hoja del cuchillo contra mi garganta.
—En una ocasión —le dije—, hace mucho tiempo, fuimos compañeros.
—¿Y tú deseas rescatarla como un héroe, y renovar vuestro vínculo de unión? —preguntó Verna.
—Hubiera sido mi deseo renovar nuestra unión.
Verna se echó a reír.
—No es más que una esclava —dijo.
—¡Es la hija de un Ubar!
—La hemos enseñado lo que es la esclavitud. Me he ocupado de ello.
Me revolví contra mis ataduras.
—Me parece que la encontrarías muy cambiada —prosiguió Verna— de cuando tú la conociste.
—¿Qué le has hecho?
—Los seres humanos cambian. Hay pocas cosas constantes. Sin duda tú tienes tu propia imagen de ella. Eres un tonto. Eso es un mito.
—¿Qué le has hecho?
—Te aconsejo que la olvides. Acepta mi palabra. No vale la pena que te esfuerces por ella.
Verna comenzó a jugar de nuevo con el cuchillo sobre mi garganta.
—Talena, con mi permiso, le envió a su padre una misiva escrita por ella misma a través de una de mis muchachas.
Guardé silencio.
—¿No sientes curiosidad por conocer el contenido del mensaje?
Sentí la punta del cuchillo clavarse en mi cuello.
—En él ella le rogaba que comprase su libertad.
Me eché hacia atrás con los ojos cerrados.
—Sólo las esclavas —prosiguió— piden una cosa así.
Lo que Verna decía era cierto. Me acordé de que en la taberna de paga, Tana me había pedido que la comprase. Al hacerlo se había reconocido a sí misma como esclava.
—Marlenus apretó la nota en su puño y la arrojó al fuego.
La miré.
—Retiró a sus hombres de los bosques —dijo.
—¿Se ha ido Marlenus?
—Ha regresado a Ar.
—Es cierto—dijo Mira—. yo misma le entregué la misiva a Marlenus. Yo misma les vi recoger el campamento. Yo misma les vi emprender el camino hacia Ar.
También Mira, como algunas de las mujeres pantera, era hermosa, pero su belleza era dura, había algo de cruel en ella.
—Con una mano en la empuñadura de su espada —dijo— y la otra en el medallón de Ar, retiró sus vínculos con su hija.
Me quedé sin habla, paralizado.
—Sí —dijo Verna riéndose—, de acuerdo con los códigos de los guerreros y según los ritos de la ciudad de Ar, Talena ya no es pariente o hija de Marlenus de Ar.