Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
—Mira —me dijo Rim—. ¡Esa muchacha es peor que un eslín!
Observé a Tina llevando un cántaro de agua a dos de los hombres que estaban trabajando junto al
Tesephone
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Tenía los pies hundidos hasta los tobillos en la arena. Me di cuenta de que con un cordón delgado había atado su túnica de lana de esclava. Sonreí.
Rim y yo nos acercamos a ella. Se volvió, sorprendida y nos miró.
—¿Amos?
—Pon las manos sobre tu cabeza —le dije.
Hizo lo que se le ordenaba algo aprensiva. Los hombres miraron con curiosidad.
El cinturón resaltaba más los atractivos de su cuerpo.
Pero nosotros sospechábamos que aquella no era la razón por la que se lo había puesto.
Rim deshizo el nudo.
De la prenda cayeron varias ciruelas goreanas, un pequeño fruto de larma, y dos tarskos de plata sobre la arena que le cubría los pies.
—Vaya con la ladronzuela —dijo Rim.
—¡Mi padre era un ladrón! —exclamó ella—. ¡Y su padre!
Se habían reunido varios hombres a nuestro alrededor.
—A mí me faltan dos tarskos de plata —dijo uno de ellos al tiempo que los recogía de la arena.
La muchacha estaba asustada. El robo es algo muy censurado en Gor.
Trató de echar a correr, pero uno de mis hombres la cogió por el brazo y la colocó de golpe frente a nosotros otra vez.
—¿Dónde está tu escondite? —le pregunté.
Malhumorada se alejó de nosotros hacia un lugar cerca de la pared, próximo al que se hallaba por las noches cuando se la encadenaba.
Caminamos hacia donde se había arrodillado en la arena, aterrorizada, escarbando y sollozando.
Alzó un trozo de cuero doblado lleno de arena que cayó sobre mí. En su interior había muchas cosas pequeñas, algunos anillos, pequeños espejos, monedas.
—Eres una ladrona muy habilidosa —le dije.
Temblaba a mis pies.
—Comprendes que una esclava no puede poseer nada.
Se estremeció.
—¿Qué hará mi amo conmigo? —susurró.
—Ponte de pie.
Obedeció.
—He pensado hacerte azotar.
Sacudió la cabeza implorando que no lo hiciese.
—¿Crees que podrías traerme un discotarn, de oro, de doble peso?
—¡No tengo oro! —gritó.
—Entonces parece que tendremos que azotarte —le dije.
—¡No! ¡No!
Se volvió e intentó escapar abriéndose camino entre los hombres que se lo cerraban.
Al cabo de un instante, sujeta por dos hombres, volvió a encontrarse frente a mí y fue obligada a arrodillarse. Bajo la cabeza.
—Parece —dijo Rim—, que hemos de azotarla ya.
—No lo creo —le repliqué.
Tina alzó la cabeza. Estaba sonriendo. Me tendió su mano derecha. Contenía un discotarn de oro. Era de peso doble.
Se oyó un grito de asombro que provenía de los hombres.
La ayude a ponerse en pie. Ella sonreía.
—Eres increíble —le dije.
—Mi padre era un ladrón —dijo.
—Y tu abuelo también lo fue —añadió Rim.
Ella bajó la mirada, sonriendo.
—¿Tienes intención de robar más en este campamento? —le pregunté.
Me miró a los ojos muy seriamente.
—¡No, amo! ¡No!
—Al contrario —afirmé—, mi deseo es que mantengas tu habilidad en forma. En este campamento puedes robar donde y cuanto desees, pero antes del transcurso de un ahn tienes que haber devuelto lo que hayas robado.
Se echó a reír, encantada con la idea.
Los hombres se miraron unos a otros, irritados.
—Esta noche —dije—, después de la cena, harás una demostración.
—Sí, amo.
—¿De quién es esta moneda? —pregunté alzando el tarn doble.
Los hombres revisaron sus portamonedas. Ninguno de ellos reclamó el oro.
No me parecía que me lo hubiese cogido a mí.
—¿Es mío? —le pregunté.
—No —dijo sonriendo—. Es de Thurnock.
Thurnock, que no había revisado su portamonedas, convencido de que la moneda no era suya, rió con sorna.
—No es mía —dijo.
—¿Tenías un tarn doble? —le pregunté.
—Sí —dijo. Rebuscó en su portamonedas. Luego, se sonrojó. Los hombres se echaron a reír.
Le entregué la moneda.
A continuación miré a Tina.
—Eres una ladrona encantadora —le dije—. Ponte de espaldas.
Tomé el cordón con el que se había sujetado la túnica.
Di con él dos vueltas alrededor de su cuerpo, apretándolo, y lo até con fuerza.
Se quedó sorprendida.
—¿Me permites que lo lleve para ocultar mejor cuando robe?
—No. Te lo permito para que los hombres vean mejor tu belleza.
Tina se sonrojó y bajo la cabeza.
—Si al cabo de una hora no devuelvo lo robado, ¿qué me ocurrirá?
—La primera vez que no cumplas lo estipulado, te cortaremos la mano izquierda.
Intentó soltarse y escurrirse de entre mis brazos.
—La segunda vez, será la mano derecha.
Sus ojos estaban dilatados y llenos de espanto.
—¿Lo entiendes? —le pregunté.
—Sí, amo —susurró.
La besé profundamente, haciéndole inclinar la cabeza hacia atrás. Luego la solté. Se quedó mirándome con la mano sobre sus labios.
Me dirigí a los hombres.
—Tenéis que probar sus labios.
Se apresuraron todos a acercarse a ella y así, después de besarla, se la cedían el uno al otro. Cuando hubo dado la vuelta al círculo, dando un traspié y con el cabello cubriéndole los ojos quedó de nuevo frente a mí. Respiraba pesadamente. Estaba algo inclinada hacia delante. Me miró, pero vi que no lloraba. Luego se irguió y, tirando los hombros hacia atrás, alisó su ropa.
Pensé que Tina se haría popular en el campamento.
Mis hombres y yo, a excepción de los centinelas que estaban apostados, nos sentamos en la playa, dentro del recinto, no demasiado lejos de la quilla inclinada del
Tesephone
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Sheera estaba arrodillada cerca de mí, con la cabeza agachada, apoyándose en los talones, y los brazos extendidos para ofrecerme, a la manera de una esclava goreana, el vino.
Lo tomé, ignorándola.
—¿Cuándo regresaremos a los bosques? —preguntó Rim sentado junto a mí y servido por Cara.
—No lo haremos inmediatamente. Antes quiero organizar cosas para mis hombres, los que queden en el campamento.
—¿Hay tiempo para eso?
—Creo que sí. Conocemos la ubicación aproximada del campamento de Verna. Marlenus, no. Él todavía sigue buscando en las proximidades de Laura.
Alargué el bol de vino para que Sheera, que sujetaba una vasija, lo llenase.
—Mañana iras a Laura por la orilla del río. Consigue que te envíen aquí, al campamento, las cuatro esclavas de paga más hermosas que encuentres. Cuando hayas realizado esta gestión, regresa. Las muchachas pueden seguirte.
—Hay hombres de Tyros en Laura —dijo Rim, mirando hacia el interior de su pequeño bol de vino.
—Somos simples comerciantes, tratantes de pieles de la isla de Tabor.
Me puse en pie.
—Ha llegado la hora de la exhibición que os había prometido —dije—. ¡Tina! ¡Ven aquí! —ella también había estado sirviendo a los hombres. Corrió a mi lado.
—Avivad el fuego —dije.
El interior del campamento quedó bien iluminado.
—¿Veis todos con claridad? —pregunté.
Se oyeron voces de conformidad. Incluso Cara y Sheera se acercaron para ver mejor.
—Fíjate —dijo Tina—. ¿Notas esto? —Colocó sus dedos sobre el portamonedas que yo llevaba sujeto al cinturón.
Me sentí decepcionado.
—Sí —le dije—. Ha sido un poco torpe.
Metió los dedos índice y anular en el cuello de la bolsa que contenía las monedas y separó los cordones que la mantenían cerrada. Extrajo una moneda del interior. Lo había hecho con limpieza, pero yo había notado claramente el tirón de los cordones.
—Lo he notado —señalé.
—Por supuesto —contestó.
La miré extrañado.
Ella me devolvió la moneda, que yo volví a depositar en la bolsa. No me sentía demasiado complacido.
—Siempre puede notarse —dijo Tina— si uno está prestando atención.
—Creí que lo hacías mejor —protesté.
—No te enfades conmigo, amo —suplicó ella. Se apretó contra mí y con la mano izquierda puesta en mi cintura, tiró de mi túnica, al tiempo que alzaba sus labios hacia mí. La besé y luego la aparté.
Me alargó la moneda por segunda vez.
Me eché a reír.
—Esta vez no lo has notado.
—No —admití—, no lo he notado.
Mi mirada de sorpresa la divirtió. Parecía encantada con aquello. Se volvió hacia los demás para explicarles lo que había hecho.
—Le he distraído —dijo—. Siempre hay que distraer la atención. En este caso lo he hecho tirando de su túnica, que era algo que él iba a notar, y besándole. Por lo general, solo prestamos atención a una cosa en un momento determinado. El robo puede notarse, pero no lo notamos porque no estamos pensando en ello. Tenemos la atención puesta en otra cosa. Se puede llamar o distraer la atención con una palabra o mirando a un punto determinado. En ocasiones se puede hacer que un individuo espere un ataque en un área determinada para luego golpear otro sitio.
—Debería ser un general —gruñó Thurnock. Tina se volvió rápidamente hacia él. Él retrocedió sobre la arena—. ¡Apártate de mí! —gritó.
Los hombres rieron.
—Tú, amo —le dijo Tina a un atractivo marinero, que llevaba un brazalete de piedras de color purpura, amatistas de Schendi—. ¿Tendrías la amabilidad de levantarte y venir hasta aquí?
El joven se colocó frente a ella, con cierta prevención.
—Esta tarde me besaste —le dijo ella—. Por favor, hazlo ahora nuevamente.
—Muy bien —aceptó él.
—Pero vigila tu portamonedas —le advirtió.
—Lo haré.
El muchacho rodeó con sus manos la cintura de Tina, y se inclinó cuidadosamente para besarla.
Ella estaba de puntillas y se aprestó a corresponder al beso.
Cuando se separaron, él miró en seguida hacia su portamonedas, Sonrió.
—¡No has conseguido mi portamonedas! —rió.
—Aquí tienes tu brazalete —le respondió ella.
La aplaudimos mucho.
Algo contrariado, pero riendo, el joven se abrochó el brazalete y fue a sentarse junto al fuego.
—Amo —dijo Tina.
Él levantó la mirada.
—Tu portamonedas —le dijo ella, al tiempo que se lo arrojaba.
Se oyeron muchas más risas que antes.
—No siempre resulta fácil desatar un portamonedas —le dije a la muchacha.
—Es verdad —admitió. Me miró y sonrió—. Los cordones, por supuesto, siempre pueden cortarse.
Me reí con cierto pesar, pues recordé la agilidad con que me había robado en nuestro primer encuentro sobre los muelles de Lydius.
—Seguramente, Rim tendrá la amabilidad —dijo Tina— de proporcionarme un utensilio apropiado. ¿Podrías prestarme la vieja navaja de afeitar que llevas en el portamonedas?
Rim se levantó y le alargó lo que ella solicitaba. La forma del instrumento y la manera en que lo sujetó ella con los dedos, lo hacían prácticamente invisible en su mano.
—¿Amo? —preguntó Tina.
Me puse en pie decidido a no dejarme engañar. Pero cuando Tina tropezó conmigo, antes de que pudiera darme cuenta, vi que los cordones de mi portamonedas estaban sueltos.
—Excelente —le dije. Volví a anudar los extremos. Tendría que comprarme otro portamonedas al día siguiente.
—¿Crees que podrías hacerlo de nuevo? —le pregunté.
—Quizás. No lo sé. Ahora estás en guardia.
Volvió a cruzarse conmigo. Los cordones seguían intactos.
—Has fallado —le recriminé.
Pero ella me alargó el contenido de mi bolsa. Reí. Había cortado la parte inferior del portamonedas, para dejar caer las monedas en su mano.
Luego al cabo de un momento, también la bolsa estaba en su mano y los cordones colgaban de nuevo.
—A las esclavas no se les permiten armas —le dije riendo.
Tina le devolvió la diminuta navaja a Rim.
Todos aplaudimos mucho.
Señalé la arena. Se arrodilló y bajó la cabeza.
—Levanta la cabeza —le dije.
Eso hizo.
—Tienes una gran habilidad, esclava.
—Gracias, amo —respondió.
—Thurnock, dale vino.
Los hombres aplaudieron.
—Muy bien —contestó Thurnock entre dientes. Pero se le acercó con precaución.
—Ponte de espaldas a mí —le dijo—. Coloca las muñecas, cruzadas, en la nuca.
Ella hizo cuanto le estaba indicando y Thurnock, con un trozo de fibra de atar, rodeo su garganta dos veces y sus muñecas cuatro. Por último anudó la fibra de atar pata asegurar sus muñecas.
—Así veré dónde tiene las manos —gruñó. Los hombres se rieron. A continuación se dirigió a ella con una orden:
—Arrodíllate.
Ella se arrodilló y él, tirando de su cabeza hacia atrás por el cabello, vertió vino en su boca.
Me volví hacia el atractivo marinero al que había arrebatado el brazalete de amatistas.
Señalé hacia Tina.
—Esta noche es tuya para que la encadenes en la arena.
—¡Gracias, Capitán! —exclamó.
Rim se puso en pie y bostezó. Rodeó a Cara con el brazo y juntos se alejaron de la hoguera.
Los hombres comenzaron a beber y hablar.
Sheera se descaró tanto que llego a rozar mi antebrazo. Mis ojos le advirtieron que se alejase de mí. Bajó la cabeza.
Hablé largo y tendido con Thurnock, discutiendo los planes para nuestra estrategia en el bosque y lo que yo deseaba que se hiciera en el campamento en mi ausencia.
El fuego había ido extinguiéndose y la guardia se había cambiado en una ocasión antes de que concluyésemos nuestra charla.
Era una noche calurosa. Las estrellas brillaban en el oscuro cielo goreano. Las tres lunas tenían un aspecto hermoso. Los hombres yacían sobre sus mantas en la arena, bajo los toldos que surgían del
Tesephone
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Delante de mi cobertizo, sobre la arena, al abrigo del barco, se vislumbraba una figura.
Llevaba la prenda blanca de lana sin mangas. Mi collar rodeaba su garganta.
—Saludos, Sheera —le dije.
—En los bosques me hiciste llevar carga en la espalda. Me esposaste y me hiciste penetrar allí donde cazan los eslines y las panteras. Las mujeres de Verna se cebaron conmigo. Me golpearon sin piedad.