Read Los cazadores de Gor Online
Authors: John Norman
Sin embargo, en aquellos momentos Rim se encontraba dando vueltas por Lydius, antes de nuestra salida hacia Laura. Quería hacer algunas compras, entre las que se encontraba una nueva navaja para afeitarse.
—Límpiate los pies, esclava —le dije a Cara cuando comenzó a ascender por la escalerilla.
—Sí, amo —respondió, y se apresuró a regresar sobre sus pasos. Se colocó sobre unas pieles grandes y se lavó en el agua.
El día anterior yo había enviado a Tina a por el pan. La muchacha se encontraba en aquellos momentos junto a mí.
—¿Te gusta tu collar? —le pregunté. En él había inscrito
«Pertenezco a Bosko»
.
Ella miró hacia otra parte.
Cara, que se había lavado los pies, subió por la escalerilla hasta llegar a bordo del
Tesephone
.
A ella le permitíamos que circulase libremente. Por otra parte, a Tina la habíamos mantenido recluida y maniatada, excepto cuando tenía que trabajar en la zona de la cocina. En tales casos, una simple cadena pasada por la argolla que llevaba en su tira de esclava era suficiente para mantenerla sujeta. Si le hubiéramos permitido gozar de la misma libertad que a cara, supongo que hubiera intentado escaparse. Conocía bien la ciudad y hubiera podido resultar muy difícil encontrarla. No creo que hubiese tenido éxito en su huida, pero yo no tenía el menor deseo de perder el tiempo buscándola.
Sin embargo, el día anterior la había enviado, con su tira y sus esposas de esclava, a comprar el pan.
Quería verla cruzar los muelles la primera vez como esclava. Le até una nota de pan alrededor del cuello en la que decía:
«Dos barras de Sa-Tarna»
.
Aquello la puso furiosa.
—Abre la boca —le dije.
Obedeció. Coloqué la moneda en el interior de su boca.
—Ve, esclava. Date prisa —le dije.
Me miró fijamente y luego salió del barco.
Me resultaba evidente que intentaría escapar.
Tenía curiosidad por ver qué ocurría.
Cuando se encontró fuera del muelle en el que había atracado el
Tesephone
, la vi lanzar una mirada por encima de su hombro y comenzar a correr entre las balas y las cajas cerca de los almacenes.
Pero apenas había recorrido cinco metros cuando un trabajador que la conocía la sujetó por el brazo. Ella se resistió, inútilmente. Lo observé todo desde el
Tesephone
. Otro estibador se acercó para verla.
—¡Es Tina! —oí reír—. ¡Tina!
Las risas y las voces se sucedían. A los pocos momentos estaba rodeada por estibadores, unos nueve o diez, que la conocían bien. Quizás les hubiese robado a todos o lo hubiera intentado cuando menos. Vi que uno de ellos, el que la había sujetado por el brazo, leía la nota que yo le había colgado con un cordel alrededor del cuello.
Luego se separaron para dejarla pasar pero de tal forma que ella solo podía tomar una dirección. A continuación, flanqueándola y evitando que se dirigiese a algún sitio que no fuese la panadería, la escoltaron hasta allí. Más tarde, la vi regresar. La nota había desaparecido de su cuello. Pero en su lugar, atado con un nudo de panadero en la nuca, llevaba un saco con dos barras de pan de Sa-Tarna. Los estibadores la escoltaron hasta el mismo pie de la escalerilla del
Tesephone
.
—¡Adiós, esclava! —gritaron.
Orgullosa, sin mirarles, con los ojos llenos de lágrimas, ascendió hasta la embarcación.
—He traído el pan —me dijo.
—Llévalo a la zona de cocina —le ordené.
—Sí, amo.
Sin embargo, no me había parecido oportuno volver a enviarla a por el pan otra vez. Ahora se encontraba de pie junto a mí, con la túnica blanca, la tira de esclava y las manos atadas delante. No parecía necesario, para instruirla, que anduviese como esclava por las calles de su propia ciudad.
Supuse que una vez fuera de Lydius no correríamos tanto peligro de que se escapase ¿A dónde podría ir?
En los bosques había eslines y panteras y feroces tarskos.
Y también había mujeres pantera, que se darían prisa por atrapar a una esclava fugitiva.
Miré a Tina, de pie a mi lado. Ella apartó la mirada en otra dirección. No quería que quedásemos frente a frente.
—¿Te acuerdas de un Proscrito llamado Arn?
Me miró nerviosa, llena de desconfianza.
—¿Te gustaría pertenecerle?
Me miró llena de espanto.
Di media vuelta y me alejé, dejándola junto a la escalerilla. Me sentía feliz por su reacción. La oí tirar de las esposas cuando di la vuelta para alejarme. Supuse que a partir de aquel momento ella se sentiría más inclinada a servirme con fervor y diligencia, fueran cuales fuesen mis órdenes, por miedo a serle entregada al enorme y atractivo Arn. Por otra parte, según me dije más tarde, si parecía conveniente podía entregársela a él igualmente. Ella era solo mi esclava, una hembra de mi propiedad, con la que podía hacer lo que me pareciese.
Oí a Cara cantar. Envidié la suerte de Rim con aquella muchacha.
Pero, ¿dónde estaba Rim?
Era casi la hora noventa y yo deseaba soltar las amarras pronto. El agua y todas las provisiones, que iban desde panes hasta redes para esclavos, estaban a bordo.
La marea matinal del Thassa estaba subiendo, aumentando en nivel del rio. Yo deseaba zarpar con la marea alta y eso ocurriría en el décimo ahn. Era a finales de verano y el rio no estaba tan alto como lo está en primavera. En el Laurius, y particularmente cerca de la desembocadura, es posible que haya bancos que cambian día a día, formados y arrastrados por la corriente. La marea del Thassa, que eleva el rio, hace la entrada al Laurius menos turbulenta, menos peligrosa. El
Tesephone
, por supuesto, al ser un barco ligero, depende generalmente poco de las mareas.
Mis hombres pasaban el tiempo junto al barco de bogar. Algunos de ellos dormían entre los remos. Me parecía muy bien que estuviesen descansando puesto que dentro de poco tendrían que emplearse a fondo. Les miré. No pude evitar sonreír. Con un grito de Thurnock aquellos hombres se convertirían en una tripulación. Eran de Puerto Kar.
¿Dónde estaba Rim?
—¡Capitán! —llamó Rim desde el muelle.
Me alegré. Había regresado.
—¡Capitán! —repitió—. ¡Aquí!
Entonces vio a Cara, que había corrido al puente al oírle. Le saludó feliz con la mano.
—¡Esclava! —gritó Rim, llamándola. Hizo sonar sus dedos y señaló el suelo del muelle a sus pies. Ella bajó corriendo por la escalerilla y se posó gentilmente a sus pies. La seguí. Rim la tomó por los brazos, la puso en pie y la besó. A continuación la colocó de espaldas a él. Abrió un pequeño paquete. Contenía un collar, muy barato, pero muy hermoso, de pequeñas conchas, pasadas por un cordón de cuero. Lo puso ante los ojos de la muchacha.
—¡Es precioso! —exclamó ella. Y él se lo colocó sobre el collar de acero que ya llevaba—. Gracias , amo —suspiró —. Es precioso.
Rim se lo anudó a la nuca. Luego le dio la vuelta y la besó.
—Regresa al barco, esclava —dijo, al tiempo que sacaba otro paquete pequeño.
—¿Por qué me has pedido que bajase al muelle? —inquirí.
—Tengo que mostrarte algo —me dijo—, algo que te interesará mucho.
—Zarpamos dentro de una hora —le advertí.
—Está muy cerca —dijo Rim con aire de misterio—. Ven conmigo.
—No tenemos mucho tiempo.
—Creo que te interesará y te alegrará. Sígueme.
Enfadado, eché a andar tras él.
Para sorpresa mía, me condujo al mercado de esclavas del muelle.
—No necesitamos más esclavas —le dije irritado.
Penetramos en el recinto, que era bastante grande y en cuyo interior había muchos esclavos, en su mayoría mujeres. En una de las jaulas vi a Tana y a Ela. Al reconocerme se estremecieron y retrocedieron. A lo largo de la pared y encadenadas a ella, había muchas chicas esperando un lugar en el interior de las jaulas.
—Mira —dijo Rim.
Me dirigí hacia una muchacha que estaba atada a una barra metálica situada en el fondo de la estancia.
Me miró furiosa.
Rim y yo la miramos cuidadosamente.
—No tiene mucho pecho —comenté.
—Y además tiene las muñecas y tobillos un poco gruesos.
—Claro que esto ya lo sabíamos antes.
—Sí.
—Mira su vientre —señalé—, resulta apetecible.
—Y las caderas, ¿acaso no resultan dulcemente sugerentes?
—Sí
La muchacha se estremeció.
—Saludos —le dije.
Miré las cadenas doradas y las garras que todavía rodeaban su garganta. Me di cuenta de que alrededor de su tobillo izquierdo todavía llevaba el brazalete de conchas.
Nos miró con rabia.
—¿No tienes más hombres que vendernos? —le pregunté.
Aquello la enloqueció y comenzó a chillar y a tirar de la cadena. Luego se calmó y nos miró, malhumorada.
—Saludos, Sheera —le dije.
—¿Os gusta? —preguntó una voz. Era uno de los hombres del mercader de esclavos.
—No está mal —le dije.
—Una mujer pantera —prosiguió él—, como ya habréis deducido. La trajeron justo ayer noche.
Sonreí. Aquello significaba que probablemente había caído en manos de un proscrito. Ellos son los que llevan a sus presas a los mercaderes de esclavos después del anochecer, pues es cuando corren menos riesgo de ser reconocidos.
—¿La trajo un proscrito? —preguntó Rim.
—Sí —respondió el hombre.
—¿Cuál es su nombre? —pregunté.
—Arn.
Sheera tiró de nuevo de las cadenas que le sujetaban las muñecas, pero sin conseguir nada.
Rim y yo nos echamos a reír.
—No sabía que las mujeres pantera pudieran caer en manos de proscritos —dijo Rim.
—Especialmente —añadí yo—, una mujer pantera como ésta.
Ella se revolvió entra las cadenas. Luego volvió la cabeza llena de rabia.
—¿Te apetecería probar sus labios? —preguntó el hombre.
Rim tomó la cabeza de la mujer entre sus manos y apretó los labios contra los de ella durante un largo ehn.
Después de Rim, la tomé yo en mis brazos y besé durante más de un ehn los orgullosas labios de aquella mujer pantera.
Luego la contemplamos durante unos instantes. Ultrajada, encadenada, la mujer nos miró.
—Tenemos que zarpar dentro de poco —dijo Rim.
Sheera, con la cabeza baja y el cabello que le cubría el rostro, luchaba por deshacerse de sus cadenas.
La miré. Ella conocía los bosques. Era una mujer pantera.
—¡Muchacha! —la llamé.
Sheera alzó la cabeza. Vi en sus ojos que no había olvidado mi beso.
—¿Es cierto que eres enemiga de Verna, la mujer pantera?
—Sí. Una vez me robó dos hombres.
—Te daré diez monedas de cobre por ella —le dije al hombre.
—Vale cuatro monedas de oro.
—Demasiado alto para ella.
—En Ar nos darían diez monedas de oro.
—Pero no estamos en Ar —le señalé.
Rim y yo nos volvimos con la intención de marcharnos.
—Esperad, amos —dijo el hombre—. ¡Es una belleza!
Nos volvimos de nuevo y durante un cierto tiempo miramos de cerca de la orgullosa Sheera.
—Tres monedas de oro y cinco tarskos —dije.
—Es vuestra —dijo el hombre.
Tomando la llave que llevaba en el cinturón, soltó las cadenas que la sujetaban. La empujó contra la barra y la colocó de espaldas a nosotros.
—Pon las manos cruzadas a tu espalda —le ordenó.
La mujer pantera obedeció malhumorada. Rim tomó entonces su propio cinturón y con él sujetó las muñecas de la muchacha.
Al llegar al
Tesephone
la marea estaba casi a punto de hallarse en lo más alto. Sheera se plantó en la cubierta, con los pies muy separados, para mirarme.
Pero en aquellos momentos yo no podía dedicarle tiempo. Me debía al barco.
—Llevadla abajo —dije—. Encadenadla en la primera bodega.
Rim la empujó con rudeza hacia abajo.
—¡Soltad amarras! —gritó Thurnock. Los hombres se apresuraron a cumplir sus órdenes y en un momento pareció como si el muelle, y no nosotros, estuviese moviéndose y alejándose.
—¡Remos fuera! ¡Preparad los remos!
Cara y Tina observaban los movimientos de los marineros. La cubierta estaba llena de hombres, algunos de los cuales habían interrumpido sus tareas para ver como se alejaba el
Tesephone
del muelle.
—¡Virad a babor! ¡Remos fuera! ¡Remad!
La proa giró río arriba.
Los hombres desplegaron al mismo tiempo las velas que recuperaron su forma habitual, y se inflaron mecidas por la suave brisa del Thassa.
Thurnock siguió gritando para marcar el ritmo de los marineros y los remos.
El
Tesephone
comenzó a moverse río arriba.
Cara y Tina seguían de pie. Vi que Cara agitaba la mano en dirección a Lydius. Allí, en el muelle, unos hombres que parecían cada vez más pequeños respondían a su saludo.
Tina no podía levantar las manos para despedirse de su ciudad, pues las tenía sujetas delante de su propio cuerpo.
Me coloqué detrás de ella y solté la cinta de esclava que la sujetaba.
—Así podrás despedirte de tu ciudad, si lo deseas.
Entristecida, alzó las dos manos, que todavía seguían unidas por las muñecas, para agitarlas como despedida de su ciudad.
Cuando lo hubo hecho, tiré de sus manos por detrás para que las bajase y las colocase frente a su cuerpo de nuevo. Anudé la cinta que las sujetaba así con fuerza. Cayó de rodillas sobre cubierta, llorando. Inclinó la cabeza hacia delante y al hacerlo en cabello le cubrió el rostro, dejando al descubierto su collar.
Desde la popa, y con una lente de los constructores, miré hacia atrás, hacia Lydius. Me fijé en que también la galera amarilla de Tyros estaba zarpando, aunque entonces no le di demasiada importancia.
La segunda tarde después de nuestra salida de Lydius, tomé una pequeña lámpara y me dirigí a la primera bodega, donde se guardaban muchas de las provisiones.
Alcé la lámpara.
Sheera estaba arrodillada allí. No se sentaba con las piernas cruzadas, sino arrodillada como una mujer goreana. Estaba sujeta por la garganta a través de una argolla unida a una larga cadena.
Se cubrió con las manos lo mejor que supo y pudo.
—No cubras tu cuerpo.
Dejo caer las manos.