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Authors: Jean M. Auel

Los cazadores de mamuts (15 page)

BOOK: Los cazadores de mamuts
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A los pies de Ayla aterrizó un pegote de tierra. Al levantar la vista, sorprendida, se encontró con los ojos de Jondalar, vívidamente azules. Talut estaba a su lado, con una amplia sonrisa. La muchacha se sorprendió al ver varias personas más en lo alto del albergue.

–Sube, Ayla. Te echaré una mano –dijo Jondalar.

–Ahora no; después. Acabo de salir. ¿Qué hacer ahí arriba?

–Estamos poniendo los botes de escudilla sobre los agujeros para el humo –declaró Talut.

–¿Qué?

–Vamos. Yo te lo explicaré –dijo Deegie–. Estoy a punto de desbordarme.

Las dos jóvenes caminaron hasta un barranco cercano, en cuya empinada ladera se había excavado algunos escalones que conducían a varios omoplatos de mamut de gran tamaño, en cada uno de los cuales se había abierto un agujero; estaban asegurados sobre una parte más profunda de la garganta. Ayla se plantó en una de aquellas paletas y, después de desatar la cintura de su prenda inferior, se la bajó para agacharse encima del agujero, junto a Deegie. Una vez más se preguntó cómo no se le habría ocurrido aquella postura, teniendo como tenía tantos problemas con sus ropas; después de ver a su amiga una sola vez le parecía algo simple y lógico. El contenido de los cestos nocturnos se arrojaba igualmente por la garganta, con otros desechos, para que el agua lo barriera todo en primavera.

A continuación bajaron al río, junto a un ancho barranco. Por el centro corría un hilo de agua, cuya fuente, hacia el norte, ya se había congelado. Cuando volviera la temporada, aquella zanja encauzaría un torrente tumultuoso. Cerca de la orilla se habían instalado varios cráneos de mamut invertidos y algunos cazos de mango largo, toscamente hechos con tibias.

Las dos mujeres llenaron los cráneos con el agua del río. De un saquito que llevaba consigo, Ayla sacó unos pétalos marchitos (los pétalos azulados de la flor de ceanothus, rica saponífera) y los compartió con su amiga. Al frotarse con ellos la piel mojada se formaba una sustancia espumosa, levemente áspera, que dejaba un suave perfume en las manos y en la cara. Ayla arrancó una ramita, masticó uno de los extremos y la utilizó para frotarse los dientes, costumbre que había copiado de Jondalar.

–¿Qué es bote de escudilla? –preguntó otra vez, mientras regresaban, llevando entre ambas el estómago impermeable de un bisonte lleno de agua fresca.

–Los utilizamos para cruzar el río, cuando no está muy tumultuoso. Se empieza por hacer un armazón de hueso y madera, en forma de escudilla, que sirve para dos o tres personas; después se cubre con cuero, habitualmente de uro, bien engrasado y con el pelo hacia afuera. Las astas de megacero, algo recortadas, sirven como remos... para impulsar por el agua –explicó su compañera.

–¿Por qué botes de escudilla arriba del albergue?

–Allí se guardan siempre cuando no los utilizamos, pero en invierno los aprovechamos para cubrir con ellos los orificios para el humo, a fin de que la lluvia y la nieve no puedan penetrar. Están atándolos hacia abajo, a través de los agujeros, para que el viento no se los lleve. Pero hay que dejar un espacio de salida para el humo y colocarlos de forma que sea posible moverlos y sacudirlos desde dentro, por si se amontona la nieve.

Mientras caminaban, Ayla pensó en lo contenta que estaba de conocer a Deegie. Uba había sido para ella como una hermana y la quería, pero era menor, la verdadera hija de Iza; esa diferencia era inevitable. Ayla no había conocido nunca a nadie de su misma edad que pareciera comprender cuanto ella decía, con tantas cosas en común.

Dejaron en el suelo la pesada bolsa de agua y se detuvieron a descansar un rato.

–Ayla, enséñame a decir con señales «Te amo»; quiero decírselo a Branag cuando vuelva a verle –dijo Deegie.

–Clan no tiene esa señal.

–¿Acaso no se aman? Cuando hablas de ellos haces que parezcan tan humanos...

–Sí, se aman, pero son discretos... No, ésa no es la palabra...

–Creo que quieres decir «sutiles».

–Sutiles... para mostrar sentimientos. La madre puede decir hijo: «Me llenas de felicidad» –Ayla mostró a su compañera el signo correspondiente–. Pero mujer no debe tan abierta... No. ¿Franca? –esperó a que Deegie confirmara la palabra elegida antes de continuar–: Franca... sobre sentimiento por hombre.

La joven mamutoi estaba intrigada.

–¿Y qué debe hacer? Yo tuve que revelar a Branag lo que sentía por él cuando descubrí que me estaba observando en las Reuniones de Verano, igual que yo a él. No sé qué habría hecho de no poder decírselo.

–Mujer Clan no dice: muestra. Mujer hace cosas por hombre amado: cocina comida él gusta, hace infusión favorita de mañana, para él despierta. Hace ropa especial, cuero muy suave, o ropa de pies con piel dentro, abrigada. Muestra que está muy atenta para aprender costumbres, humor, conoce, cuida.

Deegie asintió.

–Es un buen modo de decir a alguien que le amas. Es agradable hacer cosas el uno por el otro. Pero, ¿cómo sabe la mujer si él la ama? ¿Qué hace el hombre por la mujer?

–Una vez, Goov ponerse en peligro para matar leopardo de las nieves que asustaba a Ovra, acechaba muy cerca cueva. Ella sabe que él hizo por ella, aunque él da cuero a Creb, Iza hace abrigo para mí.

–¡Eso sí que es sutil! No creo haber comprendido –rió la muchacha–. ¿Cómo saber que lo hizo por ella?

–Ovra dijo a mí después. Entonces yo no sabía, muy joven, todavía aprendiendo. Señales de manos no todo lenguaje de Clan. Mucho más dice cara, y ojos, y cuerpo. Modo de caminar, girar cabeza, músculos de hombros, si sabes, dice más que palabras. Mucho tiempo aprender lenguaje de Clan.

–Me sorprende. ¡Con lo rápido que estás aprendiendo el mamutoi! Te observo y cada día hablas mejor. Ojalá tuviera tu facilidad para los idiomas.

–Todavía no bien. Muchas palabras no sé, pero pienso en decir palabras a manera de Clan. Escucho palabras y miro aspecto cara, advierto sonido de palabras, cómo éstas se juntan, cómo cuerpo mueve.. y trato de recordar. Cuando enseño a Rydag y a otros señales de mano, yo también aprendo. Aprendo tu idioma, más. Debo aprender, Deegie –agregó, con un fervor que revelaba su tesón.

–Para ti no es sólo un juego, ¿verdad?, como las señales de las manos para nosotros. Es divertido pensar que podemos ir a las Reuniones de Verano y hablarnos sin que nadie se dé cuenta.

–Me alegro que todos divertirse y querer saber más. Por Rydag. Él ahora divertirse, pero no juego para él.

–No, supongo que no–. Iban a coger otra vez la bolsa de agua, pero Deegie se detuvo, clavando la vista en Ayla–. Al principio no comprendía por qué Nezzie quería quedárselo. Después me fui acostumbrando y llegué a tomarle cariño. Ahora es uno de nosotros; si no estuviera aquí, le echaría de menos, pero no se me había ocurrido que él pudiera tener necesidad de hablar. Creía que una idea semejante ni siquiera le pasaría por la imaginación.

Jondalar, de pie a la entrada del albergue, contemplaba a las dos mujeres que se aproximaban enfrascadas en su conversación. Le complacía que Ayla se adaptara tan bien. Cuando pensaba en ello, le parecía asombroso que, de todos los grupos con los que podían haber tropezado, fuera justamente éste el único que tenía un niño de espíritus mezclados; probablemente era lo que les hacía sentirse mejor dispuestos a aceptarla. Pero en una cosa había estado en lo cierto; Ayla no vacilaba en revelar su historia.

Bueno, al menos no les había dicho nada de su hijo. Una cosa era que alguien como Nezzie abriera su corazón a un huérfano y otra muy distinta recibir a una mujer cuyo espíritu se hubiera mezclado con el de un cabeza chata, a una mujer que había dado a luz una abominación. Existía siempre el temor soterrado de que esto volviera a repetirse; si ella atraía a ciertos espíritus no convenientes, bien podrían éstos desviarse hacia las otras mujeres del grupo.

De pronto, aquel hombre alto y apuesto enrojeció. «Ayla no considera que su hijo sea una abominación», pensó mortificado. Él se había apartado, lleno de asco, al enterarse de su existencia. Eso enfureció a Ayla. Jondalar nunca la había visto tan enojada. Pero un hijo era un hijo, y ella, desde luego, no se avergonzaba de haberlo tenido. «Tiene razón. Doni me lo dijo en un sueño. Los cabezas chatas, los del Clan... también son hijos de la Madre. Basta fijarse en Rydag. Es mucho más inteligente de lo que yo imaginaba. Su aspecto es algo diferente, pero, aun así, es humano y muy simpático.» Después de haber pasado algunos ratos con el pequeño, había descubierto lo inteligente y maduro que era, hasta el punto de dar muestras de cierto ingenio irónico, sobre todo cuando se mencionaba su diferencia o su debilidad.

Jondalar advertía el sentimiento de adoración en los ojos del niño cada vez que Ayla aparecía ante él. Ella le había dicho que los niños de aquella edad, dentro del Clan, eran casi adolescentes, más o menos como Danug, pero también cabía pensar que su debilidad podía haberle hecho madurar con antelación.

«Ella tiene razón. Yo sé que tiene razón cuando habla de esa gente. Pero... si al menos no los mencionara..., sería mucho más fácil. Si no lo dijera, nadie se daría cuenta.»

De inmediato se reconvino: «Ella lo considera su pueblo, Jondalar». Y sintió que la cara le ardía otra vez, enfurecido por sus propios pensamientos. «¿Qué pensarías tú si alguien te ordenara no hablar de la gente entre la que te criaste? Si ella no se avergüenza de contarlo, ¿por qué tú sí? Las cosas no han salido tan mal. Frebec no es más que un camorrista. Pero Ayla no sabe lo que la gente puede ser capaz de hacer contra uno y contra quienquiera que esté contigo. Tal vez es mejor que no lo sepa. Quizá no ocurra nada. Ella ya ha conseguido que casi todos los de este Campamento hablen como los cabezas chatas. Hasta yo.»

Al ver el gran deseo que casi todos demostraban por aprender el lenguaje del Clan, también Jondalar había tomado parte en las improvisadas lecciones cada vez que alguien hacía una pregunta al respecto. La diversión del nuevo juego terminó por contagiársele: se hacían señales a distancia, compartían chistes en silencio, decían una cosa en voz alta y, por señas, otra distinta, a espaldas de alguien. Resultaba sorprendente que aquel lenguaje mudo fuera tan profundo y completo.

–Tienes la cara enrojecida, Jondalar. ¿Qué estabas pensando? –preguntó Deegie, burlona, cuando llegaron a la arcada.

No se esperaba la pregunta, y al recordar la vergüenza experimentada minutos antes, su embarazoso rubor subió de punto.

–Sin duda he estado demasiado cerca del fuego –murmuró, volviéndoles la espalda.

«¿Por qué Jondalar dice palabras que no son ciertas?», se preguntó Ayla, sin que se le pasara por alto que el joven tenía la frente arrugada y los ojos azules muy inquietos. «No ha enrojecido por el fuego, sino por los sentimientos. Justo cuando creo que he comenzado a aprender, él hace algo que no comprendo. Le observo, trato de prestar atención. Todo parece estupendo y de pronto, sin motivo, él se enoja. Me doy cuenta de que está enojado, pero no acierto a comprender la causa. Es como el juego de decir una cosa con palabras y otra por señas. Como cuando dice palabras agradables a Ranec, pero su cuerpo dice que está enojado. ¿Por qué Ranec le enoja? Y ahora algo le perturba, pero él dice que es el calor del fuego. ¿Qué estoy haciendo mal? ¿Por qué no lo comprendo? ¿Aprenderé algún día?»

Los tres se volvieron para entrar y estuvieron a punto de chocar con Talut, que salía del albergue.

–Iba a buscarte, Jondalar –dijo el jefe–. No quiero perderme un día tan hermoso. Wymez hizo algunas exploraciones fortuitas al venir. Dice que vieron un rebaño de bisontes. Después de comer iremos a cazarlos. ¿Te gustaría participar?

–¡Claro que sí! –respondió Jondalar, con una gran sonrisa.

–He pedido a Mamut que estudie el tiempo y efectúe una Búsqueda del rebaño. Dice que las señales son buenas y que el hato no se ha alejado gran cosa. También ha dicho algo más que no he comprendido: «El camino de entrada es también el camino de salida». ¿Le encuentras sentido?

–No, pero no me extraña. Los que Sirven a la Madre dicen con frecuencia cosas que no comprendo –Jondalar sonrió–. Hablan con sombras en la lengua.

–A veces me pregunto si ellos mismos saben lo que quieren decir –convino Talut.

–Si salimos a cazar, me gustaría enseñarte algo que podría ser útil –Jondalar le llevó hasta la plataforma que ambos ocupaban en el Hogar del Mamut. Recogió un puñado de lanzas ligeras y un instrumento desconocido para Talut–. Ideé esto en el valle de Ayla, y desde entonces lo utilizamos siempre para cazar.

Ayla permanecía a un lado, observándolo todo; sintiendo que se acumulaba una horrible tensión en ella. Deseaba que la incluyeran en la cacería, pero no sabía con certeza lo que pensaba aquella gente de las mujeres cazadoras. En el pasado, la caza le había ocasionado muchos disgustos. Las mujeres del Clan tenían prohibido cazar, hasta tocar las armas, pero ella había aprendido sola a usar la honda, a pesar de la prohibición; una vez descubierta, el castigo fue severo. Después de soportarlo, hasta la permitieron cazar, dentro de ciertos límites, para apaciguar el poderoso tótem que la había protegido. Pero aquello había sido un motivo más para que Broud la odiara y, a fin de cuentas, contribuyó a su expulsión.

Sin embargo, la honda había aumentado sus posibilidades de vivir sola en el valle, proporcionándole incentivo y valor para mejorar su destreza. Ayla había sobrevivido sólo por las habilidades aprendidas como mujer del Clan, su inteligencia y coraje, cosas todas ellas que le permitieron satisfacer sus propias necesidades. Pero la caza había llegado a simbolizar para ella más que la tranquilidad de bastarse sola; era la independencia y la libertad, sus consecuencias naturales. No renunciaría fácilmente a ella.

–Ayla, ¿por qué no coges tú también tu lanzavenablos? –sugirió Jondalar. Se volvió hacia Talut–. Yo tengo más potencia, pero Ayla es más certera que yo; os demostrará mejor que yo lo que se puede hacer con esto.

Ayla soltó el aliento (lo había estado reteniendo sin darse cuenta) y fue en busca de su lanzavenablos y sus proyectiles, mientras Jondalar conversaba con Talut. Aún le costaba creer que aquel hombre de los Otros aceptara con tanta facilidad su deseo y su destreza de cazadora, alabándola con tanta naturalidad. Parecía dar por sentado que también Talut y el Campamento del León lo aceptarían. Echó un vistazo a Deegie, preguntándose qué pensarían las mujeres.

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