En el mundo editorial del futuro, el nombre de San Isaac Asimov es pronunciado con el máximo respeto. Ello se debe a que la producción de "mecalingua" (literatura de consumo) está casi enteramente confiada a máquinas y robots. Una "róbix" (robot hembra) se encarga de la censura, y mientras los editores distraen sus ocios en brazos de "robotrices" (robots prostitutas), los escritores están reducidos al papel de simples monigotes publicitarios.
Fritz Leiber
Los cerebros plateados
ePUB v1.0
arthor17.08.12
Título original:
The Silver Eggheads
Fritz Leiber, 1976.
Traducción: José María Aroca
Diseño/retoque portada: David Pelham
Editor original: arthor (v1.0)
ePub base v2.0
Para Bjo, John y Erníe
Gaspard de la Nuit, oficial escritor, pasó una gamuza a lo largo del reluciente zócalo de latón de su imponente máquina redactora, con el mismo distraído afecto con que, más avanzada la mañana, acariciaría el liso y ondulante costado de Eloísa Ibsen, maestro escritor. Revisó maquinalmente los millares de luces indicadoras (todas apagadas) y las hileras de diales (todos a cero) en la parte frontal de la máquina electrónica de cuatro metros de altura. Luego bostezó y se frotó los músculos de la nuca.
Había pasado su turno de trabajo sesteando, bebiendo café y terminando de leer
Pecadores de los suburbios satélites
y
Cada hombre su propio filósofo
. Realmente, un autor no podía pedir una tarea nocturna más cómoda.
Dejó caer la gamuza en un cajón de su viejo escritorio Luego, contemplándose con aire crítico en un pequeño espejo, se peinó con los dedos sus ondulados y oscuros cabellos, dio unos toquecitos a su corbata de seda negra para que los pliegues resultaran más llamativos y abrochó cuidadosamente los alamares de cordoncillo de su batín de terciopelo negro.
Concluida la operación, se dirigió con paso rápido hacia el reloj automático y marcó su salida. El oficial escritor del turno de día llevaba ya veinte segundos de retraso, pero eso era algo que incumbía al comité disciplinario del sindicato, y no a él.
Cerca de la puerta del «sagrado» recinto, que albergaba media docena de máquinas redactoras, grandes como órganos, de la Rocket House y la Protón Press, se detuvo para ceder el paso a una multitud de boquiabiertos visitantes a quienes guiaba el soñoliento Joe el Guardián, un viejo encorvado casi tan hábil como un escritor en el arte de dormitar en pleno trabajo. Gaspard se alegró de no tener que soportar las estúpidas preguntas de la gente («¿De dónde saca las ideas con que alimenta a su máquina de redactar, señor?»), y sus suspicaces y excitadas miradas (entre otras cosas, el público creía que todos los escritores eran maníacos sexuales, lo cual no dejaba de ser un poco exagerado). Le alegró especialmente el poder eludir la impertinente curiosidad de una antipática pareja, hombre y muchacho vestidos a lo padre e hijo con unos trajes que les quedaban anchos; el hombre demasiado entrometido y sabelotodo, el muchacho díscolo y cargante. Gaspard confió en que Joe el Guardián permanecería lo bastante despierto como para impedir que el muchacho pusiera las pecadoras manos en su querida máquina.
Sin embargo, en atención al público, Gaspard sacó su larga y curvada pipa de coral color castaño claro, levantó la tapa con filigranas de plata y cargó la cazoleta con tabaco de su bolsa de piel de foca con grabados de oro. Mientras lo hacía, frunció ligeramente el ceño. La obligación de fumar en aquel armatoste germano era casi el único inconveniente que acarreaba el ser un escritor; eso y las ropas más bien afeminadas que debía llevar. Pero los editores se mostraban tan implacables en exigir el cumplimiento de esas frivolidades, como en obligar a trabajar el turno completo, aunque no funcionaran las máquinas de redactar.
Pero ¡qué diablos! Con una sonrisa se recordó a si mismo que pronto sería un maestro escritor autorizado para llevar téjanos y camiseta, cortarse el pelo a cepillo y fumar cigarrillos en público. Y, desde luego, su categoría de oficial era mucho mejor que la de aprendiz de escritor. A éstos solía exigírseles que llevaran túnica griega, toga romana, hábito de monje, o calzas y jubón con ancha gorguera almidonada. Incluso conocía a un pobre diablo al que los sádicos bromistas del sindicato habían obligado, bajo contrato, a vestir de babilonio y llevar a todas partes tres tablillas de piedra, un cincel y un mazo. Aun admitiendo que el público exigía personalidad en sus autores, aquello ya pasaba de castaño oscuro.
Sin embargo, en conjunto los escritores tenían una vida tan plácida, cómoda incluso, que Gaspard no podía comprender por qué tantos maestros y oficiales parecían cada día más insatisfechos de su suerte. Siempre echaban pestes contra sus editores y alimentaban la ilusión de tener un importante mensaje que transmitir al público. Muchos de ellos no ocultaban su odio a sus propias máquinas redactoras, lo cual era peor que un sacrilegio a los ojos de Gaspard. Incluso Eloísa había adquirido la mala costumbre de salir a altas horas de la noche para asistir a secretas reuniones de conspiración (de las que Gaspard no quería saber nada), en vez de entregarse al sueño reparador una vez terminado su turno, a fin de prepararse para la llegada de Gaspard.
Al pensar en Eloísa esperándole en su cálido nido de amor, Gaspard frunció por segunda vez el ceno. El dedicar dos horas a tiernas actividades horizontales, incluso con un ingenioso maestro escritor, le parecía algo excesivo, por no decir fastidioso. Una hora debería ser más que suficiente.
—Eso es un escritor, hijo.
Era, por supuesto, el hombre del traje ancho contestando en un susurro innecesariamente ruidoso a una pregunta del muchacho del traje ancho. Pero Gaspard no hizo caso de su tono de desdén y desaprobación, y pasó a largas zancadas por delante de los rezagados visitantes con una lúbrica sonrisa. Su sino, volvió a recordar, era el de pertenecer a una profesión cuyos miembros estaban considerados como maníacos sexuales, y después de todo, las dos horas de deleite que le aguardaban eran la media entre una hora, tal como él deseaba, y las tres que pretendía Eloísa.
El Paseo de la Lectoría, la gran avenida de Nuevos Ángeles, en California, donde estaban concentradas todas las editoriales de habla inglesa del Sistema Solar, parecía extrañamente desierto de humanos aquella mañana (¿era posible que a todos los del turno de día se les hubieran pegado las sábanas?). Sólo había cierto número de robots de aspecto notablemente tosco: angulosos hombres metálicos de dos metros de estatura con un solo ojo, como Polifemo, y pequeños altavoces para conversar con los humanos (aunque preferían hablar entre ellos por contacto directo metal a metal o con la silenciosa radio de onda corta).
El humor de Gaspard mejoró al ver a un robot conocido, un dinámico y esbelto ejemplar de azulado acero que destacaba entre sus deslucidos hermanos de raza como un pura sangre entre percherones.
—¡Hola, Zane! —gritó alegremente—. ¿Qué hay de nuevo?
—Me alegro de verte, Gaspard —contestó el robot, acercándose a él y bajando el volumen del amplificador para añadir—: No lo sé. Esos monstruos no hablan conmigo. Son esbirros, probablemente pagados por los editores. Supongo que hay huelga de transportes, y los editores se anticipan a las tentativas de perturbar la distribución de libros en la fuente.
—Entonces no es de nuestra incumbencia —dijo Gaspard con jovialidad—. ¿Te tienen muy ocupado estos días, viejo montón de chatarra?
—No paro de trabajar y apenas gano lo suficiente para alimentar mis baterías, viejo bote de manteca —contestó el robot, replicando a la pulla—. Pero en conjunto no puedo quejarme; no aspiro a convertirme en un cerdo repleto de electricidad.
Gaspard sonrió cordialmente mientras el robot ronroneaba de placer. A él le gustaba realmente tratar con robots, especialmente con su buen amigo Zane, aunque la mayoría de humanos torcían el gesto ante aquella confraternización con el enemigo. En cierta ocasión, después de un acceso de rabia, Eloísa Ibsen le había llamado «asqueroso amigo de los robots».
Tal vez su simpatía por los robots fuese una prolongación de su afecto por las máquinas de redactar, pero él nunca había tratado de analizar a fondo aquella cuestión. Simplemente sabía que simpatizaba con los robots, y detestaba los prejuicios antirrobot dondequiera que se manifestasen. ¡Qué diablos!, se decía a si mismo, los robots resultaban divertidos y unos excelentes camaradas; incluso si llegaban a conquistar el mundo de sus creadores, al menos lo harían de un modo imparcial y, hasta donde la ciencia podía prever, nunca habría problemas intermatrimoniales ni otras estúpidas trivialidades que perturbaran las relaciones entre las dos razas.
En cualquier caso, Zane Gort era un gran tipo, con personalidad propia entre la gente de metal. Robot trabajador autónomo dedicado principalmente a escribir relatos de aventuras para otros robots, Zane Gort poseía gran mundología, era un pozo de cordialidad y mantenía una actitud «brunch» muy definida ante la vida («brunch» significa «varonil» en robolingua).
De pronto, Zane dijo:
—Gaspard, he oído el rumor de que los escritores humanos proyectáis una huelga…, o incluso alguna acción más violenta.
—No lo creas —le aseguró Gaspard—. Eloisa me lo habría dicho.
—Me alegro de oír eso —replicó cortésmente Gaspard con un ronroneo que no sonó demasiado convencido. Súbitamente, una chispa eléctrica saltó de su pinza derecha hasta la sien.
—Disculpa —dijo, mientras Gaspard retrocedía involuntariamente—, pero he de darme prisa. Llevo cuatro horas de retraso en mi nueva novela. Había metido al doctor Tungsteno en un apuro del que no sabía cómo sacarle. Y acabo de encontrar la solución. ¡Zumbah!
Y se alejó por la avenida como un relámpago azul.
Gaspard continuó su camino plácidamente preguntándose qué sensación se experimentaba llevando cuatro horas de retraso en una novela. Desde luego, la máquina redactora podía sufrir una avería, pero no era lo mismo. ¿Sería como verse desafiado por un problema de ajedrez? ¿O sería algo parecido a las intensas frustraciones que afectaban a la gente (¡incluso a los escritores!) en otras épocas afortunadamente superadas, anteriores a la hipnoterapia, los hipertranquilizantes y los incansables robots psiquiatras?
Pero ¿qué sensación producían las frustraciones emocionales? Realmente, a veces Gaspard pensaba que llevaba una existencia demasiado tranquila, demasiado aborregada, incluso para un escritor.
Las nebulosas meditaciones de Gaspard cesaron de súbito ante el gran quiosco–librería, al final del Paseo de la Lectoría. Se erguía de forma tan resplandeciente y atractiva como un árbol de Navidad, e hizo que Gaspard se sintiera como un niño de seis años a punto de ser abordado por Santa Claus.
El aspecto interior de los libros no había cambiado mucho en dos siglos —seguían siendo letras negras impresas sobre papel claro—, pero las cubiertas habían experimentado una asombrosa transformación. Lo que fue ligera tentativa para la atracción del comprador a mediados del siglo xx había proliferado y alcanzado un perfeccionamiento sublime.
Gracias a la magia de la estereoimpresión y la reproducción en Acción–4, voluptuosas muchachas se desvestían una y otra vez, prenda tras prenda, o pasaban repetidamente con túnicas transparentes, atracadores y truhanes miraban de soslayo, filósofos y teólogos asomaban sus rostros llenos de benigna y polifacética sabiduría, veíanse cadáveres que chorreaban sangre, puentes que se derrumbaban, tormentas que arrancaban árboles de cuajo, naves espaciales que zumbaban; todo a través de ventanillas de doce por doce centímetros en sideral infinitud.