Una inspección aún más atenta habría revelado unas incisiones circulares muy finas en la parte superior de los huevos. Las incisiones formaban dos círculos concéntricos, y su disposición sugería que cada una de las coronas circulares podía desenroscarse.
Si alguien hubiera tocado uno de los huevos de plata (después de las naturales vacilaciones), al principio habría creído notarlo caliente, y no frío como suele ser el tacto del metal. En realidad, su temperatura era semejante a la de la sangre humana. Y si ese alguien tuviera las yemas de los dedos sensibles a las vibraciones, y las hubiera apoyado unos instantes sobre el liso metal, habría captado una leve y continua pulsación al mismo ritmo del corazón humano.
Una mujer de bata blanca apoyaba su cadera izquierda en el borde de una de las mesas, con el busto relajado y la cabeza inclinada, como si se tomara un breve descanso. Resultaba difícil calcular su edad en aquella penumbra y detrás de la mascarilla blanca, que sólo le dejaba al descubierto los ojos. Al costado, sujeta por medio de una correa, llevaba una gran bandeja que sujetaba también con la mano izquierda. En ella descansaban varios platos de cristal llenos de un líquido claro y aromático. Casi la mitad de ellos contenían unos pesados discos metálicos de periferia roscada. Esos discos tenían el mismo diámetro que las fontanelas pequeñas de los huevos de plata.
Sobre la mesa, cerca de la inclinada cabeza de la mujer, había un micrófono. Estaba conectado a un huevo algo más pequeño que los demás. En el enchufe–boca de este huevo podía verse un altavoz.
Estaban hablando; el huevo en tono zumbante y monótono, como si pudiera controlar las palabras pero no su entonación, y la mujer con acento cansado y casi tan monótono como el del huevo.
mujer: Duerme, pequeño, duerme.
huevo: No puedo dormir. Hace cien años que no he dormido.
mujer: Entonces, hipnotízate.
huevo: No puedo hipnotizarme.
mujer: Puedes hacerlo si te lo propones, pequeño.
huevo: Lo intentaré si me das la vuelta.
mujer: Te di la vuelta ayer.
huevo: Dame la vuelta. Tengo cáncer.
mujer: Tú no puedes tener cáncer, pequeño.
huevo: Si que puedo. Soy muy listo. Enchufa mi ojo y dale la vuelta para que pueda verme.
mujer: Acabas de hacerlo. Demasiado a menudo no resulta divertido, pequeño. ¿Quieres mirar dibujos? ¿Quieres leer? huevo: No.
mujer: ¿Quieres hablar con alguien? ¿Quieres hablar con el Número Cuatro?
huevo: El Número Cuatro es un idiota.
mujer: ¿Quieres hablar con el Número Seis?
huevo: No. Déjame verte mientras te bañas.
mujer: Ahora no, pequeño. Tengo prisa. He de alimentar a tus compañeros y marcharme en seguida.
huevo: ¿Por qué?
mujer: Negocios, pequeño.
huevo: No. Ya sé por qué tienes prisa.
mujer: ¿Por qué, pequeño?
huevo: Tienes prisa porque vas a morirte.
mujer: Supongo que me moriré algún día.
huevo: Yo no moriré. Soy inmortal.
mujer: Yo también soy inmortal en la iglesia.
huevo: Pero no en casa.
mujer: No, pequeño.
huevo: Yo sí. Telepatíame algo, penetra en mi mente.
mujer: Temo que la telepatía no existe, pequeño.
huevo: Existe. Inténtalo. Basta proponérselo.
mujer: Si la telepatía existiera, tus compañeros podrían utilizarla.
huevo: Nosotros estamos en conserva, enlatados, pero tú estás fuera, en el ancho y cálido mundo. Inténtalo una vez más.
mujer: No puedo. Estoy demasiado cansada.
huevo: Podrías hacerlo si quisieras.
mujer: No tengo tiempo, pequeño. Tengo prisa. He de alimentar a tus compañeros antes de salir.
huevo: ¿Por qué?
mujer: Negocios, pequeño.
huevo: ¿Qué clase de negocios?
mujer: El jefe me ha llamado. ¿Quieres venir, Media Pinta?
huevo: Eso no son negocios. Es una lata. No.
mujer: Vamos, Media Pinta. Podrás demostrar lo listo que eres.
huevo: ¿Cuándo? ¿Ahora mismo?
mujer: Casi. Dentro de media hora.
huevo: Media hora es como medio año. No.
mujer: Vamos, Media Pinta. Hazlo por mamá. El jefe pide un cerebro.
huevo: Llévate a Robín. Se ha vuelto loco. Se divertirán con él.
mujer: ¿Hasta qué punto está loco?
huevo: Más o menos como yo. Anda, báñate. Tienes seis meses de tiempo. Quítate la ropa y enséñame lo que tienes debajo. A pelo, a pelo.
mujer: Cambia el rollo, Media Pinta, o te doy un empujón.
huevo: Adelante. Ojalá me caiga al suelo.
mujer: Tú no te caerás, pequeño.
huevo: Si caeré, mamá. Como Humpty Dumpty.
La mujer suspiró debajo de su mascarilla blanca, meneó la cabeza y se irguió.
—Mira, Media Pinta —dijo—. No quieres dormir, ni autohipnotizarte, ni hablar, ni dar un paseo. ¿Quieres mirar mientras alimento a los demás?
—De acuerdo. Pero enchufa el ojo en mi oído, es más divertido así.
—No, pequeño; eso es vicio.
Conectó una cámara de televisión al enchufe superior derecho del huevo, desenchufando al mismo tiempo su altavoz con un rápido tirón al cable. Apoyando en su cintura la bandeja, la mujer tocó otro huevo con las yemas de los dedos. Puso los ojos en blanco por encima de la mascarilla mientras calculaba la temperatura del metal y cronometraba las pulsaciones de la diminuta bomba a isótopos instalada en la fontanela grande. Luego apretó la pequeña con el pulgar y el índice de la otra mano y la hizo girar. La fontanela se alzó lentamente. La mujer la cogió cuando quedó completamente desenroscada y la metió en uno de los platos de su bandeja. Tomando otro disco, lo encajó en la fontanela abierta y se dirigió hacia el siguiente huevo, sin entretenerse en mirar cómo giraba el disco hasta quedar ajustado.
Había colocado todos los recambios de su bandeja cuando tintineó un
sol–sol–do
.
La mujer exclamó:
—¡Marchaos al diablo y dejadme en paz!
Las mujeres son una importante variedad del arte, aunque sea de las que exigen un estudio y una dedicación exhaustivos, dice una nota de las memorias no escritas de Gaspard de la Nuit. La recepcionista que salió en Sabiduría de los Siglos al oír su musical
sol–sol–do
era demasiado lozana para tan mohoso cuchitril, con sus estanterías de libros viejos y un polvoriento friso de estrellas de David y cruces de Isis. Mientras respiraba con dificultad y carraspeaba, Gaspard admiró a la recepcionista dando gracias a los dioses por el retorno de las faldas al mundo no literario: unas faldas cortas y ajustadas que realzaban las piernas perfectas enfundadas en finas medias. Un vaporoso jersey marcaba sus protuberancias delanteras tan armoniosamente como los brillantes bucles castaños se adaptaban a su cabecita y a los sonrosados lóbulos de sus orejas.
Zane Gort silbó el cortés saludo robótico que todas las hembras humanas encontraban tan divertido.
En vista de que Gaspard no daba por terminada su inspección, la recién aparecida dijo con cierto descaro:
—Bien, bien. Yo ya estoy demasiado vista, conque dejémonos de resoplidos y vayamos al grano.
Gaspard se autocensuró la respuesta: «Por mí, encantado, si dispones de un sofá y no te importa la presencia de un robot». En vez de eso dijo, a modo de excusa:
—Hemos venido corriendo. Un piquete de escritores nos ha tendido una emboscada, y hemos tenido que deshacer cinco manzanas de camino para librarnos de esos maníacos. Se habrán olido que la Rocket prepara algo. Les hemos despistado saltando al camión de un chatarrero. Ahora se dirigen al Paseo de la Lectoría, atraídos por las destrozadas máquinas redactoras.
Recordando la observación sobre sus resoplidos, agregó:
—A propósito, me gustaría verla correr mil metros siguiendo el paso que marca un robot.
—Estoy segura de que desarrollaría unos muslos como toneles —replicó la muchacha, mirando de arriba a abajo al magullado Gaspard—. Pero ¿qué les ha traído aquí? Esto no es un dispensario, ni una estación de engrase —añadió a intención de Zane Gort, que acababa de soltar un crujido mientras daba la vuelta en torno a Gaspard para echar una ojeada a los libros.
—Mire, nena —dijo Gaspard, malhumorado—. Dejémonos de tonterías y hablemos en serio. Nos han enviado aquí para algo concreto. ¿Dónde está ese ordenador enano?
Gaspard había estado meditando cómo debía formular aquella pregunta. Cuando Flaxman habló de «un cerebro» por teléfono, Gaspard tuvo la momentánea visión de un enorme globo, con unos grandes y malignos ojos que brillaban en la oscuridad, montado sobre un diminuto cuerpo contrahecho o quizás en un pequeño pedestal coriáceo con serpenteantes patas de pulpo; en definitiva, una especie de monstruo marciano, aunque no ignoraba que los cerebros de los verdaderos marcianos iban alojados en sus tórax de coleópteros revestidos de un caparazón negro. Más tarde, Gaspard imaginó unos sesos sonrosados flotando en una cubeta de ambarino líquido nutritivo… o tal vez nadando en una bañera del mismo líquido, meneando sus patas de pulpo. (Realmente, la imagen de un cerebro con tentáculos parecía muy arraigada en la imaginación humana, como arquetipo del arácnido inteligente, perverso y gigantesco).
Pero luego, Gaspard llegó a la conclusión de que todas sus imaginaciones eran infantiles, y que al hablar de «un cerebro», Flaxman debía referirse a algún tipo de calculadora o banco de memoria —aunque no se trataba de un robot ni de una máquina de redactar—, probablemente de tamaño más bien reducido, puesto que iba a ser transportado por una persona. AI fin y al cabo, los profanos habían llamado «cerebros electrónicos» a los primeros ordenadores digitales. Durante una docena de lustros los científicos habían calificado de sensacionalista aquella terminología. Luego, cuando los robots desarrollaron conciencia, se apresuraron a rectificar, asegurando que aquel nombre era muy apropiado. Zane Gort, por ejemplo, tenía un cerebro eléctrico lo mismo que todos los robots, incluyendo cierto número de brillantes robots científicos que tenían en alta estima el equipo mental electrónico.
Al preguntar por un ordenador enano Gaspard quería persuadirse, para su propia satisfacción, de que fuese ésa, más o menos, la verdadera naturaleza del «cerebro» de que había hablado Flaxman.
Pero la muchacha enarcó las cejas y dijo:
—No sé de qué me habla.
—Seguro que si —insistió Gaspard, confianzudo—. El ordenador enano es lo que llaman un cerebro. Venimos a por uno.
La muchacha le miró fijamente y dijo:
—Aquí no trabajamos con ordenadores.
—Bueno, pues la máquina–cerebro, sea lo que sea.
—Aquí no trabajamos con ninguna clase de máquinas —dijo la muchacha.
—De acuerdo, de acuerdo. Un cerebro y nada más, entonces.
Tal como lo dijo Gaspard, sonó como si pidiera una hamburguesa, y la expresión de la joven se hizo más severa.
—¿Qué cerebro? —preguntó fríamente.
—El de Flaxman. Quiero decir el cerebro que Flaxman necesita… y también Cullingham. Usted debería saberlo.
Ignorando las últimas palabras, la muchacha inquirió:
—¿Ambos necesitan el mismo cerebro?
—Desde luego. Dese prisa.
El hielo en la voz de la muchacha se hizo cortante como un puñal.
—Servicio rápido, ¿eh? ¿Lo quiere a rodajas? ¿Le pongo pan blanco o pan de centeno?
—Mire, no tengo tiempo para apreciar su humor negro.
—¿Por qué no? Mamá Sabiduría tiene fama por sus bocadillos de cerebro.
Frunciendo el ceño, Gaspard contempló de nuevo a la muchacha, pensativo. Aquella personilla impertinente, con su repulsivo sentido del humor, decidió, no podía ser la persona adulta, tranquila y prudente con quien Flaxman había hablado por teléfono. Aunque a Gaspard le habría gustado prolongar la conversación, de preferencia sobre otro tema, decidió que debía dar prioridad a su misión.
—Será mejor que hable con la enfermera Bishop —dijo, de mala gana—. Ella sabe lo que necesito.
La muchacha entrecerró los ojos, sin ocultar del todo los iris de color violeta.
—La enfermera Bishop, ¿eh? —dijo, mordaz.
—Si —respondió Gaspard, y luego con repentina inspiración—: ¿Se llevan mal, eh?
—¿Cómo lo sabe?
—Soy intuitivo. En realidad, es una deducción lógica. Esa vieja solterona no puede congeniar con usted. Es una vieja arpía, ¿no?
La muchacha se irguió. —Hermano, no sabe usted nada de nada —dijo—. Espere aquí. Iré a buscarla, si realmente desea verla. Meteré el cerebro en su macuto con mis propias manos.
—Utilice un soplete con ella si se pone nerviosa, pero no Je chamusque la pintura —gritó alegremente Gaspard mientras la puerta se cerraba ante él.
Con cierta sorpresa por su parte, descubrió que se sentía poderosamente atraído por aquella muchacha. Aunque Eloísa Ibsen había abusado de él, sin duda eso no disminuyó su apetito, pensó con tristeza. Había supuesto que celebraría el verse libre de Eloísa con un mes de abstinencia, pero al parecer su cuerpo no opinaba lo mismo.
—¡Por san Norberto! ¡Esto es un hallazgo!
Aprovechando la ausencia de la muchacha, Zane hurgaba entre los libros.
—¡Mira! —exclamó el robot, metiendo una de sus azuladas pinzas en una estantería llena de volúmenes encuadernados en negro—. Las obras completas de Daniel Zukertort!
—Nunca he oído ese hombre —admitió Gaspard, despreocupado—. ¿O acaso era un robot?
—No me sorprende tu ignorancia, viejo hueso —le dijo Zane—. El registro de patentes demuestra que Daniel Zukertort fue uno de los primeros y mayores expertos humanos en robótica, máquinas de redactar, micromecáníca, catálisis química y microcirugía. Sin embargo, su nombre es casi desconocido…, incluso entre los robots. Parece como si hubiera una conspiración de silencio en torno a este hombre. Me pregunto si no fue una víctima de la represión del gobierno, quizá debido a su prematura afiliación al movimiento de Igualdad de Derechos para los Robots, pero hasta ahora no he tenido tiempo ni medios para investigar.
—¿Por qué estarán aquí las obras de Zukertort? —inquirió Gaspard, contemplando las estanterías—. ¿Le interesaban las ciencias ocultas? Se encuentra entre Uspensky y Madame Blavatsky.
—La amplitud de lo que interesaba a Daniel Zukertort por lo visto fue casi inimaginable —respondió el robot con cierta solemnidad—. Mira esto, por ejemplo.