»De hecho, a tal punto eran más rentables las máquinas que los escritores, que éstos podían ser mantenidos como elemento decorativo… Pero los sindicatos de escritores tenían mucha fuerza, y se hizo inevitable pactar con ellos.
»Todo esto simplemente subraya mi argumentación principal: las dos componentes de la literatura son la vulgar rutina del oficio y la dirección o programación inspiradora. Estas dos actividades son por completo independientes, y es preferible que sean confiadas a dos personas o mecanismos distintos. En justicia, el nombre del genio directivo, que hoy recibe más el nombre de programador que el de editor, debería aparecer siempre junto a los del autor–figurón de la máquina redactora… Pero me he apartado del punto clave: o sea, que en último término todo depende de la capacidad directiva del hombre.
—Es posible, señor Cullingham —confesó Gaspard de mala gana—. Y admito que usted era un programador bastante bueno, si la programación es algo tan difícil e importante como usted dice… Cosa que sinceramente dudo. ¿Acaso no se crearon todos los programas básicos al mismo tiempo que las máquinas de redactar?
Cullingham meneó la cabeza y esbozó un encogimiento de hombros.
—De todas formas —continuó Gaspard—, siempre pensé que la Magistral Whittlesey IV había escrito tres
bestsellers
y una novela de ciencia–ficción sin ninguna programación. Tal vez eran ejemplares de promoción, me dirá usted, pero no lo creeré hasta que se me demuestre…
El tono amargo volvió a su voz:
—Y creeré que mis compañeros pueden escribir libros cuando los vea y llegue a la página dos. Han perdido meses enteros charlando, mas yo esperaré hasta que la inspiración descienda sobre sus «camas redondas» y las palabras empiecen a brotar…
—Perdone, Gaspard —intervino Flaxman—, pero ¿le importaría desconectar lo emocional y sintonizar lo positivo? Me gustaría conocer más detalles de la algarada en el Paseo. ¿Qué ha pasado con las propiedades de Rocket, por ejemplo?
Gaspard se irguió.
—Bueno —dijo con malhumor—, todas sus máquinas de redactar están destrozadas y sin la menor posibilidad de reparación. Eso es todo.
Flaxman chasqueó la lengua y meneó la cabeza.
—Horrible —le secundó Cullingham.
Gaspard miró alternativamente a los dos socios, con profunda e intrigada desconfianza. Aquellos débiles esfuerzos por aparentar contrariedad confirmaron su impresión de hallarse ante dos intrigantes dotados de una astucia poco común.
—¿Me han entendido? —dijo—. Voy a repetírselo. Sus tres máquinas de redactar han sido destrozadas: una por una bomba y las otras dos por un lanzallamas. —Sus ojos se desorbitaron al recordar la escena—. Fue un asesinato, señor Flaxman, un horrible asesinato. ¿Conocía usted a la que llamábamos Rocky?
¿La
Fraseadora Rocky? No era más que un Cerebro Electrónico Cartoné Harper, reconstruido en 2007 y 2049, pero nunca me perdía un libro elaborado por ella… Pues tuve que presenciar cómo la vieja Rocky se retorcía entre las llamas. El nuevo fulano de mi antigua novia manejaba el lanzallamas.
—¡Vaya por Dios! El nuevo fulano de su ex novia —dijo Flaxman, logrando aparecer preocupado y sonriente al mismo tiempo. La serenidad de aquellos dos hombres resultaba asombrosa.
Gaspard asintió con violencia.
—¡El gran Hornero Hemingway, dicho sea de paso! —les gritó, [Catando de provocar una reacción violenta—. Pero Zane Gort le calentó bien el trasero con el mismo tubo del lanzallamas.
Flaxman meneó de nuevo la cabeza.
—Mundo ruin —murmuró—. Gaspard, es usted un héroe. Los otros escritores están despedidos, pero nosotros le aumentaremos a usted el quince por ciento del sueldo base. Aunque no me gusta eso de que uno de nuestros autores robot haya lastimado a un humano. ¡Ese Zane! En su calidad de trabajador autónomo, tendrá que correr con las costas de cualquier demanda que sea presentada contra Rocket House. Está previsto en su contrato.
—Hornero Hemingway merecía los azotes que Zane le propinó —protestó Gaspard—. El muy sádico utilizó su lanzallamas contra la señorita Rubores.
Cullingham miró a su alrededor con aire desconcertado.
—Se refiere a la róbix de color rosa que Zane y él han traído aquí —explicó Flaxman—. Es una de las róbix que el nuevo gobierno utiliza para la censura… —Meneó la cabeza con ancha sonrisa—. Así pues, ahora la verdad desnuda es que tenemos un censor sin originales para su lápiz rojo. ¿No es el colmo de la ironía? Es un caso descojonante, desde luego. Creí que conocías a la señorita Rubores, Cully.
En aquel momento, resonó detrás de ellos una voz chillona y soñolienta:
—Objeción a desnudez de la verdad; corregir frase. Suprimir «descojonante». Sustituir «conocías» por «te habían presentado»… ¡Ay! ¿Dónde estoy? ¿Qué me ha pasado?
La señorita Rubores se incorporaba y hacía entrechocar sus pinzas. Arrodillado junto a ella, Zane Gort frotaba suavemente su chamuscado costado con una esponja húmeda: la fea mancha casi había desaparecido. Zane metió la esponja en una pequeña cavidad de su propio pecho mientras sostenía a la róbix con un brazo.
—Tranquilízate —dijo—. Todo va bien. Estás entre amigos.
—¿De veras? ¿Cómo puedo estar segura? —Se apartó de él, se palpó a si misma y cerró apresuradamente varias tapaderas—. ¿Qué has hecho conmigo? He estado tendida aquí, exhibiéndome. ¡Esos humanos me han visto con mis enchufes destapados!
—Era necesario —le aseguró Zane—. Necesitabas electricidad y otros cuidados. Has pasado un mal rato. Ahora debes descansar.
—¡Otros cuidados! —chilló la señorita Rubores—. ¿Qué pretendías al exhibirme a la lúbrica curiosidad de esos humanos?
—Señorita, le aseguro que somos unos caballeros —intervino Flaxman—. Ninguno de nosotros ha mirado… Aunque debo confesar que es usted una róbix realmente atractiva: si los libros de Zane llevaran sobrecubiertas, le pediría que posara para una de ellas.
—¡Sí, con mis portillos abiertos de par en par y mis orificios de engrase destapados, supongo! —exclamó la señorita Rubores, escandalizada.
En el lavadero de su buhardilla–apartamento, tapizado en caucho sintético imitando nudosa madera de pino, Eloísa Ibsen untaba crema en el lastimado trasero de Hornero Hemingway.
—No aprietes, muñeca. Me duele mucho —advirtió el atlético escritor.
—Vamos, vamos, no seas chiquillo —replicó la caprichosa escritora.
—¡Aaah! Eso está mejor… Ahora el paño de seda, muñeca.
—En seguida. ¡Caray! Tienes un hermoso cuerpo, Hornero. Sólo de mirarlo noto… algo raro.
—¿De veras, muñeca? Mira, creo que podría beber un poco de leche caliente dentro de cinco minutos.
—Déjate de leche. Sí, de veras, me entra… algo. Hornero, vamos a…
Le murmuró la sugerencia al oído.
El robusto escritor se apartó de ella.
—¡Ni hablar, muñeca! Antes tengo que recuperarme de ese trauma. Esto le deja a uno sin fuerzas.
—Podríamos buscar una postura más cómoda para ti. En cuclillas, por ejemplo…
—En esa postura se pierde la energía tántrica. Y no vuelvas a echarme el aliento en el oído de ese modo, me has dejado sordo. —Hornero mullió la almohada y apoyó en ella su mejilla—. Además, no estoy de humor para eso.
Eloísa se incorporó y empezó a pasear nerviosamente de un lado a otro.
—Narices, eres peor que Gaspard. Él siempre estaba de humor, aunque sus recursos fueran limitados.
—Deja de pensar en ese mequetrefe —dijo Hornero, soñoliento—. Viste cómo le zurraba, ¿no es cierto?
Eloísa siguió midiendo el cuarto a grandes pasos.
—Gaspard era un mequetrefe —dijo, analítica—, pero tenía una mente astuta, o no habría sido capaz de ocultarme que era un esquirol. Y nunca lo hubiera sido, si no le hubiera parecido más conveniente que alinearse con el sindicato. Gaspard es holgazán, pero no está loco.
—La última muñeca que tuve solía servirme puntualmente mi leche caliente —observó Hornero desde la mesa de masaje.
Eloísa apresuró el paso.
—Apuesto a que Gaspard ha sabido por Flaxman y Cullingham que la Rocket House oculta un as en la manga para derrotar a los escritores… y a los demás editores. Por eso no se molestó en proteger sus máquinas de redactar. Apuesto a que el muy canalla está sentado ahora mismo en la oficina de Flaxman y Cullingham, riéndose de nosotros.
—Y la muñeca que me servía mi leche no andaba todo el tiempo de un lado a otro hablando a solas —comentó de nuevo Hornero.
Eloísa dejó de pasear y le miró.
—Bueno, supongo que ella no pasaba mucho tiempo en la cama contigo sacándote la energía tántrica. Desengáñate, Hornero, no pienso colgarme en un armario ni sentarme junto al fogón a calentar tus biberones, aunque esa última muñeca tuya de pelvis subdesarrollada lo hiciera. Cuando me posees a mí, Hornero, posees una mujer de cuerpo entero.
—Lo sé, muñeca —replicó Hornero con cierto acaloramiento—. Y tú un hombre de cuerpo entero.
—No sé… —dijo Eloísa—. Dejaste que ese robot amigo de Gaspard te azotara como si fueras un niño.
—Eso no es justo, muñeca —protestó Hornero—. Esos bichos de hojalata son capaces de matar al hombre más fuerte del mundo. Harían pedazos a Hércules… o a cualquier héroe de las antiguas películas.
—Supongo que si —dijo Eloísa. Se acercó a la mesa—. Pero ¿no te gustaría volver a zurrar a Gaspard, aunque sólo fuera por lo que te hizo el robot? Vamos, Hornero. Llamemos a los aprendices y asaltemos la Rocket House ahora mismo. Quiero ver la cara de Gaspard cuando aparezcas.
Hornero lo pensó un par de segundos.
—Ni hablar, muñeca —decidió al fin—. Debo cuidarme el físico. Volveré a zurrar a Gaspard dentro de tres o cuatro días, si quieres que lo haga.
Eloísa se inclinó hacia él.
—Quiero que lo hagas ahora mismo —exigió—. Nos llevaremos unas cuantas cuerdas, ataremos a Flaxman y a Cullingham y les asustaremos.
—La cosa empieza a interesarme, muñeca. Me gustan los juegos a base de atar a la gente.
Eloísa dejó oír una risita ahogada.
—A mi también —dijo—. Un día de éstos, Hornero, voy a atarte a esta mesa.
El robusto escritor frunció el ceño.
—No seas vulgar, muñeca.
—Bueno, ¿qué me dices de la Rocket House? ¿Lo hacemos o no?
Hornero habló enfáticamente:
—La respuesta es negativa, muñeca.
Eloísa se encogió de hombros.
—Bueno, si tú dices que no, es que no.
Reanudó sus paseos de un lado a otro del cuarto.
—Nunca confié realmente en Gaspard —se dirigió a una mancha de la pared—. Se drogaba con libros y sentía un afecto anormal hacía las máquinas. ¿Cómo puede una fiarse de un escritor que lee tanto y ni siquiera quiere escribir un libro por su cuenta?
—¿Y qué me dices de ti, muñeca? —intervino Hornero—. ¿Vas a escribir un libro? Si lo hicieras, yo podría echar una siesta.
—Ahora, no. Estoy demasiado excitada. Pero recuérdame que alquile una máquina de interpretar. Lo escribiré mañana por la tarde.
Hornero meneó la cabeza.
—No entiendo a los individuos que se creen capaces de escribir libros. Con las máquinas es distinto porque de ellas puede esperarse cualquier cosa. Pero yo me pongo en el lugar de otro, y, francamente, no lo entiendo. Por eso me pregunto: ¿Acaso creen que están construidos como las máquinas redactoras, llenos de alambres plateados, de relés y de descomunales bancos de memoria, en vez de antiguos y excelentes músculos? Eso estaría bien para un robot, pero en un hombre resulta morboso.
—Homero —dijo Eloísa amablemente, sin dejar de pasear—, un ser humano tiene un sistema nervioso muy complejo y un cerebro con miles de millones de células nerviosas.
—¿De veras, muñeca? Un día de éstos tendré que refrescar mi memoria sobre todo eso. —Su rostro asumió una expresión más seria—. Hay muchas cosas en el mundo. Cosas misteriosas. Como ese empleo que me ofrecen siempre los Estibadores de Bahía Verde. En momentos como éste me siento tentado a aceptar.
—Recuerda que eres un escritor, Hornero —dijo Eloísa en tono de reproche.
Hornero asintió con una alegre sonrisa.
—Es cierto, muñeca. Y tengo un físico más espléndido que todos ellos. Al menos, así figura en las sobrecubiertas de mis libros.
Eloísa se dirigió de nuevo a la mancha de la pared mientras paseaba:
—Hablando de robots, uno de los vicios de Gaspard era su afición a los robots. Aficionado a los libros, aficionado a los robots, aficionado a las máquinas redactoras, aficionado a los editores, aficionado a las mujeres cuando tenía tiempo para ello. Aficionado también a adquirir conocimientos. Se drogaba con intelectualismos. Pero no concebía la acción por puro amor a la acción.
—Muñeca, ¿de dónde sacas tantas energías? —inquirió Hornero, quejumbroso—. Después de lo de esta mañana, deberías estar agotada. Yo lo estoy, incluso prescindiendo de mis lesiones.
—Hornero, una mujer tiene recursos de los que el hombre carece —dijo Eloísa con sensatez—. Especialmente una mujer frustrada.
—Sí, lo sé, muñeca. Tiene una capa de grasa que conserva el calor de su cuerpo durante la natación de fondo. Y su útero es más fuerte, centímetro a centímetro cuadrado, que cualquier músculo de un hombre.
—Puedes apostar a que sí, gallina —dijo Eloísa, pero Hornero estaba distraído.
—A menudo me pregunto… —empezó a decir, y se interrumpió.
—… ,si no existe algún procedimiento para que la mujer haga toda la faena en la cama con su útero —terminó la frase Eloísa.
—Me estás tomando el pelo, muñeca —dijo Hornero, muy serio—. Mira, si te sobran tantas energías, ¿por qué no vas al cuartel general y te pones en contacto con «El Verbo»? El Comité de Acción tendrá alguna tarea para ti. En cualquier caso, puedes explicarles tus problemas. Yo necesito descansar.
—El Comité de Acción no es bastante activo para mi —dijo Eloísa—. Y, desde luego, no pienso compartir mis ideas acerca de la Rocket House con esos tahúres del sindicato. Sin embargo acabas de darme una idea —agregó mirando a Hornero fijamente a los ojos. Y empezó a desnudarse.
Hornero se volvió deliberadamente de espaldas, reuniendo fuerzas para soportar el impacto de un beso en la nuca. Pero el beso no llegó. De pronto, intrigado por un leve tintineo, se volvió de nuevo y vio a Eloísa vestida con unos pantalones grises muy holgados y un jersey de talle corto y manga larga. En aquel momento se estaba abrochando un pesado collar que despedía reflejos grisáceos.