Los cerebros plateados (25 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cerebros plateados
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Flaxman le preguntó a la enfermera Bishop si Gil Hart había dado a entender para quién trabajaba o qué estaba buscando.

Ella respondió, bajando púdicamente la mirada:

—Desde que me echó la vista encima, dio a entender con mucha claridad lo que estaba buscando. Dejó que despertara de la anestesia porque, según dijo, le gustaba una buena lidia. ¡Ah!, y dijo algo acerca de una fusión entre la Rocket House y la Protón Press, con una vicepresidencia para él. Eso, en el rato que le quedaba entre demostraciones de su perro autómata y asaltos a mi virtud.

La señorita Rubores hizo algo parecido a chasquear la lengua, mientras tocaba ligeramente la mano de la muchacha:

—¡Con lo bien que usted la conservaba! —comentó no sin una nota de burla, o al menos eso le pareció a la enfermera Bishop.

—Esos artefactos violentos, como los perros autómatas, son lo que perjudica al prestigio de los robots —comentó Zane, pensativo.

Después de disparar la bengala, Zane había recorrido otros cien kilómetros de desierto, hasta «cazar» la tercera señal en un poblado fantasma donde los autores robots que formaban la cuadrilla de Caín Brinks retenían a Flaxman. Ocultándose detrás de una pantalla de humo gris que imitaba nubes bajas, el robot pudo atacar por sorpresa y reducir a los Jóvenes Robots Airados sin darles tiempo a coger sus armas. Antes de llevarse a Flaxman, dedicó unos minutos preciosos a neutralizar, por medio de un procedimiento técnico de su exclusiva invención, la carga energética de los villanos de metal, incapacitándoles al mismo tiempo para planear otros actos delictivos y para la creación literaria.

—¡Eh! —objetó la enfermera Bishop—. Si mal no recuerdo, usted dijo que cambiar los circuitos de un robot era el peor crimen del mundo, algo que usted no haría nunca.

—Hay una gran diferencia entre manipular la mente de un hombre o de un robot, trastornando sus ideas y alterando sus criterios, y limitarse a sumirle en un estado de ociosidad, que fue lo único que hice yo —puntualizó Zane—. A la mayoría de la gente le gusta el ocio. A los robots también.

La siguiente iniciativa de Zane fue requisar el avión en que viajaban ahora, donde unos políticos juerguistas habían estado celebrando una especie de torneo de bebedores en el campo de aterrizaje de un complejo turístico casi desierto.

—Llegó usted muy a tiempo —observó el congresista despistado—. Recuerdo que mis camaradas discutían cuál de ellos pilotaría el avión hasta París, si la reunión languidecía, para recoger unas cuantas nenas.

La cuarta señal condujo a Zane y Flaxman hacia el oeste, a una inmensa finca con grandes praderas salpicadas de robledos y blancas estatuas de ninfas perseguidas por faunos, donde pacían tranquilamente numerosos ciervos. En el centro había una casona blanca con un peristilo de columnas clásicas, que resultó ser la sede de Gente de Letras (con su fracción terrorista Los Hijos de la Sibila) y la prisión de la señorita Rubores.

—Sí, aquellos muchachos perversamente fascinantes —confesó la róbix— me indujeron a irme con ellos prometiendo que me dejarían censurar sus poemas y escribir fábulas morales para las róbix de nuevas generaciones. Eran muy simpáticos, aunque no cumplieron todas sus promesas. Me enseñaron un punto de cadeneta que yo no conocía, y también trataron de distraerme de mis angustias charlando conmigo. Pero aquellas viejas damas de la alta sociedad… —su cuerpo de aluminio se estremeció—. Sólo hablaban de obscenidades y me inundaban de palabras indecentes. Y fumaban en pipa. Me habría gustado que Zane las hubiera amordazado con sus propias joyas de modo que se tragasen sus diamantes si intentaban hablar, pero tiene el corazón demasiado blando.

Miró tiernamente al robot, como si olvidase que se encontraban en la cabina de un avión, con el piso cubierto de colillas y botellas vacías.

La quinta señal —que por eliminación tenía que ser la de Media Pinta— llevó a Zane, a Flaxman y a la señorita Rubores a través del Pacífico, mucho más allá del último campo de algas purpúreas, hasta avistar un barco siniestro que surcaba las solitarias olas fuera del límite de las trescientas millas. Era la «Reina del Sindicato», una embarcación armada en corso que perpetuaba en el Sistema Solar la antigua tradición de los casinos flotantes.

El armamento del barco y sus vigías con vista de águila hacían imposible la aproximación por el aire. Fijando el piloto automático de modo que el avión trazara un círculo de seis kilómetros de diámetro alrededor de la «Reina», Zane puso a prueba su resistencia al agua sumergiéndose en el mar después de ponerse un traje espacial mejorado con flotadores auxiliares. Así se deslizó hacia su objetivo, a una profundidad de diez metros, como un torpedo viviente. Llegó al buque sin ser detectado, hizo un agujero de tamaño cuidadosamente calculado en el casco, y aprovechando la enorme confusión que se produjo a bordo, trepó con rapidez por un costado, semejante a Neptuno surgiendo de las aguas. Su localizador le permitió descubrir en un abrir y cerrar de ojos el camarote donde el abominable Filippo Fenicchia estaba derramando ácido nítrico sobre Media Pinta, en un intento de obligar al cerebro a jurar por su madre que se uniría al sindicato para actuar como unidad de memoria, artilugio de intimidación y superespía. «El Garrote» había empezado a ver en los cerebros plateados unas posibilidades mucho mayores que la mera extorsión a una empresa editorial de segunda categoría.

—Me estaba presionando —explicó Media Pinta—. Si hubiera jurado como él quería, habría tenido que cumplir mi palabra: uno aprende a hacerlo en doscientos años, o se vuelve loco. Quizás habría sido una vida interesante… Me dijo, por ejemplo: «Piensa cómo se sentiría un esquirol si abriera su maleta y allí estuvieras tú, mirándole con ese ojo tuyo y diciéndole que estaba sentenciado a muerte». Yo estaba fascinado, preguntándome cuándo empezaría a asustarme. Y quería sacarle de sus casillas. Aquel ácido no me habría causado ningún dolor: sólo sensaciones nuevas y tal vez nuevas ideas. Un poco más y…

Cuando Zane irrumpió en la cabina estuvo a punto de quedar paralizado por un rayo que Fennicchía, que lo preveía todo, dirigió contra él. Pero el robot no se quedaba corto en materia de previsión, y se cubrió desplegando una red de cobre que actuó como una cámara de Faraday. Al ver las manchas de ácido en la cáscara de Media Pinta, Zane cogió el preparado alcalino que «El Garrote» tenía a mano para neutralizar al ácido nítrico y gritando: «¡Para que te acuerdes del huevo!», golpeó al gángster en pleno rostro con la otra pinza, saltándole la mitad de los dientes y arrancándole un gran pedazo de mejilla y mentón, la mitad del labio superior y la punta de la nariz.

A continuación, Zane vertió el neutralizador sobre Media Pinta, le libró de sus ligaduras y abriéndose paso rápidamente entre los aturdidos gángsters, sujetó con firmeza el huevo y se arrojó al mar, en el lugar donde flotaba su traje espacial. Dudando de la capacidad del cerebro para resistir la presión del agua, el robot se mantuvo a muy poca profundidad, sosteniendo a Media Pinta en alto.

—Fue impresionante, muchachos —declaró Media Pinta, entusiasmado.

—Al menos, debió ser un extraño espectáculo —admitió Zane—, si algún tripulante pudo distraerse de la tarea de salvar a la «Reina» para contemplarlo. ¡Un huevo plateado deslizándose mágicamente sobre las olas!

—¡No me lo recuerde! ¡Se me pone la carne de gallina! —exclamó Flaxman, encogiendo los hombros y cerrando los ojos—. Disculpe, Media Pinta.

Al llegar al círculo de los seis kilómetros, Zane se comunicó por radio con la señorita Rubores, dándole instrucciones para que descendiera con el avión sobre él, mientras Flaxman largaba una escala. Lo primero que el robot hizo cuando se encontró a bordo fue colocarle una fontanela limpia a Media Pinta.

—Yo no creo en ese cuento de las ocho horas —dijo Media Pinta—. Si mal no recuerdo, fue algo que inventamos para asustar a la enfermera un día que llegó tarde a la guardería.

—Dime una cosa, Zane —preguntó Gaspard con curiosidad—. ¿Qué habría ocurrido si tu traje espacial hubiera fallado?

—Me habría hundido irremisiblemente hasta el fondo del mar —respondió el robot—. Ahora estaría tendido allí, sosteniendo a Media Pinta en mi pinza, y si mi estructura y mi ojo resistían, contemplando las bellezas de la vida submarina. Aunque lo más probable, conociendo mi forma de ser, es que habría tratado de alcanzar la costa andando.

—En todo caso, ahora podrás volver a tu proyecto
L
con la conciencia tranquila —dijo Gaspard.

—Desde luego —asintió Zane con decepcionante laconismo.

—Miren, allí está la costa —dijo la señorita Rubores—. Las maravillosas luces de Nuevos Ángeles, como una alfombra de estrellas. ¡Oh, me siento romántica!

—¿Qué es eso del proyecto L? —le preguntó Flaxman a Zane—. ¿Tiene algo que ver con la Rocket House?

—En cierto sentido, sí.

—¿Es idea de Cullingham? —insistió Flaxman—. Ya sabe, estoy preocupado. Esa Ibsen puede dejarle tan seco como un saltamontes muerto, y tendremos que hacernos cargo de todo lo que haya dejado.

—No tiene nada que ver con el señor Cullingham —le aseguró Zane—. Pero, si no le importa, prefiero no hablar por ahora de este asunto.

—Un proyecto particular, ¿eh? —dijo Flaxman ladinamente—. Bueno, al héroe puede permitírsele todo…, y crea que lo digo con sinceridad, Zane.

—Yo sé un secreto —dijo Media Pinta.

—¡Cierra el pico! —bramó Zane, y desconectó el altavoz.

40

Dejando que el congresista despistado explicara a los asombrados controladores cómo había pilotado el avión, modelo especial para ejecutivos, desde Mohave hasta un casino flotante oceánico regresando sin novedad, el grupo de la Rocket House tomó un taxi hasta el edificio de la editorial…, para encontrarlo de nuevo revuelto de arriba abajo y ocupado solamente por un desconcertado Joe el Guardián y veinte jugadores de lunabol con sus camisetas azules y en posición de firmes en medio del vestíbulo.

El más robusto de aquellos mozalbetes se adelantó y le dijo a Flaxman:

—Mi querido señor, somos fieles y fanáticos seguidores de sus colecciones «Deportes Espaciales» y «Jugando en el Espacio». Nuestro equipo de lunabol ha sido elegido por el Comité de Aficionados para…

—Muy bien, estupendo —aulló Flaxman, palmeando un hombro del muchacho y mirando a su alrededor como si esperase descubrir grandes agujeros en la estructura del edificio—. Gaspard, invita a estos jóvenes héroes a un helado. Hablaré con vosotros más tarde, muchachos. Joe, despierte de una vez y cuénteme lo que ha ocurrido. Señorita Bishop, telefonee a la guardería. Zane, revise los almacenes. Señorita Rubores, tráigame un cigarro.

—Ha sido algo espantoso, y no exagero, señor Flaxman —empezó Joe en tono quejumbroso—. Agentes del gobierno. Lo registraron todo, incluso el tejado. Un tipo gordo al que los demás llamaban señor Mears me preguntó con muy malas pulgas: «¿Dónde están? ¿Dónde están esas cosas que van a escribir libros?» Conque le mostré los tres cerebros que quedaban en la oficina del señor Cullingham. Se rió sarcásticamente y dijo: «No me refiero a eso. Lo sé todo acerca de ellos: son unos idiotas incurables. Además, ¿cómo podrían trabajar en las máquinas redactoras, siendo tan pequeños?» Yo le repliqué: «No son idiotas, son tan listos que no hay quien los soporte. ¡Habla, Robín!», grite enfurecido, y no va usted a creerlo, pero ese huevo chiflado se limitó a decir: «¡Gu–gu–gu!» Bueno, después de eso lo revolvieron todo, buscando máquinas redactoras ocultas. Incluso probaron nuestras grandes máquinas de escribir para ver si ponían algo por sí mismas. Y luego entraron en el departamento de contabilidad y destriparon la vieja calculadora. Y, por si fuera poco, se llevaron mi pistola fétida. Dijeron que era un arma prohibida internacionalmente, lo mismo que los proyectiles de cobre, las balas dum–dum, las bayonetas con dientes de sierra y los productos químicos para envenenar las aguas.

—Acabo de hablar con la señorita Jackson —informó la enfermera Bishop—. Los veintinueve cerebros se encuentran en la guardería. La señorita Phillips regresó sana y salva con los tres que estaban aquí. Siguen pidiendo rollos de papel a gritos. Zangwell ha padecido convulsiones de «delirium tremens», pero ahora descansa tranquilo.

Con un gesto, se dirigió apresuradamente al lavabo de señoras, seguida por la señorita Rubores, que había traído el cigarro de Flaxman.

—Perdone, enfermera —dijo la róbix rosa cuando estuvieron en el sagrado recinto—, pero me muero de ganas de hacerle una pregunta muy personal. Espero que no le moleste.

—Dispare.

—Bueno, hasta esta mañana siempre la había visto a usted como una joven más bien exuberante, por así decirlo. Pero, ahora…

Y apuntó al modesto busto de la enfermera Bishop.

—¡Ah, eso! —La enfermera Bishop frunció el ceño, pensativa—. Le diré la verdad: he decidido librarme de ellos. Eran demasiado eróticos.

—¡Qué valiente es usted! —se admiró la señorita Rubores—. Había oído decir algo parecido de las amazonas, desde luego, pero es una medida muy drástica. Es usted más valiente que yo, que ni siquiera me atreví a pintarme de negro cuando murió san Guillermo. Siempre he sido una cobarde en mis circuitos más íntimos. Enfermera, usted que es tan valiente, dígame, ¿se siente un ser femenino muy mal cuando sacrifica la honra, la decencia… y su inocencia al mero placer de la persona a quien ella ama y al suyo propio?

—¡Huy! Ésa es una pregunta difícil —dijo la enfermera Bishop—. Pero voy a contestarla. Sí, se siente deliciosamente mal hasta la raíz del pelo. ¿Era eso lo que deseaba saber?

En el vestíbulo, el robusto jugador de lunabol, después de despachar su helado, se acercó resueltamente a Flaxman. Pero Joe, que había estado rascándose la cabeza, dijo de improviso:

—Me olvidé preguntárselo, señor Flaxman, pero ¿cuándo empezó a trabajar para el gobierno Clancy Goldfarb? —¿Ese viejo pirata, ese ladrón de libros? Está usted loco, Joe.

—No lo crea, señor Flaxman. Clancy y sus muchachos acompañaban a los agentes del gobierno, siguiéndoles a todas partes y cooperando en los registros. Pero desaparecieron de repente.

Zane Gort, llevando todavía entre sus pinzas a Media Pinta, bajaba por la escalera en aquel momento: el ascensor volvía a estar averiado.

—Lamento tener que informarle de que ha desaparecido del almacén el cuarenta por ciento de los libros Rocket. Los de tema erótico han desaparecido todos.

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