Los cerebros plateados (21 page)

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Authors: Fritz Leiber

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los cerebros plateados
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Tras replantear la situación, Gaspard decidió que probablemente la señorita Sauce sería una psicoterapeuta, contratada sin duda con un sueldo fabuloso. Resultaba difícil hallar otra explicación al hecho de que Cullingham se hubiera salvado de lo que parecía un inminente colapso nervioso. Aquella teoría explicaba también el cuaderno de notas negro y la circunstancia de que Flaxman, abstracción hecha de los demás temores, parecía asustado por la presencia de la señorita Sauce: al neurótico le asustan todos los psiquiatras excepto el suyo. Sea como fuere, Flaxman se había trasladado a una oficina más pequeña, al lado de la principal.

Si Gaspard no hubiera estado tan agobiado por el trabajo físico, también él habría recurrido a un psiquiatra humano o un terapeuta robot: su personalidad antaño plácida y adaptada a la rutina había adquirido demasiadas aristas cortantes y sufrido demasiadas heridas profundas. Se preguntaba qué extraña libido debía ser la suya cuando, después de meses de gozar a diario el placer carnal con la exuberante Eloísa Ibsen, se veía ahora sometido por una muchacha que no hacía sino intimidarle y reñirle. También le preocupaba su imaginación, evidentemente desequilibrada, ya que después de alimentarla y excitarla durante años con lecturas en mecalingua, sus únicos recuerdos de todas aquellas maravillosas aventuras parecían envueltos en una especie de niebla translúcida. Por último, y a un nivel algo distinto, le ponía nervioso el exceso de responsabilidad y la convicción de que estaba luchando a solas contra un mundo traidor y peligroso. Esto era lo que le había enseñado Zane Gort al volverle la espalda y dejar que él cargara con la defensa de la Rocket House y la guardería.

Y el dispositivo que había improvisado hasta entonces —como el anticuado y molesto revólver quo le había prestado Flaxman, Joe con su pistola fétida y el barbudo borracho con su caduceo— no era ninguna garantía. Para empeorar las cosas, Cullingham y Flaxman, aunque fanáticos del secreto, parecían completamente ajenos a la realidad cuando se trataba de arbitrar medidas de seguridad. En cierta ocasión, Gaspard había sorprendido a Flaxman arrojando al cesto de los papeles sin leerla, o al menos sin hacerle el debido caso, una nota de un individuo que firmaba «El Garrote». La nota exigía una cotización de 2000 dólares semanales y el cincuenta por ciento de los beneficios netos, bajo amenaza de inferir daños irreparables a los cerebros.

No faltaban muestras de otros peligros. Pero ninguno de los dos socios quiso llamar a la policía ni a cualquier otro cuerpo de seguridad. Según ellos, tal iniciativa habría comprometido el secreto que rodeaba al proyecto. (Y también por el quijotesco motivo que adujo Flaxman: «Sólo los hombres de negocios sin personalidad, Gaspard, acuden gimoteando al gobierno en busca de ayuda. ¡Los Flaxman siempre hemos sabido defender nuestros millones!»)

Zane Gort, a quien Gaspard siempre había considerado fuerte como un acorazado de bolsillo, era obviamente la persona ideal para hacerse cargo de defender la Rocket. Pero, incomprensiblemente, Zane escurría el bulto. El robot de azulado acero rara vez se dejaba ver más de diez minutos al día; estaba enfrascado en una serie de extrañas actividades que no parecían tener nada que ver con la producción literaria: conferencias con sus colegas físicos y sus amigos ingenieros, viajes lejos de Nuevos Ángeles, largas sesiones en su hogar–taller, etcétera. Zane había pedido «prestado» tres veces a Media Pinta, y la enfermera Bishop le permitió llevárselo tres o cuatro horas en flagrante transgresión de las normas de Zukie, pero ni el robot ni el cerebro quisieron revelar dónde habían estado ni lo que habían hecho.

Zane ni siquiera hacía caso de la señorita Rubores, pese a que la histérica róbix mostraba un interés maternal por los cerebros que no desmerecía al del propio Zane, aunque asumiese otras formas. Últimamente se dedicaba a tejer guardapolvos de punto calado, color pastel, «para que vayan calientes en invierno y adecentarles un poco, de modo que parezcan menos desnudos», según decía. Por lo demás, la señorita Rubores se portaba de un modo bastante racional, y Gaspard se acostumbró a confiarle algunas tareas rutinarias, tales como un turno de guardia en la puerta principal, que no le impedían seguir haciendo punto.

Una noche Gaspard decidió aclarar la situación con Zane. El escritor había descabezado un sueño en el catre de Zangwell, y Zane se presentó inesperadamente para cambiar sus baterías y engrasarse. El robot le escuchó distraídamente mientras aplicaba el pico de una aceitera a sus sesenta y siete puntos de engrase.

—Hace cosa de una hora —le dijo— encontré a un robot bajito, de cabeza cuadrada, tiznado de negro y con manchas de herrumbre, merodeando por la planta baja. Le eché a la calle, pero seguramente volverá a presentarse, si no lo ha hecho ya.

Zane se volvió hacia él.

—Supongo que se trataba de mi antiguo rival Caín Brinks —dijo—. El hollín y las manchas de herrumbre no son sino un torpe disfraz. No cabe duda de que planea alguna villanía. Acabo de ver en la calle un camión de chatarra, y ¿a que no sabes quién iba en el interior? ¡Clancy Goldfarb en persona! Ése también debe planear algo…, probablemente un robo de libros. Estos almacenes son una tentación.

—Pero ¡maldita sea, Zane! —estalló Gaspard—. Si sabes esas cosas, ¿por qué no haces algo?

—Actuar a la defensiva siempre constituye un error capital —dijo el robot en tono paciente—. Te hace perder la iniciativa y reduce tu capacidad intelectual al nivel de la de tus adversarios. Yo tengo otros rabos por desollar. Si desperdiciara mi talento en la defensa de la Rocket House, sería la ruina para todos nosotros.

—¡Maldita sea, Zane! ¿Estás jugando a los acertijos? Deberías…

El robot golpeó con su pinza el pecho de Gaspard.

—Tengo un consejo para ti, vieja glándula. No te enamores de la señorita Sauce.

—No creo que me sirviera de nada hacerlo, es un verdadero témpano. Pero ¿por qué lo dices?

—No lo hagas; eso es todo.

El robot arrojó sus baterías usadas al cubo de la basura salió del lavabo antes de que Gaspard pudiera exclamar por tercera vez «maldita sea». Muy irritado, se puso en pie e inició la ronda de vigilancia que se había autoimpuesto. La puerta de la nueva oficina de Flaxman estaba abierta. El interior estaba a oscuras, salvo una leve claridad que entraba por la puerta de comunicación de dicha oficina con la antigua, ahora ocupada casi exclusivamente por Cullingham. Gaspard se dirigió cautelosamente a un lugar desde donde podía ver el interior de la antigua oficina sin ser visto.

A la suave luz de una lámpara de pie vio a la señorita Sauce tranquilamente sentada en un extremo del sofá. Picado por la enigmática advertencia de Zane, Gaspard pensó entrar e insinuarse audazmente a la secretaria, para ver si con ello conseguía al menos que la rubia beldad se diera cuenta de su presencia. Pero en aquel preciso momento vio que Cullingham también estaba en el sofá, tumbado boca arriba, descalzo y con la cabeza apoyada en el regazo de la señorita Sauce. Una postura muy singular para una sesión de psicoanálisis…

Acariciando con ternura los cabellos del editor, la supuesta secretaria sonrió cariñosamente y dijo con una voz dulce, dulcísima, que impresionó profundamente a Gaspard:

—¿Cómo se encuentra esta noche el pajarito de mamá?

—Cansado, ¡ay! Muy cansado —gimió Cullingham puerilmente—. Cansado y muy sediento. Pero es agradable estar aquí y mirar a mi guapa mamá.

—Mamá es guapa para ti, pajarito —canturreó la señorita Sauce—. ¿Serás bueno hoy? ¿No te pondrás nervioso?

—No, mamá, te lo prometo.

—Muy bien.

La señorita Sauce se despojó lentamente de su chaqueta negra, y desató con la misma parsimonia las cintas de su blusa de seda gris hasta que asomaron los dos pechos más perfectos que Gaspard había visto nunca.

—Bonitos, oh, bonitos —gimió Cullingham.

—No seas impaciente, pajarito —le arrulló la señorita Sauce—. Mamá te los dará en seguida. ¿Qué sabores quiere mi pajarito esta noche?

—Chocolate —dijo Cullingham, haciendo pucheros y mirando primero al derecho, después al izquierdo— y menta.

Aquella noche Gaspard, sumido en profunda desesperación, leyó el primero de los libros anteriores a la época de las máquinas redactoras, recomendados por los cerebros y que la enfermera Bishop había insistido en prestarle:
Huckleberry Finn
.

33

Cuando el gran coche fúnebre de color negro, aerodinámico como una lágrima invertida, pasó junto a él a toda velocidad oliendo escandalosamente a rosas, con Eloísa Ibsen y su collar plateado de caza asomando triunfalmente por la ventanilla posterior, Gaspard sospechó que algo no marchaba como era debido.

Había salido a comprar treinta rollos nuevos de papel para las infatigables grabadoras de los cerebros. Sujetándolos con fuerza contra su costado, echó a correr hacia la Rocket House, a dos manzanas de distancia.

Joe el Guardián estaba en la acera, agitando su pistola de un modo que obligaba a la mayoría de los transeúntes a cruzar al otro lado de la calle.

—¡Se han llevado al señor Cullingham! —dijo Joe, excitado—. Han entrado, le han cogido y se lo han llevado. Yo he disparado contra ellos con mi vieja pistola fétida cuando iban a salir, y he dado en el blanco tres veces… pero resultó que estaba cargada con bolas de perfume: mi nieta habrá estado jugando con ella otra vez, maldita sea.

Gaspard entró apresuradamente y cogió el ascensor. La puerta de la oficina, que debía tener echada la cerradura electrónica, estaba abierta de par en par. Gaspard recorrió la oficina con la mirada, sin entrar. Había algunos indicios de lucha, una silla caída y papeles esparcidos por el suelo, pero la señorita Sauce estaba sentada en su lugar habitual junto al escritorio de Cullingham, tan fría y serena como una mañana de otoño.

El primer pensamiento de Gaspard fue tan infantilmente perverso que le sorprendió: ahora, ausente Cullingham y sin que nadie, a excepción de Zane Gort, supiera que la señorita Sauce era algún tipo de autómata erótico, él podría hacer con ella lo que quisiera. Rechazó con firmeza aquella idea.

Joe el Guardián le susurró con voz ronca:

—La señorita se lo está tomando con mucha calma.

—Sin duda, la impresión habrá sido demasiado fuerte para ella —dijo Gaspard, llevándose un dedo a los labios y cerrando la puerta—. Lágrimas congeladas. Una emoción demasiado intensa puede producir ese efecto en algunas mujeres.

—Simple sangre fría, diría yo —opinó Joe—, pero en este mundo tiene que haber de todo. ¿Va a llamar a la policía?

Gaspard ignoró la pregunta. En vez de contestar, se dirigió a la nueva oficina de Flaxman. Allí había tres cerebros. Gaspard reconoció a Robín, a Novato y a Soso–Soso por sus marcas…, y a la señorita Phillips, una de las enfermeras menos laboriosas. Robín tenía un ojo–cámara conectado y estaba leyendo un libro colocado en un aparato que volvía automáticamente una página cada cinco segundos. Los otros dos escuchaban lo que les leía la señorita Phillips con voz monótona. La enfermera interrumpió la lectura, pero luego continuó al ver que el recién llegado era Gaspard. No había rastro de Flaxman.

—Se ha ido otra vez a las colinas —susurró Joe a espaldas de Gaspard—. Alguno de los huevos le habrá dado un buen susto. Los he dejado aquí para que esperasen a que el señor Cullingham les recibiera. Pero, ahora, no sé qué hacer…

—De momento, déjelos ahí —dijo Gaspard—. ¿Dónde está la señorita Rubores? Cuando yo salí estaba en la puerta de la calle. Debió advertir a Cullingham que venían los escritores. ¿Se la han llevado también?

Joe se rascó la cabeza y abrió mucho los ojos.

—¡Es curioso! Lo había olvidado, pero poco después de que usted saliera a comprar los rollos, se presentaron cinco gamberros con camisetas negras y pantalones muy ajustados, también negros. Rodearon a la señorita Rubores en el vestíbulo, y empezaron a gritarle piropos, y ella también gritaba con la misma alegría… Todos gritaban algo acerca de hacer punto, y yo pensé: «Tal para cual; sois media docena de lo mismo». Luego los gamberros se marcharon haciendo una pina negra, y ya no vi a la róbix en la oficina. Si hubiera tenido un poco de tiempo para pensarlo, me habría dado cuenta de que la señorita Rubores había desaparecido, pero en aquel preciso instante llegaron los escritores y lo olvidé todo, ¿comprende? Cuando usted salió a comprar los rollos…

—Le he oído —se apresuró a decir Gaspard, y pulsó el botón de bajada del ascensor. Estaba a punto de desaparecer cuando a Joe se le ocurrió seguirle.

En el vestíbulo, bajo un pisapapeles de obsidiana lunar, había una nota escrita en rojo sobre papel negro.

¡Zane Gort! Tu monstruoso proyecto para que unos cerebros robot reemplacen a las máquinas redactoras ha dejado de ser un secreto. Tu fábrica de literatura robótica en la Sabiduría de los Siglos, con sus espantosas cabezas descarnadas, está bajo vigilancia. Si aprecias en algo la belleza y la cordura de la róbix Phylis Rubores, renuncia al proyecto, desmantela la fábrica.

Los Hijos de la Sibila

Cuando acabó de leer, apareció Joe por la escalera, y sin prestar atención a Gaspard se dirigió a la calle.

—¡Ahí llega el señor Flaxman! —exclamó el viejo guardián, haciendo pantalla con la mano mientras miraba calle abajo.

Gaspard se guardó la nota en un bolsillo y fue a reunirse con Joe en la acera.

El automóvil traía puesto el piloto automático, porque no se veía a ningún conductor detrás del volante. Gaspard pensó que el editor habría decidido tumbarse un rato.

El vehículo frenó junto a ellos. En los asientos tapizados en cuero no reposaba nadie, sino una nota impresa en negro sobre papel gris.

¡Zane Gort! Es posible que seas capaz de escribir toda la literatura que consume el Sistema Solar, pero no verás publicados tus libros sin un editor. Reparte el negocio con nosotros y te lo devolveremos.

Jóvenes Robots Airados

Lo primero que se le ocurrió a Gaspard fue que los robots debían estar más cerca de apoderarse del mundo de lo que incluso los reaccionarios habrían imaginado. Al menos, eso parecía significar el que los dos grupos rivales considerasen a Zane como arbitro de las nuevas actividades de la Rocket House y decidiesen negociar únicamente con él. Gaspard se sintió herido en lo más íntimo. Él nunca había recibido una carta amenazadora, ni había sido juzgado digno de un intento de rapto. Era lógico pensar que Eloísa, en atención a sus largas relaciones por lo menos… Pero no, la voluble escritora había raptado a Cullingham.

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