—Lo primero que se me ocurre, Zane, es si no podrían cambiarse los circuitos de la señorita Rubores para que fuera menos puritana. No creo que sea una operación difícil para ustedes…
—¿Bromea usted? —exclamó Zane montando en cólera—. ¿O acaso habla en serio, por san Eando?
Avanzó rápidamente hacia la enfermera Bishop y levantó sus pinzas abiertas como si se dispusiera a estrangularla.
La enfermera Bishop palideció y Gaspard quiso agarrar las pinzas de Zane, pero éstas se detuvieron a un palmo de distancia del cuello de la muchacha.
—Más vale que esté usted bromeando —dijo el robot, pronunciando las palabras con fría claridad—. Cambiar los circuitos personales de un robot para modificar su conducta es peor que la neurocirugía con fines psicológicos en un humano, aunque sólo sea porque resulta más fácil. La personalidad de un robot quedaría tan afectada que instintivamente reaccionamos ante ello con la mayor ferocidad.
Dejó caer sus pinzas.
—Perdóneme si la he asustado —añadió, con voz más tranquila—, pero tenía que demostrarle mi indignación ante la mera idea de semejante cambio. Ahora, le ruego que me dé su opinión.
—Pues…, no sé, Zane —empezó la enfermera Bishop, vacilante, dirigiendo una mirada de soslayo a Gaspard, una mirada que manifestaba más contrariedad que miedo—. A simple vista la señorita Rubores y usted no parecen formar una pareja perfecta, aunque muchos humanos han venido sosteniendo que la mejor pareja es la constituida por un marido fuerte y brillante y una esposa tonta y guapa. Sin embargo, ignoro hasta qué punto puede ser cierto esto. El psicometrista Sharon Rosenblum dice que debería existir una diferencia de treinta o más puntos en el coeficiente de inteligencia entre marido y mujer, o bien ninguna. ¿Arroja esto alguna luz sobre su experiencia, Gaspard? ¿Hasta qué punto es tonta Eloísa Ibsen?
Procurando ignorar la pregunta, aunque sin demasiado éxito a juzgar por la expresión de su rostro, Gaspard intervino:
—No me gustaría parecer grosero, Zane, pero ¿es necesario que acaben en matrimonio tus relaciones con la señorita Rubores?
—No soy puritano —contestó Zane—, pero la respuesta es afirmativa. Hablando en confianza, admito que muchos robots son promiscuos, especialmente cuando se les presenta una ocasión, y nadie puede reprochárselo, pero yo no soy de ésos. Encuentro la experiencia incompleta, insatisfactoria, a menos que exista una relación a niveles de pensamiento, sentimiento y acción, en resumen, una vida en común. Además, en mi caso existe una consideración de tipo práctico muy importante: debo tener en cuenta la reacción de mis lectores. El héroe de los libros de Zane Gort siempre es robot de una sola róbix. La plateada Vilya se insinúa siempre, enloquecedoramente atractiva, pero el Doctor Tungsteno acaba en brazos de Blanda, su dorada compañera.
—Zane —dijo la enfermera Bishop—, ¿se le ha ocurrido pensar que la señorita Rubores quizá finge ser más tonta de lo que es? Muchas róbix humanas lo hacen para que se fije en ellas el hombre que les interesa.
—¿Lo cree usted? —inquirió Zane, excitado—. ¡Sí, creo que hay algo de eso! ¡Muchas gracias, enfermera! Me ha dado usted algo en que pensar.
—Me alegro de veras. Y no le importe demasiado lo del puritanismo. Al menos, entre los humanos se afirma que las mujeres más puritanas resultan luego muy apasionadas sexualmente, incluso demasiado. ¡Dios mío! Se me ha pasado la hora de cambiar de posición a los muchachos.
Empezó a trasladar los huevos a un lugar distinto del que habían ocupado hasta entonces, evidentemente sin seguir ningún orden preestablecido.
—¿Para qué sirve eso? —inquirió Gaspard.
—Para cambiar la presión sobre su tejido cerebral y proporcionarles una pequeña distracción —dijo la enfermera Bishop sin volverse—. En cualquier caso, es una de las normas dadas por Zukie.
—¿Se refiere a Zukertort?
—Desde luego. El señor Daniel Zukertort estableció el régimen para el cuidado de los cerebros y para sus mutuas relaciones sociales. Como nunca hemos tenido una desgracia, lo cual es imposible si se cumplen las normas porque el tejido nervioso es prácticamente inmortal, según Zukie, es obvio que lo seguimos al pie de la letra.
Zane Gort la contemplaba con gran atención. Al cabo de un rato, el robot dijo tímidamente:
—Discúlpeme, enfermera, pero ¿me permite coger uno?
La señorita Bishop se volvió y miró a Zane, sorprendida. Luego, su rostro se iluminó con una sonrisa.
—Desde luego —dijo, entregándole el huevo plateado que tenía en sus manos.
Zane lo acercó a su azulado pecho de acero, sin moverse, pero canturreando en voz muy baja. Al contemplar aquella extraña escena, Gaspard recordó la enigmática alusión de Zane a la reproducción robótica. Para un robot, dar a luz parecía el colmo de la imposibilidad, o al menos de la incongruencia mecánica, y sin embargo…
—Si un humano y un robot pudieran aparearse —murmuró Zane—, su prole podría parecerse a esto, al menos al principio, ¿no les parece?
Y empezó a mecer suavemente al huevo, mientras canturreaba
La bella molinera
de Schubert.
—Basta de tonterías —dijo la enfermera Bishop con firmeza, aunque con una sombra de aprensión en el rostro—. No son bebés, ¿sabe?, sino personas muy ancianas.
Zane asintió, y bajo la supervisión de la enfermera lo devolvió cuidadosamente a su negro soporte. Luego, la mirada del robot recorrió a los demás huevos.
—Ancianos o niños, siguen siendo como un puente entre ambas especies —dijo, pensativo—. Si al menos…
Se oyó un confuso griterío seguido de unos pasos precipitados. La señorita Rubores irrumpió en la guardería. Eludiendo los brazos abiertos de Zane Gort, se abrazó histéricamente a la enfermera Bishop, quien se tambaleó pero resistió la embestida de aluminio.
Detrás de la señorita Rubores apareció Zangwell, agitando su caduceo y aullando:
—¡
Vade retro
, por Anubis! ¡Aquí no queremos robots periodistas!
—¡Zangwell! —gritó la enfermera Bishop con severidad. El barbudo anciano la miró con aire triste, y ella continuó fríamente—: Salga de aquí antes de que la atmósfera quede completamente alcoholizada y su aliento empañe los huevos. No es ninguna robot periodista. Ha olvidado usted cerrar la puerta interior, Zane Gort.
—Lo siento.
Zangwell parpadeó, guiñando los ojos y tratando de fijar la vista.
—Pero, señorita Bish —gimió—, ayer me dijo que no dejara entrar a ningún robot periodista…
Su voz fue apagándose, mientras sus ojos pasaban del rostro de la enfermera Bishop al cuerpo de la señorita Rubores, mirando a esta última de arriba abajo como si la viera por primera vez.
—¡Robots de color rosa! ¡Lo que me faltaba! —balbució con desesperación.
Sacó una botella del bolsillo, hizo gesto de ir a tirarla, pero en vez de ello la aplicó a sus labios mientras regresaba al vestíbulo.
La enfermera Bishop se desprendió de la señorita Rubores.
—Procure calmarse —dijo con autoridad—. ¿Qué ha pasado en la Rocket House?
—Nada, que yo sepa —susurró la róbix—. Ese viejo borracho me ha asustado.
—Pero usted le dijo a Zane que cuidaría de Media Pinta y de los demás.
—Eso hice —explicó la señorita Rubores en el mismo tono asustado—. Pero luego el señor Cullingham me dijo que estaba ejerciendo una influencia negativa sobre la conversación y me hizo salir al pasillo. El señor Flaxman me ordenó que montara guardia al otro lado de la puerta para que nadie pudiera interrumpirles. Dejé la puerta entreabierta para poder espiar… —Vaciló, y luego continuó—: No ha pasado nada, se lo juro… Pero tengo la impresión de que esos tres cerebros no están muy a gusto en la Rocket House.
—¿Qué quiere decir? —inquirió bruscamente la enfermera Bishop.
—Pues que no parecían encontrarse muy a gusto —dijo la róbix.
—Explíquese con más claridad —exigió la enfermera Bishop—. Si se lamentan y se compadecen de si mismos, no hay que hacerles caso. Los conozco muy bien; se harán los quejicas hasta darse por vencidos y admitir que desean volver a ser escritores.
—Yo no sé nada acerca de eso —dijo la róbix—, pero cuando uno de ellos empezaba a quejarse, el señor Flaxman desconectaba su altavoz. Al menos eso fue lo que vi.
—A veces hay que hacerlo —dijo la enfermera Bishop, intranquila—. Pero si esa pareja ha estado… Juraron que respetarían las normas de Zukie, para eso les dejé una copia. ¿Qué más vio usted, señorita Rubores?
—Poca cosa. El señor Cullingham se levantó y cerró la puerta cuando vio que yo miraba. Poco antes oí que uno de los huevos decía: «No puedo soportarlo, no puedo soportarlo. Basta, por el amor de Dios. Nos están volviendo locos. Esto es una tortura».
—¿Y luego…?
La voz de la enfermera Bishop sonó fría y dura.
—Luego el señor Flaxman desconectó su altavoz, y entonces fue cuando el señor Cullingham cerró la puerta, y yo vine aquí y ese viejo borracho me asustó.
—Pero ¿qué les estaban haciendo Flaxman y Cullingham a los huevos?
—No pude verlo. El señor Flaxman tenía una taladradora sobre su escritorio.
La enfermera Bishop se quitó de un manotazo el gorro blanco y abrió el cierre de la cremallera de su bata blanca, dejándola caer despreocupadamente y quedándose sólo con sus prendas íntimas.
—Zane, voy a llamar a la señorita Jackson para que venga inmediatamente —dijo—. Quiero que se quede usted en la guardería hasta que ella llegue. Custodie a los huevos. Señorita Rubores, traiga mi falda y mi jersey; están en el lavabo… detrás de aquella puerta. Luego quédese con Zane. Vamos, Gaspard, no perdamos tiempo.
Se palpó la cadera, y por un instante Gaspard vio silueteada la pistola debajo del slip.
Incluso sin aquello, y aparte de su espectacular desarrollo delantero, tenía un aspecto notablemente peligroso.
El Paseo de la Lectoría no es que estuviera lleno de actividad, sino que literalmente bullía, y no era para tranquilizarle a uno. Apenas inició su carrera, Gaspard avistó un turismo cargado de aprendices de escritor. Por fortuna, estaba siendo remolcado por un vehículo antidisturbios gubernamental. Le seguía una camioneta cargada con tres robots en lamentable estado. Y cerraba la marcha un camión lleno de chatarra. Cuando llegaban a la Rocket House apareció volando a muy baja altura un gran helicóptero con la inscripción «Gente de letras» en su proa. Asomados en las ventanillas habían unos jóvenes con camisetas negras y larguísimos cabellos ondeantes al viento, y junto a ellos unas ancianas vestidas de «lame» dorado y plateado. De la quilla colgaba una enorme pancarta: «¡Cuidado, robots! ¡Las máquinas redactoras y los escritores están acabados! ¡Devolved la autoría a los aficionados!»
Al llegar a la Rocket House, Gaspard y la enfermera Bishop fueron recibidos por un empleado de aspecto ratonil a quien el escritor no conocía, y un robot–puerta de dos metros de altura que había recibido una mano de pintura dorada. Posiblemente, pensó Gaspard, formaban parte de las nuevas defensas de Flaxman. Desde luego, aquella pareja no desmerecía en nada a Joe el Guardián. En el primer piso aún flotaba el desagradable hedor a cable quemado, y el ascensor no había sido reparado. Tampoco habían reparado la cerradura electrónica. Abrieron la puerta de un empujón, lo cual hizo que Flaxman se cayera de su asiento. Lo primero que vieron fue cómo desaparecía la cabeza del menudo editor detrás de su escritorio.
Los tres cerebros reposaban en sus soportes sobre el escritorio de Cullingham, y sólo tenían conectados los micrófonos. Cullingham tenía en las manos algunas páginas manuscritas; otras estaban esparcidas por el suelo alrededor de su asiento. Gaspard y la enfermera Bishop apenas tuvieron tiempo de echar un vistazo cuando Flaxman se incorporó detrás de su escritorio, agitando la taladradora que había visto la señorita Rubores y disponiéndose a gritar algo. Pero luego pareció desistir, pues cerró la boca, apuntando con un dedo hacia los recién llegados y señalando a Cullingham con la máquina.
Entonces Gaspard oyó lo que estaba leyendo Cullingham.
«El Enjambre Dorado lo invadió todo, posándose en los planetas, vivaqueando en las galaxias —recitaba con acento asombrosamente dramático—. Aquí y allá, en sistemas dispersos, ardió la resistencia. Pero llamearon las lanzas espaciales, y atacaron implacablemente, y aquella resistencia se apagó.
»Ittala, Gran Khan del Enjambre Dorado, pidió su supertelescopio. Unos temblorosos científicos lo instalaron junto a la tienda manchada de sangre. Ittala lo agarró con una risa salvaje, despidió a los calvos con un gesto desdeñoso y lo enfocó a un planeta de una galaxia muy lejana al que no habían llegado aún los amarillos invasores.
»Un hilillo de baba brotó del pico del Gran Khan y se deslizó a lo largo de sus tentáculos. Propinándole un codazo al gordo Ik Huk, gobernador del Harén, siseó: "Aquélla, la que está en el centro del grupo tumbado en la hierba, la que lleva la tiara de radio, traédmela".»
La enfermera Bishop susurró:
—La señorita Rubores estaba equivocada. Aquí no se tortura a nadie.
—¿Cómo? —replicó Gaspard en el mismo tono—. ¿No oye usted?
—¡Ah, eso! —replicó ella en tono burlón—. Tal como suelo decirles a mis mocosos, los palos y las piedras pueden romper mis huesos…
—… pero las palabras pueden volverme loco —terminó Gaspard—. No sé de dónde habrán sacado esa porquería, pero si una persona acostumbrada a la buena literatura de máquina tuviera que escuchar eso mucho rato, acabaría completamente chiflada.
La enfermera Bishop le miró de soslayo.
—Es usted realmente un lector serio, Gaspard, un lector para escritores. Debería echar un vistazo a los libros antiguos que los cerebros escogen para mí, estoy segura de que llegarían a gustarle.
—Sólo servirían para atontarme de otra manera —aseguró Gaspard.
—¿Cómo lo sabe? —inquirió la enfermera Bishop—. Yo leo mucho pero, bueno o malo, nunca me afecta como parece sucederle a usted.
—Lo cual la convierte en una lectora para editores —dijo Gaspard.
—Dejen de cuchichear, ustedes dos —exclamó Flaxman—. Pueden quedarse aquí, pero no estorben. Gaspard, usted es mecánico. Tome esta máquina y coloque el cerrojo en la puerta. Esa asquerosa cerradura electrónica todavía no funciona. Estoy harto de que nos interrumpan.
Cullingham había interrumpido la lectura.