Como las mesas de los escritores eran atendidas tradicionalmente por aprendices, podía verse a una multitud de Shakespeares, Voltaires, Virgilios y Cicerones sirviendo comida a unos gaznápiros. Los robots de modelo primitivo que atendían las mesas de los no escritores ponían en el ambiente una nota grotesca.
Tres de las paredes suavemente curvadas hacia dentro estaban cubiertas, hasta los ocho metros de altura, con estereofotografías de maestros escritores vivos o difuntos, pero todos de época mecalingüística. Eran de tamaño algo superior al natural y se alineaban como cuadros de un gigantesco tablero de ajedrez inconcluso en la parte superior, donde había espacio para nuevas aportaciones. A pocos centímetros delante de cada retrato flotaba una florida rúbrica negra, un nombre impreso o una cruz desafiantemente colocada entre paréntesis. Sin embargo, aquellas tres mil cabezas gigantescas en luminosos cubos transparentes —muchas de las cuales sonreían insinuantemente, mientras otras asumían un continente ceñudo o pensativo— no resultaban sedantes ni inducían a pensar en amables tradiciones de culta fraternidad.
La cuarta pared estaba destinada a esos trofeos y recuerdos que tanto colorido añaden a la imagen de los hombres de letras: fusiles submarinos, botas de alpinista, volantes de automóvil, trajes de carreras espaciales (algunos con tubo de escape), placas de policía, o pistolas paralizantes, rifles de caza mayor, brújulas, hachas, garfios de estibador, espumaderas de cocina, etcétera, etcétera.
En un rincón había una especie de capilla débilmente iluminada donde se exhibían los modelos más antiguos de máquinas redactoras —e incluso algunos dictáfonos y máquinas de escribir eléctricas— que los maestros fundadores del sindicato usaban en la época crucial del cambio de hombres a máquinas. Algunos de aquellos escritores y escritoras, susurraba la tradición, habían llegado a componer obras maestras publicadas por cuenta del autor en ediciones numeradas, o a cargo de Universidades no dedicadas exclusivamente a la Semántica estructuralista. Sin embargo, para sus sucesores la creación literaria sólo había sido un sueño, que se hizo más nebuloso a medida que transcurrían los lustros, hasta la súbita resurrección en aquel día de relajación de la disciplina sindical.
Aquella noche, el Palabras estaba de bote en bote. Y el público no era de escritores, puesto que la mayoría de éstos seguían formando círculos en buhardillas y sótanos, con las manos unidas en titánico esfuerzo por lograr la bajada del estro creador… Pero los no escritores acudían en tal cantidad, que mantenían muy ocupados a los robots sirvientes. A los mirones habituales, gentes de los barrios pobres que acudían a contemplar a los escritores en su «ambiente», principalmente para censurar —y envidiar— sus vidas sexuales, se les había unido una horda de ciudadanos atraídos por la morbosa curiosidad de ver a los maníacos que aquella misma mañana habían cometido tan terribles destrucciones. Entre aquella multitud, sobre todo en las mesas más cotizadas del centro del local, había individuos y pequeños grupos que parecían movidos por fines más importantes que la mera curiosidad: fines secretos, y muy probablemente siniestros…
La mesa verde más céntrica de todas estaba ocupada por Eloísa Ibsen y Hornero Hemingway, a quienes servía una escritora adolescente de rostro delgado ataviada como una camarera francesa.
—Muñeca, ¿no nos hemos exhibido ya bastante? —se quejó el robusto escritor, mientras las luces del techo se reflejaban en su afeitada cabeza—. Me gustaría descabezar un sueño.
—No, Hornero —replicó Eloísa—. He de tender mis redes aquí, donde más revuelto está el río, y no lo he logrado aún.
Miró pensativamente a los ocupantes de las mesas contiguas, mientras jugueteaba con su collar de cráneos.
—Y a ti te conviene exhibirte ante tu público, si no quieres que tu cara de bruto empiece a devaluarse —agregó.
—Pero muñeca, si nos vamos ahora a la cama tal vez incluso podríamos… ya sabes.
La miró con expresión lasciva.
—Ahora estás a punto, ¿eh? —dijo Eloísa secamente—. Pues sintiéndolo mucho, no puedo decir lo mismo. Con ese protector que llevas en el trasero, me parecería estar acostada con un saco de plástico. A propósito, ¿te sientas encima, enfrente, o detrás de él?
—Encima, desde luego. Eso es lo bueno que tiene, muñeca; resulta un estupendo cojín de aire.
Para demostrarlo, levantó el trasero y lo dejó caer varias veces sobre el cojín. Al parecer, el movimiento era tan adormecedor como el de una mecedora, pues sus párpados empezaron a cerrarse.
—¡Despierta! —ordenó Eloísa—. No quiero volver a escuchar ronquidos por toda conversación. Haz algo para mantenerte despierto. Pide algo fuerte, o un café bien cargado. Hornero le dirigió una mirada ofendida, mientras llamaba a la camarera que atendía a su mesa.
—¡Nena! ¡Marchando un vaso de leche superirradíada, a ciento cincuenta grados Fahrenheit!
—Disuelve en ella cuatro tabletas de cafeína —añadió Eloísa.
—¡Ni hablar, muñeca! —protestó Hornero, ahuecando la voz y sacando el pecho—. Nunca me he drogado, y no pienso empezar ahora, ni siquiera para una vigilia maratoniana como ésta. Nada de píldoras en la leche, nena. Oye, ¿no nos hemos visto en alguna parte?
—
Oui, monsieur
Hemingway —dijo la muchacha con una sonrisa bobalicona—. Soy Suzette, la autoga con Toulouse La Gimbaud del libgo
Vidas amogosas de una doncella fgancesa
. La doncella que inventa muchas cosas… en la despensa y en la cama. Pero ahoga voy a segvig la leche del señog, bien caliente.
Hornero contempló las nalgas que asomaban por debajo de la minifalda negra mientras la muchacha se encaminaba apresuradamente hacia una puerta de servicio, y comentó:
—Muñeca, ¿no te da pena pensar en una muñequita inocente como ésa escribiendo sobre todo tipo de perversiones y cosas por el estilo?
—Esa muñequita —respondió secamente Eloísa— conocía todas las perversiones y sabía cómo utilizarlas para hacer amistades y ganar influencia, antes de que tú posaras con tu primer uniforme de marino delante de una puesta de sol tropical en ciclorama.
Hornero se encogió de hombros.
—Es posible, muñeca —dijo, con voz casi tierna—, pero a mi no me ofende. Esta noche me siento algo místico, algo confuso, como si estuviera soñando, en comunión con todas las cosas. —Frunció el ceño cada vez más profundamente, mientras Eloísa le miraba con incredulidad—. Por ejemplo, todas esas cabezas que hay aquí, ¿qué están pensando? O me interrogo acerca de los robots. Me pregunto si los robots padecen como nosotros. Ése de ahí, el que acabó de salpicarse con el café hirviendo, ¿siente dolor? Una vez me contaron que incluso gozaban sexualmente por medio de la electricidad. ¿Sienten también dolor? ¿Sintió dolor aquella róbix rosa cuando la alcancé con mi lanzallamas? Es un problema apasionante.
Eloísa soltó una carcajada burlona.
—Seguro que no guardaba buen recuerdo de ti, a juzgar por la paliza que te dio esta tarde con el extintor…
—¡No te rías, muñeca! —protestó Hornero—. Me estropeó mi mejor uniforme de marino. El que me daba suerte.
—Tenías un aspecto tan divertido, cubierto con tanta espuma…
—Bueno, no puede decirse que tú hicieras muy buen papel, escondiéndote detrás de mi para que no te alcanzara la espuma. Y ahora que me acuerdo: ¿por qué me mentiste respecto al motivo por el que íbamos a la Rocket House, y sobre lo que ocurría allí? Yo no vi que estuvieran contratando a ningún escritor, ni tú preguntaste nada en ese sentido. Primero dijiste que lo sabías todo, y luego empezaste a hablar de cosas que yo no había oído nunca. De los Vengadores de las Máquinas Redactoras y del Dogal… ¿Qué significa todo eso, muñeca?
—¡Bah, tranquilízate! Aquello sólo era una pista falsa inventada por Gaspard. Ahora trataré de averiguar por mi misma la realidad de lo que ocurre.
—Pero yo también necesito saberlo, muñeca. Mientras no pueda dormir, estaré intrigado, interrogándome acerca de todo y deseando saberlo todo.
—Muy bien. Te diré lo que sospecho sobre este asunto —replicó Eloísa. Sus facciones se endurecieron y empezó a hablar atropelladamente, en voz baja al principio—. La Rocket House, que parece dormida, está muy despierta. Tienen un espía, Gaspard, infiltrado en el sindicato; están en contacto con los robots escritores a través de Zane Gort, y con el gobierno por medio de la señorita Rubores. Cuando aparecimos allí, reaccionaron como hombres que tienen algo que perder, no como hombres despreocupados. Flaxman estaba más nervioso que un conejo en una jaula llena de lechugas, no hacía más que dibujar huevos y ponerles nombres que parecían de escritores. Aunque no pude reconocer ninguno, estoy segura de que eso significa algo.
—¿Huevos? —interrumpió Hornero—. Querrás decir círculos, muñeca.
—No, quiero decir huevos —replicó Eloísa, y luego continuó en el mismo tono—: En cuanto a Cullingham, se mostró frío y esquivo como un gusano cuando le interrogué.
—¡Eh! ¿Qué pasa con ese Cullingham? —la interrumpió de nuevo Hornero, desconfiado—. Cuando empezaste a darle de bofetadas, tuve la impresión de que te estabas enamorando de él.
—¡Cierra el pico! La cosa no tendría nada de sorprendente si fuera cierta: ese hombre parece listo y dotado de sangre fría, y no un parásito como Gaspard o un bruto místico como tú.
—Un tipo de sangre fría no serviría de nada en la cama.
—Eso sólo podría decirlo una persona con experiencia después de someterlo a prueba. Cullingham es frío y astuto, pero estoy segura de que si le raptásemos podríamos arrancarle el secreto de la Rocket House.
—Muñeca, si crees que voy a ponerme a raptar nuevos amiguitos para ti…
—¡Cállate! —Eloísa estaba visiblemente excitada. La suya no era la voz amable de sus mejores momentos, y el grito que acababa de dirigirle a Hornero hizo que cesaran unos momentos las conversaciones a su alrededor. Sin hacer caso, Eloísa continuó—: Estoy hablando de negocios, Hornero. Y el resumen es éste: ¡La Rocket House esconde un as en la manga, y sus directores son vulnerables al rapto!
«La Rocket House esconde un as en la manga y su directores son vulnerables al rapto».
Oídos agudos en las mesas cercanas —y micrófonos direccionales en otras más apartadas—, que hasta entonces sólo habían captado fragmentos del monólogo de Eloísa, recogieron claramente aquella frase.
Los investigadores que habían acudido aquella noche al Palabras en busca de indicios y detalles para saber a qué atenerse en la prometedora pero complicada crisis comercial, decidieron que habían encontrado la pista que necesitaban. La máquina de la especulación empezaba a ponerse en marcha, haciendo girar sus complicados engranajes.
Los principales actores de aquella escena constituían un amplio muestrario de seres obsesionados por el dinero.
Winston P. Mears, agente de cuatro estrellas del Departamento de Justicia Federal, tomó mentalmente la siguiente nota: «Gato encerrado en la Rocket. Establecer contacto con la señorita Rubores». Las fantásticas implicaciones del caso de las máquinas redactoras le traían sin cuidado a Mears. Estaba adaptado a una sociedad donde casi cualquier acto individual era delito, mientras cualquier delito cometido por organizaciones o grupos podía ser justificado de seis maneras diferentes, como mínimo. La desenfrenada destrucción de las máquinas redactoras no parecía anormal en un mundo acostumbrado a mantener su economía mediante la destrucción de objetos de valor. Mears, rechoncho y rubicundo, asumía la falsa personalidad del Gran Charley Hogan, un poderoso cultivador de plancton y algas en la Baja California.
Gil Hart, espía industrial, se sintió feliz al pensar que podría decirles a los señores Zachery y Zobel, de la Protón Press, que sus sospechas acerca de sus colegas y más directos competidores estaban plenamente justificadas. El espía aplastó la colilla en el cenicero y apuró su vaso de whisky de centeno. Una sonrisa distendió sus azuladas mejillas. ¿Rapto? No era mala idea, y él mismo podría ponerla en práctica para averiguar el secreto de la Rocket. AI fin y al cabo, el rapto industrial había llegado a ser algo corriente gracias al sistema gubernamental y financiero de los dos últimos siglos. Sería divertido raptar a un individuo de la Rocket. Ojalá fuese un carácter ingenioso y vivaz, como aquella tía buena, la Ibsen, aunque preferiblemente no tan agresiva.
Filippo Fenicchia, gángster interplanetario apodado «El Garrote», sonrió irónicamente y cerró los ojos, con lo que desapareció toda la vida que había en su alargado y pálido rostro. Era uno de los clientes habituales de Palabras, al que solía acudir para distraerse con las payasadas de los escritores. Aquella noche le divertía el comprobar que la oportunidad de un buen negocio le perseguía incluso en aquel lugar. «El Garrote» era un hombre tranquilo y seguro. Sabía que el miedo es el móvil más infalible y elemental del género humano, y que especular con él ha sido siempre el medio más seguro de ganarse la vida, tanto en la época de Tiberio Oruso y Mesalina como en la de César Borgia o Al Capone. El detalle de los huevos se grabó en su mente.
Clancy Goldfarb, un ladrón de libros tan hábil y afortunado que su empresa distribuidora estaba reconocida oficiosamente como la cuarta en importancia, decidió que lo que abultaba en la manga de la Rocket probablemente eran libros producidos en exceso del cupo legal. Encendiendo un cigarro venusino, delgado como un lápiz y de un palmo de longitud, empezó a planear uno de sus atracos perfectos.
Caín Brinks era un robot autor de relatos de aventuras cuya Madame Iridio rivalizaba con el Doctor Tungsteno de Zane Gort. En aquellos momentos, las ventas de
Madame Iridio y
el monstruo del ácido superaban a las de
El Doctor Tungsteno recompone a un chiflado
en proporción de cinco a cuatro. Al oír el estridente susurro de Eloísa, Caín Brinks casi había dejado caer la bandeja de vermuts marcianos que transportaba. (Para infiltrarse en Palabras sin ser reconocido, se había rebajado hasta el punto de disfrazarse de camarero robot). No tardó mucho en comprender que la Rocket House no escondía en su manga sino a Zane Gort, decidido a hacerse el amo de la literatura humana, y empezó a planear el modo de impedirlo.
Mientras todo esto ocurría, un extraño cortejo se abrió paso avanzando entre las mesas hacia el centro de la sala. Estaba formado por seis esbeltos jóvenes de aspecto altanero que daban el brazo a otras tantas damas otoñales, mucho menos esbeltas pero más altaneras, seguidos por un robot decorado con piedras preciosas que empujaba una carretilla. Los jóvenes llevaban los cabellos muy largos y vestían camisas negras con cuello de cisne y ajustados pantalones, también negros. Las damas otoñales lucían espléndidos trajes de noche en «lame» dorado o plateado, y lucían incontables diamantes engastados en deslumbrantes collares, brazaletes, pendientes y tiaras.