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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (10 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—La madre que… ¡Assad! ¿Qué cojones haces? —fueron las últimas palabras del subcomisario antes de abalanzarse sobre aquel hombre para desabrocharle el cinturón y el cuello de la camisa.

El viejo tardó diez minutos en volver en sí y en todo ese tiempo su mujer, que había salido de la casa a toda velocidad, no dijo ni una palabra. Fueron diez larguísimos minutos.

—Le ruego que disculpe a mi colega, por favor —le suplicó Carl al aturdido anciano—. Forma parte de un programa dano-iraquí de intercambios policiales y no acaba de entender todos los matices de nuestro idioma. A veces sus métodos y los míos carambolean un poco.

Assad no decía nada. Quizá fuera la palabra carambolear la que lo tenía un poco fuera de juego.

—Recuerdo aquel caso —dijo al fin el vecino tras un par de abrazos de su mujer y tres minutos de inspiraciones y espiraciones—. Algo terrible. Pero si tienen preguntas, hablen con Valdemar Florin. Vive aquí, en Flyndersøvej; subiendo a la derecha, a cincuenta metros. El cartel no tiene pérdida.

—¿Por qué has dicho eso de la policía iraquí, Carl? —le preguntó Assad mientras tiraba una piedra al mar.

Carl prefirió no hacerle caso y se concentró en observar la residencia de Valdemar Florin, que se alzaba en lo alto de la colina. Había sido un bungaló muy célebre en las revistas de los años ochenta. La
jet
solía ir allí a divertirse a lo grande en fiestas legendarias carentes de moderación alguna. Corría el rumor de que Florin nunca perdonaría a quien intentara igualar sus fiestas.

Valdemar Florin siempre había sido un hombre poco amigo de hacer concesiones. A menudo bordeaba los márgenes de la ley, pero, por algún impenetrable motivo, jamás lo sorprendían infringiéndola. Un par de indemnizaciones por asuntos de derechos laborales y acoso sexual a sus empleadas, por supuesto, pero eso era todo. Florin era un todoterreno de los negocios. Construcción, armas, gigantescas partidas de alimentos de emergencia, rápidas inversiones en el mercado libre de petróleo de Rotterdam; nada se le resistía.

Ahora todo eso era cosa del pasado. Florin perdió su influencia sobre la gente guapa y rica cuando su mujer, Beate, se quitó la vida. Poco a poco, sus casas de Rørvig y Vedbæk se fueron transformando en fortalezas que nadie deseaba visitar. Era
vox populi
que su afición por las jovencitas había empujado a su mujer al suicidio, y esas cosas no se perdonaban ni siquiera en aquellos círculos.

—¿Por qué, Carl? —repitió Assad—. ¿Por qué has dicho lo de la policía iraquí?

Observó a su menudo compañero. Por debajo de la piel tostada le ardían las mejillas. Si era de indignación o a causa de la fresca brisa de Skansehage quedaría para siempre en el terreno de lo desconocido.

—Assad, no puedes ir por ahí amenazando a la gente con ese tipo de preguntas. ¿Cómo has sido capaz de acusar a ese anciano de algo que evidentemente no había hecho? ¿Para qué?

—Tú también lo haces.

—Vale, vamos a dejarlo ahí.

—Y lo de la policía iraquí, ¿qué?

—Olvídalo, Assad. Era pura fantasía —contestó.

Pero mientras los conducían a la sala de estar de Valdemar Florin sentía los ojos de su ayudante clavados en la nuca y tomó buena nota de ello.

Valdemar Florin estaba sentado frente a un ventanal desde el que se divisaba la calle por la que habían llegado hasta allí y un panorama casi infinito de la bahía, Hesselø Bugt. A su espalda se abrían cuatro cristaleras dobles que conducían a una terraza de arenisca con piscina que ocupaba el centro del jardín como un depósito reseco en un desierto. Hubo un tiempo en que todo aquello rebosaba de vida. Entre sus invitados habían figurado hasta miembros de la realeza.

Florin estaba leyendo un libro tranquilamente, las piernas sobre un escaño, la chimenea encendida, un
whisky
con soda encima de la mesa de mármol; un conjunto muy armonioso en el que la única nota discordante era el sinfín de páginas arrancadas que había desperdigadas por la alfombra de lana.

Carl carraspeó un par de veces, pero el viejo hombre de negocios no apartó la vista de su libro hasta que terminó de leer la página, la arrancó y la tiró al suelo con las demás.

—Así sabe uno por dónde va —explicó—. ¿Con quién tengo el honor?

Assad miró a Carl con las cejas enarcadas. Aún había expresiones que no alcanzaba a digerir así, sin más ni más.

La sonrisa de Florin se desvaneció cuando el subcomisario le mostró su placa, y cuando lo informó de que eran de la policía de Copenhague y le puso al tanto de su misión, les pidió que se fueran.

Rondaba los setenta y cinco años. Seguía siendo un hurón arrogante que lanzaba dentelladas a diestro y siniestro y en sus ojos se escondía el brillo de una ira muy fácil de despertar que ardía en deseos de salir a la luz. Bastaría con azuzarlo un poco y le daría rienda suelta.

—Sí, señor Florin, nos hemos presentado aquí sin avisar y si quiere usted que nos vayamos, lo haremos. Siento un enorme respeto y admiración por usted y haré, naturalmente, lo que desee. También puedo volver mañana por la mañana, si le parece mejor.

Esta reacción hizo que asomara un destello de vanidad en alguna parte detrás de su coraza. Carl acababa de proporcionarle el sueño de cualquiera. ¿Para qué andarse con carantoñas, zalamerías y regalos si lo único que quería la gente era respeto? Como decía su profesor de la Academia, dales un poco de respeto a tus congéneres y bailarán al son que tú les toques. Y vaya si tenía razón.

—Bonitas palabras, pero no me engañan —dijo el anciano. Aunque no era cierto.

—¿Podemos sentarnos, señor Florin? Serán solo cinco minutos.

—¿De qué se trata?

—¿Cree usted que Bjarne Thøgersen fue el único responsable de la muerte de aquellos dos hermanos en 1987? He de decirle que hay quien sostiene lo contrario. Su hijo no está bajo sospecha, pero algunos de sus compañeros sí podrían ser sospechosos.

Florin arrugó la nariz como si fuera a dejar escapar un juramento, pero se contuvo y lanzó los restos del libro sobre la mesa.

—¡Helen! —gritó—. Tráeme otro
whisky
.

Encendió un cigarrillo egipcio sin ofrecerles.

—¿Quién? ¿Quién sostiene qué? —preguntó en un singular tono de alerta.

—Lo siento mucho, pero eso no podemos decírselo. El caso es que parece más o menos claro que Bjarne Thøgersen no fue el único culpable.

—Ah, ese inútil.

Su tono era de desdén, pero no pasó de ahí.

Entró una joven de unos veinte años vestida con un delantal blanco y un traje negro. Sirvió
whisky
y un poco de agua como quien presta un servicio regular. No se dignó mirarlos.

Al pasar junto a su jefe, acarició sus ralos cabellos. Estaba bien adiestrada.

—Francamente —comenzó Florin, bebiendo un sorbo—, me gustaría colaborar con ustedes, pero hace ya muchos años de todo eso y creo que es mejor dejar las cosas como están.

Carl no parecía de acuerdo.

—¿Conocía a los compañeros de su hijo, señor Florin?

Sonrisa torcida.

—Es usted muy joven, pero le diré, por si no lo sabe, que en aquella época yo era un hombre muy ocupado. Así que no, no los conocía. No eran más que unos chicos que Torsten conocía del internado.

—¿Y no le sorprendió que las sospechas recayeran sobre el grupo? Quiero decir, teniendo en cuenta que eran unos jóvenes muy simpáticos, todos de buena familia, ¿no?

—No sé si me sorprendió o me dejó de sorprender.

Lo miró por encima del vaso con los ojos entornados. Cuánto habían visto aquellos ojos. Retos mucho mayores que Carl Mørck.

Luego dejó el vaso.

—Pero en las investigaciones que hicieron en 1987 se vio que algunos no eran como los demás —añadió.

—¿Qué quiere usted decir?

—Bueno, mi abogado y yo insistimos en estar presentes cuando interrogaron a los chicos en la comisaría de Holbæk, naturalmente. Mi abogado los asesoró a los seis durante todo el proceso.

—Bent Krum, ¿verdad?

La pregunta la había formulado Assad, pero Valdemar Florin hizo caso omiso.

Carl asintió. Por lo visto, aquel nombre hacía mella.

—Decía usted que no eran como los demás. ¿Quién cree que no fue como los demás durante los interrogatorios? —prosiguió.

—Quizá debería llamar a Bent Krum y preguntárselo a él, ya que lo conoce. Me han informado de que sigue teniendo una memoria excelente.

—Ajá. ¿Y quién se lo ha dicho?

—Aún es el abogado de mi hijo. Sí, y también el de Ditlev Pram y Ulrik.

—Me había parecido entender que no conocía usted a esos chicos, señor Florin, pero oyéndolo hablar así de Ditlev Pram y de Ulrik Dybbøl Jensen, cualquiera pensaría lo contrario.

Dio una leve cabezada.

—Conocía a sus padres, eso es todo.

—Y a los padres de Kristian Wolf y de Kirsten-Marie Lassen ¿también los conocía?

—Lejanamente.

—¿Y al padre de Bjarne Thøgersen?

—Un don nadie. No lo conocía.

—Tenía un negocio de maderas en el norte de la isla —intervino Assad.

El subcomisario asintió; él también lo recordaba.

—Mire —dijo Valdemar Florin levantando la vista hacia el cielo despejado que se veía a través de las cristaleras del techo—, Kristian Wolf está muerto, ¿vale? Kimmie desapareció hace ya muchos años. Mi hijo dice que vagabundea por las calles de Copenhague con una maleta a cuestas. Bjarne Thøgersen está entre rejas. ¿De qué demonios estamos hablando?

—¿Kimmie? ¿Se refiere a Kirsten-Marie Lassen? ¿Así la llaman?

No contestó. Se limitó a beber otro sorbo y coger su libro. La audiencia había concluido.

Al abandonar la casa, a través de las ventanas del porche lo vieron estrellar el maltrecho libro contra la mesa y abalanzarse sobre el teléfono. Parecía furioso. Quizá estuviera previniendo al abogado de su posible visita. Tal vez llamara a los de Securitas para informarse de si existía algún sistema de alarma que impidiera que ese tipo de visitas pasara de la verja.

—Conocía todas las cosas, Carl —comentó Assad.

—Sí, puede. Nunca se sabe con tipos así. Han tenido toda una vida para aprender a no irse de la lengua. ¿Tú sabías que Kimmie estaba en la calle?

—No, eso no lo pone en ningún sitio.

—Hay que encontrarla.

—¿Y no podríamos hablar primero con los demás?

—A lo mejor, sí.

Carl contempló el agua. Tendrían que hablar con todos, por supuesto.

—Pero cuando una mujer como Kimmie Lassen le da la espalda a su mundo y acaba en la calle, tiene que haber un buen motivo. Las personas como ella pueden tener heridas muy profundas en las que conviene hurgar, Assad. Por eso hay que encontrarla.

Al llegar al coche, que habían dejado junto a la cabaña, Assad se detuvo un momento a recapitular.

—No entiendo la cosa del Trivial, Carl.

Ni que tuviéramos telepatía, pensó su jefe. Luego dijo:

—Vamos a revisar la cabaña una vez más, estaba a punto de decir lo mismo. Tenemos que llevarnos el juego para que analicen las huellas.

Esta vez lo revisaron todo de arriba abajo: las casetas exteriores, el césped de la parte trasera, que ya medía casi un metro, y el armario con barrotes donde almacenaban el gas.

Cuando le tocó el turno al salón, seguían en el mismo punto que al principio.

Mientras Assad se arrodillaba en el suelo a buscar los dos quesitos que faltaban en la ficha marrón, la mirada de Carl recorrió en una lenta panorámica el estante de recuerdos y los muebles.

Al final volvió a encontrarse con las fichas y el tablero del Trivial.

Todo invitaba a fijarse en aquellas fichas colocadas en la casilla dorada del centro. Pequeños destellos en medio de un todo. Una ficha contenía los quesitos correctos y a la otra le faltaban dos. Uno rosa y otro azul.

De pronto se le ocurrió.

—Aquí hay otro corazón —murmuró Assad, desprendiéndolo de una esquina de la alfombra.

Carl no dijo nada. Se agachó muy despacio a coger las tarjetas que había delante de las cajas con las preguntas. Dos tarjetas con seis preguntas cada una, cada pregunta de un color que correspondía a los colores de los quesitos.

En aquel momento solo le interesaban las preguntas marrones y rosas.

Dio la vuelta a las tarjetas y leyó las respuestas.

La sensación de haber dado un paso de gigante le hizo lanzar un suspiro.

—¡Assad! ¡He encontrado algo! —exclamó con toda la calma y el autocontrol de que fue capaz—. Ven a ver esto.

Assad se levantó con el corazón en un puño y observó las tarjetas por encima del hombro del subcomisario.

—¿El qué?

—Faltaban un quesito rosa y otro marrón en una de las fichas, ¿no?

Le tendió primero una tarjeta y luego la otra.

—Lee la respuesta rosa de esta tarjeta y luego la marrón de esta otra. ¿Qué pone?

—En una, «Arne Jacobsen»;y en la otra, «Johan Jacobsen».

Intercambiaron una breve mirada.

—¿Arne? Así se llamaba el policía que se llevó el expediente de Holbæk y se lo entregó a Martha Jørgensen, ¿verdad? ¿Cuál era su apellido, te acuerdas?

Assad levantó las cejas. Luego sacó la libreta del bolsillo de su camisa y empezó a pasar páginas hacia atrás hasta llegar al interrogatorio de la anciana.

Susurró un par de vocablos incomprensibles y lo miró.

—Tienes razón, se llamaba Arne, lo pone aquí. Pero Martha Jørgensen no dijo ningún apellido.

Volvió a susurrar en árabe y bajó la vista hacia el Trivial.

—Si Arne Jacobsen es el policía, ¿quién es el otro, entonces?

Carl sacó el móvil y marcó el número de la policía de Holbæk.

—¿Arne Jacobsen? —preguntó el oficial de guardia. No, tendría que hablar con alguno de los compañeros que llevaba más tiempo en el Cuerpo. Si esperaba un momento, le pondría con alguno.

Pasaron tres minutos.

Luego Carl colgó el teléfono.

11

Suele ocurrir el día que se cumplen los cuarenta. O el día que se gana el primer millón. O al menos cuando amanece el día en que el padre de uno se jubila y ya solo le queda por delante una vida entre crucigramas. Ese día la mayoría de los hombres se sienten al fin liberados de la condescendencia, los comentarios sabihondos y la mirada crítica del patriarca.

Pero ese no fue el caso de Torsten Florin.

Había superado la riqueza de su padre, se había distanciado lo indecible de sus cuatro hermanos menores, que, al contrario que él, no habían destacado en ningún campo, y aparecía en los medios con mucha más frecuencia que Valdemar. Toda Dinamarca lo conocía y admiraba, en especial las mujeres que su padre siempre codiciaba.

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