Read Los chicos que cayeron en la trampa Online

Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (8 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

—Insistes en traer al perro, Hjorth. De acuerdo entonces —aceptó evitando los ojos de la mujer.

No le apetecía discutir con aquella bruja, eso era un asunto entre Thelma y él.

El olor a tierra se hizo más intenso cuando coronaron la colina y salieron al claro del bosque. Cincuenta metros más abajo se veía la pequeña arboleda envuelta en neblina, y por detrás de ella se extendía la maleza hasta transformarse en un bosque tupido que se extendía como un mar a sus pies. Era un espectáculo grandioso.

—Dispersaos un poco —ordenó.

Cuando separaron a unos de otros siete u ocho metros asintió satisfecho.

El ruido de los ojeadores por detrás de la arboleda aún no era lo bastante fuerte. Eran pocos los faisanes que alzaban el vuelo un instante para volver a posarse en la pequeña mancha de espesura. Los pasos ahogados de los cazadores que rodeaban a Ditlev empezaron a resonar llenos de ansia. Algunos de ellos estaban totalmente enganchados al subidón que iban a experimentar entre la niebla. Apretar el gatillo podía dejarlos satisfechos durante días. Ganaban millones, pero matar era lo que les hacía sentirse vivos.

Junto a Ditlev iba el joven Saxenholdt, pálido de emoción, igualito que su padre cuando era un miembro fijo de sus cacerías. Avanzaba con cautela, con los ojos clavados a veces en el bosquecillo y a veces en la maleza que se extendía por detrás de él hasta la linde del bosque, varios cientos de metros más allá. Era plenamente consciente de que un buen disparo podía valerle un nidito de amor fuera del control de sus padres.

Ditlev alzó una mano y todos quedaron inmóviles. El perdiguero de Hjorth gañía y daba vueltas sobre sí mismo de pura excitación mientras el subnormal de su amo intentaba tranquilizarlo. Justo lo que esperaba.

De pronto, las primeras aves salieron del bosquecillo revoloteando. Se oyeron varios tiros rápidos seguidos de los golpes secos de unos cuerpos muertos al caer a tierra. Hjorth no fue capaz de controlar por más tiempo a su perro, que al oír el «¡busca!» del cazador de al lado escapó corriendo con la lengua fuera. En ese instante alzaron el vuelo centenares de aves al unísono y los cazadores enloquecieron. El ruido de los disparos y su eco entre la espesura resultaban ensordecedores.

Ese era el momento que más disfrutaba Ditlev. Disparos sin cesar. Muerte sin cesar. Manchas aleteantes en el cielo, transformado en una orgía de color. El tesón de los hombres al cargar sus escopetas. Sentía la frustración de Saxenholdt al no poder abrir fuego como ellos. La mirada del joven iba de la arboleda al bosque pasando por el terreno llano cubierto de maleza. ¿Por dónde llegaría su pieza? No lo sabía. Cuanto más se embriagaban de sangre los demás, más fuerte se aferraba él al rifle.

El perro de Hjorth se abalanzó sobre la garganta de otro perro, que soltó su presa y huyó entre gañidos. Todo el grupo se percató de ello menos Hjorth, que cargaba y disparaba, cargaba y disparaba, y aún tenía pendiente hacer algún blanco.

Cuando el perdiguero regresaba con su tercera presa después de atacar a los demás perros, Ditlev le hizo una señal con la cabeza a Torsten, que no perdía de vista al animal. Era puro músculo, instinto y falta de adiestramiento todo en uno. Malas cualidades para un perro de caza.

Las cosas ocurrieron tal como Ditlev había previsto. Los demás perros ya tenían calado al perdiguero y no le dejaban acercarse a las piezas que caían en el claro, de modo que el perro de Hjorth se adentró en el bosque para seguir husmeando.

—Mucho ojo ahora —les advirtió Ditlev a los de los rifles—. Recordad que os estáis jugando un piso en Berlín completamente equipado.

Entre risas, vació los dos cañones de su escopeta contra una nueva bandada que salió de entre los árboles formando un remolino.

—Todo para el mejor.

En ese momento el perro de Hjorth trataba de salir de entre la maleza con otra presa. De repente se oyó un disparo del rifle de Torsten. Había dado en el blanco, porque el perdiguero no llegó a salir a campo abierto. Aparte de Ditlev y Torsten, nadie más debió de percatarse de lo ocurrido, porque las únicas reacciones ante el disparo fueron los jadeos de Saxenholdt y las carcajadas del resto del grupo con Hjorth a la cabeza. Creyeron que había errado el tiro.

En unos minutos, cuando encontrara a su perro con el cráneo perforado, dejaría de reírse. Ojalá aprendiera la lección. Si Ditlev Pram lo decía, nada de perros mal adiestrados en sus cacerías.

En el mismo instante en que empezaron a oír algo entre la maleza, Ditlev alcanzó a ver el leve cabeceo de Krum. De modo que su abogado también lo había visto.

—No disparéis hasta que estéis completamente seguros, ¿de acuerdo? —les dijo en voz baja a los hombres que tenía al lado—. Los ojeadores cubren toda la zona que hay por detrás de la arboleda, así que yo creo que el animal va a salir de entre esos matorrales.

Señaló en dirección a unos enebros.

—Apuntad más o menos a un metro de altura, en el centro de la pieza. Así, si falláis, daréis en el suelo.

—¿Qué es eso? —susurró Saxenholdt señalando hacia un conjunto de árboles silvestres que empezaron a moverse.

Se oyó un ruido de ramas aplastadas, primero débil, después más fuerte, y los gritos de los ojeadores que seguían al animal empezaron a hacerse más estridentes.

De pronto saltó.

Saxenholdt y Torsten descargaron sus rifles a la par y la oscura silueta se escoró ligeramente y dio un desmañado brinco hacia delante. Solo entonces, una vez en campo abierto, comprendieron lo que era. Los cazadores prorrumpieron en exclamaciones de entusiasmo mientras Saxenholdt y Torsten apuntaban por segunda vez.

—¡Alto! —gritó Ditlev al ver que el avestruz se detenía un instante y miraba a su alrededor desorientada.

Estaba a cien metros.

—Esta vez dadle en la cabeza —volvió a gritar—. Disparad de uno en uno. Tú primero, Saxenholdt.

Todos guardaron silencio cuando el joven levantó el rifle y apretó el gatillo conteniendo la respiración. La bala, demasiado baja, arrancó el cuello del animal. La cabeza cayó por detrás. Pero el grupo aulló de entusiasmo. Hasta Torsten. Al fin y al cabo, ¿para qué quería él un piso en Berlín?

Ditlev sonreía. Esperaba que el avestruz se desplomara, pero su cuerpo descabezado correteó de un lado a otro unos segundos antes de que las irregularidades del terreno lo derribaran. Lo agitaron varias convulsiones hasta que finalmente las patas descendieron lentamente al suelo. Era un espectáculo sin parangón.

—¡Toma ya! —jadeó el muchacho mientras los demás descargaban un par de disparos sobre las últimas perdices—. Era un avestruz. Es la hostia, me he cargado un puto avestruz. Joder, la de chochos que se van a pegar por mí esta tarde en el Victor. Y pienso en más de uno.

Se reunieron los tres en la posada delante de un chupito que había encargado Ditlev. Saltaba a la vista que Torsten lo necesitaba.

—¿Qué te pasa, Torsten? Estás hecho unos zorros —dijo Ulrik justo antes de apurar su vaso de licor Jägermeister de un trago—. ¿Estás cabreado porque se te ha escapado? Joder, si ya has cazado avestruces otras veces.

Torsten jugueteó con su vaso.

—Es Kimmie. Esta vez va en serio.

Luego bebió.

Ulrik sirvió otra ronda y alzó su vaso hacia los demás.

—Aalbæk está en ello. Enseguida la trincaremos, no te preocupes, Torsten.

Torsten Florin se sacó una caja de cerillas del bolsillo y encendió la vela que había sobre la mesa. Nada más triste que una vela sin llama, solía decir.

—Espero que no estés tomando a Kimmie por una inofensiva palomita que da vueltas por ahí vestida con ropa vieja y cochambrosa y va a dejar que el tonto del culo de vuestro detective la encuentre así, sin más, porque no es así, Ulrik. Joder, estamos hablando de Kimmie. La conocéis tan bien como yo. No la va a encontrar y este problema nos va a costar caro.

Ditlev dejó el vaso y levantó la vista hacia las vigas del techo.

—¿Qué quieres decir?

Odiaba a Torsten cuando se ponía así.

—Ayer atacó a una de nuestras modelos delante de mi empresa. Llevaba horas plantada a la salida del edificio, esperando. Había dieciocho colillas en el suelo. ¿Y a quién creéis que estaba esperando?

—¿Qué quieres decir con que la atacó?

Ulrik parecía preocupado.

Torsten sacudió la cabeza de un lado a otro.

—Tranquilo, Ulrik. Nada grave, fue solo un golpe, no llamamos a la policía. A la chica le he dado una semana de vacaciones y dos billetes para Cracovia.

—¿Estás seguro de que era ella?

—Sí. Le enseñé a la modelo una foto antigua de Kimmie.

—¿No hay ninguna duda?

—No.

Torsten parecía molesto.

—No podemos dejar que la detengan —continuó Ulrik.

—No, joder, claro que no. Pero tampoco podemos dejar que se acerque a ninguno de nosotros, ¿no? Es capaz de cualquier cosa, estoy seguro.

—¿Creéis que aún le queda dinero? —preguntó Ulrik en el mismo instante en que un camarero con cara de recién levantado se acercaba para saber si se les ofrecía algo más.

Ditlev negó con la cabeza.

—Estamos servidos, gracias —dijo.

Permanecieron en silencio hasta que el hombre abandonó el local con una pequeña reverencia.

—Ulrik, joder. ¿Cuánto nos sacó aquella vez? Casi dos millones. ¿Y cuánto crees que gasta viviendo en la calle? —intervino Torsten—. Nada, lo que quiere decir que puede permitirse comprar lo que le dé la gana. Armas incluidas. No tiene más que patear un poco el adoquinado de Copenhague para encontrar una amplia oferta, me consta.

Ulrik movió su enorme corpachón.

—Quizá no fuera mala idea conseguirle refuerzos a Aalbæk otra vez.

10

—¿Con quién dice que quiere hablar? ¿Con el oficial el-Assad, ha dicho?

Carl clavó la vista en el auricular. ¡¡¿Oficial?!! ¿Assad? Va listo si después de semejante ascenso se cree que se va a ir de rositas.

Transfirió la llamada y no tardó ni un segundo en oír el timbre del teléfono que había sobre la mesa de su ayudante.

—¿Sí? —contestó Assad desde su cuarto de las escobas.

Carl enarcó las cejas y sacudió la cabeza. Oficial el-Assad, ¿cómo se atrevía?

—Han llamado de la policía de Holbæk para decir que llevan toda la mañana buscando el expediente del crimen de Rørvig.

Assad se rascó las mejillas. Ya llevaba dos días revisando expedientes, estaba sin afeitar y parecía agotado.

—¿Y sabes qué ha pasado, entonces? Que no lo tienen. Ha desaparecido sin arrastrar rastro —añadió.

El subcomisario dejó escapar un suspiro.

—Supongamos que alguien se lo llevó. Apuesto lo que quieras a que fue el tal Arne, el que le dio a Martha Jørgensen la carpeta gris con los informes. ¿Has preguntado si recordaban de qué color era? ¿Has preguntado si era gris?

Assad hizo un gesto negativo.

—Bueno, en realidad da lo mismo. Marta dijo que ese hombre había muerto, así que no vamos a poder hablar con él. —Carl entornó los ojos—. Pero hay otra cosa que quiero poner en claro. ¿Querrías explicarme cuándo te han nombrado oficial? Creo que deberías cuidarte mucho de hacerte pasar por policía. Hay un artículo de la ley que no lo ve con muy buenos ojos, el 131, por si te interesa. Te arriesgas a una condena de seis meses de prisión.

Assad echó la cabeza ligeramente hacia atrás.

—¿Oficial? —repitió conteniendo el aliento un segundo al tiempo que se llevaba la mano al pecho como si pretendiera salvaguardar la inocencia que rezumaba en esos momentos. Carl no había visto semejante arrebato de indignación desde que el primer ministro reaccionara ante las acusaciones de la prensa con respecto a la intervención indirecta de los soldados daneses en varios casos de tortura en Afganistán.

—Jamás se me pasaría por la cabeza —protestó su ayudante—. Al revés, o sea, lo que yo he dicho es que era el ayudante oficial de un oficial. La gente ya no te escucha, Carl.

Se encogió de hombros.

—¿Tengo yo la culpa?

¡Ayudante oficial de un oficial! Dios nos coja confesados. Muchas más como esa y acabaría con una úlcera.

—Sería más correcto que te presentaras como ayudante de un subcomisario de la Policía Criminal, o mejor aún, ayudante de un subcomisario de policía. Aunque, si insistes en usar el otro título, por mí que no quede. Eso sí, dilo con absoluta claridad, ¿estamos? Y ahora, baja al garaje y prepara nuestro cacharro. Nos vamos a Rørvig.

La cabaña estaba en medio de un conjunto de pinos y con el paso de los años había ido hundiéndose hasta quedar levemente enterrada en la arena. A juzgar por las ventanas, grandes agujeros opacos entre vigas podridas, nadie había vuelto a usarla después del crimen. Un lugar de lo más desangelado.

Observaron las rodadas que dibujaban caminos serpenteantes entre las casas. Con el mes de septiembre tan avanzado, no se veía un alma en varias leguas a la redonda.

Assad colocó las manos a modo de pantalla en un vano intento de ver el interior de la cabaña a través de la ventana más grande.

—Ven —lo llamó Carl—. Creo que la llave está al otro lado.

Levantó la vista hacia el alero de la parte posterior de la casa. La llave llevaba veinte años a la vista de todo el mundo, colgando de un clavo oxidado por encima de la ventana de la cocina, tal como había dicho Yvette, la amiga de Martha Jørgensen. ¿Quién se la iba a llevar? A nadie le apetecía entrar en aquella casa. ¿Y los ladrones que asolaban las zonas de vacaciones todos los años fuera de temporada? Hasta con los ojos cerrados se veía que allí no había nada. Todo en aquella cabaña invitaba a darse la vuelta y largarse.

Se puso de puntillas para alcanzar la llave y abrió la puerta. Resultaba asombrosa la facilidad con que cedió la vieja cerradura y giraron los goznes.

Al asomar la cabeza reconoció el aroma de los malos tiempos. La humedad, el enmohecimiento, el abandono. El olor que envuelve las alcobas de los viejos.

Buscó el interruptor del pequeño pasillo y comprobó que habían cortado el suministro eléctrico.

—¡Toma! —exclamó Assad al tiempo que le metía por los ojos una bombilla halógena.

—Aparta esa linterna, Assad, no la necesitamos.

Pero su ayudante ya había puesto un pie en el pasado haciendo ondear su estandarte de luz por entre bancos pintados en tonos pastel y cacharros de cocina de esmalte azul.

La oscuridad no era total. La luz del sol se filtraba, débil y gris, a través de los cristales polvorientos y el salón parecía una secuencia nocturna de una vieja película en blanco y negro. Una enorme chimenea de piedras grandes, la tarima de listones anchos, alfombrillas suecas desperdigadas aquí y allá y un tablero de Trivial Pursuit que continuaba en el suelo.

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
11.48Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Murder within Murder by Frances Lockridge
The Harvest of Grace by Cindy Woodsmall
The Worldly Widow by Elizabeth Thornton
Devil in the Wires by Tim Lees
Devil May Care by Sebastian Faulks
The Left-Handed God by I. J. Parker