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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (4 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Ulrik lo escudriñaba y él se percató de ello.

—No irás a hacerle nada a Torsten, ¿verdad, Ditlev?

—Claro que no, hombre; estamos hablando de nuestro Torsten.

Se observaron unos instantes como alimañas que miden la intensidad de sus miradas con las cabezas gachas. Ditlev sabía que a terquedad jamás ganaría a Ulrik Dybbøl Jensen. Su padre había fundado la empresa de análisis financiero, pero el hijo había sido el responsable de que gozase de una influencia ilimitada. Cuando se empeñaba en algo, las cosas se hacían según sus deseos y no escatimaba medios para conseguirlo.

—Bueno —rompió el silencio Ditlev—, vamos a dejar que Aalbæk haga su trabajo y luego ya se verá.

A Ulrik le cambió la cara.

—¿Está todo preparado para la cacería de faisanes? —preguntó ansioso como un chiquillo.

—Sí, Bent Krum ha citado a todo el mundo. El jueves a las seis en la posada de Tranekær. No va a haber más remedio que invitar a los gilipollas de la zona, pero espero que sea la última vez.

Su amigo se echó a reír.

—Supongo que tendréis algún plan para la cacería, ¿no?

Ditlev asintió.

—Sí, la sorpresa está en casa.

Los músculos de la mandícula de Ulrik estaban en tensión. Lo excitaba la idea, resultaba obvio. Excitado e impaciente, así era el verdadero Ulrik.

—¿Qué? —añadió su anfitrión—. ¿Me acompañas a ver qué tal llevan la lavandería las niñas filipinas?

Ulrik levantó la cabeza con los ojos entornados. A veces eso era un sí, a veces un no; con él nunca se sabía. Tenía demasiadas inclinaciones contradictorias.

6

—Lis, ¿tú sabes cómo ha venido a parar a mi mesa este caso?

La secretaria observó la carpeta mientras atusaba sus recién estrenadas greñas. Sus labios curvados hacia abajo eran un no, por supuesto.

Carl le mostró el expediente a la señora Sørensen.

—¿Y usted? ¿Alguna idea?

Tardó cinco segundos en escanear con la mirada la primera página.

—Se siente —dijo con aire de triunfo, porque para ella cada tropiezo del subcomisario era un momento grandioso.

Tampoco Lars Bjørn —el subjefe de Homicidios—, ni su superior, ni ningún otro responsable a cargo de las investigaciones supo darle ninguna explicación. El caso se había puesto encima de la mesa él solito.

—¡He llamado a la policía de Holbæk, Carl! —le gritó Assad desde la caja de zapatos en la que trabajaba—. El expediente está, hasta donde ellos saben, donde siempre tiene que estar, en sus archivos. Pero lo comprobarán cuando tengan tiempo.

El subcomisario plantó sus zapatos Ecco del cuarenta y cinco encima de la mesa.

—¿Y qué dicen los de Nykøbing Sjælland?

—Un momento, voy a llamarlos.

Assad silbó un par de estrofas de una de las melancólicas canciones de su tierra mientras marcaba. Sonaba como si silbase hacia dentro. Fatal.

Carl estudió el tablón de anuncios de la pared. Cuatro portadas conmovedoramente unánimes colgaban una junto a otra: el caso Lynggaard había sido resuelto con solvencia y el Departamento Q, el nuevo grupo de investigación especializado en casos de especial relevancia que dirigía Carl Mørck, era un éxito rotundo.

Observó sus manos cansadas, que a duras penas eran capaces de sostener un mugriento expediente de tres centímetros de grosor cuya procedencia ignoraba por completo. Cuando pensaba en ello, la palabra éxito le hacía sentirse extrañamente vacío.

Reemprendió la lectura con un suspiro. El asesinato de dos chicos jóvenes. Un crimen brutal. Varios niños ricos bajo sospecha y, al cabo de nueve años, uno del grupo se entrega, precisamente el único que no tiene dónde caerse muerto, y se declara culpable. Thøgersen no tardaría ni tres años en volver a estar en la calle y no había que perder de vista que regresaría bien podrido de dinero después de haberlo ganado jugando en la Bolsa mientras estaba entre rejas. ¿Era legal? ¿Estando en la cárcel? Qué idea tan desagradable.

Revisó de arriba abajo las copias de los informes de los interrogatorios y miró por encima el caso de Bjarne Thøgersen por tercera vez. Al parecer, el asesino no conocía a sus víctimas. Aunque el condenado sostenía que había visto a los hermanos en varias ocasiones, no se pudo demostrar. El expediente indicaba más bien lo contrario.

Volvió a consultar la portada de la carpeta. «Policía de Holbæk», ponía. ¿Por qué no de Nykøbing? ¿Y por qué no colaboró con ellos la Brigada Móvil? ¿Sería que a los de Nykøbing les tocaba demasiado de cerca, sería eso? ¿O no serían lo bastante buenos?

—¡Oye, Assad! —le gritó a través del pasillo central fríamente iluminado—. Llama a los de Nykøbing y pregúntales si alguno de ellos conocía personalmente a las víctimas.

Del cuchitril de su ayudante no llegó respuesta alguna, solo murmullos telefónicos.

Se levantó y cruzó el pasillo.

—Assad, pregúntales si alguno de ellos…

Assad lo detuvo con un gesto. Estaba en plena faena.

—Sí, sí, sí —dijo a través del auricular, seguido de otros diez síes del mismo tono.

Carl lanzó un resoplido mientras recorría el cuarto con la mirada. En la estantería de Assad había más fotografías enmarcadas que antes. Ahora una de dos mujeres mayores pugnaba con el resto de las fotos familiares. Una de ellas tenía el labio superior cubierto de pelusa negra y la otra era una figura imprecisa con un pelo que parecía un casco. Sus tías, contestaba él a quien quería saberlo.

Cuando su ayudante colgó, el subcomisario señaló hacia las fotos.

—Son mis tías de Hamah. La del pelo ya está muerta.

Carl asintió. Con ese aspecto, lo contrario le habría sorprendido.

—¿Qué te han dicho los de Nykøbing?

—Que ellos tampoco nos han mandado el caso. Y no me extraña que no lo encontraran, entonces, porque nunca lo llevaron.

—Claro que sí. En el expediente pone que colaboraron la policía de Nykøbing, la de Holbæk y la Brigada Móvil.

—No. Dicen que ellos solo se ocuparon de levantar el cadáver y entonces pasaron el caso.

—¿Ah, sí? Me parece un poco raro. ¿Sabes si alguien de esa comisaría tenía algún tipo de relación personal con las víctimas?

—Sí y no.

—Ah; y eso ¿por qué?

—Porque los muertos eran los hijos de uno de los agentes —consultó sus notas—. Se llamaba Henning. Henning P. Jørgensen.

Carl imaginó a la maltrecha chiquilla. Era la peor pesadilla de cualquier policía, encontrar a sus hijos asesinados.

—Qué cosa tan triste. Pero bueno, supongo que eso explica por qué quieren reabrir el caso, me juego algo a que hay un interés personal de por medio. Pero antes has dicho que sí y que no. ¿Por qué no?

Assad se recostó en su asiento.

—Pues porque en la comisaría ya no hay ningún familiar de los niños, porque nada más encontrar los cuerpos el padre volvió, saludó al oficial de guardia, entró directamente en la armería y se disparó el arma justo aquí.

Se llevó a la sien dos dedos cortos y rechonchos.

La reforma de la policía había supuesto muchas cosas extrañas. Los distritos ya no se llamaban como antes, la gente ya no ocupaba los mismos cargos y habían trasladado los archivos. En resumen, que a casi todo el mundo le costaba no perder pie en medio de tanta palabrería, y muchos aprovecharon la coyuntura para bajarse del carro y cambiar su rango por el de prejubilados.

Tiempo atrás, el que un policía alcanzara la edad de jubilación no era ninguna broma. El promedio de años que les quedaban tras una vida laboral tan agotadora no llegaba a alcanzar las dos cifras. Solo los periodistas estaban por debajo, aunque seguro que el promedio de cervezas consumidas por el gremio de los plumillas era muy superior. De algo había que morir.

Carl sabía de agentes que no habían llegado siquiera a celebrar su primer aniversario como jubilados y se habían ido al otro barrio dejando este en manos de nuevas promociones de gorilas de uniforme. Gracias a Dios, esos tiempos parecían ser ya cosa del pasado. Hasta los polis querían vivir la vida y ver a sus nietos tocados con el birrete de bachilleres. El resultado fue que muchos solicitaron el retiro del Cuerpo, como Klaes Thomasen, el policía jubilado y barrigón de Nykøbing Sjælland que asentía frente a ellos. Treinta y cinco años vestido de azul y negro ya estaban bien, decía. Ahora el hogar y la mujer le tiraban mucho más. Carl sabía a qué se refería, aunque eso de la mujer le comía un poco la moral. Técnicamente él seguía teniendo una, claro, pero ya hacía años que lo había dejado y sus amantes barbudos probablemente protestarían si insistía en recuperarla.

Como si se le hubiera pasado por la cabeza hacer tal cosa…

—Tienes una casa preciosa —comentó Assad contemplando, impresionado, los campos que rodeaban Stenløse y el impecable césped de Klaes Thomasen a través de las dobles ventanas.

—Muchas gracias por recibirnos, Thomasen —dijo Carl—. Ya no queda mucha gente que trabajara con Henning Jørgensen.

La sonrisa de su anfitrión se contrajo en una mueca.

—Era el mejor compañero y el mejor amigo del mundo. Vivíamos puerta con puerta; por eso nos mudamos después, entre otras cosas. Cuando su viuda enfermó y perdió el juicio nos resultó imposible continuar allí. Demasiados recuerdos.

—Por lo que tengo entendido, Henning Jørgensen no sabía de quién eran los cadáveres que iba a encontrar en la casa, ¿no?

El anciano hizo un gesto negativo.

—Recibimos una llamada de un vecino que había pasado a saludar y descubrió a los chicos asesinados. Llamó a la comisaría y contesté yo. Ese día Jørgensen libraba, pero cuando iba a recoger a los críos vio los coches patrulla a la puerta de su cabaña del lago. Iban a empezar su tercer año en el instituto al día siguiente.

—¿Estabas allí cuando llegó?

—Sí, con los peritos y el oficial que estaba a cargo de la investigación.

Hizo un gesto apesadumbrado.

—Sí, él también está muerto. ¡Un accidente de tráfico!

Assad sacó una libreta y empezó a tomar notas. Cuando quisiera darse cuenta, su ayudante ya se las arreglaría él solito perfectamente. Carl no veía la hora de que llegara ese día.

—¿Qué encontraste en la cabaña? Así, a grandes rasgos — preguntó el subcomisario.

—Una casa con todas las puertas y las ventanas abiertas de par en par. Muchas huellas de pisadas. Jamás identificamos los zapatos, pero parte de la arena que habían dejado nos condujo a la terraza de los padres de uno de los sospechosos. Después entramos en el salón y vimos los cadáveres en el suelo.

Se sentó junto a la mesa del sofá y les hizo una seña para que se acomodaran.

—La de la niña es una visión que prefiero olvidar, como comprenderás. La conocía.

Su canosa mujer sirvió el café. Assad declinó el ofrecimiento, pero ella hizo caso omiso.

—Nunca he visto un cuerpo más vapuleado —prosiguió—. Era tan poquita cosa… No entiendo cómo pudo sobrevivir tanto tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—La autopsia reveló que seguía con vida cuando se marcharon. Puede que aguantara una hora. Las hemorragias del hígado se fueron acumulando en el abdomen y perdió demasiada sangre.

—Los asesinos se arriesgaron mucho.

—En realidad, no. Las lesiones del cerebro eran tan graves que no habría podido aportar nada al caso aunque hubiera sobrevivido. Saltaba a la vista.

El recuerdo lo obligó a volverse hacia los campos. Carl conocía la sensación. Imágenes interiores que te hacían sentir deseos de no hacer caso del mundo y pasar de largo.

—¿Y los asesinos lo sabían?

—Sí. Una fractura de cráneo como aquella no deja lugar a dudas. En plena frente, muy poco común. Estaba claro.

—¿Y el chico?

—Él estaba al lado, con expresión de asombro, pero tranquilo. Era un chaval muy bueno, lo había visto muchas veces, en casa y en comisaría. Quería ser policía como su padre.

Se volvió hacia Carl. No todos los días se veía a un agente tan curtido como él con una mirada tan triste.

—¿Y entonces llegó el padre y lo vio todo?

—Lamentablemente, sí. Pretendía llevarse los cadáveres de sus hijos. Corría por la escena del crimen como un desesperado y lo más probable es que destruyera muchas huellas. Tuvimos que sacarlo de allí a la fuerza. Ahora me arrepiento profundamente.

—¿Y luego le pasaron el caso a los chicos de Holbæk?

—No; nos lo quitaron.

Le hizo un gesto a su mujer. Ya había más que suficiente de todo en la mesa.

—¿Una pasta? —les preguntó como si tuvieran la posibilidad de decir que no.

—Entonces, ¿fuiste tú quien nos envió el expediente?

—No.

Bebió un sorbo de café y observó las notas de Assad.

—Pero me alegro de que hayan reabierto el caso. Cada vez que salen en la tele los cabrones de Ditlev Pram, Torsten Florin y el tipo ese de la Bolsa, me amargan el día.

—Por lo que veo, tienes tu propia opinión acerca de los culpables.

—No te quepa duda.

—¿Y qué hay de la condena de Bjarne Thøgersen?

El policía retirado dibujaba círculos con el pie por debajo de la mesa, pero mantenía el semblante sereno.

—Lo hicieron esos putos niños ricos, créeme. Ditlev Pram, Torsten Florin, el de la Bolsa y la chica que iba con ellos. Ese mierda de Bjarne Thøgersen seguramente también estaba en el ajo, sí, pero lo hicieron entre todos. También Kristian Wolf, el número seis. Y no murió precisamente de un ataque al corazón. Si quiere que le cuente mi teoría, lo quitaron de en medio los demás porque se echó para atrás. Fue un asesinato. Otro.

—Hasta donde sé yo, entonces Kristian Wolf murió de un disparo accidental, ¿no? El informe dice que se disparó en el muslo sin querer. Se desangró porque no había cazadores cerca.

—No me lo trago. Se lo cargaron.

—¿Y en qué la basas tu teoría, entonces?

Assad se inclinó sobre la mesa e hizo desaparecer una pasta sin quitar la vista de Thomasen.

El anciano se encogió de hombros. Olfato de policía. Seguramente se estaría preguntando qué sabía un ayudante de esas cosas.

—Bueno, entonces ¿tienes algo que enseñarnos de los crímenes de Rørvig que no podamos encontrar en otra parte? —continuó Assad.

Klaes Thomasen le acercó la bandeja de pastas unos centímetros.

—Me temo que no.

—Entonces ¿quién? —insistió volviendo a alejar la bandeja—. ¿Quién puede ayudarnos, o sea? Si no lo averiguamos, el caso volverá al montón.

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