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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (3 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Mørck estudió la carpeta.

—No, no lo pone por ningún sitio. Qué raro.

Si el expediente no lo enviaban desde ninguno de esos dos distritos, entonces, ¿quién lo había mandado? Además, ¿por qué reabrir un caso que había quedado cerrado con una condena?

—¿Tendrá alguna cosa que ver con esto? —preguntó Assad.

Rebuscó en la carpeta hasta dar con un documento que le entregó a su jefe.
Liquidación anual
, se leía en la cabecera. Estaba a nombre de Bjarne Thøgersen, con domicilio en la prisión estatal de Vridsløselille, en el municipio de Albertslund. El hombre que había asesinado a los dos hermanos.

—¡Mira! —exclamó señalando hacia una cantidad astronómica que figuraba junto a la casilla de venta de acciones—. ¿Qué me dices?

—Te digo que viene de una familia acomodada y ahora tiene tiempo más que de sobra para jugar con su dinero. Y se ve que no se le da nada mal. ¿Adónde quieres ir a parar con todo esto?

—No viene de una familia tan acomodada, para que sepas. Era el único del internado que estaba con beca. Como verás, era bastante distinto del resto del grupo, entonces. Mira.

Continuó rebuscando en la carpeta.

Carl apoyó la cabeza en la palma de la mano.

Eso era lo malo de las vacaciones.

Que se terminaban.

4

Otoño de 1986

Los seis eran muy distintos, aunque una cosa sí tenían en común, además de ser alumnos de segundo curso de instituto. Cuando acababan las clases se reunían en el bosque o por los senderos a darle al
chillum
así estuviese cayendo el diluvio universal. Dejaban todos los bártulos preparados en el interior de un tronco hueco: los cigarrillos Cecil, las cerillas, el papel de plata y el mejor costo que se podía comprar en la plaza de Næstved.

Hacían una piña y mezclaban el aire fresco con un par de caladas rápidas, con cuidado de no colocarse tanto como para que los delatasen las pupilas.

No era tanto el colocón como el hecho de decidir por sí mismos, de pasarse por el forro cualquier tipo de autoridad de la peor manera posible, y no se les ocurría nada peor que fumar hachís a pocos metros del internado.

De modo que se pasaban el
chillum
de mano en mano mientras se burlaban de los profesores y competían en decir qué les haría cada uno si se presentara la ocasión.

Así pasaron casi todo el otoño hasta que a Kristian y a Torsten estuvieron a punto de pillarlos por un aliento a hachís que ni diez dientes de ajo bien hermosos habrían podido camuflar. A partir de aquel día decidieron comerse la droga, así no olería tanto.

Poco después de aquello las cosas se pusieron serias de verdad.

Los pillaron con las manos en la masa entre la espesura, cerca del arroyo, bien colocados, disparatando entre la escarcha derretida que goteaba de las hojas. Fue uno de los pequeños. De pronto salió de los matorrales y se quedó allí plantado mirándolos. Un empollón chiquitajo, rubio y ambicioso a la caza de un escarabajo que exhibir en clase de biología.

Lo que encontró, sin embargo, fue a Kristian escondiéndolo todo en el árbol hueco, a Ulrik y Bjarne en pleno ataque de risa floja y a Ditlev con las manos metidas en la blusa de Kimmie. Ella también reía como una loca. Pocas veces habían fumado una mierda tan buena.

—Se lo voy a decir al director —gritó el niño sin advertir a tiempo lo rápido que se interrumpían las risas de los mayores. Era un chico ágil habituado a provocar a los demás y debería haberse escabullido sin esfuerzo, porque estaban muy colocados, pero la maleza era muy tupida y el peligro que representaba para ellos, demasiado grande.

En vista de que Bjarne era quien más tenía que perder si lo expulsaban, Kristian lo azuzó para que descargara el primer golpe cuando atraparon al mocoso.

—Sabes perfectamente que mi padre puede hundir la empresa del tuyo si le da la gana, así que déjame en paz, Bjarne, o te vas a enterar. ¡Suéltame, gilipollas! —ordenó el niño.

Por un instante dudaron. Aquel crío les había amargado la existencia a muchos de sus compañeros. Su padre, su tío y su hermana mayor habían sido alumnos del internado y se decía que su familia sostenía económicamente la fundación del colegio, justo el tipo de donaciones de las que dependía Bjarne.

Kristian dio un paso adelante. Él no tenía ese tipo de problemas.

—Te doy veinte mil coronas si tienes la boca cerrada —le propuso; y hablaba en serio.

—¡Veinte mil coronas! —replicó el niño con una risita arrogante—. No tengo más que hacerle una llamada a mi padre para que me mande el doble.

Y le escupió a la cara.

—¡Me cago en el mierda este! ¡Como digas una sola palabra, te matamos!

Se oyó un golpe; el crío cayó de espaldas contra un tocón y se rompió un par de costillas con un sonoro chasquido.

Permanecía en el suelo jadeando de dolor, pero su mirada seguía siendo desafiante. Entonces se acercó Ditlev.

—Podemos estrangularte ahora mismo, no nos costaría nada. O podemos hundirte en el arroyo. También podemos dejar que te vayas y darte esas veinte mil coronas para que cierres el pico. Si vuelves contando que te has caído, te creerán. ¿Qué dices, mierdecilla?

Pero el niño no respondía.

Ditlev se acercó aún más al pequeño. Con curiosidad, intrigado. La reacción del mocoso le parecía fascinante. Alzó bruscamente la mano como si fuese a pegarle, pero el niño seguía sin reaccionar. Entonces le dio en la cabeza con la palma de la mano. El crío se estremeció aterrorizado y Ditlev volvió a golpearlo. Era una sensación alucinante. Sonrió.

Más tarde contaría que aquel golpe fue el primer chute auténtico de su vida.

—Yo también —dijo Ulrik entre risas abriéndose paso hasta el conmocionado niño.

Era el más grande de los tres y su puño dejó una marca muy fea en el rostro de su víctima.

Kimmie protestó un poco, pero no tardó en quedar neutralizada por un ataque de risa que hizo que todos los pájaros que había entre la maleza levantaran el vuelo, asustados.

Acompañaron ellos mismos al pequeño de regreso al internado y estuvieron presentes cuando se lo llevó la ambulancia. Algunos mostraban su preocupación, pero el niño no se fue de la lengua. De hecho, nunca volvió. Corrió el rumor de que su padre se lo había llevado a Hong Kong, aunque no tenía por qué ser cierto.

Unos días después atacaron a un perro en el bosque y lo mataron a golpes.

Ya no había vuelta atrás.

5

En el muro, por encima de los tres amplios ventanales palaciegos, se leía
Caracas
. Se trataba de una mansión levantada gracias a una fortuna amasada con el negocio del café.

Ditlev Pram había descubierto el potencial del edificio de inmediato. Columnas aquí y allá, muros de cristal de color verde hielo de un par de metros de altura, estanques de líneas rectas llenos de agua susurrante y lisas superficies de césped con esculturas futuristas y vistas al estrecho de Øresund; no necesitó más para convertir todo aquello en la clínica privada más moderna de Rungsted Kyst, especializada en cirugía dental y operaciones de estética. No era un negocio original, pero sí infinitamente lucrativo tanto para él como para los numerosos médicos y dentistas indios y de la Europa del Este a los que había contratado.

Su hermano, sus dos hermanas menores y él habían heredado la escandalosa fortuna que había amasado su padre en los ochenta con sus especulaciones en Bolsa y sus opas hostiles, y Ditlev había sabido administrar bien su patrimonio. Su imperio ya incluía dieciséis clínicas y tenía otras cuatro más en proyecto. Estaba a punto de satisfacer su ambición de ingresar en su cuenta bancaria al menos el quince por ciento de los beneficios de las operaciones de aumento de pecho y estiramiento facial de todo el norte de Europa. No había mujer pudiente al norte de la Selva Negra que no hubiese corregido los pequeños caprichos de la madre naturaleza en una de las mesas de operaciones de Ditlev Pram.

En pocas palabras, las cosas le iban de fábula.

Su única preocupación en medio de todo aquello era Kimmie. Llevaba ya diez años obsesionado con la precaria existencia de aquella mujer y ya era más que suficiente.

Tras colocar su pluma Mont Blanc, que descansaba sobre el escritorio algo ladeada, consultó una vez más su reloj Breitling.

Había tiempo más que de sobra para todo. Aalbæk aún tardaría veinte minutos en llegar, Ulrik lo haría cinco minutos después y quizá fuera también Torsten, Dios diría.

Se levantó y echó a andar por largos corredores revestidos de ébano, dejando atrás la zona de consultas y quirófanos y saludando con un cordial cabeceo a los muchos que sabían que estaban ante la indiscutible flor y nata de la profesión, hasta que empujó la puerta de batientes de la zona de cocinas, situada en la sección inferior y con unas inmejorables vistas del cielo azul y del mar.

Estrechó la mano del cocinero de turno y lo elogió hasta hacerlo sonrojar, dio unas palmaditas en el hombro a sus ayudantes y desapareció en la zona de lavandería.

Tras muchos cálculos, había llegado a la conclusión de que Beredsen Textil Service podía ocuparse de la ropa de cama por bastante menos dinero y en menos tiempo, de modo que las razones que lo impulsaban a disponer de su propio servicio de lavandería eran otras. Así no solo tenía la ropa limpia siempre a mano, sino también a las seis filipinas que había contratado para que se ocuparan de todo. ¿Qué podía importar entonces el dinero?

El estremecimiento que recorrió a las seis jóvenes de piel morena al verlo no solo no le pasó desapercibido, sino que lo divirtió tanto como de costumbre. A continuación agarró a la menor de todas y la arrastró hasta el cuarto donde almacenaban las sábanas. Parecía asustada, pero conocía el camino. Era la que tenía las caderas más estrechas y el pecho más pequeño, aunque también la más experimentada. Los burdeles de Manila habían sido su escuela y no tenían punto de comparación con nada que pudiera hacerle Ditlev.

La filipina le bajó los pantalones y empezó a chupársela sin más dilación. Mientras ella le frotaba el vientre con una mano y lo masturbaba dentro de su boca con la otra, él la golpeaba en los hombros y los antebrazos.

Nunca se corría así con ella, el orgasmo se apoderaba de sus tejidos por otras vías. La máquina de adrenalina bombeaba con mayor potencia a medida que se sucedían los golpes y en pocos minutos tuvo el depósito lleno.

Se apartó de ella, la arrastró asiéndola del pelo y le metió la lengua en la boca a la fuerza al tiempo que le bajaba las bragas y le hundía un par de dedos en la entrepierna. Cuando la devolvió al suelo de un empujón, ambos habían tenido más que suficiente.

Después se recompuso la ropa, le introdujo un billete de mil coronas en la boca y salió de la lavandería despidiéndose de todas con amables gestos. Parecían aliviadas, aunque carecían de motivos para ello. Tenía intención de pasar la siguiente semana en la clínica Caracas. Quería que las chicas sintieran quién era el jefe.

El detective privado estaba hecho unos zorros esa mañana, un contraste de lo más llamativo e inapropiado con el reluciente despacho de Ditlev. Resultaba evidente que aquel tipo larguirucho se había pasado toda la noche deambulando por las calles de Copenhague, pero, ¿qué coño? ¿Acaso no le pagaban para eso?

—¿Y bien, Aalbæk? —gruñó Ulrik al tiempo que estiraba las piernas por debajo de la mesa de reuniones—. ¿Alguna novedad en el caso de la desaparición de Kirsten-Marie Lassen?

Siempre comenzaba así las conversaciones con Aalbæk, pensó Ditlev contemplando con irritación las olas oscuras que se extendían al otro lado de los ventanales.

Joder, cómo le gustaría que todo terminara de una vez, que Kimmie dejase de hurgar en sus recuerdos constantemente. Cuando dieran con ella tendrían que hacerla desaparecer para siempre, ya se le ocurriría cómo.

El detective estiró el cuello y reprimió un bostezo.

—La ha visto varias veces el tipo de la zapatería de la estación. Va por ahí arrastrando una maleta y la última vez llevaba puesta una falda escocesa. Es decir, la misma ropa que cuando la vio aquella mujer en el Tívoli. Pero, hasta donde sé, no se deja ver por la estación central con demasiada regularidad. Vamos, que no hace nada con regularidad. Le he preguntado a todo el mundo: a los de la DSB, a la policía, a los vagabundos, a los de las tiendas. Algunos saben de su existencia, pero no tienen ni idea de dónde vive ni de quién es.

—Tienes que dejar un equipo de vigilancia en la estación día y noche hasta que vuelva a aparecer.

Ulrik se puso en pie. Era un hombre alto, pero cuando hablaban de Kimmie parecía encogerse. Tal vez fuera el único de todos ellos que había estado enamorado de ella de verdad. Quién sabe si aún lo atormentaba ser también el único que no la había tenido, se dijo Ditlev por enésima vez riendo para sus adentros.

—¿Vigilancia veinticuatro horas? Va a salir por un dineral —dijo Aalbæk. A punto estuvo de sacar una calculadora del ridículo bolsito que llevaba al hombro, pero no llegó tan lejos.

—Deja eso —le gritó Ditlev, que estaba considerando la posibilidad de tirarle algo a la cabeza.

Se recostó en su sillón antes de continuar:

—No hables del dinero como si supieras qué es, ¿estamos? ¿Cuánto puede ser, Aalbæk? ¿Dos, tres mil? ¿Algo por el estilo? ¿Cuánto crees que hemos ganado Ulrik, Torsten y yo mientras estamos aquí sentados hablando de tus ridículos honorarios?

Al final tomó la pluma y se la arrojó. Apuntaba al ojo, pero falló.

Después, cuando el corpúsculo del detective cerró la puerta al salir, Ulrik recogió la Mont Blanc y se la guardó en el bolsillo.

—Lo que se da no se quita —explicó entre risas.

Ditlev no hizo comentario alguno. Ya se lo cobraría algún día.

—¿Has sabido algo de Torsten hoy? —preguntó.

Al oírlo, el rostro de Ulrik perdió el brío.

—Sí, se ha ido a su casa de campo esta mañana, a Gribskov.

—¿Pero a ese tío le trae al pairo lo que está pasando o qué?

Ulrik, más orondo que nunca, se encogió de hombros. Esos kilos eran el precio que tenía que pagar por haber dejado su cocina en manos de un chef especializado en
foie
.

—No está pasando su mejor momento, Ditlev.

—Bueno, pues entonces vamos a tener que ocuparnos tú y yo del tema.

Apretó los dientes. Cualquier día Torsten les iba a dar un susto, no podían descartarlo; y si se venía abajo, sería una amenaza tan grande como Kimmie.

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