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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (32 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—¡Frederik! —gritó hacia el primer piso—. Hay salchichas.

Parecía simpática y espontánea, no era exactamente lo que habría cabido esperar de la hija de un conde de pura cepa.

El correteo que se oía por las escaleras se detuvo en seco cuando el niño descubrió al policía en el vestíbulo. Mil ideas infantiles sobre el castigo que debería cumplir por no seguir al pie de la letra las órdenes de las fuerzas del orden contrajeron aquel rostro lleno de mocos en una mueca acongojada. Decididamente, no estaba listo para afrontar las consecuencias de su fechoría.

Carl le hizo un guiño. Todo iba bien.

—Supongo que estarías acostado, ¡¿verdad, Frederik?!

El pequeño asintió muy despacio antes de desaparecer con su perrito caliente. Ojos que no ven, corazón que no siente, pensaría. Chico listo.

El subcomisario fue directo al grano.

—No sé si voy a poder servir de mucho —se excusó ella con cordialidad—. La verdad es que Kristian y yo no nos conocíamos demasiado bien, así que ignoro lo que tendría en mente por aquel entonces.

—¿Volvió usted a casarse?

—Trátame de tú, por favor —dijo con una sonrisa—. Sí, conocí a Andrew, mi marido, el mismo año que murió Kristian. Tenemos tres hijos: Frederik, Susanne y Kirsten.

Unos nombres de lo más normalito. Quizá fuera siendo hora de revisar un poco sus prejuicios en cuanto a los símbolos externos de la clase dominante.

—¿Y Frederik es el mayor?

—No, el más pequeño. Las gemelas tienen once años.

Se adelantó a la pregunta que estaba a punto de formular respecto a su edad:

—Sí, son hijas biológicas de Kristian, pero mi actual marido siempre ha sido como un padre para ellas. Las niñas van a un internado femenino estupendo que hay muy cerca de la finca que tienen mis suegros en Eastbourne.

Lo dijo con toda la dulzura, el desparpajo y la desvergüenza del mundo. Una mujer joven con la vida resuelta. ¿Cómo demonios tenía el coraje de hacerles algo así a sus propias hijas? Once años y ya exportadas a la Inglaterra profunda, el amaestramiento eterno.

La observó con los cimientos de su conciencia de clase fortalecidos.

—Durante tu matrimonio con Kristian, ¿le oíste hablar alguna vez de una tal Kirsten-Marie Lassen? Sí, es curiosa la coincidencia con tu nombre y el de una de tus hijas, pero Kristian conocía a esa mujer particularmente bien. La llamaban Kimmie. Fueron juntos al colegio. ¿Te dice algo?

El rostro de su anfitriona quedó oculto por un velo.

El policía aguardó a que dijera algo, pero ella permaneció en silencio.

—Muy bien, ¿qué ocurre? —le preguntó.

La mujer se defendió con las palmas de las manos extendidas.

—No me apetece hablar de ese tema, así de sencillo.

No hacía falta que lo dijera, era más que evidente.

—¿Crees que tenía una aventura con ella? ¿Es eso? A pesar de que por aquel entonces tú estabas embarazada.

—No sé qué tenía con ella ni quiero saberlo.

Se levantó con los brazos cruzados por debajo del pecho. No tardaría ni un segundo en pedirle que se fuera.

—Ahora es una pordiosera, vive en la calle.

El dato no pareció consolarla.

—Cada vez que hablaba con ella, Kristian me pegaba. ¿Satisfecho? No sé por qué has venido, pero es mejor que te marches.

Era inevitable.

—He venido porque estoy investigando un crimen —intentó.

La respuesta no se hizo esperar.

—Si piensas que yo maté a Kristian ya puedes ir cambiando de idea. Y no es que me faltaran ganas.

Sacudió la cabeza y desvió la mirada hacia el lago.

—¿Por qué te pegaba tu marido? ¿Era sádico? ¿Bebía?

—¿Sádico? ¿Que si era sádico?

Volvió la vista hacia el pasillo para asegurarse de que no apareciera una cabecita de pronto.

—Eso lo puedes dar por seguro.

Permaneció inmóvil un instante reconociendo el terreno antes de subir al coche. La atmósfera de la casona lo había asqueado. La mujer de Wolf le había ido desvelando lo que un hombre de treinta años puede llegar a hacer con una chica de veintidós; cómo una luna de miel puede acabar transformándose en una pesadilla, primero insultos y amenazas y después una escalada de violencia. Era muy cuidadoso y procuraba no dejar marcas, porque por las noches la necesitaba figurando a su lado y de punta en blanco. Por eso se había casado con ella. Solo por eso.

Kristian Wolf, el tipo del que se enamoró en un segundo y al que tardaría el resto de su vida en olvidar. Él, lo que hacía, su manera de ser, las personas de las que se rodeaba. Había que borrarlo todo.

Una vez dentro del coche, Carl olisqueó en busca de olor a gasolina. Después llamó al Departamento Q.

—¿Sí? —se limitó a contestar Assad. Nada de «Departamento Q, Hafez el-Assad, ayudante del subcomisario», ni cosas por el estilo. Un simple

.

—Assad, cuando contestes al teléfono tienes que identificarte y decir de qué departamento eres —dijo sin identificarse él.

—¡Hola, Carl! Rose me ha dejado su dictáfono. Es genial. Y luego quiere hablar contigo, entonces.

—¡Rose! ¿Pero ha vuelto ya?

Se oían gritos y unas pisadas poderosas con eco, de modo que sí, había vuelto.

—Te he encontrado una enfermera de Bispebjerg —le informó secamente.

—Muy bien. Qué rapidez.

Ella se abstuvo de hacer comentarios al respecto.

—Trabaja en una clínica privada en la zona de Arresø.

Le dio la dirección.

—No me ha costado dar con ella una vez que he averiguado su nombre. Cuidado que es rarito.

—¿Dónde lo has averiguado?

—En el hospital de Bispebjerg, claro. He estado por allí revolviendo archivos antiguos. Trabajaba en ginecología cuando ingresaron a Kimmie. La he llamado y se acordaba del caso. Dice que cualquiera que trabajara allí por aquel entonces se acordaría.

El hospital más bonito de Dinamarca», había leído Rose en su página web.

Carl contempló los blanquísimos edificios y no pudo evitar estar de acuerdo. Hasta bien entrado el otoño conservaban un césped digno del torneo de Wimbledon en medio de un entorno magnífico del que pocos meses atrás habían disfutado la reina y su consorte.

No tenía nada que envidiarle al palacio de Fredensborg.

La enfermera jefe Imgard Dufner desentonaba un poco en medio de todo aquello. Sonriente e inmensa como un acorazado rumbo a tierra, zarpó a su encuentro. Todos cuantos la rodeaban se hacían imperceptiblemente a un lado a su paso. El pelo cortado a lo paje, unas pantorrillas como estacas y unos zapatos que atronaban el suelo a cada paso como si pesaran varios quintales.

—¡El Sr. Mørck, supongo! —rio mientras le zarandeaba la mano como si pretendiera vaciar el contenido de sus bolsillos.

En honor a la verdad, había que reconocer que tenía una memoria de elefante, acorde con la inmensidad de su cuerpo. El sueño de cualquier policía.

Había trabajado como enfermera en la planta de Kimmie y, aunque no estaba de guardia en el momento de su desaparición, las circunstancias del caso habían sido tan trágicas y particulares que no las olvidaría mientras viviera, como ella misma aseguró.

—Esa mujer llegó muy maltrecha, así que supusimos que perdería a la criatura, pero no, lo cierto es que se recuperó bastante bien. Era un bebé muy deseado. Al cabo de una semana de tenerla ingresada con nosotros nos dispusimos a darle el alta.

Frunció los labios.

—Sin embargo, una mañana, cuando estaba a punto de terminar mi guardia, sufrió un aborto fulminante. El médico decía que parecía habérselo provocado ella misma porque tenía el vientre lleno de moratones, pero costaba creerlo después de haberla visto tan ilusionada. Aunque con estas cosas nunca se sabe. Son muchos los sentimientos que se entremezclan cuando una criatura llega por azar.

—¿Con qué podría haberse hecho los moratones? ¿Lo recuerda?

—Hubo quien dijo que podría haber sido con la silla de la habitación, que la había subido a la cama y la había utilizado para golpearse el vientre. Lo que sí es cierto es que cuando entraron a buscarla y la encontraron inconsciente con el feto entre las piernas en medio de un charco de sangre, la silla estaba tirada en el suelo.

Carl se imaginó la escena. Triste espectáculo.

—¿Y el feto era lo bastante grande como para que se viera?

—Uf, ya lo creo. A las dieciocho semanas ya parece una personita de verdad de unos catorce o quince centímetros.

—¿Con brazos y piernas?

—Todo. Los pulmones no están desarrollados por completo y los ojos tampoco, pero, a grandes rasgos, todo.

—¿Y lo tenía entre las piernas?

—Había expulsado el niño y la placenta sin contratiempos, sí.

—La placenta, dice. ¿Y no le ocurría nada fuera de lo normal?

La enfermera asintió.

—Esa es una de las cosas que todo el mundo recuerda. Eso y que robó el feto. Mis compañeros lo habían cubierto mientras intentaban detener la hemorragia. Después se tomaron un pequeño descanso y cuando regresaron habían desaparecido, la paciente y el feto. La placenta seguía allí. Uno de nuestros médicos comprobó que estaba rota. Partida en dos, por decirlo de algún modo.

—¿Sucedió durante el aborto?

—Ocurre a veces, pero es muy, muy raro. Quizá fueran los golpes en el vientre. El caso es que si no se hace un legrado puede ser muy grave.

—¿Se refiere a infecciones?

—Sí, antes sobre todo, eran un problema enorme.

—¿Y si no hay legrado?

—La paciente puede morir.

—Muy bien. Pero el caso es que no fue así. Sigue viva. No está en su mejor momento, porque ahora vive en la calle; pero vive.

Ella se llevó sus gruesas manos al regazo.

—Lo lamento. Muchas mujeres no llegan a recuperarse jamás de algo así.

—¿Quiere decir que el trauma de perder un hijo de esa manera podría ser suficiente para llevar a la madre a apartarse de la sociedad?

—Bueno, en una situación como esa puede pasar cualquier cosa, ¿sabe? Lo vemos una y otra vez. Las mujeres quedan afectadas psíquicamente y se hacen reproches que no pueden superar.

—Creo que voy a intentar hacer una breve recapitulación del caso en su totalidad, ¿qué os parece, chicos?

Una sola mirada a Assad y a Rose le bastó para saber que los dos habían hecho averiguaciones que estaban deseando contarle. Tendrían que esperar.

—Tenemos un grupo de críos compuesto por una serie de individuos muy fuertes en el sentido de que siempre llevan a cabo lo que se proponen, cinco chicos de caracteres muy diferentes y una chica que, al parecer, es el eje central de la banda.

»Es audaz y guapa e inicia una relación con un alumno modelo del colegio, Kåre Bruno, que tengo serias sospechas de que pierde la vida con ayuda de la banda. Al menos uno de los efectos ocultos en la cajita de metal de Kimmie Lassen apunta en esa dirección. El móvil pueden ser los celos o una pelea, pero, por supuesto, también podría tratarse de un accidente corriente y moliente y la cinta de goma no ser más que una especie de trofeo. La goma en sí, al menos, no dice nada definitivo en cuestión de culpabilidades, aunque sí levanta sospechas.

»La banda se mantiene unida aun cuando Kimmie se marcha del colegio, y esa unión se concreta en el asesinato de dos jóvenes, quizá elegidos al azar, en Rørvig. Bjarne Thøgersen ha confesado el crimen, pero presumiblemente para cubrir a uno o más miembros de la banda. Todo apunta a que le prometieron una importante suma a cambio. Venía de una familia relativamente mal situada y su relación con Kimmie había terminado, de modo que podría haber sido una salida medianamente aceptable a su particular situación. El caso es que ahora que hemos encontrado objetos con huellas de las víctimas entre las cosas de Kimmie, sabemos que alguien del grupo estuvo involucrado.

»De modo que el Departamento Q toma cartas en el asunto a causa de las sospechas de varios particulares que creen que condenar a Thøgersen fue una equivocación. Lo más importante a este respecto es que Johan Jacobsen nos ha facilitado una lista de agresiones y desapariciones con las que la banda podría estar relacionada. A partir de esa lista, también hemos podido comprobar que durante el período en que Kimmie vivió en Suiza solo se trató de agresiones físicas y no hubo asesinatos ni desapariciones. Puede haber cierta subjetividad en lo que a la lista se refiere, pero la base de la que Johan Jacobsen ha partido para su análisis parece bastante razonable.

»Llega a oídos de la banda que estoy investigando el caso, ignoro cómo, pero seguramente a través de Aalbæk, y se intenta obstaculizar la investigación.

Llegados a ese punto, Assad levantó la mano.

—¿Obstaculizar? ¿Has dicho eso?

—Sí, se intenta frenar, Assad. Obstaculizar significa frenar. Y eso me demuestra que detrás de este caso hay algo más que la preocupación de unos ricachones por su buena reputación.

Sus dos ayudantes asintieron.

—El resultado ha sido que he recibido amenazas en mi casa, en mi coche y ahora en mi trabajo, y los autores de estas amenazas son, con toda probabilidad, miembros de la banda. Han recurrido a antiguos alumnos del internado como intermediarios para sacarnos del caso y ahora la cadena se ha roto.

—Entonces, más vale que nos andemos con pies de plomo —gruñó Rose.

—Exactamente. Ahora podemos trabajar en paz y es mejor que la banda no lo sepa. Sobre todo porque creemos que en la actual situación de Kimmie podemos interrogarla y gracias a ella esclarecer de una vez lo que hizo el grupo.

—No va a decirnos nada, Carl —objetó Assad—. No sabes cómo me miró en la estación.

El subcomisario adoptó un aire pensativo.

—Bueno, bueno, ya veremos. Me parece que Kimmie Lassen no anda muy bien de la azotea, si no, ¿por qué vagar por las calles por voluntad propia teniendo un palacete en Ordrup? Es evidente que se ha visto presionada por un aborto en extrañas circunstancias que incluyen varias agresiones violentas contra ella.

Consideró la posibilidad de sacar un cigarrillo, pero lo descartó al sentir en las manos todo el peso de la negrísima mirada de rímel de Rose.

—También sabemos que Kristian Wolf, uno de los miembros de la banda, perdió la vida pocos días después de la desaparición de Kimmie Lassen, pero ignoramos si existe alguna relación entre ambos hechos. Hoy, sin embargo, he sabido por su viuda que Wolf tenía inclinaciones sádicas y se me ha insinuado que era posible que mantuviese una relación con Kimmie.

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