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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (30 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Eso también lo sabían.

—Además, Ditlev Pram es el hermano mayor de un compañero mío. Hoy en día forma parte de la junta directiva.

Eso, en cambio, se le había escapado. Carl se sintió abochornado.

—Y su mujer es hermana de un funcionario, un alto cargo del Ministerio de Justicia, un excelente adversario para la directora de la policía durante las labores de la reforma.

Me cago en la leche, esto parece un culebrón, pensó Carl. Un poco más y acabarían todos siendo hijos ilegítimos de un rico hacendado.

—Me han estado presionando desde dos frentes. Los antiguos alumnos del internado formamos una especie de hermandad y en eso también me he equivocado, pero creía que el funcionario obedecía órdenes de la ministra de Justicia y que por eso no estaba metiendo la pata. Pensé que si no quería que el caso siguiera adelante era, por un lado, porque los implicados, que no son precisamente unos don nadie, no fueron acusados de nada en la época del crimen, y por otro porque ya se había dictado una sentencia y el condenado estaba a punto de cumplir su pena. Me pareció que intentaban evitar tener que entrar a juzgar si se había cometido un error judicial y todo ese rollo. No sé por qué no lo confirmé con la ministra, pero en nuestro almuerzo de ayer comprendí que no sabía absolutamente nada de la investigación, así que no podía haber tenido nada que ver con el asunto. Ahora lo sé.

Marcus Jacobsen asintió. Ya estaba listo para enfrentarse a la parte más dura de su trabajo.

—Lars, no me has informado de nada de esto; te limitaste a decirme que la directora de la policía había dado órdenes de que el Departamento Q abandonara la investigación. Tal y como lo veo ahora, más bien fuiste tú el que le aconsejó a ella que diera esas órdenes después de ocuparte personalmente de informarla mal. ¿Se puede saber qué le dijiste? ¿Que no había caso? ¿Que Carl Mørck lo había reabierto para entretenerse un poco?

—Fui a verla con el funcionario del Ministerio de Justicia. Fue él quien la informó.

—¿Y él también es un antiguo alumno del internado?

Asintió con expresión dolorida.

—En realidad, quienes han puesto todo en marcha han debido de ser Pram y el resto de la banda, Lars, ¿es que no lo entiendes? ¡El hermano de Ditlev Pram te lo pidió y luego llegó el funcionario con su más que censurable conspiración!

—Sí, me doy cuenta.

El jefe de Homicidios estrelló el bolígrafo contra la mesa. Estaba hecho una furia.

—Quedas suspendido a partir de este momento. Haz el favor de escribir un informe para que se lo presente a la ministra. Y que no se te olvide incluir el nombre de ese funcionario.

Carl jamás había visto a Lars Bjørn con un aspecto tan lamentable. De no haber sido porque, a su modo de ver, el tipo era como un forúnculo purulento en el trasero, le habría llegado a dar pena.

—Tengo una proposición, Marcus —intervino de pronto.

En la mirada de Bjørn se encendió una chispa diminuta. Siempre se habían entendido como buenos enemigos.

—¿Por qué no nos olvidamos de esa suspensión? Andamos cortos de efectivos, ¿no? Si armamos un escándalo con todo esto, acabará saliendo a la luz. La prensa y toda esa mierda. Vas a tener a todos los periodistas pregonándolo a los cuatro vientos, Marcus. Además, pondríamos sobre aviso a la gente a la que investigamos, y eso es lo último que necesito.

Lars Bjørn asentía inconscientemente a cada una de sus frases. Animalito.

—Quiero a Bjørn en el caso. Que se ocupe de parte del trabajo por unos días, solo eso. Búsquedas, seguimientos, el trabajo de calle habitual. Nosotros no damos abasto y ahora al fin tenemos algo, Marcus. ¿Es que no lo ves? A nada que nos esforcemos, podemos resolver varios asesinatos más.

Repasó con el dedo la lista de agresiones de Johan Jacobsen.

—Estoy convencido, Marcus.

Aunque nadie había resultado herido en la explosión de la caseta ferroviaria de Ingerslevsgade, los de las noticias de la segunda cadena y su molesto helicóptero ya se cernían sobre el lugar de los hechos como si diecisiete columnas de células terroristas acabaran de hacer gala de todo su poderío.

El presentador estaba exaltadísimo, eso seguro, pero no se le movía un pelo. Las mejores noticias eran, sin duda, las que se servían con gesto grave y preocupado. Ante todo, noticias sensacionalistas; una vez más, los periodistas presionando a la policía.

Carl lo seguía todo desde su pantalla del sótano. Menos mal que aquello no tenía nada que ver con él.

Rose entró en la habitación.

—Lars Bjørn ha puesto en marcha a los de Desaparecidos de la policía de Copenhague. Les he enviado la foto de Kimmie y Assad les ha contado todo lo que ha averiguado después de seguirla. También están buscando a Tine Karlsen. De todas formas, está en el ojo del huracán, sí señor.

—¿A qué te refieres?

—Pues a que los de Desaparecidos tienen la oficina en Skelbækgade. ¿No es por donde suele moverse ella?

Su jefe asintió y bajó la vista hacia sus notas.

La lista de tareas pendientes parecía interminable. La cuestión era establecer una serie de prioridades y hacerlo bien.

—Estas son tus tareas, Rose. Hazlas en este orden.

Ella tomó el papel que le tendía y leyó en voz alta:

1) Localizar policías que intervinieran en la investigación de Rørvig en 1987. Contactar con la policía de Holbæk y la Brigada Móvil en Artillerivej.

2) Localizar compañeros de clase de los miembros de la banda. Conseguir testimonios oculares de su comportamiento.

3) Volver al hospital de Bispebjerg. Buscar un médico o una enfermera que trabajasen en Ginecología cuando ingresaron a Kimmie.

4) Detalles de la muerte de Kristian Wolf. ¡Para hoy, gracias!

Esperaba que la última palabra tuviera un efecto conciliador, pero se equivocaba.

—Pues habérmelo dado a las cuatro de la mañana en vez de ahora a las cinco y media de la tarde, no te jode —protestó ella levantando bastante la voz—. Tú estás mal de la cabeza, tío. Si nos habías dicho que hoy podíamos irnos una hora antes.

—Sí, pero eso era hace dos horas.

Rose extendió los brazos, algo encogida.

—Ya, ¿¿¿y???

—Y ahora las cosas han cambiado un poco. ¿Es que tienes algo que hacer este fin de semana?

—¿Qué?

—Rose, al fin tienes la posibilidad de demostrarnos de qué pasta estás hecha y aprender a llevar a cabo una auténtica búsqueda. Y piensa en las horas libres con las que te compensaremos.

Ella ahogó una risita. Si quería oír chistes, ya se los buscaría solita.

El teléfono empezó a sonar en el mismo instante en que Assad entraba en el despacho. Era el jefe de Homicidios.

Carl echaba espumarajos por la boca.

—¿Me estás diciendo que ibas a mandarme cuatro hombres del aeropuerto y que ya no me los mandas? ¿Es eso lo que me estás diciendo?

Marcus Jacobsen se lo confirmó.

—No es posible que no podamos conseguir que nos ayuden a vigilar a los implicados. ¿Y si se filtra que al final no se ha paralizado la investigación? ¿Dónde crees que estarán mañana los señores Pram, Florin y Dybbøl Jensen? Desde luego que por los alrededores no. Brasil, tal vez.

Tomó aire.

—Ya sé que no hemos encontrado ninguna prueba de su participación, Marcus, pero ¿y los indicios? Esos sí los tenemos, joder.

Carl se quedó en su despacho mirando al techo y repasando los vocablos más soeces que le había enseñado un chaval de Frederikshavn en un encuentro internacional de
boy
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scouts
allá por 1975. Baden-Powell no se habría sentido especialmente orgulloso.

—¿Qué ha dicho Marcus entonces, Carl? ¿Nos mandan refuerzos entonces? —preguntó Assad.

—¿Que qué ha dicho? Ha dicho que primero tienen que resolver la agresión de Store Kannikestræde y que luego ya habrá más medios disponibles para todo lo demás. Y también tienen que ocuparse de la explosión en las vías del tren.

Lanzó un suspiro; cada día se le daba mejor suspirar. Si no era por una cosa, era por otra.

—Siéntate, Assad —dijo de pronto—. A ver si conseguimos averiguar si la lista de Johan Jacobsen sirve para algo.

Se acercó a la pizarra y escribió:

14/6/1987 Kåre Bruno, alumno del internado, cae de un trampolín y muere.

2/8/1987 Crimen de Rørvig.

13/9/1987 Agresión, playa de Nyborg. Cinco jóvenes/una chica en las inmediaciones. La víctima, mujer, en estado de shock. No declara.

8/11/1987 Gemelos, campo de juego, Tappernøje. Dos dedos cortados. Apaleados.

24/4/1988 Matrimonio, Langeland. Desaparecen. Diversos objetos de su propiedad hallados en Rudkøbing.

Tras anotar los veinte casos, miró a Assad.

—¿Cuál es el demominador común de todos estos hechos, Assad? ¿Tú qué piensas?

—Todos fueron en domingo.

—Eso me parecía. ¿Estás seguro?

—¡Sí!

Muy lógico. Claro que lo hacían los domingos. Estudiando en un internado, no les quedaba otra. La vida en esos colegios era de lo más restrictiva.

—Además, todos los casos pasaron a no más de dos horas en coche de Næstved —añadió—. No hay ninguna agresión en Jutlandia, por ejemplo.

—¿Qué más te llama la atención? —preguntó el subcomisario.

—En el período que va de 1988 a 1992 no desaparece ninguna víctima, entonces.

—¿Qué quieres decir?

—Lo que he dicho. Solo eran agresiones. Palizas y esas cosas. Nadie apareció muerto ni desapareció.

Carl observó la lista largo rato. La había elaborado un empleado civil de la Jefatura que estaba involucrado sentimentalmente en el caso. ¿Quién podía asegurarles que no había sido demasiado selectivo? Al fin y al cabo, había cientos de agresiones en Dinamarca todos los años.

—Tráeme a Johan, Assad —le ordenó mientras revisaba sus papeles.

Mientras tanto, él llamaría a la tienda de animales donde había trabajado Kimmie. Ellos le permitirían acercarse un poco más a su perfil, conocer sus sueños, sus valores. Quizá pudieran atenderlo por la mañana; por la tarde tenía una cita con el profesor en el instituto de Rødovre. Celebraban una fiesta con antiguos alumnos. Ulsasep, la llamaban. Último sábado de septiembre, 28/9/2007. Mucho movimiento en un clima de lo más acogedor, había dicho.

—Johan ya viene —lo informó Assad, que seguía procesando la lista de la pizarra.

Al cabo de un rato dijo con un hilo de voz:

—Se acabó cuando Kimmie estuvo en Suiza.

—¿El qué?

—1988-1992, ese período. Nadie murió ni desapareció mientras ella estaba en Suiza. Al menos en esta lista, entonces.

Johan no tenía muy buen aspecto. En otros tiempos, correteaba por Jefatura como un ternerillo que acabara de descubrir la infinita lozanía del prado, pero ahora parecía una res criada en cautividad. Sin posibilidad alguna de esparcimiento ni libertad de acción.

—¿Sigues yendo a la psicóloga, Johan? —le preguntó Carl.

En efecto.

—Ella es muy buena, lo que pasa es que yo no estoy bien —contestó.

El subcomisario levantó la vista hacia la fotografía de los dos hermanos que había en el tablón de anuncios. No era de extrañar.

—¿Cómo escogiste los casos de tu lista, Johan? ¿Cómo puedo saber que no se te han pasado por alto cientos y cientos?

—Pues recogí todos los delitos violentos cometidos en domingo entre 1987 y 1992 en los que la agresión no hubiera sido denunciada por las propias víctimas y que hubiesen tenido lugar a menos de 150 kilómetros de distancia de Næstved.

Escrutó el rostro de Carl Mørck. Le iba la vida en que estuvieran con él al cien por cien.

—Mirad, he leído muchísimo acerca de ese tipo de internados. Los deseos y las necesidades individuales de cada alumno, allí no cuentan. Los obligan a vivir a un ritmo donde lo primero son los deberes y las obligaciones y todo tiene un horario fijo. Durante toda la semana. Los objetivos son la disciplina y el espíritu de grupo. Por eso deduje que no valía la pena ocuparse de los delitos cometidos en días laborables durante el curso escolar y los fines de semana antes del desayuno o después de la cena. En pocas palabras: la banda tenía otras cosas que hacer a esas horas. Por eso escogí esos casos. Los domingos, después del desayuno y antes de la cena, ahí era donde había que buscar las agresiones.

—Dices que actuaban los domingos durante el día.

—Sí, eso creo.

—Y en ese intervalo de tiempo podían recorrer un máximo de doscientos kilómetros si además tenían que encontrar a las víctimas y agredirlas.

—Durante el curso, sí. Las vacaciones ya eran otra cosa.

Johan bajó la vista.

Carl consultó su calendario perpetuo.

—Pero el crimen de Rørvig también ocurrió un domingo. ¿Fue una casualidad o era la marca de la banda?

—Yo creo que fue una casualidad —contestó Johan con aire abatido—. Las clases estaban a punto de empezar. Quizá se quedaran con la sensación de que las vacaciones les habían sabido a poco, qué sé yo. Estaban mal de la cabeza.

Después les explicó que la lista de los años siguientes la había confeccionado a base de intuición. No es que a Carl le pareciera mal, pero si había que trabajar por intuición prefería que fuese la suya, de modo que decidieron centrarse exclusivamente en los años anteriores a la estancia de Kimmie en Suiza.

Cuando Johan volvió a subir a ocuparse de sus obligaciones cotidianas, el subcomisario permaneció un buen rato en su despacho estudiando la lista antes de llamar a la policía de Nyborg. Allí lo informaron de que hacía ya muchos años que los gemelos que habían sufrido la agresión en la playa en 1987 habían emigrado a Canadá. El oficial de guardia le explicó con su voz de octogenario que, tras heredar cierta cantidad de dinero, habían montado un centro de maquinaria agrícola. Al menos, esas eran las noticias que habían llegado a la comisaría. Los detalles de la vida de los chicos no los conocían. Al fin y al cabo, hacía ya mucho tiempo de aquello.

A continuación, Carl consultó la fecha de la desaparición de la pareja de ancianos de Langeland y le echó un vistazo al expediente que había solicitado Assad. Se trataba de dos maestros de Kiel que habían ido en barco hasta Rudkøbing y luego habían estado yendo de
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en
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hasta recalar en Stoense.

El informe decía que se los había visto en el puerto de Rudkøbing el día de su desaparición y que todo parecía indicar que después habían zarpado rumbo a Smålandshavet y zozobrado. Sin embargo, algunos testigos habían visto a la pareja en Lindelse Nor ese mismo día y después alguien había reparado en la presencia de unos jóvenes en el puerto, en las inmediaciones del lugar donde estaba amarrada su embarcación. Unos jóvenes muy elegantes, no esos chicos del pueblo con gorra de Castrol o de BP, no; llevaban las camisas planchadas y el pelo bien cortado. Había quien decía que ellos se habían llevado el barco, y no sus propietarios, pero no pasaban de ser especulaciones de los lugareños.

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