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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (25 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—No; lo que ve es lo que hay.

Carl levantó la mirada. Muy bien, o sea, que el desván de arriba era inexistente.

—Voy a hacer una última revisión —dijo.

Levantó todas las alfombras en busca de tablas sueltas. Buscó por detrás de los pósteres de especias de la cocina para ver si ocultaban un escondrijo. Golpeó los muebles y el fondo de los armarios con los nudillos. No había nada de nada.

Sacudió la cabeza de un lado a otro burlándose de sí mismo. ¿Y por qué tendría que haber algo?

Cerró la puerta al salir y se detuvo un instante en el rellano, primero para ver si allí había algo de interés y después, en vista de que no era el caso, para acabar con la molesta sensación de que se le estaba pasando por alto algún detalle.

De pronto, su teléfono empezó a sonar y lo devolvió a la realidad.

—Soy Marcus. ¿Por qué no estás en tu despacho, Carl? ¿Y por qué tiene el aspecto que tiene? Todo el pasillo está lleno de piezas de yo qué sé cuántas mesas y en tu despacho hay notitas amarillas por todas partes. ¿Dónde estás? ¿Es que ya no te acuerdas de que mañana llega la visita de Noruega?

—¡Mierda! —exclamó algo más alto de la cuenta. Ya tenía aquel asunto felizmente olvidado.

—¿De acuerdo? —se oyó al otro lado de la línea.

Conocía los
de acuerdo
del jefe de Homicidios; mejor no coleccionarlos.

—Estaba saliendo hacia Jefatura.

Consultó el reloj. Eran más de las cuatro.

—¡¿Ahora?! No, tú no te preocupes por nada —dijo en un tono que no admitía discusiones; parecía enfadado—. Ya me ocupo yo de la visita de mañana, así no tendrán que ver ese desbarajuste que tienes ahí montado.

—¿A qué hora llegaban?

—A las diez, pero tú no te molestes, Carl, que ya me ocupo yo. Tú limítate a estar localizable por si, llegado el caso, necesitamos alguno de tus comentarios.

El subcomisario se quedó contemplando el móvil un rato después de que Marcus Jacobsen colgara. Hasta ese momento, los jeques del bacalao le habían traído por cierto sitio, pero de repente veía las cosas de otro modo. Si al jefe de Homicidios se le había antojado quedarse con su visita, ya podía ir cambiando de idea.

Lanzó un par de juramentos y se asomó a la claraboya que remataba la impresionante escalinata. El sol seguía alto e irrumpía por los cristales. Aunque su jornada laboral ya había terminado, no le apetecía volver a casa.

No tenía la cabeza para hacer el recorrido a través de los sembrados que flanqueaban Hestestien ni para enfrentarse a los pucheros de Morten.

Al reparar en la nitidez de la sombra del recuadro de la ventana sintió que se le dibujaba una arruga en la frente.

En las casas antiguas, los marcos de las claraboyas solían tener un grosor de treinta centímetros, pero este tenía más fondo, mucho más fondo. Al menos cincuenta centímetros. De modo que el aislamiento de la vivienda se hizo después de su construcción.

Echó la cabeza hacia atrás y descubrió un resquicio en el punto de unión del techo y el tabique oblicuo. Lo siguió por toda la habitación hasta regresar al punto de partida. Sí, las paredes se habían movido un poquitín; en su origen, la casa no estaba tan bien aislada, era evidente. Habían añadido una capa de por lo menos quince centímetros rematada con placas de yeso. Un trabajo de primera con la espátula y el pincel, pero siempre acaban apareciendo grietas, eso lo sabe todo el mundo.

A continuación giró sobre sus talones, volvió a abrir la puerta del apartamento de Kimmie, se dirigió directamente al lateral que daba al exterior y examinó todas las paredes inclinadas. Allí también había grietas, pero eso era todo.

Algún tipo de oquedad existía, pero al parecer era imposible acceder a ella para esconder algo. Al menos desde dentro.

Repitió esas palabras para sus adentros. ¡Al menos desde dentro! Miró hacia la puerta del balcón, asió el picaporte, abrió y salió al exterior, donde las tejas inclinadas componían un fondo de lo más pintoresco.

Ha pasado mucho tiempo, que no se te olvide, se dijo en un susurro mientras recorría con la mirada las hiladas de tejas.

Era el lado norte de la casa y unas algas, nutridas de agua de lluvia, cubrían casi todo el tejado como un fondo de atrezo. A continuación se volvió a observar las tejas que había al otro lado de la puerta y descubrió la irregularidad de inmediato.

Las hiladas de esa parte estaban bien dispuestas y también tenían hierbas por todas partes; la única diferencia era que una de las tejas, justo por encima del punto donde el pretil se unía al tejado, asomaba un poco con respecto a las demás. Se trataba de una de esas tejas acanaladas que se superponen unas a otras y llevan un pequeño tacón de apoyo en la cara inferior para que no se escurran del rastrel. Se apoyaba suelta entre las demás como si le hubiesen quitado ese tacón.

Cuando trató de levantarla, se soltó sin problemas.

Carl aspiró una buena bocanada del aire frío de septiembre.

Se sintió embargado por la extraña sensación de encontrarse frente a algo único. Algo parecido debió de sentir Howard Carter cuando, tras practicar una pequeña abertura en la puerta de la cámara mortuoria, se topó con la tumba de Tutankamon, porque ante el policía, en un hueco en el aislamiento que había bajo la teja, había una caja de metal sin pintar del tamaño de una caja de zapatos envuelta en plástico transparente.

Con el corazón latiendo a cien por hora, llamó a gritos a la muchacha.

—¡Mira esa caja!

Ella se inclinó a regañadientes para mirar por debajo de las tejas.

—Hay una caja. ¿Qué es?

—No lo sé, pero puedes dar fe de que la has visto ahí metida.

Lo miró con aire arisco.

—Ni que no tuviera ojos en la cara.

El subcomisario acercó su teléfono móvil al agujero y sacó varias fotos. Después se las enseñó.

—¿Estamos de acuerdo en que este es el hueco que acabo de fotografiar?

La muchacha colocó los brazos en jarras. Mejor sería no hacerle más preguntas.

—Ahora voy a sacarla para llevarla a comisaría.

No era una pregunta, sino una afirmación. De lo contrario, la empleada habría salido corriendo escaleras abajo para despertar a Kassandra Lassen y él habría acabado metido en un lío.

Cuando le indicó que podía retirarse la vio alejarse sacudiendo la cabeza y con una grave fisura en su confianza en la inteligencia de las autoridades.

Por un momento consideró la posibilidad de llamar a los de la científica, pero la idea de verlo todo lleno de kilómetros y kilómetros de cinta de plástico y hombres vestidos de blanco por todas partes lo hizo desistir. Ellos ya tenían bastante con lo suyo y él estaba algo apurado, de modo que se puso los guantes, levantó la caja con cuidado, volvió a colocar la teja, llevó la caja a la habitación, la dejó sobre la mesa, la desempaquetó y la abrió sin dificultad. Todo ello en una larga secuencia inconsciente.

Lo primero que vio fue un osito de trapo. No era mucho mayor que una caja de cerillas. De color claro, casi amarillento, con la felpa desgastada por la cara y los brazos. Quizá en su día fuera el bien más preciado de Kimmie, su único amigo. Quizá el de otra persona. Después levantó el papel de periódico que había debajo del oso.
BerlingskeTidende
, 29 de septiembre de 1995, se leía en una esquina. Era el día que se había ido a vivir con Bjarne Thøgersen. No tenía otro interés, el resto no era más que una larga ristra de ofertas de empleo.

Siguió buscando en la caja con la esperanza de encontrar un diario o unas cartas que sacaran a la luz pensamientos y hechos del pasado, pero lo que vio fueron cinco fundas de plástico de las que se emplean para clasificar sellos, tarjetas o recetas de cocina. Su instinto lo impulsó a llevarse la mano al bolsillo interior de la chaqueta, sacar unos guantes blancos de algodón y ponérselos antes de vaciar la caja de metal.

¿Por qué ocultar tan bien todas aquellas cosas? Supo la respuesta al ver las dos últimas fundas.

—¡Dios! —exclamó.

Eran dos tarjetas de Trivial Pursuit. Cada una de ellas en su funda.

Tras cinco minutos de intensa concentración, sacó su libreta y anotó cuidadosamente la posición de cada una de las fundas de plástico en relación con las demás.

Después pasó a estudiarlas con detalle de una en una.

Había una funda con un reloj de pulsera de caballero, otra con un pendiente, otra con lo que parecía ser una cinta de goma y, por último, un pañuelo.

Cuatro fundas de plástico, aparte de las dos con las tarjetas del Trivial.

Se mordió el labio.

Eso hacía un total de seis.

22

Ditlev subió todas las escaleras de Caracas en cuatro zancadas.

—¿Dónde está? —le aulló a la secretaria.

Después salió en la dirección que indicaba su dedo.

Frank Helmond estaba completamente solo, en ayunas y dispuesto para su segunda operación.

Cuando Ditlev entró en la habitación no encontró respeto en su mirada.

Qué extraño, se dijo el médico mientras sus ojos recorrían la sábana hasta llegar al rostro inmovilizado del paciente. Aquí está el muy cretino, mirándome sin el menor respeto. ¿Es que no ha aprendido la lección? ¿Quién le ha dejado hecho un cromo y quién ha vuelto a apañarlo?

A fin de cuentas, habían estado de acuerdo en todo. El tratamiento de los numerosos desgarrones del rostro de Helmond iría acompañado de un suave
lifting
facial y una intervención para reafirmar la zona del cuello y el pecho. Liposucción, cirugía y unas manos diestras, eso le estaba ofreciendo. Teniendo en cuenta que, además, añadía al trato a su mujer y su fortuna, no le parecía mucho pedir, si no un poco de gratitud por parte de Helmond, al menos sí que mantuviera su palabra y mostrara un mínimo de humildad.

Pero Helmond no había cumplido con su parte porque se había ido de la lengua. Algunas enfermeras tenían que estar asombradas con lo que habían oído y ahora habría que hacerlas entrar en razón.

Independientemente de lo atontado por la anestesia que estuviera el paciente, lo dicho, dicho estaba. «Han sido Ditlev Pram y Ulrik Dybbøl Jensen. »

Eso había dicho.

Ditlev se ahorró los preámbulos, el tipo parecía preparado para oír lo que fuera.

—¿Sabes lo fácil que es matar a un hombre durante la anestesia sin que nadie lo descubra? —le preguntó—. ¿Ah, no? Pues ahora que te están preparando para la operación de esta tarde, Frank, espero que a los anestesistas no les tiemble el pulso. Al fin y al cabo, les pago para que hagan bien su trabajo, ¿verdad?

Levantó el dedo índice a modo de advertencia.

—Una cosa más. Supongo que ahora estamos de acuerdo y piensas cumplir tu parte del trato y tener la boca cerrada, porque de lo contrario te arriesgas a que tus órganos terminen como piezas de repuesto para personas más jóvenes y mejores que tú, y eso sería muy molesto, ¿verdad que sí?

Ditlev rozó levemente el gotero, que ya estaba conectado.

—No te guardo rencor, Frank, así que tú tampoco me lo guardes a mí, ¿entendido?

Apartó la cama de un buen empujón y dio media vuelta. Si eso tampoco funcionaba, él se lo habría buscado.

Al salir cerró con tal violencia que un celador que pasaba por allí se acercó a comprobar que la puerta seguía entera cuando lo vio alejarse.

Después fue directamente a la lavandería. Hacía falta algo más que un desahogo verbal para sacarle del cuerpo la desagradable sensación que la sola presencia de Helmond le provocaba.

Su más reciente adquisición, una jovencita de Mindanao —donde te cortaban la cabeza si te acostabas con quien no debías—, seguía sin estrenar. La veía con muy buenos ojos. Era justo como le gustaban. La mirada huidiza y una enorme conciencia de su escaso valor. Eso, combinado con la accesibilidad de su cuerpo, encendía un volcán en su interior. Un volcán cuyo único anhelo era que lo extinguieran.

—Tengo el tema de Helmond bajo control —informó algo más tarde.

Ulrik asintió satisfecho tras el volante. Se le veía aliviado.

Ditlev contempló el paisaje, el bosque que empezaba a dibujarse a lo lejos, y se sintió lleno de calma. Al fin y al cabo, aquella semana tan descontrolada estaba teniendo un final bastante razonable.

—¿Y la policía? —preguntó su amigo.

—Eso también. Han apartado del caso al tal Carl Mørck.

Se detuvieron junto a la finca de Torsten, a unos cincuenta metros de la entrada, y volvieron sus rostros hacia las cámaras. Diez segundos más y el portón que había entre los abetos carretera adelante empezaría a levantarse.

Cuando entraron en el patio, Ditlev marcó el número de Torsten en el móvil.

—¿Dónde estás? —preguntó.

—Bajad por delante del criadero y aparcad. Estoy en la casa de fieras.

—Está en la casa de fieras —le explicó a Ulrik.

Empezaba a sentir una creciente excitación. Esa era la parte más intensa del ritual y, sin lugar a dudas, la favorita de Torsten.

Habían visto a Torsten Florin deambular entre modelos semidesnudas en infinidad de ocasiones, lo habían visto bañado por la luz de los focos recibiendo el tributo del público más selecto, pero jamás lo habían visto disfrutar tanto como cuando visitaban la casa de fieras antes de una cacería.

La siguiente se celebraría un día laborable aún por determinar, pero sería en el plazo de una semana. Esta vez solo participaría gente que se hubiera ganado el derecho a abatir la presa especial de la jornada alguna vez; gente para la que esas cacerías hubieran supuesto una experiencia importante y unos bienes materiales; gente digna de su confianza; gente como ellos.

Ulrik aparcó el Rover en el preciso instante en que Torsten salía del edificio con un mandilón de goma ensangrentado.

—Sed bienvenidos —los saludó sonriendo sin reservas.

De modo que venía de hacer una carnicería.

Habían ampliado el recinto desde su última visita. Ahora era más largo y más luminoso, con miríadas de cristales. Cuarenta obreros letones y búlgaros habían contribuido a que Dueholt empezara a parecerse al hogar que Torsten Florin ambicionaba desde que quince años atrás, a la edad de veinticuatro años, ganara sus primeros millones.

Había cerca de quinientas jaulas con animales en el interior, todas ellas iluminadas por lámparas halógenas.

Para un niño, un recorrido por la casa de fieras de Florin sería una experiencia mucho más exótica que una visita al zoo. Para un adulto medianamente interesado en el bienestar de los animales resultaría impactante.

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