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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (23 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—Toma —dijo—, aquí tienes mi número de cuenta. No tienes más que ingresarme las mensualidades del internado.

Él dejó escapar un hondo suspiro. Aquel pedacito de papel acababa de barrer de un plumazo varias décadas de autoridad.

Alzó la mirada hacia la niebla y sintió cómo la invadía la calma. El bullicio de las agudas voces que llegaban de la zona infantil apenas llegaba hasta ella.

Solo había un niño y una niña con sus canguros en todo el parque, dos pequeños de movimientos torpes que jugaban a «tú la llevas» entre los columpios mudos del otoño.

Avanzó entre la niebla y contempló en silencio a la niña. Llevaba algo en la mano que el pequeño trataba de quitarle.

Ella también había tenido una criatura como esa.

Se dio cuenta de que la canguro se había levantado y no la perdía de vista, de que las alarmas se habían disparado tan pronto había salido de la maleza con la ropa sucia y el pelo revuelto.

—Ayer no tenía este aspecto, tendrías que haberme visto —le gritó a la niñera.

De haber llevado puesto el traje de la estación la cosa habría sido bien distinta. Todo habría sido bien distinto. Puede que esa mujer hasta le hablara.

La escuchara.

Pero la niñera no escuchó. Saltó, le cerró el paso con decisión con los brazos extendidos y les gritó a los pequeños que volvieran de inmediato. Ellos se resistían. ¿Es que no sabía que algunos duendecillos no siempre obedecen? Kimmie se divertía.

De pronto echó la cabeza hacia delante y se echó a reír en plena cara de la canguro.

—¡He dicho que vengáis! —chilló histérica mirándola como si fuese una auténtica basura.

Por eso Kimmie dio un paso hacia ella y la golpeó. No tenía por qué tratarla como si fuera un monstruo.

La joven cayó al suelo sin parar de gritar que no le pegara y sin dejar de amenazarla con borrarla del mapa. Conocía a un montón de gente que podía hacerlo.

Kimmie le dio una patada en el costado. Primero una y después otra más, hasta que logró acallarla.

—Ven a enseñarme qué llevas en la manita, chiquitina —la atrajo—. ¿Llevas una ramita?

Pero los niños se habían quedado paralizados. Lloraban con los dedos crispados y llamaban a Camilla.

Kimmie se acercó más. Era una niña preciosa incluso cuando lloraba. Tenía el pelo muy largo y muy bonito. Castaño, como el de la pequeña Mille.

—Ven, bonita, enséñame lo que llevas en la mano —insistió mientras se aproximaba con cuidado.

Oyó un susurró por detrás, pero, aunque se volvió, no le dio tiempo a protegerse de aquel durísimo y brutal golpe en el cuello.

Cayó boca abajo sobre la grava y sintió en el vientre la aspereza de una de las piedras que marcaban el camino.

Mientras tanto, la tal Camilla saltó por encima de ella y se llevó a los dos niños, uno debajo de cada brazo. Una auténtica chicarrona de barrio, de pantalones ajustados y pelo lacio.

Kimmie levantó la cabeza y alcanzó a ver los rostros de los niños que, deshechos en lágrimas, desaparecían por detrás de los arbustos.

Ella también había tenido una niña como aquella, pero ahora estaba en casa, en la arqueta de debajo del diván. Aguardando pacientemente.

Pronto volverían a estar juntas.

21

—Quiero que hablemos de lo que ocurrió con total franqueza —dijo Mona Ibsen—. La última vez no llegamos demasiado lejos, ¿eh?

Carl contempló el mundo de la psicóloga. Pósteres con hermosos escenarios naturales, palmeras, montañas y esas cosas; colores claros iluminados por el sol; sillas de maderas nobles, plantas ligeras como plumas; todo en perfecto orden, nada dejado al azar; ningún cachivache perturbador y, sin embargo, la enorme distracción que suponía tenderse en el diván con la mente abierta y no ser capaz de pensar en otra cosa que en quitarle la ropa.

—Lo intentaré —prometió. Estaba dispuesto a hacer cuanto ella le pidiera. Al fin y al cabo, no tenía nada mejor en que entretenerse.

—Ayer atacaste a un hombre. ¿Puedes explicarme por qué?

Él protestó como correspondía, proclamó su inocencia. Sin embargo, ella lo miraba como si mintiera.

—Me temo que en tu caso la única manera de avanzar va a ser retroceder un poco. Quizá te parezca desagradable, pero es necesario.

—Dispara —contestó el subcomisario con los ojos entornados, pero lo bastante abiertos como para seguir el efecto de la respiración en sus pechos.

—En enero de este año te viste involucrado en un tiroteo en Amager, ya hemos hablado de ello. ¿Recuerdas la fecha exacta?

—El 26 de enero.

Ella asintió como si fuese una fecha particularmente buena.

—Tú saliste bastante bien librado, pero uno de tus compañeros, Anker, murió y el otro está paralítico en el hospital. ¿Cómo has llevado estos ocho meses, Carl?

Levantó la mirada hacia el techo. ¿Que cómo los había llevado? La verdad es que no tenía la menor idea. No debería haber ocurrido, eso era todo.

—Siento que pasara, claro.

Imaginó a Hardy en la clínica. Su mirada triste, apagada. Sus ciento veinte kilos de peso muerto.

—¿Te atormenta?

—Sí, un poco.

Trató de sonreír, pero Mona estaba consultando sus papeles.

—Hardy me ha dicho que sospecha que los tipos que os dispararon os estaban esperando. ¿Te lo ha dicho a ti también?

Carl se lo confirmó.

—¿Y también que cree que solo Anker o tú pudisteis ponerlos sobre aviso?

—Sí.

—¿Y qué te parece la idea?

Lo estaba evaluando. Tal como él lo veía, la mirada de Mona Ibsen destilaba erotismo. A saber si era consciente de ello y de lo mucho que le distraía.

—Puede que tenga razón —respondió.

—Tú no fuiste, evidentemente, lo noto. ¿Me equivoco?

¿Qué podía esperar sino una negativa? ¿Lo tomaba por tonto? ¿Hasta dónde creía poder leer en un rostro?

—No, claro, no fui yo.

—Pero, si fue Anker, algo tuvo que salirle mal, ¿no?

Es posible que esté loco por ti, pensó, pero si pretendes que siga adelante con esto vas a tener que empezar a hacerme preguntas como Dios manda.

—Sí, claro —contestó.

Oía su propia voz como un susurro.

—Hardy y yo vamos a tener que considerar esa posibilidad. En cuanto deje de ser víctima de las mentiras de un payaso que se cree detective y de las zancadillas de ciertos potentados, nos ponemos con ello.

—En Jefatura lo llaman el caso de la pistola de clavos a causa del arma homicida. A la víctima le dispararon en la cabeza, ¿verdad? Parece una ejecución.

—Es posible. Yo, teniendo en cuenta la situación, no llegué a ver gran cosa, y no he vuelto a ocuparme del caso desde entonces. No ha sido la única víctima, pero supongo que ya lo sabes. En Sorø mataron a otros dos hombres con el mismo sistema. Creen que los asesinos son los mismos.

La psicóloga asintió. Por supuesto que lo sabía.

—Este caso te atormenta, ¿verdad, Carl? —le preguntó.

—No, yo no diría tanto.

—¿Qué te atormenta entonces?

Se aferró al lateral del diván de piel. Ahora tenía la oportunidad que estaba esperando.

—Lo que me atormenta es que cada vez que intento invitarte a salir me digas que no. Eso sí que me atormenta, joder.

Salió de la consulta de Mona Ibsen con un burbujeo por todo el cuerpo. Cielo santo, qué bronca le había caído. Después, mientras ella lo acribillaba a preguntas que ya a varios kilómetros de distancia apestaban a acusaciones y dudas, había sentido el impulso de levantarse del diván hecho una furia y exigir que lo creyera, pero en lugar de hacerlo había permanecido echado contestando obedientemente. Al final, sin grandes aspavientos pero con una sonrisa apresurada, había accedido a que salieran a cenar juntos cuando, y solo cuando, terminara su relación con él como paciente.

Quizá se creyera segura con esa vaga promesa, quizá pensara que podría tenerlo eternamente bajo sospecha de no haber concluido el tratamiento, pero Carl lo sabía mejor que nadie: ya se encargaría él de que cumpliera su promesa.

Echó un vistazo calle abajo por la avenida Jægersborg Allé y contempló el maltratado núcleo urbano de Charlottenlund. Tras cinco minutos a pie hasta la estación de tren y otra media hora más de transporte, volvería a encontrarse mano sobre mano en su silla regulable del rincón del sótano. No era precisamente el escenario más adecuado para su recién recuperado optimismo.

Tenía que ocurrir algo y allí dentro no había más que la nada.

Al llegar a la esquina de Lindegårdsvej miró a lo lejos. Sabía perfectamente que al final de la calle el pueblo pasaba a llamarse Ordrup y que no sería mala idea ir a dar un paseo por allí.

Nada más marcar el número de Assad, su mirada se desvió automáticamente hacia el indicador de la batería. Acababa de cargarla y ya estaba a la mitad. Qué pesadez.

Assad parecía sorprendido. ¿Es que ya podían hablar?

—Déjate de idioteces, Assad. Basta con que no anunciemos a bombo y platillo por Jefatura que seguimos en ello. Escucha, ¿por qué no averiguas con quién podemos hablar que fuera al internado? En la carpeta grande hay un anuario. Ahí podrás ver quién iba a clase con Kimmie. Eso o búscame a algún profesor que trabajara allí entre 1985 y 1987.

—Ya lo he mirado.

¿Por qué coño no lo habría adivinado?

—Tengo unos nombres, entonces, pero no he terminado, jefe.

—Bien. Pásame a Rose, por favor.

Al cabo de un minuto oyó su voz jadeante.

—¡Sí!

Los títulos de sus superiores no formaban parte de su retórica.

—Montando las mesas, supongo.

—¡Sí!

Si con una palabra tan corta se podía expresar irritación, reproche, frialdad y un inmenso hartazgo ante un jefe que venía a interrumpir labores más importantes, decididamente Rose Knudsen era la persona más indicada para hacerlo.

—Necesito la dirección de la madrastra de Kimmie Lassen. Sé que me la pasaste en una nota, pero no la llevo encima. Tú dame la dirección y ya está, ¿vale? ¡Nada de preguntas, por favor!

Estaba a la puerta del Danske Bank, donde una larga fila de señoras y caballeros muy bien conservados aguardaban pacientemente en fila a que llegara su turno. Lo mismo ocurría en zonas menos exclusivas como Brøndby y Tåstrup cuando llegaba el día de cobrar, pero eso le parecía más comprensible. ¿Por qué demonios hacía cola en el banco gente tan acaudalada como los vecinos de Charlottenlund? ¿Es que no podían mandar a nadie a pagar los recibos? ¿No disponían de oficina virtual? ¿O había algo en los hábitos de los ricachones que se le escapaba? ¿Se gastarían la paga en acciones nada más cobrarla igual que los vagabundos de Vesterbro invertían la suya en tabaco y cerveza?

Sobre gustos no hay nada escrito, pensó. Al levantar la vista hacia la fachada de la farmacia descubrió el letrero del abogado Bent Krum en una ventana del edificio: «Licencia para ejercer ante el Tribunal Supremo». Con clientes como Pram, Dybbøl Jensen y Florin, no tardaría en verse obligado a echar mano de esa licencia.

Dejó escapar un hondo suspiro.

Pasar de largo por delante de aquel despacho sería como ignorar todas las tentaciones bíblicas. Casi podía oír la risa del diablo. Si llamaba al timbre, subía e interrogaba a Bent Krum, el abogado no tardaría ni diez minutos en tener a la directora de la policía al aparato. Y entonces, adiós Departamento Q y adiós Carl Mørck.

Por un momento se debatió entre el ocio involuntario y la posibilidad de dejar el enfrentamiento para mejor ocasión.

Lo más sensato es pasar de largo, se dijo mientras uno de sus dedos cobraba vida propia y pulsaba hasta el fondo el botón del telefonillo. Aún no había nacido el guapo que le parara una investigación. Bent Krum tendría que pasar por el banquillo tarde o temprano.

Soltó el botón con aire contrariado. La misma situación que ya había vivido miles de veces: acababa de darle caza la maldición de su juventud. Si alguien tenía que decidir, ese era él y solo él.

Una voz femenina algo grave lo informó con desgana de que tendría que esperar. Al cabo de unos instantes oyó pasos en las escaleras y al otro lado de la puerta de cristal apareció una mujer muy bien vestida, con un pañuelo de marca echado por los hombros y un abrigo de piel igualito al que Vigga se había pasado al menos cuatro quintas partes de su vida en común adorando en el escaparate de la tienda de Birger Christensen que había en Strøget. Como si a Vigga fuera a sentarle así. De habérselo comprado, lo más probable era que el abrigo hubiese corrido la triste suerte de acabar destrozado a tijeretazos para que alguno de sus salvajes amantes artistas le hiciera un drapeado a sus cuadros psicodélicos.

La mujer abrió la puerta y le dedicó una de esas blanquísimas sonrisas que solo se logran con dinero.

—No sabe cómo lo siento, pero me pilla usted saliendo. Mi marido no viene los jueves. Quizá pueda darle cita para otro día.

—No, yo…

Carl se llevó la mano al bolsillo por instinto en busca de su placa y no encontró más que pelusas. Pensaba decir que estaba llevando a cabo una investigación, algo así como que quería hacerle unas preguntas de rutina a su marido y que volvería dentro de una o dos horas si no les venía mal, algo breve, pero acabó preguntando:

—¿Está en el campo de golf?

Ella lo miró sin comprender.

—Que yo sepa, mi marido no juega al golf.

—Muy bien.

Inspiró antes de continuar:

—Lamento tener que decírselo, pero nos están engañando a los dos. Su marido y mi mujer están juntos y yo quisiera saber en qué situación me encuentro exactamente.

Trató de adoptar un aire abatido mientras observaba lo duro que había sido el golpe para aquella inocente mujer.

—Perdóneme —prosiguió—, lo siento muchísimo.

Le puso una mano en el brazo con delicadeza.

—Ha sido un error enorme por mi parte, le reitero mis disculpas.

Luego salió a toda prisa hacia Ordrup, algo impresionado al comprobar hasta qué punto se había contagiado de los impulsivos arrebatos de Assad. Un error por su parte. Sí, por decirlo suavemente.

Vivía enfrente de la iglesia, en Kirkevej. Tres cocheras, dos escaleras en forma de torreón, un pabellón de ladrillo en el jardín, centenares de metros de tapia recién arreglada y un palacete de cuatrocientos o quinientos metros cuadrados con más latón en las puertas que todo el
Dannebrog
, el barco de la reina. Decir que era una vivienda modesta y humilde habría sido equivocarse de medio a medio en la descripción.

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