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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (24 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Observó con placer que unas sombras se movían tras los cristales de la planta baja. Tenía una oportunidad.

La muchacha de servicio parecía agotada, pero accedió a llevar a Kassandra Lassen hasta la puerta siempre que fuera posible.

La expresión «llevar hasta la puerta» resultó más acertada de lo que el subcomisario había previsto en un principio.

Los gritos de protesta que salían del salón no tardaron en ser sustituidos por una exclamación.

—¿Un joven, dices?

Era la quintaesencia de una estirada arrogante de clase alta que había conocido tiempos mejores y hombres mejores. Nada más lejos de la mujer delgada y sin una arruga del reportaje de
Ella y su vida
. La de cosas que podían ocurrir en treinta años. Llevaba puesto un kimono que le quedaba tan suelto que su ropa interior de satén había pasado a formar parte de la imagen de conjunto. Los grandes aspavientos de sus manos de larguísimas uñas salieron al encuentro del policía. Había comprendido de inmediato que era un hombre de verdad, una afición que al parecer no había perdido con la edad.

—Pero pase, pase —lo recibió.

El aliento le apestaba a alcohol añejo, pero del bueno.
Whisky
de malta, diría él. La densidad de la nube era tal que un entendido habría podido incluso determinar la cosecha.

Entró del brazo de su anfitriona, o quizá sería más correcto decir dirigido por el abrazo de sus garras, y fue a parar a una zona de la planta baja a la que ella, en un tono de voz más cavernoso, se refirió como
My room
.

Allí lo sentó en un sillón muy arrimadito al suyo con vistas frontales a sus caídos párpados y a sus aún más caídos pechos. Memorable.

También allí la amabilidad, o quizá sería mejor decir el interés, acabó en el instante en que le comunicó el motivo de su visita.

—¿Dice que quiere información sobre Kimmie?

La mujer se llevó la mano al pecho en un gesto que daba a entender que si no se marchaba se desplomaría en el suelo.

En ese momento, Carl notó cómo su temperamento de Vendsyssel pasaba a la acción.

—He venido porque me han dicho que esta casa es la quintaesencia de los buenos modales y aquí siempre lo tratan a uno bien, independientemente de lo que le haya traído —intentó. Sin resultado.

Cogió la botella de cristal y le rellenó el vaso de
whisky
. Tal vez eso la ablandara.

—¿Sigue viva esa niña? —preguntó Kassandra Lassen en un tono completamente desprovisto de empatía.

—Sí, vaga por las calles de Copenhague. Tengo una foto suya, ¿quiere verla?

Ella cerró los ojos y apartó el rostro como si acabaran de ponerle una mierda de perro delante de las narices. Cielo santo, mejor que le evitara esa experiencia.

—¿Podría explicarme qué pensaron usted y el que entonces era su marido en 1987 cuando se enteraron de las sospechas que recaían sobre Kimmie y sus amigos?

Volvió a llevarse la mano al pecho, esta vez para concentrarse mejor, al parecer. Después le cambió la expresión. La sensatez y el
whisky
empezaban a cooperar.

—¿Sabe una cosa, querido? La verdad es que no seguimos muy de cerca aquel asunto. Viajábamos mucho, ¿me comprende?

Se volvió bruscamente hacia él y tardó unos instantes en recobrar el sentido de la orientación.

—Dicen que viajar es el elixir de la vida. Mi marido y yo hicimos amistades maravillosas. El mundo es un lugar fantástico, ¿no le parece, señor… ?

—Mørck, Carl Mørck.

Asintió. Un ser tan obtuso no lo encontraba uno ni en los cuentos de los hermanos Grimm.

—Sí, tiene usted toda la razón.

No tenía por qué saber que —aparte de un viaje en autocar a la Costa Brava, donde Vigga tenía trato con los artistas locales mientras él se cocía en una playa abarrotada de jubilados— jamás se había alejado mucho más de novecientos kilómetros de Valby Bakke.

—¿Cree usted que esas sospechas podrían tener fundamento? —preguntó Carl.

Ella curvó las comisuras de los labios hacia abajo. Quizá fuera un intento de parecer seria.

—¿Sabe una cosa? Kimmie era un asco de cría. A veces pegaba. Sí, ya desde pequeñita. Empezaba a mover los brazos como los palos de un tambor en cuanto alguien le llevaba la contraria. Así.

Intentó ilustrarlo mientras los jugos de malta salían disparados en todas direcciones.

¿Qué criatura con un desarrollo medianamente normal no habría hecho lo mismo?, se preguntó Carl. Sobre todo con semejantes padres.

—¿Y también se comportaba así de mayor?

—¡Ja! Era odiosa. Me llamaba cosas horribles, no se puede hacer una idea.

Sí que podía.

—Además, era muy ligera de cascos.

—¿Puede explicarse un poco mejor?

La señora Lassen se frotó las finas venillas azules del dorso de la mano. Solo entonces advirtió su invitado lo afectadas que tenía las articulaciones por la artritis. Observó el vaso de
whisky
casi vacío y pensó que el alivio del dolor tenía muchos rostros.

—Cuando volvió de Suiza se traía a casa a cualquiera y… sí, las cosas como son… jodía con ellos como un animal, con la puerta abierta, cuando yo estaba en casa. No era nada fácil estar sola, señor Mørck.

Agachó la cabeza y lo observó con seriedad.

—Sí, Willy, el padre de Kimmie, ya había hecho las maletas y se había largado.

Bebió un sorbito del vaso.

—Como si quisiera que se quedara. Ridículo…

Luego volvió a mirarlo con la dentadura teñida de vino tinto.

—¿Está usted solo en la vida, señor Mørck?

Su caída de hombros y su más que evidente invitación eran de folletín.

—Así es —contestó él recogiendo el guante. La miró a los ojos y le sostuvo la mirada hasta que ella enarcó las cejas lentamente y bebió otro sorbo. Sus cortas pestañas eran lo único que asomaba por el borde del vaso. Hacía mucho que un hombre no la miraba de ese modo.

—¿Sabía que Kimmie se había quedado embarazada? —la interrogó el policía.

Ella tomó aire y por un momento pareció ausente, aunque con las huellas del pensamiento grabadas en la frente, como si lo que le doliera fuera más la palabra
embarazada
que el recuerdo de una inmensa frustración. Hasta donde Carl sabía, ella no había sido capaz de engendrar vida.

—Sí —contestó con la mirada fría—, eso hizo la señorita. No fue una sorpresa para nadie.

—¿Qué pasó después?

—Después vino pidiendo dinero, claro.

—¿Y se lo dieron?

—¡Yo no!

Renunció al coqueteo para dar paso al mayor de los desprecios.

—Pero su padre le dio doscientas cincuenta mil coronas y le pidió que no volviera a ponerse en contacto con él.

—¿Y usted? ¿Volvió a saber de ella?

Negó con la cabeza. Su mirada decía: mejor así.

—¿Quién era el padre del niño? ¿Lo sabe usted?

—Ah, sería ese retrasado que le prendió fuego al negocio de su padre.

—¿Se refiere a Bjarne Thøgersen, el hombre al que encerraron por el crimen?

—Seguramente. La verdad es que ya no me acuerdo de cómo se llamaba.

—¡Claro, claro!

Era mentira, seguro. Con
whisky
o sin él. Esas cosas no se olvidan así como así.

—Kimmie vivió aquí una temporada y me dice usted que no fue nada fácil.

Ella lo observó con aire de incredulidad.

—¿No pensará que aguanté en este gallinero mucho tiempo? No, preferí trasladarme a la costa.

—¿A la costa?

—A la Costa del Sol, claro. A Fuengirola. Tenía una terraza estupenda frente al paseo marítimo. Un sitio maravilloso. ¿Conoce Fuengirola, señor Mørck?

Él asintió. Seguramente ella iba por la artritis, pero era el destino favorito de todos los inadaptados con algo de dinero y trapos sucios. Si hubiera dicho Marbella lo habría entendido mejor. Al fin y al cabo, tenía un capital considerable.

—¿Sabe usted si queda algo de Kimmie en la casa? —le preguntó.

En ese preciso instante la mujer se vino abajo. Se quedó en silencio y continuó bebiendo a su ritmo, con calma; una vez vacío el vaso, se le vació también el cerebro.

—Me parece que Kassandra necesita descansar —dijo la muchacha, que hasta ese momento se había mantenido en
standby
en un segundo plano.

Carl levantó una mano para detenerla. Acababa de tener una sospecha.

—¿Podría ver la habitación de Kimmie, señora Lassen? Tengo entendido que sigue tal como ella la dejó.

Lo dijo sin pensar. Era una de esas frases que los polis curtidos llevan en el cajón de «Vale la pena probar». Siempre empiezan por: «Tengo entendido que… ».

En caso de apuro nunca está de más un buen comienzo.

Carl dedicó los dos minutos escasos que la muchacha de servicio tardó en acostar a la reina de la casa en su lecho dorado a curiosear por ahí. Aquella casa podía ser el lugar donde Kimmie había pasado su infancia, pero le pareció el sitio menos adecuado para criar a un niño. No había un solo rincón donde jugar, todo estaba repleto de adornos, jarrones chinos y japoneses, y al estirar los brazos se corría el riesgo de que la aventura acabara en un siniestro con seis ceros. Un ambiente de lo más desagradable, que seguramente no había cambiado mucho con los años. A su modo de ver, una cárcel para niños.

—Sí —le explicó la muchacha de camino hacia el segundo piso—, en realidad Kassandra solo vive aquí, la casa es de la hija. Por eso toda la segunda planta está tal como ella la dejó la última vez que vino.

De modo que Kassandra Lassen vivía de la misericordia de Kimmie y si esta regresaba a la sociedad, el refugio de Kassandra podía pasar a la historia. Qué capricho del destino. La mujer rica vagando por las calles y la pobre reinando sobre el parnaso. Por eso iba a Fuengirola y no a Marbella. No era por propia voluntad.

—Le advierto que está desordenado —dijo la muchacha al abrir la puerta—, pero lo hemos preferido así. Kassandra no quiere que la hija vuelva y la acuse de hurgar en sus cosas, y no me parece mala idea.

Carl, que esperaba al final de la alfombra roja, asintió. ¿De dónde sacaban una servidumbre tan leal y tan ciega? Y ni siquiera tenía acento extranjero.

—¿Conocías a Kimmie?

—¡No, por Dios! ¿Tengo aspecto de llevar aquí desde 1995?

Se echó a reír de buena gana.

Pero el caso era que sí lo tenía.

Aquello era prácticamente otra vivienda. Esperaba encontrar un par de habitaciones, pero desde luego, no aquella reproducción de una buhardilla del Barrio Latino de París. No faltaba ni el balcón de estilo francés. Los cristales de las ventanas con travesaños de los miradores que habían abierto en las paredes inclinadas estaban sucios, pero por lo demás todo era perfecto. Si eso era lo que la muchacha entendía por desorden, al ver el cuarto de Jesper le daría un síncope.

Había algo de ropa sucia desperdigada, pero nada más. Ni siquiera papeles en la mesa ni nada delante de la tele, en la mesita del sofá, que revelara que allí había vivido una joven.

—Puede echar un vistazo, señor Mørck, pero antes me gustaría ver su placa. Se suele hacer así, ¿verdad?

Él asintió y empezó a rebuscar en todos sus bolsillos. Maldita entrometida. Al final encontró una tarjeta de visita medio doblada que llevaba allí guardada hacía siglos.

—Lo siento, pero mi placa está en Jefatura, lo lamento mucho. Verás, como soy el jefe del departamento no salgo muy a menudo, pero esta es mi tarjeta, toma. Así sabrás quién soy.

Ella leyó el número y la dirección y después palpó la tarjeta como si fuera una experta en falsificaciones.

—Un momento —dijo.

A continuación levantó el auricular de un teléfono Bang & Olufsen que había sobre la mesa. Se presentó como Charlotte Nielsen y preguntó si conocían a un comisario llamado Carl Mørck. Esperó un momento dando golpecitos con el pie mientras le pasaban la llamada a otra persona.

Volvió a preguntar lo mismo y pidió una descripción del tal Mørck.

Lo miró de arriba abajo entre risas y colgó con una sonrisa en los labios.

¿Qué cojones le haría tanta gracia? Diez contra uno a que había hablado con Rose.

Sin entrar en detalles acerca de sus risitas, salió de la habitación y lo dejó solo con sus preguntas en aquel piso abandonado que, aparentemente, no tenía nada que contar.

Revisó todo varias veces y otras tantas apareció la muchacha de servicio en el umbral. Había decidido asumir el papel de guardiana y creía hacerlo mejor si lo observaba como quien mira a una hormiga hambrienta que se le ha subido a la mano. Pero no fue a mayores. Carl no había revuelto las cosas ni se había guardado nada en el bolsillo.

Parecía una empresa arriesgada. Kimmie se había marchado de un modo apresurado, pero no a lo loco. Lo más probable es que tirase lo que no quería que viera nadie a los cubos de basura situados a la entrada del jardín que se veían por el balcón.

Lo mismo se podía decir de su ropa. Había un montoncito en la silla de al lado de la cama, pero no ropa interior. Había zapatos tirados por los rincones, pero no calcetines sucios. Se había detenido a pensar qué podía dejar y qué era demasiado íntimo, y ese era precisamente el quid de la cuestión, que nada era íntimo.

Por no haber, no había siquiera decoración en las paredes, normalmente tan reveladora de ideologías y gustos. Ni cepillos de dientes en su pequeño cuarto de baño de mármol, ni tampones en el armario, ni bastoncillos de algodón en el cubo de basura junto al inodoro. No se veía ni rastro de excrementos en la taza ni de pasta de dientes en el lavabo.

Kimmie había dejado aquel lugar tan asépticamente desprovisto de personalidad que era evidente que su moradora solo podía haber sido una fémina, pero por lo demás, podía tratarse de una
mezzosoprano
de Jutlandia del Ejército de Salvación o de una pija
fashion
de barrio bien.

Apartó las sábanas e intentó captar algún olor. Levantó la carpeta del escritorio para ver si había alguna nota olvidada. Revisó el fondo de la papelera vacía, miró por detrás de los cajones de la cocina, asomó la cabeza por el altillo. Nada.

—Ya no falta mucho para que anochezca —observó Charlotte dando a entender que ya iba siendo hora de que se buscara otro sitio donde seguir jugando a los policías.

—¿Hay un desván o algo así ahí encima? —preguntó él esperanzado—. Una trampilla o una escalera que no se vea desde aquí.

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