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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (28 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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De la oficina de Rose salía algo que, en el mejor de los casos, se podía descifrar como la
Suite n. º 3
de Bach en un arreglo para silbido desenfrenado. Vamos, un concierto de órgano para nivel avanzado.

Diez minutos después los tenía a ambos sentados frente a sendas tazas humeantes en el mismo despacho al que la víspera se había referido como suyo y que ahora le costaba reconocer.

Rose observó cómo se quitaba la chaqueta y la colgaba del respaldo de su silla.

—Bonita camisa, Carl —dijo—. Ya veo que no te has olvidado del osito. ¡Muy bien!

Señaló hacia el bulto que se le marcaba en la pechera.

Él asintió. Era para acordarse de trasladar a Rose a algún departamento nuevo e indefenso en cuanto se presentara la ocasión.

—¿Qué te parece entonces, jefe? —preguntó Assad recorriendo con un amplio movimiento de la mano todo el local, en el que nada perturbaba la visión. Una auténtica delicia para los del
feng shui
. Limpieza de líneas y también de suelos.

—Johan ha bajado a echarnos una mano, volvió al trabajo ayer —le explicó Rose—. Al fin y al cabo, el que empezó todo esto fue él.

Carl intentó poner algo de chispa en su helada sonrisa. Estaba contento, pero un poco abrumado.

Cuatro horas más tarde los tres ocupaban sus asientos a la espera de la llegada de la delegación noruega. Cada uno tenía un papel que desempeñar. Habían comentado la lista de agresiones y verificado que las huellas halladas en las tarjetas del Trivial coincidían con dos huellas fácilmente identificables de una de las víctimas, Søren Jørgensen, y otra peor conservada de su hermana. Ahora la cuestión era quién se había llevado esas tarjetas del lugar de los hechos. Si había sido Bjarne Thøgersen, ¿por qué se encontraban entonces en la caja de Kimmie en su casa de Ordrup? La presencia de alguien más que Thøgersen en la cabaña habría supuesto un cambio radical para la interpretación del tribunal en el momento de dictar sentencia.

La euforia se había apoderado de la oficina de Rose Knudsen. Superado el atentado a Bach, ahora se la oía hacer los más furiosos intentos de desenterrar el material relativo a la muerte de Kristian Wolf mientras Assad trataba de averiguar dónde trabajaba y vivía el tal K. Jeppesen, que en tiempos dio clases de lengua a Kimmie y compañía.

Tenían mucho que hacer antes de que llegaran los noruegos.

Al dar las diez y veinte, Carl supo que algo iba mal.

—No van a bajar si no subo a buscarlos —dijo cogiendo su carpeta.

Hizo a la carrera el largo recorrido de subida por las redondas escaleras de piedra hasta el segundo piso.

—¿Están ahí dentro? —les gritó a un par de compañeros exhaustos que estaban enfrascados en la tarea de deshacer nudos gordianos. Asintieron.

En el comedor había al menos quince personas. Además del jefe de Homicidios, estaban Lars Bjørn —el subjefe—, Lis con una libreta, un par de tipos jóvenes y resueltos vestidos con aburridos trajes, que supuso que serían del Ministerio de Justicia, y cinco individuos de atuendos coloridos que, al contrario que el resto de los presentes, acogieron su llegada mostrando unas dentaduras de lo más sonrientes. Al menos un punto a favor para los invitados de Oslostán.

—Pero a quién tenemos aquí, si es Carl Mørck. ¡Qué sorpresa tan agradable! —exclamó su jefe, que opinaba exactamente lo contrario.

El subcomisario les estrechó la mano a todos, incluida Lis, y se presentó con extremada claridad a los noruegos, a los que no entendía ni media palabra.

—Enseguida continuaremos la visita por las salas inferiores —dijo ignorando la torva mirada de Bjørn—, pero antes me gustaría exponer brevemente mis principios como jefe del Departamento Q, nuestra brigada de más reciente creación.

Se colocó delante del panel que estaban viendo antes de su intromisión y preguntó:

—¿Me entendéis todos, chicos?

Tomó buena nota de sus entusiastas cabeceos y de las cuatro conchas de la corbata azul marino de Lars Bjørn.

Dedicó los siguientes veinte minutos a exponer a grandes rasgos el esclarecimiento del caso de Merete Lynggaard, que a juzgar por su expresión los noruegos conocían bien, y concluyó con una breve exposición del caso que los ocupaba en aquellos momentos.

Era evidente que los del Ministerio de Justicia estaban desorientados. Supuso que era la primera noticia que tenían del caso.

Luego se volvió hacia Marcus Jacobsen.

—En el curso de nuestras investigaciones acaban de llegar a nuestras manos pruebas inequívocas de que al menos uno de los integrantes del grupo, Kimmie Lassen, está directa o indirectamente vinculada al caso.

Explicó las circunstancias del hallazgo y les aseguró a todos que había un testigo fidedigno presente en el momento de la retirada de la caja, sin perder de vista en ningún momento a Lars Bjørn, cuyo rostro se iba ensombreciendo por momentos.

—¡Esa caja de metal podría habérsela dado Bjarne Thøgersen, con quien convivía en esa época! —observó con acierto el jefe de Homicidios.

Ya habían estudiado esa posibilidad en el sótano.

—Sí, pero no lo creo. Mira la fecha del periódico. Es del día que, según Bjarne Thøgersen, Kimmie se instaló en su casa. Yo diría que lo empaquetó todo y lo guardó porque no quería que él lo viese. Pero puede haber otras explicaciones. Esperemos que podamos localizar a Kimmie Lassen e interrogarla. A ese respecto me gustaría solicitar una orden de búsqueda, así como un par de hombres de refuerzo para vigilar la zona de la estación central y para seguir a Tine, la toxicómana, y sobre todo a los señores Pram, Dybbøl Jensen y Florin.

Al llegar a este punto le lanzó una mirada envenenada a Lars Bjørn para volverse a continuación hacia los noruegos.

—Tres de los alumnos del internado, hombres muy conocidos en Dinamarca que hoy son respetables ciudadanos y ocupan lo más alto de la escala social; en su día fueron sospechosos de estar detrás del doble asesinato de Rørvig —les aclaró.

La frente del jefe de Homicidios empezó a poblarse de arrugas.

—Veréis —continuó Carl dirigiéndose directamente a los noruegos, que bebían café como si acabaran de sobrevivir a un vuelo de sesenta horas sin comer ni beber o vinieran de un país cuyas reservas de moca llevaran agotadas desde la invasión de los alemanes—, como sabéis gracias a la fabulosa labor que vosotros y vuestra Kripos lleváis a cabo en Oslo, estos golpes de suerte suelen poner al descubierto otros delitos que en su momento o bien no se resolvieron, o bien no llegaron a clasificarse como tales.

De pronto uno de los noruegos levantó la mano y le disparó una cantarina pregunta que Carl le hizo repetir un par de veces hasta que uno de los funcionarios acudió en su ayuda.

—Lo que el comisario Trønnes desea saber es si han elaborado una lista de posibles delitos que puedan estar relacionados con el crimen de Rørvig —tradujo.

Carl asintió cortésmente. ¿Cómo demonios era capaz de extraer una frase tan coherente de semejantes gorjeos?

Sacó de la carpeta la lista de Johan Jacobsen y la fijó a la pizarra.

—El jefe de Homicidios ha colaborado en esta parte de la investigación.

Le dedicó una mirada de gratitud a Marcus, que sonrió amablemente a los demás con cara de no estar entendiendo una palabra.

—Ha puesto a disposición del Departamento Q las pesquisas que había hecho por cuenta propia un miembro del personal civil. Sin compañeros como él y su gente, y sin una cooperación interdepartamental como la nuestra, no habría sido posible llegar a estos resultados en tan poco tiempo. No olvidemos que este caso, que tiene más de veinte años de antigüedad, solo hace catorce días que es objeto de nuestro interés. De modo que gracias, Marcus.

Alzó hacia él una copa imaginaria a sabiendas de que aquello, tarde o temprano, volvería como un bumerán.

A pesar de los desesperados intentos —sobre todo por parte de Lars Bjørn— de cambiar la agenda de Carl, resultó enormemente sencillo bajar a los noruegos al sótano.

El funcionario intentaba hacer partícipe al subcomisario de los comentarios de los visitantes de la nación hermana. Estaban admirados de la sobriedad danesa y de que los resultados siempre fueran muy por delante de sus recursos y beneficios personales, le explicó. Esa interpretación no iba a ser muy bien recibida arriba cuando se extendiera el rumor.

—Me persigue un tipo que no para de hacerme preguntas y no le entiendo ni pío. ¿Sabes noruego? —le susurró a Rose mientras Assad se deshacía en elogios y no dejaba de poner medallas a la policía danesa por su política de integración. Al mismo tiempo les ofrecía una asombrosa visión de conjunto de por qué en esos momentos estaban trabajando como esclavos.

—Aquí tenemos la clave de nuestro departamento —dijo Rose.

Después empezó a repasar una montaña de casos que había ordenado por la noche. Hablaba en el noruego más comprensible y cercano a la belleza que Carl había oído en su vida.

Por mucho que le costara admitirlo, no estaba nada, pero que nada mal.

Una vez en su despacho, se encontraron con que en la pantalla grande los esperaba una soleada visita guiada a Holmenkollen. Había sido idea de Assad poner un DVD acerca de las maravillas de Oslo que había conseguido en la librería de Politiken tan solo diez minutos antes y no quedó un ojo seco. Al cabo de una hora, cuando se fueran a comer, la ministra de Justicia lanzaría destellos de entusiasmo.

Un noruego que farfulló su nombre y parecía el jefe invitó a Carl a Oslo con unas cordiales palabras sobre la hermandad de los pueblos. Y si no podía, al menos tenía que acompañarlos en el almuerzo, y si para eso tampoco disponía de tiempo, por lo menos podría darle un buen apretón de manos, porque se lo había ganado.

Cuando se marcharon, Carl contempló a sus dos ayudantes con algo que por un momento se podría haber interpretado como cariño y gratitud. No porque los noruegos hubieran pasado con éxito por el sistema, sino porque era muy probable que no tardaran en convocarlo a una reunión en el segundo piso para devolverle su placa. Y si se la devolvían, la suspensión sería cosa del pasado casi antes de entrar en vigor. Y si era cosa del pasado, ya no tendría que ir a terapia con Mona Ibsen. Y si no tenía que ir, entonces saldrían a cenar. Y si salían a cenar, quién sabe.

Se disponía a decirles unas bonitas palabras —tampoco a ponerlos por las nubes, pero sí, quizá, a hacerles la promesa de que, con motivo de lo especial del día, podrían irse a casa una hora antes— cuando una llamada telefónica lo cambió todo.

Un catedrático, un tal Klavs Jeppesen, llamaba en respuesta al mensaje que le había dejado Assad en el instituto de Rødovre.

Sí, claro, podía reunirse con Carl, y sí, había trabajado en el internado a mediados de los ochenta. Recordaba perfectamente aquella época.

No había sido nada buena.

24

Encontró a Tine acurrucada bajo las escaleras de un portal de Dybbølsgade, cerca de la plaza Enghave Plads. Estaba sucia, magullada, muriéndose por un chute. Uno de los vagabundos de la plaza le contó que llevaba así veinticuatro horas y que se negaba a moverse.

Estaba pegada a la pared del fondo del hueco de la escalera, oculta en la oscuridad.

Cuando Kimmie asomó la cabeza, se sobresaltó.

—Dioooos, si eres tú, Kimmie, cielo —exclamó aliviada lanzándose a sus brazos—. Hola, Kimmie. Hola. Eres justo la persona a quien quería ver.

Temblaba como una hoja y le castañeteaban los dientes.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Kimmie—. ¿Por qué estás ahí metida? ¿Por qué tienes este aspecto?

Le acarició la mejilla hinchada.

—¿Quién te ha pegado, Tine?

—Viste mi nota, ¿verdad?

Se echó hacia atrás y la miró con los ojos amarillos e inyectados en sangre.

—Sí, claro que la vi. Bien hecho, Tine.

—Entonces, ¿vas a darme las mil coronas?

Kimmie asintió y le secó el sudor de la frente. Tenía la cara llena de golpes. Un ojo casi cerrado. La boca torcida. Cardenales y marcas por todas partes.

—No vayas a los sitios por donde sueles moverte, Kimmie.

Cruzó los brazos temblorosos por delante del pecho en un intento de calmar las sacudidas de su cuerpo, sin éxito.

—Esos hombres estuvieron en mi casa. No fue nada agradable, pero ahora me quedo aquí, ¿verdad, Kimmie?

Iba a preguntarle qué había ocurrido cuando oyó el chasquido de la puerta del portal. Uno de los habitantes de la casa regresaba con los tintineantes trofeos del día en una bolsa del Netto. No era de los que habían colonizado el barrio últimamente, no. Llevaba montones de tatuajes caseros en los brazos.

—No podéis estar aquí —dijo en tono agrio—. Largo, a la calle, guarras.

Kimmie se incorporó.

—Creo que harías bien en subir a tu casa y dejarnos en paz —replicó, avanzando unos pasos hacia él.

—¿Y si no?

El tipo dejó la bolsa en el suelo, entre sus piernas.

—Si no, te parto la cabeza.

Le encantó, era evidente.

—Vaya, guarrilla, pareces lista. Puedes largarte con esa yonqui asquerosa o subir conmigo. ¿Qué te parece? Por mí, esa cerda puede quedarse pudriéndose donde quiera si subes.

Estaba intentando tocarla cuando su grasiento barrigón recibió el duro impacto del puño de Kimmie que se hundió en la carne fofa. El segundo golpe eliminó la expresión de sorpresa de su rostro. El golpe de sus pies contra el suelo de madera del portal sonó como una estampida.

—Ahhhh —gimoteó con la frente en el suelo mientras Kimmie se sentaba en el hueco de la escalera.

—¿Quién fue? ¿Dices que unos hombres? ¿Adónde dices que van a ir?

—Eran los de la estación. Subieron a mi casa y, como no quise decirles nada de ti, me pegaron.

Intentó sonreír, pero la hinchazón del lado izquierdo se lo impidió. Después encogió las piernas.

—Yo me quedo aquí. Esos tíos me la sudan.

—Pero ¿quiénes son? ¿De la policía?

Hizo un gesto negativo.

—¿Esos? ¡Para nada! El policía era majo. No, son unos gilipollas que te buscan porque les pagan para encontrarte. Ten cuidado.

Aferró a Tine por un brazo esquelético.

—¡Te pegaron! ¿Les dijiste algo? ¿Te acuerdas?

—Kimmie, es que… necesito un chute.

—Tendrás tus mil coronas, Tine, no te preocupes. ¿Les dijiste algo de mí?

—Yo no me atrevo a salir a la calle, vas a tener que traérmelo. Kimmie, por favor. Y una botella de Cocio y unos cigarrillos. Y un par de birras, ya sabes.

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