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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (35 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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—Quién sabe lo que habría podido contarnos —murmuró Carl.

Marcus asintió.

—Sí, hay que reconocer que esta muerte no es un mal estímulo para seguir con la búsqueda de Kimmie Lassen.

Solo quedaba la cuestión de si serviría de algo.

Dejó a Assad en el lugar de la explosión y le pidió que hiciera algunas averiguaciones para ver si la investigación había aportado novedades. Después tenía instrucciones de volver a Jefatura a ver si Rose necesitaba algo.

—Yo voy primero a la tienda de animales y luego al instituto de Rødovre —le gritó mientras Assad emprendía una carrera decidida hacia los expertos en explosivos y los peritos de la policía que aun seguían infestando el terreno del ferrocarril.

Con sus enormes árboles de hojas amarillo chillón plantados en jardineras de roble y sus carteles de animales exóticos por toda la fachada, Nautilus Trading parecía un verde oasis en medio de los edificios de antes de la guerra que poblaban la tortuosa callejuela, seguramente la próxima en desaparecer para dejar paso a un montón de casoplones de lujo completamente invendibles. Era una empresa considerablemente mayor de lo que esperaba y quizá también bastante más grande de lo que era cuando Kimmie trabajaba allí.

Y, por supuesto, estaba cerrada. La paz sabatina lo había invadido todo.

Rodeó los edificios hasta dar con una puerta que no estaba cerrada con llave. «Entrega de mercancías», ponía.

La abrió y, tras recorrer diez metros, se encontró en medio de un infierno de humedad tropical que de inmediato lo dejó con las axilas chorreando.

—¿Hay alguien? —gritaba cada veinte segundos en su peregrinar a través de acuariolandia y sauriolandia hasta un paraíso de trinos procedentes de cientos y cientos de jaulas colocadas en una nave que tenía el tamaño de un supermercado.

No logró localizar a un ser humano hasta la cuarta nave de jaulas llenas de mamíferos grandes y pequeños; estaba enfrascado en limpiar un recinto de unas dimensiones suficientes para albergar a un león o dos.

Al aproximarse, percibió un olor acre, a fiera, en medio de aquella peste nauseabunda y dulzona, de modo que era posible que, efectivamente, fuese una jaula para leones.

—Perdone. —Se presentó con delicadeza, aunque al tipo de la jaula casi le da un infarto y se le cayeron el cubo y la fregona.

En medio de un charco de agua jabonosa, y enfundado en unos guantes que le llegaban hasta los codos, observaba al policía como si hubiera ido allí a despellejarlo, literalmente.

—Perdone —repitió Carl, esta vez con la placa a la vista—. Carl Mørck, del Departamento Q de la Jefatura de Policía. Tendría que haber llamado antes de venir, pero es que estaba aquí al lado.

Tendría entre sesenta y sesenta y cinco años, el pelo canoso y multitud de pequeñas arrugas alrededor de los ojos, seguramente cinceladas a lo largo de años de entusiasmo entre suaves cachorros peludos. En ese preciso instante parecía algo menos entusiasmado.

—Una jaula muy grande para limpiarla —intentó ablandarlo el policía mientras palpaba los lisos barrotes de acero.

—Sí, pero tiene que quedar perfecta. Mañana se la llevan al dueño de la empresa.

Pasaron a una nave contigua donde la presencia de los animales era algo menos intensa.

—Sí —dijo el hombre—, claro que me acuerdo de Kimmie. Ella ayudó a levantar todo esto. Creo que estuvo con nosotros unos tres años, justo cuando ampliamos el negocio y nos convertimos en importadores y central de intermediación.

—¿Central de intermediación?

—Sí. Cuando un agricultor de Hammer quiere cerrar una explotación con cuarenta llamas o diez avestruces, ahí es donde aparecemos nosotros. O cuando un criador de visones quiere pasarse a la chinchilla. Los zoológicos pequeños también recurren a nuestros servicios. Tenemos contratados a un zoólogo y a un veterinario.

La sonrisa le marcó las arrugas.

—Además, somos el principal mayorista de todo tipo de animales con certificado del norte de Europa. Podemos conseguir cualquier cosa, desde camellos hasta castores. En realidad, todo fue idea de Kimmie. Ella era la única que tenía la experiencia necesaria por aquel entonces.

—Se licenció en Veterinaria, ¿me equivoco?

—Bueno, sí, casi. Y tenía buena base comercial, así que se le daba bastante bien estudiar el origen de los animales, las rutas por las que nos llegaban y ocuparse además de todo el papeleo.

—¿Por qué lo dejó?

El empleado movió la cabeza de un lado a otro.

—Uf, ya hace mucho de eso, pero algo pasó cuando Torsten Florin empezó a comprar aquí. Por lo visto se conocían de antes, y ella luego conoció a otro a través de él.

Carl observó un momento al vendedor. Parecía fiable. Buena memoria. Organizado.

—Torsten Florin; ¿se refiere al diseñador?

—Sí. Le interesan muchísimo los animales; de hecho es nuestro mejor cliente.

Volvió a ladear la cabeza muy despacio.

—Bueno, hoy por hoy decir eso es quedarse corto, porque ahora es el accionista mayoritario de Nautilus, pero entonces venía como cliente. Un joven muy apuesto y exitoso.

—Caramba, pues sí que tienen que interesarle los animales, sí.

Carl levantó la mirada por encima de aquel bosque de barrotes.

—Y dice que ya se conocían de antes. ¿Y en qué lo notó?

—Bueno, yo no estaba delante la primera vez que vino Florin, supongo que se saludarían cuando iba a pagar. Ella era la que se ocupaba de esas cosas en aquella época. Al principio no parecía muy entusiasmada con el reencuentro. Lo que ocurriera después, no sé decirle.

—Ese hombre que ha dicho antes que era amigo de Florin, ¿no sería Bjarne Thøgersen? ¿Se acuerda?

Se encogió de hombros. Al parecer, no lo recordaba.

—Kimmie se había ido a vivir con él un año antes, ¿sabe? —le explicó el policía—. Con Bjarne Thøgersen. Ya debía de estar trabajando aquí por esas fechas.

—Mmm, sí. A lo mejor. La verdad es que nunca hablaba de su vida privada.

—¿Nunca?

—No. Yo no sabía ni dónde vivía. Ella misma se ocupaba de sus papeles, así que en eso no puedo ayudarlo.

Se situó delante de una jaula desde la que dos diminutos ojos oscuros lo observaban con confianza ciega.

—Este es mi favorito —dijo sacando un monito del tamaño de un dedo pulgar—. Mi mano es su árbol.

La dejó en suspenso mientras el liliputiense se aferraba a un par de dedos.

—¿Por qué se fue de Nautilus? ¿Lo dijo?

—Yo creo que quería seguir adelante con su vida, eso es todo. No hubo nada en especial. ¿Nunca le ha pasado?

Carl lanzó un resoplido y observó cómo el mono buscaba cobijo por detrás de los dedos. Joder con la preguntita y joder con el interrogatorio.

Decidió ponerse la máscara de enfadado.

—Yo creo que sí sabe por qué se fue, así que haga el favor de contármelo.

El vendedor metió la mano en la jaula y dejó que el monito desapareciera en su interior.

Después se volvió hacia Carl. De repente, todo aquel pelo blanco y aquella barba no le daban un aire precisamente cordial, sino que lo rodeaban como un aura de desgana y terquedad. Su rostro seguía siendo delicado, pero en sus ojos se concentraba una fuerza enorme.

—Creo que debería marcharse —dijo—. Yo he intentado ser amable, así que haga el favor de no insinuar que he estado contándole un montón de falsedades.

Conque esas tenemos, pensó el subcomisario mientras esbozaba la sonrisa más condescendiente de su repertorio.

—Se me está ocurriendo una cosa —dijo—. ¿Cuándo ha pasado la empresa su última inspección? ¿No están demasiado juntas esas jaulas? ¿Y qué me dice de la ventilación? ¿Está todo en regla? ¿Cuántos animales se les mueren durante los traslados? ¿Y una vez aquí?

Empezó a inspeccionar una por una todas las jaulas, en cuyos rincones se acurrucaban unos cuerpecillos asustados que respiraban a toda máquina.

El hombre le mostró una sonrisa de bonitos dientes postizos. Resultaba evidente que por él podía decir y hacer lo que se le antojara. Nautilus Trading lo tenía todo bajo control.

—¿Quiere saber por qué se fue? Pues creo que va a tener que preguntárselo a Florin. ¡Después de todo, él es el jefe!

28

Era una apática tarde de sábado y la radio dividía las noticias a partes iguales entre el nacimiento de un tapir en Randers y la amenaza del presidente de la derecha de acabar con el sistema de regiones que él mismo había exigido que se creara.

Carl marcó un número en su móvil y al contemplar el reflejo del sol en la superficie del agua pensó: Gracias a Dios aún queda algo que no pueden andar toqueteando.

Assad contestó al otro lado de la línea.

—¿Dónde estás, jefe?

—Acabo de cruzar el puente de Selandia y voy de camino al instituto de Rødovre. ¿Hay algo en especial que deba saber sobre Klavs Jeppesen?

Cuando su ayudante pensaba, casi se le oían las ideas.

—Está frus, Carl, es lo único que puedo decir.

—¿Frus?

—Sí, frustrado. Habla muy despacio, pero deben de ser los sentimientos, que le cortan la libre palabra.

¿La libre palabra? Ya solo le faltaba sacar a colación las sutiles alas del pensamiento.

—¿Sabe de qué se trata?

—Casi todo sí. Rose y yo nos hemos pasado toda la tarde aquí con la lista, Carl. Le gustaría hablar un momento contigo, entonces.

Se disponía a protestar, pero Assad ya no estaba al otro lado.

Él tampoco estaba del todo presente cuando Rose puso en marcha el soplete que tenía por garganta.

—Pues sí, aquí seguimos —le gritó hasta arrancarlo del curso de sus pensamientos—. Llevamos todo el día con la lista y creo que hemos dado con algo que puede servirnos. ¿Quieres oírlo?

¿Qué coño esperaba?

—Sí, por favor —contestó él a punto de saltarse el desvío a la izquierda que conducía a Folehaven.

—¿Recuerdas que en la lista de Johan Jacobsen había un caso de un matrimonio que desapareció en Langeland?

¿Creía que tenía demencia senil o qué?

—Sí —respondió.

—Bien. Eran de Kiel y desaparecieron. En Lindelse Nor encontraron varios objetos que podrían haber sido suyos, pero no se llegó a probar nada. Yo he estado enredando un poco y las cosas han cambiado.

—¿Qué quieres decir?

—He localizado a su hija. Vive en la casa que tenían sus padres en Kiel.

—¿Y… ?

—Tómatelo con calma, Carl, que después de hacer un trabajo que te cagas, una tiene todo el derecho del mundo a hacerse un poco de rogar, ¿no te parece?

Esperó que Rose no oyera su hondísimo suspiro.

—Se llama Gisela Niemüller y lo cierto es que le resulta de lo más chocante cómo se llevó el caso en Dinamarca.

—¿Eso cómo se come?

—El pendiente; ¿te acuerdas de él?

—Joder, Rose, si hemos estado hablando de él esta misma mañana.

—Hace al menos once o doce años que esta mujer se puso en contacto con la policía de Dinamarca para decirles que ya podía identificar con toda seguridad el pendiente hallado en Lindelse Nor. Era de su madre.

Carl estuvo tentado de torpedear un Peugeot 106 con cuatro escandalosísimos mancebos a bordo.

—¿Qué? —chilló al tiempo que pisaba el freno hasta el fondo—. Un momento.

Subió el coche a la acera y le preguntó:

—Si no pudo identificarlo en su momento, ¿por qué después sí?

—Durante una reunión familiar en Albersdorff, Schleswig, vio unas fotografías antiguas de sus padres en otra fiesta. ¿Y tú qué crees que llevaba la madre en esas fotos, así, por preguntar?

Se oyeron varios gruñidos alborozados al otro lado de la línea.

—Sí, los pendientes. ¡Es la leche!

Carl cerró los ojos y apretó los puños.
Yes!
, gritaba por dentro. Algo parecido debió de sentir el piloto de pruebas Chuck Jaeger la primera vez que rompió la barrera del sonido.

—Carajo.

Menuda revelación.

—Me cago en la puta, qué fuerte, Rose, qué fuerte. ¿Te ha dado una copia de la foto de la madre con el pendiente?

—No, pero insiste en que se la envió a la policía de Rudkøbing hacia 1995. He hablado con ellos y dicen que ahora los archivos están en Svendborg.

—No les mandaría la foto original, ¿verdad?

Rezó para que no fuera así.

—Pues sí.

Mierda puta.

—Pero se quedaría una copia, un negativo, o alguien lo tendrá, ¿no?

—Ella cree que no. Por eso estaba tan cabreada. No ha vuelto a tener noticias desde entonces.

—Ya estás llamando a Svendborg, ¿me oyes?

Rose emitió un sonido que sonó a desdén.

—Qué poco me conoce usted, señor subcomisario de policía.

Y le colgó.

No habían pasado ni diez segundos cuando volvió a llamarla.

—Hola, Carl —lo saludó la voz de Assad—. ¿Qué le has dicho? Está muy rara.

—Da igual. Tú dile que estoy orgulloso de ella.

—¿Ahora?

—Sí, ahora, Assad.

Si, y solo si, la fotografía de la mujer del pendiente aparecía en los depósitos de la policía de Svendborg, y si, y solo si, un experto era capaz de determinar con seguridad que el pendiente hallado en la playa de Lindelse Nor era la pareja del que habían encontrado en la caja que había escondido Kimmie y que, además, era el mismo de la foto, podrían reabrir oficialmente el caso. Tendrían base para iniciar un nuevo proceso. Joder, iban por el buen camino. Habían tardado veinte años, pero en fin… Los Florin, Dybbøl Jensen y Pram recorrerían la larga, dura y embarrada senda de la maquinaria judicial. Solo tenían que encontrar a Kimmie, porque, al fin y al cabo, la caja de metal la habían hallado en su casa. No era tan fácil como parecía, y menos aún después de la muerte de la drogadicta, pero tenían que encontrarla.

—Sí —se oyó de pronto a Assad al otro lado del teléfono—, se ha puesto muy contenta. Me ha llamado gusanito de arena.

Una carcajada estalló en el auricular.

¿Quién sino Assad podía tomarse a bien una ofensa tan manifiesta?

—Pero, Carl, yo no tengo tan buenas noticias como Rose —lo informó cuando acabó de reírse—. O sea, no cuentes con que Bjarne Thøgersen quiera volver a hablar con nosotros. Así que, ¿qué, entonces?

—¿Me estás diciendo que se ha negado a recibirnos?

—Y su forma es imposible de no entender, entonces.

—Da lo mismo. Dile a Rose que tiene que dar con esa foto. Mañana libramos, esta vez va en serio.

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