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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (37 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Era una presa fácil.

—Bueno, pues aquí vivo —la invitó tímidamente a pasar a un saloncito del quinto piso con unas tristes vistas a la estación de cercanías de Rødovre y a un montón de aparcamientos y carreteras.

En la entrada, junto a un ascensor morado, le había mostrado el letrero de la puerta. «Finn Aalbæk», ponía. Después había afirmado que el edificio era seguro a pesar de que no tardarían demasiado en derribarlo. La había tomado de la mano y, cual caballero ayudándola a cruzar el puente colgante sana y salva por encima del bramido de las aguas, la había conducido por la galería exterior del quinto. Eso sí, bien pegadito a su presa para evitar que se diera a la fuga si cambiaba de idea. Su fecunda imaginación, ayudada por un entusiasta y recién adquirido aplomo, ya lo había situado entre las sábanas con las manos inquietas y el ánimo bien levantado.

La invitó a que saliera al balcón a disfrutar de las vistas mientras él recogía la mesita del sofá, encendía las lámparas de lava, ponía un CD y le quitaba el tapón a la botella de ginebra en menos que canta un gallo.

Kimmie recordó que hacía diez años de su último encuentro con un hombre a puerta cerrada.

—¿Qué te ha pasado? —le preguntó tocándole el rostro.

Él arqueó sus cejas marchitas. Seguramente un gesto estudiado ante el espejo. Creería que era encanto. No lo era ni de broma.

—Ah, eso… Me topé con unos tipos que iban provocando en una guardia. No salieron muy bien parados.

Una sonrisita irónica. Otro cliché. Estaba mintiendo, nada más.

—¿A qué te dedicas, Finn? —se decidió a preguntarle.

—¿Yo? Soy detective privado.

Su manera de decir
privado
le daba a la palabra un tufillo a fisgoneo escabroso e intrusión en secretos de alcoba muy alejado del exótico brillo de misterio y peligro que él había pretendido conferirle.

Al observar la botella que blandía su anfitrión, Kimmie sintió un nudo en la garganta.

Calma, Kimmie
, le susurraban las voces.
No hay que perder el control
.

—¿Un
gin-tonic?
—le ofreció Aalbæk.

Ella hizo un gesto negativo.

—¿No tendrás
whisky?

Pareció sorprendido, pero no disgustado. Las mujeres que le daban al
whisky
no eran muy delicadas que digamos.

—Vaya, pues sí que tenías sed —exclamó al verla vaciar el vaso de un solo trago. Le sirvió otro y se puso uno él también, en un intento de seguirle el ritmo.

Cuando Kimmie hubo dado cuenta de otros tres seguidos él ya estaba fuera de juego y borracho.

Su invitada se interesó abiertamente por el caso que llevaba en esos momentos sin dejar de observar cómo se iba aproximando por el sofá a pesar de su torpeza etílica. La miró con una sonrisa embotada mientras sus dedos le iban subiendo por el muslo.

—Estoy buscando a una mujer que puede hacer mucho daño a muchas personas —contestó.

—Caramba, qué interesante. ¿Es una espía industrial, una
call-girl
o algo así? —preguntó ella al tiempo que ilustraba su embelesada admiración poniendo una mano sobre la de él y guiándola con decisión hacia la cara interna del muslo.

—Un poco de todo —contestó el detective mientras intentaba que separara las piernas un poquitín.

Al mirarle la boca, Kimmie supo que si intentaba besarla vomitaría.

—¿Y quién es? —se interesó.

—Eso es secreto profesional, cielo; no puedo decírtelo.

¡La había llamado
cielo!
De nuevo el mismo malestar.

—Pero ¿quién te encarga ese tipo de trabajo?

Lo dejó avanzar un poco más. Su aliento alcoholizado le abrasaba el cuello.

—Gente que está en lo más alto del sistema —susurró él como si eso fuera a situarlo en un escalón más alto en la lista de aspirantes al apareamiento.

—¿Qué, otro traguito? —preguntó Aalbæk mientras se abría camino con los dedos por su pubis.

Se echó un poco hacia atrás y la contempló con la mitad hinchada de la cara contraída en una sonrisa. Tenía un plan, era evidente. Quería hacerla beber y seguiría sirviéndole hasta tenerla bien lubricada y dispuesta.

Por él probablemente daría lo mismo que se quedara inconsciente. Se la traía floja que a ella le gustara o no. Esa no era la cuestión, estaba segura.

—Esta noche no podemos hacerlo —dijo de pronto; el detective enarcó las cejas e hizo un gesto contrariado con los labios—. Tengo la regla, pero lo dejamos para otro día, ¿vale?

Era mentira, claro, pero en el fondo deseaba que fuese cierto. Ya hacía once años de su última menstruación. Tan solo le quedaban las convulsiones, y no se trataba de un problema de origen físico. Le había costado años de rabia y sueños rotos.

Había sufrido un aborto y estuvo muy cerca de morir. Y se había quedado estéril. Eso era.

Si no, tal vez las cosas no hubieran llegado hasta ese punto.

Le pasó el índice con cuidado por la ceja partida sin lograr mitigar la rabia y la frustración que estaban ya en camino.

Adivinaba sus pensamientos. Se había traído a casa a la guarra que no tocaba, y no tenía intención de resignarse. ¿A qué coño iba a un club para solteros si estaba con el mes?

Cuando Kimmie advirtió cómo se le iban endureciendo las facciones, cogió el bolso, se levantó y se acercó a la ventana a contemplar el sombrío desierto de adosados y rascacielos lejanos. Casi no había luz, tan solo el frío resplandor de las farolas a cierta distancia.

—Has matado a Tine —dijo con calma mientras metía la mano en el bolso.

Lo oyó saltar del sofá como un resorte. En menos de un segundo lo tendría encima. Estaba algo confuso, pero el instinto cazador que llevaba dentro acababa de despertar.

Se volvió muy lentamente y sacó la pistola con el silenciador.

Él vio el arma cuando intentaba desembarazarse de la mesita del sofá y se quedó inmóvil, perplejo ante su propia conducta y lo que aquello suponía para su orgullo profesional. Tenía gracia. A Kimmie le encantaba esa mezcla de mudo asombro y miedo.

—Sí —dijo—, mal asunto. Te has traído el trabajo a casa sin saberlo.

Cabizbajo, estudió sus facciones. Era evidente que estaba añadiendo nuevas capas a la imagen que se había formado de una mujer devastada de la calle, que rebuscaba, confuso, en su memoria. ¿Cómo podía haber caído tan bajo? ¿Cómo era posible que se dejara engañar por el envoltorio y encontrase atractiva a una pordiosera?

Vamos
, susurraron las voces.
A por él, ¡es su lacayo y nada más! ¡Aprovecha!

—Si no fuera por ti, mi amiga estaría viva —afirmó con el alcohol abrasándole las entrañas. Miró hacia la botella. Dorada y medio llena. Otro traguito más, y las voces y el fuego se extinguirían.

—Yo no he matado a nadie —se defendió él paseando la mirada del dedo que Kimmie tenía en el gatillo al seguro de la pistola. Lo que fuera con tal de hacer que albergase dudas y creyera que había pasado algo por alto.

—¿No te sientes como una rata arrinconada? —le preguntó. Era una pregunta intrascendente, pero el detective se negó a responder. Odiaba reconocerlo, ¿quién no?

Aalbæk había pegado a Tine. Aalbæk la había zarandeado hasta hacerla vulnerable. Aalbæk la había vuelto peligrosa para Kimmie. Sí, tal vez Kimmie fuera el arma, pero Aalbæk había sido la mano que la empuñaba. Por eso ahora tenía que pagar.

Él y los que daban las órdenes.

—Detrás de todo esto están Ditlev, Ulrik y Torsten, ya lo sé —dijo absorta ante la proximidad de la botella y su reparador contenido.

No lo hagas
, susurró una de las voces. Pero no le hizo caso. Cuando alargó la mano hacia la botella, primero vio el cuerpo de Aalbæk como una vibración en el espacio y después un tembloroso montón de ropa y brazos y una lucha cuerpo a cuerpo.

La derribó ciego de ira. Kimmie había aprendido que quien pisotea la sexualidad de un hombre se gana un enemigo de por vida, y era verdad. Sus miradas famélicas, sus serviles esfuerzos por llevarla a la cama y el haberse mostrado franco y vulnerable tenían un precio y él se lo iba a cobrar.

La arrojó contra el radiador y las láminas atravesaron el colchón del pelo y se le hundieron en el cuero cabelludo. Levantó una figura de madera que había en el suelo y se la estrelló en la cadera. La aferró por los hombros y la retorció boca abajo. Le aplastó el torso contra el suelo y le dobló el brazo con el que sostenía la pistola, pero ella no la soltó.

Le taladró el antebrazo con los dedos. Para Kimmie el dolor no era nada nuevo, hacía falta algo más para obligarla a chillar.

—¿Te crees que vas a venir aquí a ponerme cachondo? Tú a mí no me la das —exclamó mientras le daba puñetazos en el costado. Después consiguió mandar la pistola a un rincón y agarrarla por debajo del vestido hasta hacer que cedieran las medias y las bragas.

—Me cago en todo, guarra, ¡si no tienes la regla! —gritó.

Después la asió con fuerza, le dio la vuelta y la golpeó en la cara.

Se miraron a los ojos mientras la aprisionaba con las rodillas y le daba puñetazos al azar. Los muslos que se tensaron sobre ella enfundados en unos pantalones de tergal eran fibrosos. Las venas que le latían en los antebrazos estaban llenas de sangre.

La golpeó hasta que sus paradas defensivas empezaron a decaer y toda resistencia parecía inútil.

—¿Has acabado ya, guarra? —le gritó mostrándole un puño preparado a repetir el castigo—. ¿O quieres acabar como tu amiguita?

¿Que si había acabado?

Acabaría cuando ya no respirase, antes no.

Lo sabía mejor que nadie.

Kristian era quien mejor la conocía. Solo él percibía el vuelco que le daba el estómago a causa de la emoción, la sensación química de estar flotando mientras su vientre enviaba señales de deseo a todas sus células.

Y cuando veían
La naranja mecánica
a oscuras, él le enseñaba hasta dónde podía llevar el deseo.

Kristian Wolf era el experto. Ya había estado con chicas, conocía la contraseña que conducía a sus más íntimos pensamientos y sabía cómo hacer girar la llave de sus cinturones de castidad. Y ella se encontraba de repente en medio del grupo con las miradas voluptuosas de todos ellos clavadas en su cuerpo desnudo a la luz parpadeante de las terroríficas imágenes que iban apareciendo en la pantalla. Les enseñó, a ella y a los demás, que se podía disfrutar de varias cosas a la vez. Que violencia y deseo iban de la mano.

Sin Kristian, nunca habría aprendido a usar su cuerpo como reclamo solo por el placer de la caza. Lo que él no había calculado era que Kimmie también iba a aprender a tener el control de cuanto la rodeaba por primera vez en su vida. Tal vez al principio no, pero después sí.

Cuando regresó de Suiza, dominaba aquel arte a la perfección.

Se acostaba con unos y con otros. Los enamoraba y luego rompía con ellos. Así pasaba las noches.

Durante el día todo era rutina. El frío glacial de su madrastra, los animales de Nautilus Trading, el contacto con los clientes y los fines de semana con la banda. Las agresiones esporádicas.

Hasta que Bjarne se acercó a ella y despertó unos sentimientos nuevos. Le dijo que tenía un concepto muy malo de sí misma, que podía hacerle ser mejor a él y a otras personas, que no tenía culpa alguna de lo que había hecho, que su padre era un cabrón y que tuviera cuidado con Kristian, que el pasado estaba muerto.

Tras cerciorarse de la resignación de su víctima, Aalbæk pasó a manosearse torpemente los pantalones. Kimmie esbozó una leve sonrisa. Quizá él pensara que así era como le gustaba, que todo había salido según sus planes, que era más retorcida de lo que había supuesto, que los mamporros formaban parte del ritual.

Pero Kimmie sonrió porque sabía que estaba vendido. Sonrió al ver que la sacaba. Sonrió cuando la sintió contra sus muslos desnudos y notó que no estaba lo bastante dura.

—Túmbate un momento y si quieres, lo hacemos —le susurró mirándolo a los ojos—. La pistola era un juguete, solo pretendía asustarte. Pero tú ya lo sabías, ¿a que sí?

Separó un poco los labios para hacer que parecieran más carnosos.

—Creo que te voy a encantar —dijo mientras se restregaba contra él.

—Yo también —contestó el detective al tiempo que le echaba una mirada sesgada al canalillo.

—Qué fuerte eres. Qué hombre.

Al acercarle los hombros con zalamería notó que él aflojaba las piernas para permitirle sacar el brazo. Ella le condujo la mano a su entrepierna y Aalbæk la liberó del todo para que pudiera cogerle la polla con la otra mano.

—No vas a contarles nada de esto a Pram y a los demás, ¿verdad? —le preguntó mientras se lo trabajaba hasta hacerle jadear.

Si había algo que no pensaba comunicarles en su informe era esto.

Era mejor no provocarlos. Había tenido ocasión de comprobarlo en carne propia.

Kimmie y Bjarne llevaban viviendo juntos medio año cuando Kristian decidió que no estaba dispuesto a consentirlo.

Un día, Kimmie se dio cuenta de que él había reunido a la banda para llevar a cabo otra de sus agresiones, que tuvo un desenlace insólito. Kristian perdió el control y al intentar recuperarlo volvió a los demás contra ella.

Ditlev, Kristian, Torsten, Ulrik y Bjarne. Uno para todos y todos para uno.

Esas eran las cosas que recordaba con toda claridad cuando Aalbæk, a horcajadas sobre ella, no pudo esperar más y decidió tomarla, por las buenas o por las malas.

Kimmie lo odiaba y lo adoraba al mismo tiempo. Nada daba más energía que el odio; nada aclaraba tanto las cosas como la sed de venganza.

Retrocedió con todas sus fuerzas hacia la pared y, apoyada en la durísima figura de madera con que la había golpeado, volvió a coger su miembro flácido. Eso bastó para hacerlo titubear. Bastó para que le permitiera frotárselo y acariciárselo hasta dejarlo al borde de las lágrimas.

Cuando se corrió en sus muslos, aún no había soltado todo el aire que aguantaba en los pulmones. Era un hombre que había vivido una noche de sorpresas, un hombre que había conocido tiempos mejores y que ya había olvidado la diferencia que puede llegar a haber entre una paja solitaria y la proximidad de una mujer. Estaba irremisiblemente perdido. Tenía la piel empapada, pero los ojos secos clavados en un punto del techo que se negaba a explicarle cómo era posible que se le hubiese podido escurrir de entre las manos y ahora estuviera allí, despatarrada, apuntándole con la pistola hacia el vientre que aún tenía palpitante.

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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