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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (6 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Permaneció cinco minutos junto al cartel del aparcamiento que había delante de la célebre fachada de la antigua fundición C. E. Bast para asegurarse de que Tine no la veía.

Nadie sabía dónde vivía y así debían seguir las cosas.

Transcurrido ese tiempo, cruzó la calle en dirección a la verja con un incipiente dolor de cabeza y una sensación de hormigueo bajo la piel. Rabia y frustración al mismo tiempo. Los demonios que llevaba en su interior detestaban ese estado.

Una vez sentada en su angosto camastro con la botella de
whisky
en la mano a la escasa luz de la casita, se serenó. Ese era su auténtico mundo. Allí estaba a salvo, tenía cuanto necesitaba. La arqueta con su más preciado tesoro debajo de la cama, el póster de los pequeños jugando clavado a la puerta, la foto de la niña, los periódicos que había pegado a la pared para aislarla. La ropa amontonada, el orinal en el suelo, el rimero de periódicos detrás, dos minifluorescentes de pilas y un par de zapatos de repuesto en el estante. Podía hacer con ello lo que quisiera, y si se le antojaba algo nuevo, podía permitírselo.

Se echó a reír al sentir los efectos del
whisky
y comprobó los huecos que había tras los tres ladrillos de la pared. Casi siempre lo hacía al volver a casa. Primero el hueco con las tarjetas de crédito y los últimos extractos del cajero; después, el del efectivo.

Todos los días calculaba cuánto quedaba. Llevaba once años viviendo en la calle y aún tenía 1. 344. 000 coronas. De seguir así, no se le acabaría nunca. Solo el fruto de sus robos bastaba para cubrir las necesidades del día a día. La ropa también la robaba. En comida no gastaba demasiado, pero gracias al Gobierno de la llamada conciencia sanitaria, el alcohol ya no era tan caro. Ahora destrozarse el hígado salía a mitad de precio, qué gran país. Riendo de nuevo, se sacó del bolso la granada, la guardó con las demás en el tercer hueco y volvió a colocar los ladrillos con tanto esmero que los huecos que los separaban apenas eran visibles.

Esta vez la ansiedad llegó sin previo aviso. No solía ser así, normalmente la alertaban las visiones, manos que se alzaban para descargar un golpe, en ocasiones sangre y cuerpos mutilados y otras veces el recuerdo fugaz de una risa lejana. El susurro de unas promesas rotas. Pero esta vez las voces no tuvieron tiempo de prevenirla.

Empezó a temblar y sintió unos espasmos que le sacudían las entrañas. Las náuseas eran una consecuencia tan inevitable como las lágrimas. A veces trataba de ahogar en alcohol la hoguera de sus sentimientos, pero lo único que lograba era empeorar las cosas.

En momentos como esos se limitaba a aguardar en la oscuridad y dejar pasar el tiempo.

Cuando volviera a tener la mente despejada, se levantaría y bajaría a la estación de Dybbølsbro, tomaría el ascensor para ir al andén número 3 y esperaría al fondo del todo a que pasara un tren a toda velocidad. Entonces extendería los brazos, se acercaría al borde de las vías y gritaría: «No escaparéis, cabrones».

El resto lo dejaría en manos de las voces.

8

Apenas le había dado tiempo a entrar cuando vio la funda de plástico en medio de la mesa.

Qué cóño… , pensó. Después llamó a Assad a voces.

Cuando su ayudante apareció en el umbral, le señaló la funda.

—¿De dónde ha salido eso? ¿Tú sabes algo?

Pero Assad hizo un gesto negativo.

—No la vamos a tocar, ¿estamos? Podría tener huellas.

Los dos estudiaron el primer folio. «Ataques de la banda del internado», se leía en impresión láser.

Se trataba de una lista de agresiones con fechas, lugares y nombres de las víctimas, y parecían extenderse bastante en el tiempo. Un joven en una playa de Viborg, unos gemelos en un campo de deportes a plena luz del día, un matrimonio en la isla de Langeland. Al menos veinte.

—Vamos a tener que averiguar quién nos deja aquí estas cosas, Assad. Llama a los de la científica. Si es alguien de la casa, será sencillo dar con sus huellas.

—Las mías no las tienen —dijo Assad en tono casi decepcionado.

Carl meneó la cabeza. ¿Y eso por qué? Cada vez descubría más cosas poco ortodoxas en la contratación de su ayudante.

—Localízame la dirección de la madre de los chicos muertos. Se ha mudado varias veces en los últimos años, pero al parecer ya no reside en el último domicilio que figura en el registro, así que sé un poco creativo, ¿vale? Llama a sus vecinos, ahí tienes los números. Puede que sepan algo.

Señaló hacia un revoltijo de notas que acababa de sacarse del bolsillo después de rebuscar un poco.

A continuación apuntó en una libreta las tareas pendientes. De repente los embargó a ambos la sensación de estar trabajando en un nuevo caso.

—En serio, Carl, no pierdas el tiempo con un caso cerrado con una condena.

Marcus Jacobsen, el jefe de Homicidios, sacudía la cabeza mientras hurgaba entre las notas de su mesa. Cuatro nuevos casos graves en tan solo ocho días, a lo que había que sumar tres solicitudes de permiso y dos bajas por enfermedad, una de ellas seguramente a perpetuidad. Carl sabía lo que estaba pensando su jefe: ¿a quién quitar y de qué caso? Pero, gracias a Dios, ese no era su problema.

—¿Por qué mejor no te centras en la visita de Noruega, Carl? Allí todo el mundo ha oído hablar del caso Lynggaard y se mueren de ganas de saber cómo estructuras tu trabajo y qué prioridades tienes. Creo que están hasta arriba de casos antiguos a los que les gustaría dar carpetazo. Podrías concentrarte en adecentar tu despacho y, de paso, darles una lección de cómo trabaja la policía danesa, así tendrán algo de que hablar cuando vayan a ver a la ministra.

Carl dejó caer la cabeza. ¿De verdad que sus invitados iban a ir a tomar el té con la inflada ministra de Justicia y a chismorrear como cotorras acerca de su departamento? La cosa no pintaba nada bien.

—Necesito saber quién está echándome casos encima de la mesa, Marcus. Luego ya veremos.

—Muy bien, muy bien; tú decides. Pero si reabres el caso Rørvig, a nosotros haz el favor de dejarnos completamente al margen. Mis hombres no pueden desperdiciar ni un minuto.

—Tú tranquilo —dijo el subcomisario poniéndose en pie. Marcus se acercó al interfono.

—Lis, ¿puedes venir un momento, por favor? No encuentro mi agenda.

Carl bajó la vista al suelo. Allí estaban todos los planes de su jefe, seguramente después de caerse de la mesa.

De un puntapié, los hizo desaparecer bajo la cajonera. Tal vez la reunión con los noruegos siguiera el mismo camino.

Cuando vio llegar a Lis al trote, la obsequió con una cálida mirada. Le gustaba más antes de su metamorfosis, pero, qué carajo, Lis era Lis.

Estoy deseando empezar a trabajar ahí abajo con vosotros, decían desde el otro lado del mostrador los hoyuelos —de una profundidad similar a la de la fosa de las Marianas— que flanqueaban la sonrisa de Rose Knudsen.

Sus hoyuelos no se vieron correspondidos, pero también es verdad que Carl carecía de ellos.

En el sótano, después de la oración vespertina, Assad ya estaba listo, enfundado en un descomunal chubasquero y con una carterita de piel bajo el brazo.

—La madre de los hermanos que asesinaron vive en la casa de una vieja amiga suya, en Roskilde —explicó; y añadió que, si pisaban un poco el acelerador, podrían estar allí en menos de media hora—. Pero también han llamado de Hornbæk. Malas noticias, Carl.

Carl podía ver a Hardy como si lo tuviese delante. Doscientos siete centímetros de carne paralizada con el rostro vuelto hacia el estrecho con su sinfín de barquitos de recreo que ya le decían adiós a la temporada.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó. De repente se sentía fatal. Llevaba más de un mes sin ir a ver a su compañero.

—Dicen que llora todo el día. Aunque lo atiborran de pastillas y esas cosas, o sea, no para de llorar.

Era una casa con jardín como cualquier otra y estaba situada al final de Fasanvej. «Jens Arnold e Yvette Larsen», se leía en la placa de latón, y debajo había un letrerito de cartón donde ponía en mayúsculas: «MARTHA JØRGENSEN».

Salió a recibirlos a la puerta una mujer frágil como polvo de ángel que había rebasado hacía ya tiempo la edad de jubilación, una anciana tan hermosa que le arrancó a Carl una tierna sonrisa.

—Sí, Martha vive conmigo. Está aquí desde que murió mi marido. Pero hoy no se encuentra demasiado bien —susurró una vez en el pasillo—. El médico dice que está avanzando muy deprisa.

Oyeron una tos antes de pasar a una galería acristalada. Allí estaba, escrutándolos con sus ojos hundidos desde detrás de varias hileras de frascos de pastillas.

—¿Quiénes son? —preguntó mientras desprendía la ceniza de un purito con mano temblorosa.

Assad se acomodó en una silla cubierta de descoloridas mantitas de lana y hojas marchitas procedentes de las macetas de la ventana y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, le tomó una mano a Martha Jørgensen y la atrajo hacia sí.

—Puedo decirte una cosa, Martha. Mi madre también pasó por lo que estás pasando tú ahora y yo lo vi, entonces. Y no me hizo gracia.

La madre de Carl habría retirado la mano, pero ella no lo hizo. ¿Cómo hace Assad para saber estas cosas?, se preguntó el subcomisario mientras trataba de encontrar un papel con el que poder encajar en medio de aquella escena.

—Nos da tiempo a tomar un té antes de que llegue la enfermera —anunció Yvette con una sonrisita insistente.

Martha derramó algunas lágrimas cuando Assad le contó qué los llevaba por allí.

Tomaron té y pasteles mientras la anciana conseguía hacer acopio de fuerzas para hablar.

—Mi marido era policía —dijo al fin.

—Sí, lo sabemos, señora Jørgensen —fueron las primeras palabras de Carl.

—Uno de sus antiguos compañeros me dio una copia del expediente.

—Ajá. ¿Fue Klaes Thomasen?

—No, él no.

Tosió y sofocó un acceso de tos con una buena calada al purito.

—Me lo dio otro; Arne, se llamaba, pero ya murió. Reunió todo lo que tenía que ver con el caso y lo guardó en una carpeta.

—¿Podemos verla, por favor, señora Jørgensen?

Con los labios trémulos, se llevó a la frente una mano casi transparente.

—No, no es posible. Ya no la tengo.

Permaneció unos instantes con los párpados apretados. Por lo visto tenía jaqueca.

—No sé quién fue el último al que se la presté; la han estado mirando varias personas.

—¿Es esta?

Carl le tendió la carpeta verde.

Ella hizo un gesto negativo.

—No, era más grande. Gris y mucho más grande. No podía levantarla con una sola mano.

—¿Y no existe más material, algo que pueda dejarnos?

La anciana miró a su amiga.

—¿Se lo decimos, Yvette?

—No sé, Martha. ¿Te parece buena idea?

La enferma volvió sus hundidos ojos azules hacia un doble retrato que había en el alféizar de la ventana, entre una regadera oxidada y una figurita de piedra de san Francisco de Asís.

—Míralos, Yvette. ¿Qué habían hecho ellos?

Se le humedecieron los ojos.

—Mis niños. ¿No podríamos hacerlo aunque solo sea por ellos?

Yvette dejó una cajita de After Eight sobre la mesa.

—Claro que sí —suspiró. Después se dirigió hacia un rincón donde un montón de papeles navideños doblados y envoltorios reutilizables componían un mausoleo en honor a la vejez y al recuerdo de unos días en que «escasez» era una palabra cotidiana.

—Aquí está —dijo sacando de su escondrijo una caja de Peter Hahn repleta hasta los topes.

—Martha y yo hemos pasado estos últimos diez años completando un poco el expediente con recortes de periódico. Cuando murió mi marido ya solo nos teníamos la una a la otra.

Assad tomó la caja y la abrió.

—Son noticias sobre agresiones que quedaron sin esclarecer —prosiguió Yvette—. Y luego están los recortes de los asesinos de faisanes.

—¿Los asesinos de faisanes? —se sorprendió Carl.

—Sí, ¿cómo llamarlos si no?

La anciana revolvió un poco en la caja y extrajo un ejemplo de lo más ilustrativo.

Sí, el nombre más acertado era el de asesinos de faisanes. Allí estaban, todos juntos, en una enorme fotografía sacada de un semanario. Un par de miembros de la realeza, algo de chusma burguesa y también Ulrik Dybbøl Jensen, Ditlev Pram y Torsten Florin, todos ellos con su escopeta de caza bajo el brazo y un pie triunfante bien asentado en tierra, frente a varias hileras de perdices y faisanes derribados.

—Uf —exclamó Assad. No había mucho más que añadir.

Advirtieron la agitación que empezaba a apoderarse de Martha Jørgensen, pero no adónde conduciría.

—No pienso tolerarlo —gritó de pronto—. Quiero que desaparezcan. Mataron a mis hijos y a mi marido. ¡Quiero que se pudran en el infierno!

Intentó ponerse en pie, pero su propio peso hizo que se venciera hacia delante y se golpeara la frente contra el borde de la mesa. No pareció sentirlo.

—Ellos también tienen que morir —bufó con la mejilla contra el mantel mientras tiraba las tazas al tratar de extender los brazos.

—Cálmate, Martha —la tranquilizó Yvette, que devolvió a la anciana jadeante a su torre de cojines.

Una vez comprobaron que había recuperado el ritmo normal de respiración y volvió a mostrarse pasiva y a dar chupadas a su purito, Yvette los condujo al comedor. Les pidió disculpas por la reacción de su amiga y la achacó a que el tumor del cerebro ya era tan grande que resultaba imposible predecir cómo y ante qué reaccionaba. No siempre había sido así.

Como si necesitara una disculpa.

—Una vez vino un hombre y le dijo que había conocido a Lisbet. —Levantó imperceptiblemente sus casi inexistentes cejas—. Lisbet era la hija de Martha y el chico se llamaba Søren, pero ya lo sabían, ¿verdad?

Assad y Carl asintieron.

—Es posible que el amigo de Lisbet se llevara la carpeta, no lo sé —continuó al tiempo que echaba un vistazo hacia la galería—. Le prometió expresamente a Martha que se la devolvería algún día.

Su mirada era tan triste que sintieron el impulso de abrazarla.

—Me temo que ya no va a llegar a tiempo.

—Yvette, ¿te acuerdas del nombre del hombre que se llevó la carpeta? —quiso saber Assad.

—No, lo siento. Yo no estaba presente y ella ya no recuerda gran cosa. —Se tocó la sien—. El tumor, ya saben.

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