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Authors: Enid Blyton

Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil

Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin (12 page)

BOOK: Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin
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—¡Maldita sea! —estalló Dick—. ¡Era nuestro propio y exclusivo descubrimiento! Pensábamos ir esta tarde a explorarlo, pero temíamos que estuviera demasiado mojado el lugar y pudiéramos resbalar y caer.

Julián miro con fijeza a Martín:

—Supongo que eso es, precisamente, lo que te ha sucedido a ti. Trataste de descender y resbalaste.

—Sí, eso fue. ¡Lo siento de verdad! —respondió Martín—. No creí que fuera un secreto. Se me ocurrió mencionarlo ante mi padre, sin ningún interés especial. Solo por decir algo. Y él quiso ir a verlo con sus propios ojos.

—Bueno… Supongo que los periodistas son todos iguales —comentó Dick—. Siempre han de ser los primeros en llegar a los sitios. Al fin y al cabo, es su trabajo. Bien, Martín, no te preocupes más por la cuestión. Pero procura mantener a tu padre lejos de la cantera. Nos gustaría explorarla nosotros antes de que nadie más la descubra. Aunque lo más probable es que no encontremos nada especial en ella.

Hubo una pausa. Ninguno sabía que decir. Martín tampoco encontraba tema de conversación. No hablaba como un muchacho corriente. Jamás hacia un chiste ni decía barbaridades.

—¿No te sientes fastidiado por tener que estar aquí tendido sin moverte? —preguntó Ana, sintiéndose compasiva.

—¡Si, mucho! Le pedí a mi padre que fuese a casa del guardacostas y me trajera unas figuritas que le prometí pintar, pero se ha negado, ¿sabéis? ¡Me gusta tanto pintar! ¡Aunque sea una cosa tan insignificante como los uniformes de los pequeños ferroviarios! Con tal de tener un pincel en mis manos y colores para escoger, ya me siento feliz.

Aquel había sido el discurso más largo que los cuatro niños habían oído a Martín. La tristeza desapareció de su rostro mientras hablaba, para dejar paso a una expresión de alegría y entusiasmo.

—Ya. Me figuro que quieres ser artista —exclamó Ana. Y añadi—. También a mí me gustaría serlo.

—Pero, Ana… ¡Si tú eres incapaz de dibujar un gato que se le parezca en lo más mínimo! —se burló Dick—. Y cuando dibujas una vaca se tiene la impresión de que pretendías pintar un elefante.

Martín sonrió ante la indignación que mostraba el rostro de Ana.

—Voy a enseñaros algunas de mis pinturas. Las tengo escondidas porque mi padre no me consiente pensar en llegar a ser pintor.

—No te levantes si no puedes —se ofreció Julián—. Yo las buscare por ti.

—No te preocupes. Me conviene intentar andar —dijo Martín levantándose de la tumbona en que estaba echado. Apoyo el pie malo en el suelo y se irguió—. No es tan grave como parece.

Se dirigió cojeando a través de la habitación hasta una librería. Metió la mano por detrás del segundo estante y saco una carpeta muy grande de dibujo. La llevó a la mesa, la abrió y fue sacando de su interior varias pinturas.

—¡Dios mío! ¡Que bonitas son! —exclamó Ana—. ¿De veras las pintaste tú?

No parecían muy apropiadas para ser hechas por un muchacho, porque todas representaban flores y árboles, pájaros y mariposas, muy bien dibujados y coloreados con gran perfección. En cada detalle se advertía el gran cuidado y amor que el autor había depositado en su obra.

Julián las contemplo sorprendido. En este muchacho había, sin duda, una gran vocación. Preciso era confesar que aquellos dibujos aparentaban ser tan buenos como cualquiera de los que había visto en las exposiciones. Cogió unos cuantos para verlos mejor cerca de la ventana.

—¿Es posible que tu padre piense que tus pinturas no son buenas? En mi opinión, merecería la pena que estudiases en Bellas Artes.

—Papa odia esta afición mía —contestó Martín con tristeza—. En una ocasión me escape de la escuela y me inscribí en otra de Artes y Oficios, pero él me encontró y me prohibió pensar en dibujar nunca más. Él opina que es una labor blandengue e indigna de un hombre. Por eso ahora lo hago únicamente en secreto.

Los niños contemplaron a Martín con simpatía. Les parecía algo deplorable que a un niño sin madre le tocara en suerte un padre que aborreciera lo que más amaba su único hijo. No era de extrañar que presentara siempre un aspecto tan triste y apagado.

—¡Que mala suerte! —manifestó Julián, luego de una pausa—. Me gustaría hacer algo por ayudarte.

—Si de verdad queréis ayudarme, os agradecería que me trajeseis aquellas figuritas que hace el guardacostas —suplicó Martín—. ¿Lo haréis? Mi padre no volverá hasta las seis. Tendré tiempo de terminarlas y vosotros me haréis compañía y merendareis conmigo. ¿No os importara? ¡Es tan triste estar solo! ¡Me fastidia tanto la soledad!

—Si, voy a buscarte lo que pides —dijo Julián—. No puedo comprender por qué no te permiten hacer algo que te guste y te divierta, por lo menos ahora que no puedes moverte. De paso, llamaremos por teléfono a mi tía para que sepa que nos quedamos aquí a merendar. Pero…, oye una cosa…, no quisiéramos terminar tus provisiones.

—No os preocupéis por eso —respondió Martín muy contento—. Hay muchísima comida en casa. Mi padre tiene siempre mucho apetito… ¡Y yo os agradezco tanto vuestra compañía!

Mientras Julián hacia la llamada a su tía, las niñas y Dick se encaminaron hacia la casa del guardacostas, en busca de las figuritas y las pinturas. Al regresar, las colocaron en una mesita, al lado del sofá de Martín. A este se le iluminaron los ojos. Parecía una persona distinta.

—¡Esto es maravilloso! Voy a empezar en seguida. Es un trabajo algo monótono, pero significa una gran ayuda para el viejo de la casa vecina. Y yo soy feliz con solo tener un pincel entre los dedos.

Martín se mostró muy diligente en pintar las vestimentas de los hombrecitos. Trabajaba tan pulcramente y con tanta exactitud, que Ana seguía sus movimientos como hechizada.

Jorge, entre tanto, se dirigió a la despensa, con objeto de preparar la merienda. En efecto, tal como había dicho Martín, había gran abundancia de comida. Cortó rebanadas de pan y las untó de mantequilla. Después encontró un tarro de miel y descubrió además una gran caja llena de chocolatinas. También aparecieron algunos buñuelos de jengibre. Puso un pote a hervir.

—¡Esto es estupendo! —repitió Martín—. Me gustaría que mi padre no regresase hasta las ocho. Y ahora que me acuerdo, ¿dónde está vuestro perro? Siempre lo traíais con vosotros. ¿En dónde tenéis a
Tim?

CAPÍTULO XIV

Un sobresalto para Jorge

Dick miro hacia su prima. En realidad, no tendría la menor importancia confesar a Martín la verdad sobre el paradero de
Tim,
siempre que no se mencionara la razón por la cual se había quedado en la isla.

Sin embargo, Jorge estaba firmemente resuelta a sujetarse la lengua esta vez. Respondió algo sofocada:

—¿Quién? ¿
Tim
? Lo dejamos en casa hoy. Está muy bien.

—Supongo que se habrá ido de compras con vuestra madre, con la esperanza de una visita al carnicero —insinuó Martín. Era la primera vez que el muchacho se atrevía a insinuar una pequeña broma ante sus nuevos amigos y, aunque no se podía considerar en exceso graciosa, el auditorio la celebro echándose a reír con toda cordialidad.

Martín quedo satisfecho y se dedicó a idear un nuevo chiste, mientras sus diligentes manos iban decorando con pintura roja, verde, azul y amarilla las figuritas de madera.

La merienda no dejó nada que desear. Después, cuando el reloj señalaba ya las seis menos cuarto, los niños transportaron cuidadosamente las figuras a casa del guardacostas, quien las recibió encantado. Dick se ocupó de guardar los botes de pintura y metió el pincel en un tarro de aguarrás.

—¿Que me decís ahora? ¿Verdad que es listo ese muchacho? —comentó el guardacostas contemplando las figuras—. Parece algo atontado y triste, pero no es mal muchacho, no.

—Quiero echar otra mirada por el telescopio antes de que sea demasiado tarde —manifestó Jorge.

Y dicho y hecho, apunto hacia su isla. Tampoco esta vez se veían huellas de
Tim
ni de su padre. Se quedó un rato todavía mirando y luego se reunió con los demás. ¡Estaba desilusionada! Denegó con la cabeza cuando los otros formularon con un gesto una muda pregunta.

Los niños volvieron a casa de Martín, a fin de lavar la vajilla de la merienda y celebrar la habilidad del pintor. Ninguno mostraba el menor deseo de esperar el regreso del señor Curton. Por lo visto, el escaso afecto que le profesaban había desaparecido a partir del momento en que fueron testigos de la dureza con que trataba a Martín.

—¡Gracias por esta tarde tan agradable! —exclamó este al despedirlos, en tanto les acompañaba cojeando hasta la puerta—. Añoraba mis botes de pintura y, por añadidura, he disfrutado de vuestra simpática compañía.

—Estas muy compenetrado con tu pintura —comentó Julián—. Es tu verdadera vocación. Tú lo sabes. Debes hacer todo lo que este en tu mano para llegar a ser pintor, ¿comprendes?

—Claro que lo comprendo —contestó Martín, y su cara volvió a ensombrecerse—. Sin embargo, hay ciertas cosas que harán difícil que lo consiga. Cosas que debo ocultaros. Pero no importa. Me atrevo a decir que todo terminara por arreglarse algún día. Y llegare a ser un artista famoso y mis cuadros quizá se expongan en los museos.

—Vámonos pronto —dijo Dick a Julián en voz baja—. Su padre está al caer.

Efectivamente, los chicos comprobaron por el rabillo del ojo que el señor Curton se acercaba a la casa y salieron a toda prisa por el sendero del acantilado.

—¡Que hombre más horrible! —exclamó Ana—. ¡Mira que prohibirle a su hijo hacer lo que tanto le gusta! ¡Y parecía tan fino y educado!

—Si, en visita —repuso Dick, sonriendo ante las palabras de Ana—. Por desgracia, abunda en el mundo la gente como el, con dos caras: una para su familia y otra muy diferente para tratar con los extraños.

—Espero que al señor Curton no se le haya ocurrido explorar él solo el pasadizo que encontró
Tim
en la pared de la cantera —manifestó Jorge, mirando hacia atrás para vigilar al hombre mientras este se aproximaba a la puerta trasera de su casa—. Me daría mucha rabia que nos privara de nuestra diversión. Es posible que no haya nada allí, pero incluso el descubrir que no hay nada resulta muy divertido.

—¡Vaya lió que te has armado! —comentó Dick riendo—. Pero entiendo perfectamente lo que quieres decir. ¿No te parece que la merienda fue estupenda?

—Si —repuso Jorge mirando a su alrededor con aire ausente.

—¿Que te ocurre? —preguntó Dick—. ¿Que estás buscando?

—¡Pero que tonta soy! —replicó Jorge—. ¡Pues no estaba buscando a
Tim
! Estoy tan acostumbrada a tenerlo entre mis piernas, que no me puedo hacer a la idea de que no está conmigo.

—Yo también siento algo por el estilo —dijo Julián—, como si algo me faltase durante todo el tiempo. ¡Vaya con el buen
Tim
! Todos le echamos de menos, aunque es natural que a ti, Jorge, te pase más que a ninguno.

—Si, sobre todo en la cama por la noche —contestó esta—. No acabo nunca de dormirme sin su compañía.

—No te preocupes. Rellenare un cojín y lo pondré a los pies de tu cama —se ofreció burlonamente Dick—. Te hará el mismo efecto que si fuese
Tim.

—No me hará el mismo efecto, ni mucho menos —contestó Jorge indignada—. De todos modos, no olería como él. ¡Tiene un olor tan especial!

—Si, tiene olor a
Tim —
asintió Ana—. También me gusta a mí.

El resto de la tarde transcurrió muy rápido para ellos, jugando unas interminables partidas de parchís. Una vez acostados, Julián se mantuvo despierto, vigilando desde la cama las señales de su tío. No es preciso añadir que Jorge no se movió de la ventana del cuarto de los niños, esperando que diesen las diez y media.

—¡Ahora! —gritó Julián. En el mismo instante en que pronunciaba la palabra, el primer destello de la linterna relumbró en la torre.

—Uno —contó Jorge—, dos, tres, cuatro, cinco, seis.

Espero ansiosa a que se produjera una nueva señal. No la hubo.

—Ya puedes acostarte tranquila —le aconsejo Julián—. Tu padre se encuentra bien y eso significa que
Tim
también lo está. Es casi seguro que el tío Quintín se haya acordado de darle una buena cena. Así, el habrá comido también como es debido.

—Bueno. Ya se encargaría
Tim
de recordárselo si papá se hubiera olvidado —aseguro Jorge deslizándose fuera del dormitorio—. Buenas noches, Dick; buenas noches, Julián. Hasta mañana, si Dios quiere.

Regreso a su habitación, arrebujándose sin pérdida de tiempo entre las sábanas. Era triste no sentir a
Tim
sobre sus pies. Dio vueltas durante un rato, añorando la presencia de su amigo, pero al fin la rindió el cansancio. Soñó con su isla. Se encontraba en ella, con
Tim,
y entre ambos descubrían un tesoro, formado por lingotes de oro, abajo, en las mazmorras. ¡Que sueño tan interesante!

La mañana siguiente amaneció de nuevo serena y soleada. El cielo de abril era tan azul como los nomeolvides que se abrían en el jardín. Jorge miro por la ventana del comedor a la hora del desayuno, pensando en si a
Tim
se le ocurriría buscarla por la isla.

—¿Piensas en
Tim?
—preguntó Julián riendo—. No te preocupes. Dentro de una hora o así, lo tendrás delante de tus ojos, gracias al telescopio del guardacostas.

—Pero, ¿de verdad será posible ver a
Tim
cuando tu padre haga las señales? —preguntó su madre—. Nunca lo hubiera creído.

—Pues claro que es posible, mama —explicó Jorge—. Se trata de un anteojo muy potente. Voy a subir un momento a hacer mi cama y luego me marcharé ya hacia el acantilado. ¿Quiere alguien acompañarme?

—Necesito que por lo menos Ana me ayude a revisar la ropa —intervino su madre—. Tengo que escoger algunos vestidos y ropas que me ha pedido el párroco para su tómbola benéfica. ¿No te importara ayudarme, Ana?

—No, tía, lo haré con mucho gusto —contestó la chica—. ¿Qué vais a hacer vosotros, Julián y Dick?

—Me parece que habré de empezar alguno de mis deberes de vacaciones esta mañana —dijo Julián con un suspiro—. No es que me apetezca mucho, pero siempre lo dejo para última hora y luego me veo en un apuro. Y a ti no te vendría mal hacer lo mismo, Dick. Sabes muy bien cómo eres. El último día te los encontraras sin tocar si te descuidas.

—Conforme. Lo haré —respondió Dick—. ¿No te importara ir sola a casa del guardacostas? ¿Verdad, Jorge?

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