—Sed breve, por favor —le espetó solemne e indiferente, en una inequívoca declaración de intenciones.
—¿Breve? —dejó escapar el poeta con violencia—. ¿Ya os resulta molesta mi presencia?
—No he dicho tal cosa —se defendió el conde, aunque en absoluto adulteraba su poderosa figura con trazos de modestia—. Lo que ocurre es que ahora que parecen prestos a llegar a Florencia días de tranquilidad son muchas las ocupaciones de un vicario para que la concordia se convierta en una realidad. Vos también deberíais de estar satisfecho.
Dante miró hacia el extremo del despacho. Nadie se había molestado en cerrar la puerta de la estancia, lo que acentuaba lo efímera que se presumía la entrevista y la poca importancia que se concedía a la misma.
—Satisfecho… —repitió Dante, tratando de moderar su rabia para expresar con coherencia sus objeciones—. Lo estaría si hubiera podido llegar al fondo con mis investigaciones.
—¿Qué más podríais hacer? —preguntó enfáticamente Battifolle, mientras abría ambos brazos, lo que le proporcionaba una imagen de colosal ave de presa—. Los asesinos han sido apresados y se ha puesto fin a la pesadilla. De eso se trataba.
—Ni siquiera me habéis dejado proseguir interrogando a ese miserable —protestó el poeta, desolado porque se confirmaban sus sospechas; resueltos sus problemas inmediatos, el vicario de Florencia no tenía ningún interés en buscarse nuevas complicaciones—. ¡Le habéis hecho cortar la lengua impidiendo que contara algo más!
—¿Tanto importa eso? —replicó el conde con visible fastidio—. Son los asesinos. Creo que vos mismo habéis sido testigo de su confesión. Merecen cualquier castigo que les podamos imponer. Y, por supuesto, la muerte.
—¿Ni siquiera vais a juzgarlos? —exclamó Dante con sorpresa.
—¿Juzgarlos? ¿Para qué? —contestó con una expresión dura como el granito—. Reconocen sus crímenes. Incluso se vanaglorian de ellos ¿Deseáis un espectáculo público en el que ese demente lance a los cuatro vientos sus consignas de rebelión y sus delirios de hereje? Florencia no puede estar constantemente haciendo equilibrios en el filo de la cuchilla. Por lo que a mí respecta, esos bastardos están suficientemente juzgados y condenados.
—Pero ¿acaso no queréis saber quién está detrás de todo esto? —preguntó el poeta, cada vez más perplejo y desesperado.
—¿Qué más os da? —replicó el conde con impaciencia, sin variar un ápice su postura—. Cuando el cieno está tranquilo y reposado no hay nada peor que removerlo. Además —añadió con desdén—, lo más probable es que sólo se trate de suposiciones vuestras. ¿Os ha reconocido ese beguino algo en tal sentido?
—¡No lo ha hecho! —respondió Dante, gesticulando de modo apasionado—. Pero es tan evidente, que no resulta necesario que lo haga. Alguien los mantiene, envía sus mensajeros y les proporciona instrucciones sobre cómo perpetrar sus crímenes. Siguen el guión de un libro que probablemente ni conocen y del que manejan una versión errónea que no podrían haber conseguido sino en Lucca. ¡Virgen Santísima! ¿Cómo es posible que no os deis cuenta?
Battifolle se mantuvo en silencio. Le dejó hablar, hervirse en el fuego lento de sus divagaciones.
—Me cuesta creerlo —continuó Dante—. Es algo impropio de vos. ¿Cómo sois tan ciego como para no ver lo que se esconde…?
Dante se cortó en seco. Se sintió inundado por un repentino estremecimiento, como un despertar húmedo y frío en plena madrugada invernal. Horas y horas de meditaciones, recapacitando tenazmente sobre aspectos e hipótesis que se resbalaban como pedazos de jabón, piezas inconexas y extraviadas colocadas de manera equivocada en el puzle de la conciencia. Y ahora, de repente, sobre la marcha, como una bofetada cálida que dejaba el poso amargo de los descubrimientos que uno debería haber sido capaz de realizar mucho antes, el poeta creía comprender y vislumbrar la verdad.
—O, en realidad… —volvió a hablar Dante, aunque con un tímido hilo de voz—, no lo sois en absoluto…, ¿verdad?
Nos autem quibus optimum quod est in nobis noscere datum est, gregum vestigia sectari non decet, quin ymo suis erroribus obviare tenemur
.
Nam intellectu ac ratione degentes, divina quadam libertate dotati, nullis consuetudinibus adstringuntur. Nec mirum, cum non ipsi legibus sed ipsis leges potius dirigantur
.
(…) Pero a nosotros, a quienes se nos ha concedido saber lo que hay de mejor en nosotros, no nos corresponde ir tras los pasos del rebaño, aún más cuando estamos obligados a oponernos a sus errores. Los que están regidos por el intelecto y la razón gozan de cierta libertad, y no los coarta ninguna usanza; lo que no es de admirar, porque no están ordenados por las leyes, sino más bien ellos ordenan las leyes.
DANTE ALIGHIERI
Epístola XIII (A Cangrande della Scala
)
S
e había desplegado un silencio duro, impenetrable, como un abismo que se extendiera frente a dos personas absolutamente desconocidas. Al fondo se oía el crepitar de las antorchas. De una de ellas se desprendió una brasa ardiente que dibujó una estela rojiza antes de estrellarse contra el suelo. Los rasgos del conde de Battifolle se habían iluminado con el resplandor de un nuevo interés, hasta el punto de que sus prisas anteriores parecían ahora una circunstancia sin importancia. El baile de luces y sombras de su fisonomía parecía paralizado en un rictus de expectación.
—¿Qué queréis decir? —interrogó el vicario, sin quitar la vista de encima de su interlocutor en ningún momento—. ¿Adónde queréis ir a parar?
Dante se mordió los labios, mirando hacia el suelo. Todo su ser funcionaba hacia dentro, hacia un punto lúgubre y recóndito en el que se concentraban sus pensamientos.
—¿Qué va a pasar ahora conmigo? —preguntó de repente.
Battifolle trató de impregnar sus palabras con un aroma de tranquilidad, con apariencia de cuestión ya decidida.
—Establecimos un acuerdo —dijo—. Seguro que recordáis sus términos. Vos me habéis prestado vuestros servicios y yo estoy satisfecho con los mismos.
—Pero, en realidad, yo no he desentrañado ningún misterio —apuntó el poeta, en el mismo tono neutro y sin alzar la mirada.
—En mi opinión —comentó Battifolle—, vuestras investigaciones han sido decisivas para acabar con esos asesinos. Sois excesivamente modesto…
—Soy excesivamente necio… —atajó Dante.
El conde enmudeció. Perplejo, aquejado momentáneamente por una nada frecuente ausencia de palabras o argumentos, se limitó a observar a su huésped.
—Soy un necio porque he llegado a creer que mi actuación servía para algo —continuó hablando el poeta, que alzó los ojos para clavar una mirada fija en las pupilas del conde—. Un estúpido porque no he sido capaz de comprender que todos mis pasos han sido inducidos…, más aún, dirigidos, como los de una patética marioneta, por la misma mano negra que ha movido con siniestra habilidad los hilos de Florencia… ¡Cómo os habéis debido de reír de mi ignorancia,
messer
Guido Simón de Battifolle, vicario y eficaz valedor de las pretensiones del rey de Puglia sobre Florencia!
—No os comprendo —se defendió Battifolle, pero no fue capaz de sostener la mirada inculpatoria del poeta.
—Incluso ahora, si realmente quisierais enfrentaros a mi mirada —prosiguió Dante con fría serenidad—, sin duda podríais disfrutar de ese brillo de impotencia y estupidez que emana de los ojos de quien se siente engañado. Yo podría reconocerlo, ¿sabéis? Porque es la misma mirada que me dedicó aquel miserable en la celda mientras se inclinaba sobre su propia sangre. Dolorido, atemorizado, desesperado y cruelmente engañado.
Incluso ahora, cuando Dante le lanzaba un desafío semejante, el conde eludió mirar hacia el poeta. Dio una lenta media vuelta y movió sus piernas sin ganas ni verdadera dirección; fue hacia la puerta, pero sin intención alguna de traspasarla.
—Sí,
messer
conde de Battifolle. Engañado —siguió hablando el poeta, ajeno a cualquier maniobra de su interlocutor—. Porque, en todo momento, me dio la impresión de que esperaba salir de allí, confiaba escapar de su desesperada situación —expresó con énfasis—. Y, por supuesto, esperaba hacerlo con la lengua en su sitio natural. Cuando la perdió, junto con la capacidad de expresarse, perdió también su arma; su única arma: la posibilidad de contar lo que sabía; y con ello, toda su vana esperanza y su soberbia. Eso es lo que vi en aquella figura rota y ensangrentada. Y no hacía falta que me contara nada más con esa lengua, porque sin ella me estaba revelando todo lo que hasta ahora no he sido capaz de comprender. Es ridículo, ¿verdad? Encerrado a buen recaudo en las prisiones del vicario del Rey y aún tenía la esperanza de que alguien lo liberara. Y sintió verdadera frustración cuando ese alguien mostró a las claras que no iba a hacerlo.
—Fabuláis… —dijo el conde, sin verdadera firmeza. Se había vuelto hacia Dante; pero antes de eso había cerrado la puerta de la estancia. La conversación volvía a convertirse en un asunto privado y reservado—. ¿Cómo iba a soñar siquiera con escapar?
—Eso mismo pensé yo en un principio —respondió Dante—. Aunque no resulta tan descabellado si contempláis la hipótesis de que su carcelero fuera el mismo que le había estado haciendo llegar mensajes y recursos a su escondite.
—Vuestras acusaciones son muy graves —dijo Battifolle, que dibujo, casi por obligación, una máscara forzada de indignación—. ¿Cómo osáis…?
—Formulaba hipótesis —interrumpió el poeta—. ¿No es eso lo que más apreciabais de mí? ¿Ya no os place que lo haga? O quizá ya no estáis tan dispuesto a respetar ese acuerdo del que hablabais… Aunque sospecho que, probablemente, no lo estabais en ningún caso…
—Y, ¿en qué basáis tales hipótesis? —replicó el anfitrión, casi con desprecio, aunque Dante tenía la vaga impresión de que el conde ya iba rindiéndose a la evidencia.
—Ya os dije que en el cruel asesinato de los despojos del árbol los criminales no se habían ajustado tal y como esperaba a mi obra —expuso Dante—. Cuando os lo comenté, parecisteis sorprendido. ¿Cómo no ibais a estarlo? Pero el ingenuo Dante Alighieri caminaba obcecado en otra dirección; lo suficiente como para no prestar la atención necesaria a los detalles. En aquel momento, a mí también me extrañó e incluso me asustó, no lo niego. Parecía demasiado sobrenatural e inquietante que alguien pudiera conocer retazos de mis pensamientos, bocetos que no había dado a luz en la redacción definitiva. Pero más tarde caí en un detalle que difuminó lo portentoso que parecía el asunto. Eran épocas confusas, de las que enturbian toda la memoria posterior de un hombre: experiencias de un exiliado sin esperanza, aunque eso es algo que nunca podréis comprender —añadió desafiante.
El conde no desvió la mirada de su invitado, pero no dijo nada, quizá confuso, incluso incómodo ante la seguridad que éste traslucía.
—Tiempos, además —continuó el poeta—, en los que un espíritu viejo y mortificado acaba jugando a ser joven, refugiándose en el regazo de alguna hembra. Y el amor,
messer
conde de Battifolle, casi tanto como el vino en los guerreros o la ambición en los caballeros, enturbia la mente de los hombres de letras.
Dante se reconcentró un momento en sí mismo y se concedió un instante de melancólica añoranza, mientras el vicario del Rey lo observaba sin decir palabra.
—Pero dejando a un lado esos detalles que ahora nada importan —continuó hablando con una nueva firmeza—, lo cierto es que también aquello estaba escrito y era fruto de mi puño y letra. Estaba en una edición que no pude retirar y que sólo vio la luz en Lucca… ¿De dónde era el ejemplar de mi obra que me asegurasteis poseer? —requirió con intención; sin esperar contestación alguna, respondió por sí mismo a tal pregunta—. De Lucca, ¿verdad?
El conde de Battifolle dio un par de pasos y después se volvió hacia su huésped, e intentó aún una última salida, una excusa plausible.
—Quizá los asesinos consiguieron otro ejemplar… —apuntó sin demasiada convicción.
—Estoy tan convencido de que no pasaron por Lucca como de que sus inquietudes en Italia no consistían precisamente en adquirir libros —le respondió Dante con firmeza—. Esa obra está en posesión de otra persona; la misma que los ha escondido y mantenido en la ciudad y que cuenta con suficiente poder como para procurar que pasaran desapercibidos mientras estaba interesado en que así fuera.
—Sabéis que Lando y los suyos tienen tanto o más poder que el vicario del Rey… —se defendió el conde débilmente.
—Pero Lando ya debe de estar a muchas millas de Florencia —argumentó el poeta sin inmutarse—. Y ni él ni los suyos tienen a los asesinos en sus mazmorras; además, ellos no han ordenado cortar la lengua del único que podía aclarar todo lo acontecido.
El conde no volvió a intentarlo. Adoptó un aire taciturno y se acarició la barba con la mano derecha. Parecía distraído; recorrió con la mirada las juntas de las baldosas del suelo.
—¿Por qué no lo reconocéis ya? —preguntó Dante, sin estridencias—. Me trajisteis para investigar unos hechos…, o al menos eso me hicisteis creer. Dadme al menos la satisfacción de disfrutar del éxito de mis pesquisas —completó con amarga ironía.
Battifolle dejó caer su brazo derecho en un gesto que parecía simbolizar claudicación o derrota. Después, irguió su mole en su envoltura militar e inició con parsimonia uno de sus paseos.
—Os expliqué con claridad lo delicada que era la situación cuando llegasteis a Florencia —empezó a hablar, con la calma medida con que seleccionaba sus palabras—. Pero los florentinos siempre andan envueltos como tortugas al sol en su caparazón de honor y en sus orgullosas apariencias… ¿Cómo pretendéis sanar a un enfermo si no queréis saber cuál es la enfermedad, si lo vestís de tules y lo perfumáis de rosas para que parezca sano? Siendo hipócritas sobrevivís, pero si queréis vivir de verdad tenéis que afrontar las soluciones —afirmó encarando desafiante al poeta. Después, reanudó sus movimientos mientras seguía con su explicación—. Lo importante son los fines, Dante Alighieri, os lo dije también la primera vez que conversamos. Y para alcanzar esos fines, son precisos unos medios que, frecuentemente, no están en manos de un vicario real en una ciudad como ésta. Menos aún si también cae en la tentación de revestirse de orgullo y honor en cada movimiento. Hay que actuar, a veces en la sombra, y utilizar medios que nunca confesaríais ante una asamblea de dignos ciudadanos. Pero os recuerdo que
messer
Roberto, rey de Puglia, me envió a vuestra ciudad para cumplir unos objetivos y eso es lo que he procurado conseguir…