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Authors: Bret Easton Ellis

Tags: #Drama, Relato

Los confidentes (13 page)

BOOK: Los confidentes
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–Necesito usar tu cuarto de baño -digo yo, tranquilamente. Paso junto a él y atravieso el cuarto de estar y entro en el cuarto de baño. Cuando salgo, William está parado junto a la barra.

–¿Es que no conseguiste encontrar otro cuarto de baño por ahí? – pregunta.

Me siento en una butaca delante de un televisor enorme, ignorándole, pensando qué voy a decir.

–No.

–¿Te apetece una copa?

–¿Qué hora es?

–Las once -dice él-. ¿Qué quieres beber?

–Cualquier cosa.

–Tengo zumo de piña, de arándanos, de naranja, de papaya.

Yo había creído que se refería a algo de alcohol, y repito:

–Cualquier cosa.

Se dirige al televisor y éste se enciende con un súbito relámpago y William sube el volumen en el momento en que el presentador dice:

–… las noticias del canal nueve con Christine Lee, sustituyendo a Cheryl Laine…

William vuelve a la barra y sirve dos copas y, por suerte, no me pregunta qué hago aquí. Apago la televisión en la primera pausa para los anuncios.

–¿Dónde está Linda? – pregunto.

–En Palm Springs -dice él-. En un seminario sobre no sé qué. – Un prolongado y tenso silencio, y luego-: Al parecer son muy divertidos.

–Me alegro mucho -murmuro-. Seguís llevándoos bien.

William sonríe y me trae una copa que huele mucho a guayaba. Doy un sorbo cauteloso, luego dejo la copa.

–Acaba de volver a decorar el piso. – Hace un gesto con las manos y se sienta en un sofá beige frente a la butaca-. Aunque el piso es algo temporal. – Pausa-. Todavía sigue en la Universal. Está perfectamente. – Da un sorbo a su zumo.

William no dice nada más. Vuelve a dar otro sorbo a su zumo y luego cruza sus bronceadas y peludas piernas y mira por la ventana las palmeras iluminadas por los faroles de la calle.

Me levanto de la tumbona y paseo nerviosa por la habitación. Me dirijo a la estantería y hago como que leo los títulos de los libros del largo estante de cristal y luego los títulos de los vídeos de los estantes de abajo.

–No tienes buena cara -dice-. Tienes tinta en la barbilla.

–Me encuentro bien.

A William le lleva cinco minutos decir:

–Puede que debiéramos haber seguido juntos. – Se quita las gafas, se frota los ojos.

–Dios santo -digo, irritada-. No, no deberíamos haber seguido juntos. – Me doy la vuelta-. Sé que no debiera haber venido.

–Estaba muy equivocado. ¿Qué quieres que te diga? – Baja la vista hacia sus gafas, luego hacia sus rodillas.

Me alejo de la estantería y me dirijo a la barra y me apoyo en ella y hay una larga pausa y luego él pregunta:

–¿Todavía me deseas?

Yo no digo nada.

–No tienes que contestarme -dice él, que parece confuso, esperanzado.

–Esto no tiene sentido. No, William, no lo tiene. – Me toco la barbilla, mirándome los dedos.

William mira su copa y antes de dar un sorbo, dice:

–Pero tú siempre mientes.

–No me vuelvas a llamar -digo yo-. Por eso he venido. A decirte eso.

–Pues yo creo que todavía… -Pausa-. Te deseo.

–Pues yo… -Hago una pausa tímida-. Deseo a otra persona.

–¿Te desea él? – pregunta con un énfasis tranquilo, y esa pregunta me deja tocada, y me desplomo en el elevado taburete gris de la barra.

–No te vengas abajo -dice William.

–Todo se está yendo a la mierda.

William se levanta del sofá, deja su vaso de zumo de papaya y se dirige tranquilamente hacia mí. Me pone la mano en el hombro. Me besa el cuello, me toca un pecho. Me aparto hasta el otro extremo de la habitación, secándome la cara.

–Resulta sorprendente verte así -consigo decir.

–¿Por qué? – pregunta William desde el otro lado de la habitación.

–Porque nunca sentiste nada por nadie.

–Eso no es cierto -dice él-. ¿Y qué pasa contigo?

–Nunca has estado vivo.

–Yo estaba… vivo -dice, débilmente-. ¿Vivo?

–No, no lo estabas -digo yo-. Ya sabes a lo que me refiero.

–¿Entonces cómo estaba? – pregunta.

–Estabas… -Hago una pausa, miro la extensa alfombra blanca, la cocina blanca, las sillas blancas que brillan en el suelo de azulejos blancos-. Bueno, no estabas muerto.

–¿Y esa persona con la que estás? – pregunta, con un hilo de voz.

–No lo sé. Está… -tartamudeo-. Es agradable. Me sienta bien.

–¿Te sienta bien? ¿De quién se trata? Parece una vitamina. ¿Qué quieres decir con eso? ¿Es bueno en la cama o qué? – William levanta los brazos.

–Eso es -murmuro yo.

–Bueno, si me hubieras conocido cuando yo tenía quince años.

–Tiene diecinueve -digo, interrumpiéndole.

–Dios del cielo, diecinueve -suelta él.

Me dirijo a la puerta, dejando una escena que no me resulta desconocida, y me vuelvo para mirar a William y siento algo que no me agrada sentir. Imagino a Danny, esperándome en el dormitorio, llamando por teléfono, un fantasma. De vuelta a casa, está encendida la televisión y también el Betamax. La cama está sin hacer. Una nota encima de ella dice: «Lo siento… ya nos veremos por ahí. Llamó Sheldon y dijo que tenía buenas noticias. Puse el vídeo a las 11 para que grabase el programa. Lo siento. Hasta la vista. P. S. Biff dice que estás muy buena», y debajo, el número del teléfono de Biff. La bolsa con ropa que Danny tenía al lado de la cama ha desaparecido. Rebobino la cinta me tumbo y veo el noticiario de las once.

7

DESCUBRIMIENTO DE JAPÓN

Con rumbo a la oscuridad, mirando por la ventanilla de un avión el toldo negro y sin estrellas, más allá de la ventanilla, coloco una mano en la ventanilla que está tan fría que me entumece las yemas de los dedos y me miro la mano. Retiro la mano lentamente de la ventanilla y Roger se acerca por el pasillo en penumbra.

–Adelanta el reloj, tío -dice Roger.

–¿Qué dices, tío? – pregunto yo.

–Que adelantes el reloj. Hay diferencia horaria. Estamos aterrizando en Tokio. – Roger me mira fijamente, disimulando una sonrisa-. Tokio, Japón, ¿vale? – No hay respuesta, y Roger se pasa la mano por su pelo rubio hasta que se hace una pequeña cola de caballo en la nuca, suspirando.

–Pero… no consigo… ver… nada, tío -le digo, señalando lentamente la ventanilla.

–Eso es porque llevas puestas las gafas de sol, tío -dice Roger.

–No, no es eso… Está… de verdad… -busco la palabra adecuada-… bueno… oscuro -y luego-: tío..

Roger me mira durante un momento.

–Bueno, eso es porque las ventanillas están, bueno, ahumadas, ¿vale?

No digo nada.

–¿Quieres un Valium, un éxtasis, un chicle, qué? – ofrece Roger.

Niego con la cabeza, contesto:

–No… podría tener una sobredosis.

Roger se da la vuelta lentamente, avanza por el pasillo hacia la parte delantera del reactor. Al apretarme las yemas de los dedos, todavía frías debido a la ventanilla, contra la frente, se me cierran los ojos con fuerza.

Desnudo, despierto bañado en sudor, en una cama enorme de una suite del ático del Tokio Hilton, las sábanas arrugadas en el suelo, una chica desnuda y dormida a mi lado, con la cabeza encajada en mi brazo, que tengo dormido, y me sorprende el esfuerzo que me cuesta levantarlo. Mi codo se desliza cuidadosamente por la cara de la chica. Bolas de kleenex que le hice tragar se le pegan a los lados de las mejillas, en la barbilla, resecas. De espaldas, separado de la chica, hay un chico, de dieciséis o diecisiete años, puede que menos, oriental, desnudo, en el extremo opuesto de la cama, con los brazos colgándole por el borde, la suave piel beige de la parte baja de la espalda cubierta de verdugones rojos, recientes. Me estiro a por el teléfono de la mesilla de noche pero no hay mesilla y el teléfono está en el suelo, desconectado, encima de las sábanas húmedas. Resollando, me estiro por encima del chico, conecto el teléfono, lo que me lleva unos quince minutos, por fin le pregunto a alguien del otro extremo de la línea por Roger, pero Roger, me dice, está en un concurso de comedores de frutas y no está disponible.

–Llévense ahora mismo a estos dos chicos de aquí, ¿vale? – murmuro al auricular.

Me levanto de la cama, haciendo que una botella vacía de vodka golpee contra una de bourbon que se derrama encima de una bolsa de patatas fritas y un ejemplar de
Hustler Orient
en el que este mes sale esta chica de la cama, y me arrodillo, lo abro, sintiéndome raro mientras observo lo distinto que parece su coño en el desplegable comparado a cómo parecía hace tres horas y cuando me vuelvo y miro la cama, el chico oriental tiene los ojos abiertos y me mira fijamente. Me limito a quedarme allí, nada avergonzado, desnudo, con resaca, y miro fijamente a mi vez los ojos negros del chico.

–¿Te das pena? – pregunto, aliviado cuando dos tipos con barba abren la puerta y se dirigen a la cama, y yo entro en el cuarto de baño y cierro con pestillo.

Abro los grifos al máximo, con ganas de que el sonido del agua que golpea contra la inmensa bañera de porcelana apague el ruido de los dos
roadies
que se llevan al chico y a la chica fuera de la cama, fuera de la habitación. Me inclino hacia la bañera, asegurándome de que por el grifo sólo sale agua fría. Me dirijo a la puerta, apoyo el oído para descubrir si todavía queda alguien en la habitación y, casi completamente seguro de que no hay nadie, la abro, echo una ojeada, y en la habitación no hay nadie. De una pequeña nevera saco un cubo de plástico para hielo y luego me dirijo a la máquina del hielo que he pedido que coloquen en el centro de la suite y saco algo de hielo. Luego, según vuelvo al cuarto de baño, me arrodillo junto a la cama y abro un cajón y saco una caja de Librium y luego vuelvo al cuarto de baño y cierro la puerta y vacío el hielo del cubo en la bañera, asegurándome de que queda bastante agua en el fondo del cubo para que me ayude a pasar el Librium, y me meto en la bañera, me tumbo, con sólo la cabeza fuera del agua, inquieto por el hecho de que a lo mejor el agua helada y el Librium no combinen demasiado bien.

En el sueño estoy sentado en el restaurante de la parte más alta del hotel cerca de una pared con ventanas y mirando por encima de la sábana de luces de neón que pasan por ser una ciudad. Estoy bebiendo un Kamikaze y sentada frente a mí está la chica oriental del
Hustler
pero su suave cara cetrina lleva un maquillaje de geisha y ese maquillaje de geisha y el ajustado vestido de un rosa fluorescente y la expresión de sus rasgos planos y suaves y la mirada de sus inexpresivos ojos negros son de predador, me ponen incómodo, y de pronto toda la sábana de luces parpadea, se esfuma, suenan unas sirenas y unas personas en las que no me había fijado salen corriendo del restaurante, gritos, aullidos que llegan de la negra ciudad de abajo, y grandes arcos de llamas, naranjas y amarillas, que se destacan ante un cielo negro, salen disparados de diversos puntos del suelo y yo todavía sigo mirando a la geisha, con los arcos de llamas reflejándosele en los ojos, y la chica me murmura algo y no hay miedo en aquellos ojos húmedos y oblicuos porque ahora la chica sonríe cálidamente, repitiendo la misma palabra una y otra vez y otra y otra pero las sirenas y los gritos y varias explosiones anegan el mundo y cuando grito, dominado por el pánico, preguntándole qué está diciendo, ella se limita a sonreír, parpadeando, y saca un abanico de papel y no deja de mover la boca, formando la misma palabra, y yo me inclino hacia ella para oír la palabra pero por la ventana irrumpe una garra enorme, salpicándonos con cristales, y me agarra y la garra está caliente, late de odio y está cubierta de un lodo que empapa el traje que llevo puesto y la garra me saca por la ventana y yo me retuerzo en dirección a la chica, que vuelve a repetir la palabra, esta vez claramente.

–Godzilla… Godzilla, idiota… He dicho Godzilla.

Gritando en silencio, me levanta hacia su boca, a ochenta, noventa pisos de altura, mirando lo que queda de la destrozada pared de cristal, con un viento negro y frío soplando furiosamente a mi alrededor, y la chica oriental del vestido color rosa ahora está subida a la mesa, sonriendo y agitando su abanico hacia mí, gritándome «Sayonara», pero eso no significa adiós.

Algo más tarde, después de salir desnudo y sollozando de la bañera, después de que Roger haya llamado por una de las extensiones diciéndome que mi padre llamó siete veces durante las dos últimas horas (algo sobre una emergencia), después de que le diga a Roger que le diga a mi padre que estoy durmiendo o que he salido o lo que sea o que estoy en otro país, después de estrellar tres botellas de champán contra una de las paredes de la suite, por fin estoy en disposición de sentarme en una silla que he llevado hasta la ventana y mirar cómo es Tokio. Tengo una guitarra, intento componer una canción, porque durante la semana pasada unos cuantos acordes han estado dándome vueltas en la cabeza pero me cuesta trabajo ordenarlos y luego me pongo a tocar viejas canciones que compuse cuando tocaba con el grupo y luego miro los cristales rotos del suelo que rodean la cama, pensando: Esto puede ser una buena cubierta para el álbum. Luego recojo un paquete medio vacío de MM's y me las tomo con algo de vodka y luego como eso me sienta mal tengo que correr al cuarto de baño pero tropiezo con el cable del teléfono y me golpeo la mano contra un grueso trozo de cristal de una de las botellas de champán y durante largo rato me quedo mirándome la palma, un fino hilillo de sangre que corre en dirección a la muñeca. Sin poder quitarme el cristal sacudiendo la mano, me lo arranco y el agujero de mi mano parece suave y seguro y cojo el trozo de cristal manchado de sangre que todavía tiene parte de la etiqueta de Dom Perignon y tapo la herida volviendo a ponerlo encima de ella, pero el cristal se cae y una corriente de sangre llena la guitarra que ya empezaba a rasguear y la guitarra ensangrentada también quedaría muy bien en la funda de un disco y consigo encender un pitillo, aunque la sangre lo moja un poco. Más Librium y me quedo dormido, pero la cama tiembla y el movimiento de la tierra es parte de mi sueño, otro monstruo que se acerca.

El teléfono empieza a sonar, por lo que supongo que ya es mediodía.

–¿Diga? – respondo, con los ojos cerrados.

–Soy yo -dice Roger.

–Estoy durmiendo, Lucifer.

–Venga, levántate. Hoy tienes que comer con alguien.

–¿Con quién?

–Con alguien -dice Roger, irritado-. Venga, vamos a tocar algo.

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