—¿Has notado algo sospechoso?
El interpelado hacía lo posible por dominar el temor que a todas luces lo invadía. Era obvio que estaba deseando que Amerotke se marchase cuanto antes.
—Gran señor —respondió quejicoso—, yo cuido de los muertos, y apenas reparo en los quehaceres de los vivos.
E
l sacerdote Khety e Ita, la doncella del dios, se encontraban copulando. Lavada y perfumada, ella se había introducido en el aposento del religioso para desabrocharse sin dudarlo las vestiduras y acercarse con sigilo a su angosto lecho. Khety sintió una enorme dicha, pues Ita era una amante consumada. Nunca había experimentado un placer tan intenso como el que le reportaban esos encuentros furtivos. Limitados por tan estrecho espacio, daban vueltas y se retorcían.
—Haré lo que me pidas —exclamó él con un rugido.
Ita se limitó a sonreír mientras frotaba el cuerpo de él con sus manos, prodigándole sus mimos con dulzura. Tan absortos se hallaban en su deleite que ni siquiera oyeron abrirse la puerta. Hizo falta un golpe forzado de tos para que Khety echase a la sacerdotisa a un lado e intentara vislumbrar algo entre las sombras del aposento. Una ventana elevada proporcionaba al lugar el único resquicio de luz. La habitación pertenecía al ala antigua del templo, una zona salpicada de sombras y rincones oscuros, de oquedades siempre frías por la falta de luz solar. Ita se arrodilló en el lecho y se envolvió en su túnica. La mano del sacerdote buscó su daga, que descansaba sobre la mesa. Dio un salto cuando oyó una flecha rebotar en la pared, muy por encima de su cabeza. Ita dejó escapar una maldición en voz queda.
—¡Debías haber cerrado la puerta! —exclamó Khety entre dientes.
—Estaba demasiado concentrada en su propio gozo. —El intruso hablaba en voz baja, amortiguada como si, hombre o mujer, llevase una máscara de las empleadas en las inmolaciones—. Por favor, no os alteréis; no corréis ningún peligro… a menos que deis un paso fuera de ese lecho.
El sacerdote entrecerró los ojos. Se trataba de una voz cantarina: no cabía duda de que quien les hablaba estaba cambiándola. Unas veces sonaba gutural; otras, las palabras brotaban con suavidad.
—¿Qué es lo que quieres? —exigió Khety.
—Podría decir que lo que deseo ahora es sentarme y observaros mientras consumáis vuestro gozo. Tú, muchacha, eres una cosita de lo más lindo. Los dos sois lo bastante osados para no tener miedo.
—¿Por qué íbamos a tenerlo? —respondió él—. Yo soy un sacerdote y, por lo tanto, soltero, mientras que Ita es una doncella del dios.
—Sí —respondió la voz en tono tajante—. Pero tú no eres un dios, Khety, por más que pueda parecértelo. En cualquier caso, como iba diciendo…
El sacerdote volvió a dar un respingo al oír de nuevo el chasquido de la cuerda del arco. Otra flecha rebotó en la pared.
—Sólo era un recordatorio —advirtió la voz con suavidad—. ¿No tenéis miedo del señor Amerotke, el juez del semblante severo y el ojo avizor?
—No es más que un pobre idiota —rezongó Khety—. No hace otra cosa que pavonearse por ahí formulando preguntas. ¿Por qué nos tendría que preocupar?
—Y, sin embargo, os preocupa. Acabas de confesarlo. ¿Dónde está la Gloria de Anubis?
—Nosotros no la hemos robado.
—¿Ah, no? Amerotke cree que sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Una simple cuestión de lógica: Asesinan a Nemrath mientras tú haces guardia fuera de la capilla; la puerta permanece cerrada durante todo el tiempo y Nemrath era el único que tenía la llave. Debió de suceder algo muy extraño. Como ves, es difícil creer que no estabas implicado.
—Si lo hubiese estado —replicó él—, me habrían arrestado.
—No, no lo harán. Eres un sacerdote: no pueden someterte a tormento y, por si fuera poco, tampoco cuentan con una sola prueba real, por pequeña que sea, que pueda incriminarte. Al parecer, no cometiste un solo error. Además, si robaste en verdad la Gloria de Anubis e intentases venderla…
—No sé de qué estás hablando.
Khety escudriñó la oscuridad. No lograba identificar aquella voz, ya grave, ya aguda, ora suave, ora áspera y gutural. No había duda de que su misterioso visitante había preparado el encuentro con todo detalle.
—Ah, por cierto —la voz se convirtió en un susurro—: acabas de admitir que la hermosa Ita también está implicada.
El sacerdote cerró los ojos, irritado al reconocer que había cometido un error. Ita se había mantenido en silencio durante toda la entrevista. Si hubiese sido cualquier otra concubina, habría dejado escapar una exclamación sorprendida.
—Prosigo. Como iba diciendo, habéis robado la Gloria de Anubis. ¿Cómo lo hicisteis?
Khety guardó silencio.
—¿Fue idea vuestra o de Weni?
—¿Weni? —preguntó el religioso—. ¿Quién es Weni?
—Vuelves a mentir: sabes que es el heraldo egipcio que trabajaba para nosotros, los de Mitanni.
Khety tensó los músculos, preguntándose a qué se debía tal concesión por parte de su interlocutor.
—Los de Mitanni quieren la Gloria de Anubis; el rey Tushratta la devolverá a su propio templo oscuro. Se siente humillado y está furioso por tener que firmar un tratado de paz con una reina-faraón y besar sus pies de uñas pintadas. De cuando en cuando, en los años sucesivos, aplacará su ira, calmará la furia de su alma abriendo el cofre secreto y regodeándose en la contemplación de la hermosa Gloria de Anubis. Reirá de buena gana, en tanto que Hatasu no podrá sino hacer rechinar sus dientes hasta el día en que el sol pierda su calor.
Khety notó un calambre en la pierna. No pudo evitar moverse, lo que provocó que se volviera a estampar una flecha contra la pared.
—¡Me ha dado un calambre! —se quejó.
—Eso no es lo que he visto hace unos instantes: un semental montando a su yegua, ¿no es así? Volvamos a la Gloria de Anubis: ¿cómo la robasteis?
—No puedo contestar a esa pregunta. No pienso contestarla.
—Debes de estar triste —señaló la voz con un ronroneo— por la muerte de Weni. Todo el mundo está enterado: en el mercado sólo se oyen rumores al respecto. Así que no me mientas en lo referente a quién era y dónde está Weni. Se ha ido al remoto horizonte. Espero que lleve bien preparadas las respuestas que habrá de dar a los dioses. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Cuánto te ofreció Weni?
Ita comenzaba a salir de la conmoción y se movía con inquietud. Empezó a temblarle el labio inferior. El sacerdote la tomó por la muñeca.
—Mira —prosiguió la voz en un tono más apremiante—, sé que tienes la amatista sagrada. Y, ahora, ¿qué puedes hacer? ¿Llevártela al mercado y ofrecerla como un buhonero que intenta vender un loro o un mono amaestrado? ¿O tal vez prefieres enseñarla a los libios o los nubios? Debes tomar una decisión.
—Digamos que estás en lo cierto —respondió Khety tratando de escoger con cuidado cada una de sus palabras—. Pongamos por caso, y esto es sólo una suposición, que te ha enviado el señor Amerotke para que me atrapes.
—¡Coge esto y retrocede! —le exhortó la voz. En el charco de luz del suelo cayó un pequeño sello—. Despacio —insistió.
El sacerdote se levantó, desentumeció las piernas y recogió el escarabajo. Su forma no respondía a un diseño egipcio. Al darle la vuelta, pudo reconocer el sello real de Tushratta.
—Puedes haberlo robado.
—Pero no lo he hecho. De todos modos…
En esta ocasión, lo que cayó en el círculo de luz con un tintineo fue una bolsa de cuero. Khety la tomó y deshizo el nudo que la cerraba. Vació el contenido en sus manos para comprobar que se trataba de brillantes lingotes de oro en miniatura: ninguno superaba el tamaño de una uña. Sopesó las barritas y pudo comprobar que el metal tenía una pureza extrema.
—Hay más —afirmó la voz—; mucho más de lo que os ofrecía Weni. Pero no os lo daré ahora; no sería seguro, ¿verdad, Khety? Cuando lo sea, me lo haréis saber. La joven Ita tiene un collar de cornalina con la cabeza de un escorpión dorado en el centro. Como veis, os he observado bien. El día que estéis preparados para la entrega (y quiero que escuches con mucha atención, Khety: ese día debe llegar cuando los enviados de Mitanni estén a punto de abandonar Tebas), Ita se hará ver con ese collar al lado del estanque que hay en el exterior de la mansión en que se alojan los de Mitanni. Os aseguraréis de que la Gloria de Anubis se queda en este mismo aposento, dentro de un cofrecillo. Los dos permaneceréis alejados de él durante todo el día. Cuando regreséis, la amatista habrá desaparecido, pero vosotros poseeréis más riquezas de las que nunca hayáis soñado.
—¿Y cómo sé que eso es verdad? —espetó el sacerdote.
De entre las sombras, volvió a surgir una bolsa, que pudo verse al quedar bajo la luz.
—Aún habrá más. Piénsalo, Khety. Cuando me vaya, siéntate con tu amada y entona para ella una canción de amor. Recontad vuestra riqueza y planead adonde queréis huir. Quién sabe: si tomáis el camino de Horus, quizá el rey Tushratta os acoja en su reino. Por favor —lo apremió la voz—, vuelve a sentarte en el lecho.
Khety no dudó en obedecer, aunque esto no impidió que volviese a estrellarse otra flecha contra el muro. La puerta se abrió y volvió a cerrarse, dejando a los dos amantes sentados en la cama y con la mirada fija en la oscuridad.
***
Una hora después, el heraldo Mareb, con los hombros perlados de sudor y la mente agitada por todo lo que tenía que hacer, subió corriendo las escaleras. Nada más llegar arriba, se detuvo para tomar aire. Le constaba que el señor Amerotke había abandonado el templo, pero había recibido el mensaje, transmitido por un anciano sacerdote, de que el juez del faraón quería verlo con urgencia. El heraldo había podido ver al enano, Shufoy, correteando por los terrenos del templo, lo que le hizo pensar que tal vez Amerotke había regresado. La galería de delante estaba desierta. Los sirvientes del templo habían barrido y pulido el suelo de madera, que habían frotado con un perfume especial. Asimismo, habían dispuesto flores en pequeños cuencos de cobre. Mareb se enjugó el sudor de la cara, pensando que se alegraría cuando todo hubiese acabado. Pudo oír un himno procedente del exterior: un sacerdote fúnebre declamando un lamento por el difunto. «Pobre Weni», se dijo, convencido de que bien podría estar dedicado a él. Mareb sonrió, atravesó la galería y llamó a la puerta. Al no oír respuesta, volvió a llamar al tiempo que gritaba:
—¡Mi señor Amerotke!
Empujó la puerta; el aposento estaba oscuro y los postigos cerrados. Sus ojos se fueron habituando a la penumbra. No le costó columbrar el lecho, su cabecera adornada y otros elementos del mobiliario.
—¡Mi señor Amerotke!
Entró en la habitación. Cuando se disponía a abrir la ventana, oyó un ruido y supo que algo no iba bien. La puerta se cerró de golpe a sus espaldas. Un par de manos férreas lo hicieron cruzar el dormitorio dando vueltas. Chocó contra la cama, lo que lo dejó sin aliento. Se volvió jadeando. Había esperado algo similar: la traición y la intriga eran algo acostumbrado en la vida de un heraldo. ¿Se trataba de una advertencia? Se lanzó hacia la oscura figura que lo había agredido. Aún aturdido y presa de la confusión, no reparó en que el desconocido iba armado hasta que fue golpeado por él en la cara con su garrote bélico. Su cabeza se llenó de dolorosas estrellas. Dejó escapar un grito. Salió un chorro de sangre del corte que se había hecho en la comisura de los labios. Mareb miró a su alrededor en busca de una daga, un jarrón o cualquier otra cosa. Su oscuro asaltante permanecía de pie, en silencio y amenazador.
—Quédate donde estás, heraldo egipcio —ordenó.
—¿Qué quieres de mí? —logró articular Mareb—. ¿Qué sentido tiene esto?
—¡De rodillas! —lo exhortó la voz—. ¡Ponte de rodillas y dándome la espalda!
Mareb obedeció presa del pánico, temiendo que lo fuesen a degollar.
—Estoy…
Intentó levantarse, pero el desconocido lo empujó y lo envió a un rincón del dormitorio. Se oyeron ruidos en el corredor.
—¡Silencio! —le apremió la voz.
Mareb se estremeció al ver que la puerta se abría. Reconoció la pequeña silueta de Shufoy, que no tardó en verse apresado y arrojado a través de la habitación como si fuese poco más que un hatillo de ropa. El enano fue a aterrizar sobre un mueble volcado, por lo que dejó escapar un grito de dolor y toda una sarta de improperios. Entonces la puerta se abrió de golpe y el atacante desapareció.
Por un momento, el aposento quedó sumido en la confusión. Shufoy rezongaba entre gimoteos. Mareb tenía las piernas doloridas y un lado de la boca ligeramente hinchado. Abrió los postigos. El recién llegado se puso de pie frotándose el brazo dolorido y observó el desorden de la habitación.
—Suerte que he entrado —observó—. ¿No tienes ni idea…?
—No, ni la más remota —respondió Mareb irritado—. Estaba convencido de que el señor Amerotke quería verme. Al abrir la puerta… —Sonrió y le tendió la mano. Shufoy se la estrechó—. Debo darte las gracias por venir. Sólo los dioses saben qué habría pasado si no llegas a entrar.
—¿Quién te dio el mensaje acerca del señor Amerotke?
—Un sacerdote anciano —repuso el heraldo—. Y estoy seguro de que, si ahora lo buscase, afirmaría estar demasiado ciego o confundido para determinar quién le dio el recado.
Shufoy salió cojeando del aposento. La planta baja de la pequeña mansión estaba vacía. Un sirviente de ojos soñolientos que mascullaba entre sus desdentadas encías mientras arreglaba las flores de una maceta les indicó agitando la cabeza que no había visto ni oído nada extraño. Lo caluroso del día no impidió a Shufoy dirigirse a la casa de los sirvientes y despertarlos para que les proporcionasen agua, paños y ungüentos con los que curó sus heridas y las de Mareb.
—Pasará un tiempo antes de que vuelvan a mirarte las muchachas —observó el hombrecillo—, pero no tardarás en sanar.
Mareb le dio las gracias y Shufoy salió para regresar con cecina, fruta y algo de pan, así como con una jarra de vino que había logrado sisar de la cocina y que emplearon para aliviar el dolor y curar sus heridas.
—Yo podría haber sido médico, ¿sabes? —declaró ufano Shufoy—. Me habría especializado en enfermedades del ano —añadió escrutando el gesto de Mareb en busca de algún signo de burla—. Sé reconocer cualquier poción; conozco todos los síntomas, desde la hinchazón de las venas…
—Sí, sí —corrió a atajarlo Mareb—. Pero dime, Shufoy: ¿qué te ha hecho venir?