—No queremos hacerte daño —se oyó una voz suave—. Mi señor Amerotke, somos los Hijos del Nilo.
El magistrado distendió los músculos.
—En ese caso, acercaos.
Ellos obedecieron y Amerotke hizo cuanto pudo por reprimir su nerviosismo. Había oído hablar de los Hijos del Nilo, miembros del gremio encargado de alimentar a los cocodrilos sagrados y sacar cuanto podían del río. Vivían en su propio santuario, una pequeña construcción situada al sur en la que adoraban a Sekhmet la Destructora, la diosa leona. El Nilo proporcionaba a estas criaturas sustento y provecho. Tampoco faltaban los que los acusaban de atraer a las embarcaciones hacia sus traicioneros bancos de arena para hacerlas naufragar, saquearlas y sacrificar a los supervivientes como ofrendas a su terrible diosa. Siempre iban ataviados con pieles sin tratar, lo que los había hecho merecedores de una pésima reputación de sucios. Cubrían su cabeza con un casco o gorro con forma de ibis, cocodrilo, hipopótamo, serpiente…, en fin, de cada una de las criaturas que vivían en la ribera del Nilo. El cabecilla era un hombre bajo y orondo. Se quitó el tosco alacrán que llevaba por casco. Tenía un ojo medio cerrado, convertido en poco más que un charquito lechoso, y una cicatriz enorme que le cruzaba la cara. Desprendía un desagradable olor a sudor y el tufo a pescado propio del barro del Nilo. Sus compañeros permanecieron rezagados mientras él se adelantaba y saludaba con una inclinación.
—Mi señor Amerotke.
—Es de noche —repuso el juez—. Podéis encontrarme, si me necesitáis, en la Sala de las Dos Verdades.
—O en el Templo de Anubis —fue su respuesta.
—¿Cómo conoces mis movimientos? —espetó el magistrado.
—Mi señor, no te enfades. —El desconocido intentó sonreír, aunque no logró más que fruncir el ojo sano.
—¡Al grano! —urgió Shufoy.
—Calla, pequeño: no pretendemos haceros nada. ¿Cómo se le va a ocurrir a gente como nosotros siquiera amenazar al gran Amerotke? Sabes por qué estamos aquí —prosiguió sin pausa—. Somos impuros: tenemos prohibido el paso a los lugares sagrados. Sin embargo, poseemos información para vender o, en este caso, dártela a cambio de nada.
—Dime lo que sabéis y me aseguraré de que no falten ofrendas mañana en vuestro santuario.
—Dos cosas, mi señor. Nosotros fuimos quienes sacamos del Nilo el cuerpo de Sinuhé el viajero. Yo ya lo conocía; nos contaba relatos fascinantes y afirmaba haber visto el lugar donde nace el río, situado en el centro de la Tierra. No le importaba ir vestido de cualquier modo. Ahora los cocodrilos han convertido su cadáver en un montón de carne sanguinolenta, pero ¿no has visto, mi señor, que llevaba puesta su mejor túnica y un buen par de sandalias?
Estas palabras trajeron a la mente del juez las prendas manchadas de sangre que había examinado en la sala de embalsamamiento.
—¿Y lo segundo?
—La mañana que mataron a Sinuhé, uno de mis compañeros cree haber visto al propio dios Anubis cerca del antiguo templo de Bes.
—Los dioses no caminan —respondió Amerotke.
—Tal vez no se tratara de un dios, sino de un sacerdote de Anubis vestido con un faldellín largo de cuero y una máscara negra. —El hombre se dirigió a uno de sus compañeros en la aguda
lingua franca
de los habitantes de la ribera.
—Lo he oído —declaró Shufoy—. Dice que no era Anubis.
El cabecilla volvió a acercarse a ellos.
—Pequeño, nariz no tendrás, pero tus orejas están bien aguzadas. Tienes razón: mi compañero dice que ha ido al Oasis de las Palmeras. —Amerotke y Shufoy pudieron distinguir una sonrisa en la oscuridad—. Bueno, lo bastante cerca para ver que los sacerdotes de Mitanni llevan máscaras como ésa.
—¿Hay algo más? —preguntó el magistrado.
El desconocido sacudió la cabeza.
—Como ya he dicho —señaló Amerotke—, tendréis vuestra recompensa mañana por la tarde. Que la diosa os sea favorable.
La extraña visita desapareció como tragada por la oscuridad.
—¿Qué tenemos por el momento, Shufoy? Sinuhé se vistió para encontrarse con alguien importante, tal vez un noble… o una noble —añadió— del reino de Mitanni. ¿Y qué sentido tiene la máscara?
—Pretendía ocultar su identidad. Es fácil confundirse: cualquiera podría pensar que se trata de un sacerdote del templo de Anubis.
Amerotke se frotó los brazos cuando un soplo de aire fresco rozó el escaso sudor que se había formado en sus miembros. El encuentro con los Hijos del Nilo lo había sobresaltado. De repente se dio cuenta de lo cansado y hambriento que estaba, así que no dudó en tomar a Shufoy de la mano y comenzar a caminar en la oscuridad.
Aparecieron más luces. Pasaron junto a los altos muros de una serie de mansiones majestuosas, con las puertas de madera pulida cerradas a piedra y lodo a causa de la caída de la noche. Aquélla era una zona agradable y lujosa que, si bien no se hallaba demasiado alejada del Nilo, contaba con seguras protecciones contra cualquier crecida de éste. Por fin llegaron a casa de Amerotke. Shufoy aporreó la puerta de entrada, pidiendo a gritos que los dejasen entrar. Entonces se abrió un portillo lateral y el magistrado entró en su vergel privado, sus jardines repletos de flores, sus viñedos, sus colmenas y sus árboles de sombra.
Shufoy y el portero se quedaron lanzándose pullas mientras Amerotke se introducía en su residencia. Todo estaba en orden: habían encendido las lámparas de aceite y la casa de verano se hallaba cerrada. Ante Khem, la diosa del jardín, se habían dispuesto luces y flores. Bajó por el paseo de acacias y ascendió hasta la casa principal, flanqueada por columnas policromadas. El vestíbulo estaba impregnado del dulce olor de la cera con que habían frotado las ricas vigas de cedro. En los diversos rincones, se habían colocado vasijas de mirra, incienso y sándalo. Shufoy, que había alcanzado a su amo por el camino, proclamaba a voz en cuello que el señor Amerotke había llegado a casa. Los sirvientes acudieron con aguamaniles y jofainas. El magistrado se sentó en un escabel para lavarse el rostro, las manos y los pies, tras lo cual se enjuagó la boca con vino blanco fresco. En el extremo más alejado de la estancia, se abrió una puerta y entró Norfret, en cuyos ojos endrinos asomó un destello de placer. Llevaba puesta una túnica de gasa blanca y un chal bordado por encima de los hombros. Estaba descalza y el collar que se había abrochado al cuello cayó de improviso al suelo con gran estrépito. Tras recogerlo, se inclinó ante su marido para besarle la frente. Sus ojos danzaron traviesos y sus labios se abrieron en una sonrisa.
—Salve, juez del faraón —musitó—, el hombre más sabio de Tebas.
Él tomó la cara de su esposa entre sus manos y la besó en la boca.
—Salve, oh Norfret, diosa de los halagos perfumados.
Ahmose y Curfay entraron de un salto en la habitación, dando gritos de bienvenida. Enseguida recordaron sus modales, hicieron las reverencias de rigor y, tras tomar a Shufoy de la mano, salieron corriendo.
La confusión se apoderó de la sala por unos instantes. Los sirvientes iban y venían. Norfret intentaba referir a Amerotke cómo había remitido de pronto la fiebre de Ahmose y que uno de los perros había caído al estanque de los peces, así como que no acababa de encontrar el sentido a las cuentas del apicultor. Sin embargo, después de todo esto, quedaron solos en la azotea de la casa, reclinados sobre sendos divanes, con la comida dispuesta en una mesa en el centro. A Norfret le encantaba sentarse allí por la noche; se sentía fascinada por las estrellas y gustaba de describir a Amerotke el movimiento de cada una. Sin embargo, esa noche parecía más interesada en informarse acerca de los enviados de Mitanni que se alojaban en el templo de Anubis.
—He oído decir —observó al tiempo que pestañeaba con aire burlón— que las sacerdotisas de Mitanni son expertas en el amor. Les enseñan todas las artes desde el momento en que comienzan su formación. Me han hablado de cierto visitante de la capital de Mitanni que murió de placer…
—Eso no es más que un cuento —se burló Amerotke—. Puede que los de Mitanni sean grandes amantes, pero también son guerreros formidables, amigos de los asesinatos y los derramamientos de sangre. —Se inclinó hacia delante para pellizcar la mejilla de su esposa—. Si atacasen Tebas, la saquearan y te capturaran, no resultaría nada placentero.
Norfret sintió un escalofrío que la hizo arrebujarse con el chal.
—A mí, no me cogerían —afirmó ella con voz silbante—. Vamos, mi señor juez: ya no estás en tu tribunal. ¿Te encuentras confuso? ¿Perplejo quizás? ¿El ingenio de una mujer, la sabiduría de una esposa? —se burló.
Amerotke se inclinó sobre la cabecera del diván.
—El templo de Anubis —comenzó a decir— se ha convertido en un nido… de muerte.
—¡Explícate! —lo exhortó ella.
—En primer lugar, tenemos una serie de muertes misteriosas que aún no hemos sido capaces de explicar: Algunos peces y otros animales han aparecido envenenados, aunque la causa es desconocida. También han encontrado muerta a una bailarina en los jardines. No hay indicio alguno de que ingiriese veneno, pero el médico, al que tengo por una persona competente, cree por la rigidez de sus músculos que le suministraron algún tipo de tósigo. Con todo, sigue siendo un enigma cómo lo hicieron, así como por qué y de quién se sirvieron para hacerlo. Luego tenemos a un miembro de la delegación de Mitanni, el señor Snefru. Se retiró a su aposento, cerró con llave la puerta y echó los postigos de las ventanas. Cuando forzamos aquélla, le encontramos muerto, con los mismos síntomas que la
heset,
aunque seguimos sin saber de dónde procedía el veneno ni cómo se cometió el crimen.
Se detuvo y echó un vistazo a la ciudad. A pesar de la bruma del río, podía verse el destello de las luces a través de la oscuridad.
—¿Y no tienes la más remota idea de la causa que ha provocado esos asesinatos?
—No. Además, tenemos otros dos incidentes. ¿Has oído hablar de Sinuhé el viajero?
—Por supuesto: es un narrador excelente.
—Al parecer, visitó el templo abandonado de Bes, el que hay río abajo. Lo asesinaron y lanzaron su cuerpo al Nilo. El cadáver fue atacado con saña por los cocodrilos antes de que lo sacasen de allí los Hijos del Nilo. Sabemos que tenía un manuscrito que describía sus viajes, un auténtico compendio de los senderos que atraviesan el desierto que habría resultado de gran utilidad a los mercaderes tebanos o a nuestra Casa de la Plata. El Tesoro se muestra siempre dispuesto a explotar rutas comerciales desconocidas, trazar caminos para las caravanas a través del desierto o enviar una flota para que cruce el Verde Gigante en busca de nuevas especias, así como de yacimientos de plata, oro y piedras preciosas desconocidos.
—¿Y la divina reina?
Amerotke no pasó por alto el sarcasmo que teñía la pregunta de Norfret. Su esposa se mostraba respetuosa en todo momento, pero tenía sus propias ideas acerca de la que se había arrogado las funciones de gobernadora de Egipto, y no podía evitar cierto recelo cuando la reina reclamaba la presencia del magistrado. «Es una mujer —insistía—. Sí, es cierto: es la reina-faraón, una diosa, la encarnación de Horus, la emanación de Ra; pero no deja de ser una mujer. Sospecho que la divina Hatasu emplea su encanto y su apostura tanto como el poder de Amón.»
Amerotke sonrió a su esposa.
—La divina Hatasu estaría encantada con dicho manuscrito. Tiene a los sacerdotes bajo sus talones y al Ejército comiendo de su mano.
—Y haría lo que fuese por que los mercaderes comiesen de la que le queda libre. —Norfret soltó una carcajada—. Sigue.
—No hay duda de que Sinuhé iba a reunirse con alguien importante, pues, a pesar de lo poco que le preocupaban las normas de cortesía, se había ataviado con la mejor de sus túnicas y unas sandalias de gran calidad.
—Pero debía de ser, a un tiempo, alguien a quien no quisiera que viese nadie más —añadió Norfret—, por cuanto eligió un lugar tan desolado para el encuentro.
—En efecto, luz de mi vida. —Amerotke sonrió—. Y la persona con quien se entrevistó, sea ésta quien fuere, lo asesinó. Los Hijos del Nilo aseguran haber visto cerca del templo a alguien vestido como Anubis, con un faldellín militar negro de cuero y una máscara. Sinuhé era un personaje cortés pero fuerte; no se habría dejado matar así como así. Con todo, está muerto y su manuscrito ha desaparecido.
—¿Y la Gloria de Anubis? —preguntó Norfret—. He oído rumores…
—Ése sí que es un misterio que encantará a mis hijos —apuntó el magistrado mientras tomaba la copa de vino y bebía—. La Gloria de Anubis es una amatista custodiada en una de las capillas laterales del templo. No existe entrada secreta alguna; la puerta que la guarda es sólida y ante ella se extiende un foso de agua que impide que nadie entre allí por error. Por la noche se encierra en su interior un sacerdote de vigilia al que sirve una doncella del dios. El capitán del cuerpo de guardia custodia el recinto del templo sin advertir nada fuera de lo normal; sin embargo, a la mañana siguiente se ve obligado a forzar la puerta para encontrarse con que han apuñalado al sacerdote del interior y sustraído la Gloria de Anubis.
—¿Tienen alguna relación los tres crímenes? —preguntó su esposa.
—Tal vez sí y tal vez no. —Amerotke jugueteó con la copa de vino golpeándola contra sus dientes—. Cabe la posibilidad —prosiguió— de que los del reino de Mitanni se encuentren detrás de todo. La mujer que tienen al frente es tan astuta como una mangosta. No estoy seguro de si quieren la paz o buscan la guerra. Cabe la posibilidad de que alguno de ellos esté intentando sembrar el caos de tal forma que el rey Tushratta se retire de las negociaciones y las haga fracasar. Sin embargo, continúa siendo un misterio cómo está cometiendo esos crímenes… y por qué. Quiero decir con esto que la muerte del señor Snefru está dentro de lo que podría considerarse lógico; pero ¿por qué asesinar a una pobre bailarina? ¿Qué peligro podía suponer una
heset
del templo de Anubis?
—¿Por qué no le das la vuelta? —Norfret se apoyó sobre un costado y retiró una jarra de alabastro llena de aceite para poder ver con mayor claridad el rostro de su esposo—. Tal vez haya sido la divina Hatasu quien ha cometido los asesinatos, o quizás alguien que obedecía sus órdenes. Puede ser ella la que desea que se propague la confusión para hacer que Tushratta se retire y le proporcione así un motivo para declarar otra guerra y aumentar su gloria.