A
merotke se hallaba sentado en la azotea de su casa. Hatasu y Senenmut, tras supervisar la retirada del sarcófago, habían regresado a Tebas a primera hora de la tarde. Había aprovechado para excusarse e insistir en que debía ver a su familia. No hacía mucho que había regresado la delegación del reino de Mitanni, así que sus obligaciones podían esperar. También se hallaba absorto recordando las reveladoras pinturas murales que había visto en la tumba real. Quería reunir toda la información, todo lo que había averiguado, y reflexionar acerca de las diferentes posibilidades. Hatasu, aliviada por lo que habían descubierto en el sarcófago, convino distraída, si bien Senenmut lo instó a regresar al templo de Anubis al día siguiente.
Había encontrado a Shufoy esperándole en la carretera que desembocaba en la entrada de la casa y, a primera vista, supo que algo no iba bien.
—No quería que se enterase la señora Norfret —murmuró el enano—, pero han secuestrado a Belet y Seli, además de asesinar a su sirvienta y enterrarla en el jardín. Prenhoe y yo hemos sido víctimas de un ataque…
Amerotke lo tomó del brazo y lo llevó al camino para sentarse con él bajo un tamarindo. Lo tranquilizó e hizo que le refiriese con exactitud todo lo sucedido en casa del cerrajero.
—Has hecho bien en esperarme —afirmó el magistrado una vez que Shufoy había acabado su relación—. Lo único que perturba a la señora Norfret es la idea de que nos ataquen en nuestro propio hogar. Si llega a saber que algún amigo o conocido ha corrido tal suerte… —advirtió dando unas palmaditas en la mano del hombrecillo—. Te pido disculpas; todavía no sé qué es lo que planean, pero coincido contigo en que, sea lo que fuere, no tardará en ocurrir. Belet ha sido secuestrado debido a su pericia en cuanto cerrajero, y Seli, para garantizar que ambos guardan silencio. Pero ¿dónde han podido llevarles? —Se preguntó el juez frotándose la mejilla—. Conozco mil y un lugares que pueden resultar atractivos a cualquier ladrón: mansiones llenas de tesoros, almacenes de mercaderes, santuarios, establecimientos de cambistas y lugares de los que ni siquiera he oído hablar.
—¿Corren peligro Belet y Seli? —Shufoy cerró los ojos desesperado, pues la expresión de su amo se lo había dicho todo.
—Los bandidos no son jueces; una vez que han entregado sus corazones al latrocinio, las vidas humanas no significan gran cosa para ellos.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó gemebundo antes de ponerse en pie como movido por un resorte—. He puesto a Asural y a Prenhoe a registrar toda la ciudad.
—Dudo que encuentren gran cosa —contestó el magistrado, que también se levantó—, aunque te agradezco que me hayas esperado aquí. Una vez que entremos en la casa, no podremos mencionar nada de esto.
Shufoy lo miró con detenimiento.
—Y a ti —repuso señalando los cortes que tenía el juez en brazos y piernas—, ¿qué te ha pasado? He oído…
—¡Oh! Es otra de las cosas que no debemos mencionar —contestó sonriendo—. Ya tenemos bastantes problemas, Shufoy. Vamos a dejar que pase el tiempo antes de que la señora Norfret los conozca. Bueno, vamos: no deben vernos aquí sin hacer nada.
Norfret y sus hijos estaban encantados de volver a verlo y no dejaron de hacer una pregunta tras otra. Amerotke envió a Shufoy al templo para que hiciese algunas averiguaciones, en tanto que él se retiraba con su esposa al dormitorio, donde, tal como lo expresó ella, podrían discutir «de un modo más íntimo». Tras el ayuntamiento, ella continuó con el interrogatorio. Amerotke hizo cuanto pudo por mostrarse evasivo, pero conocía bien a su esposa y sabía que no tardaría en insistir. Ella se había percatado de los cortes que tenía en el cuerpo y sacó a colación cierto rumor que había oído Shufoy en el templo, pero no había sido muy insistente al respecto. En aquel momento, se hallaba al pie de la escalera, discutiendo con el administrador qué debía recolectarse de los diversos huertos. Los niños estaban entretenidos en el patio, donde el carpintero los estaba ayudando a construir un carro de juguete.
El juez, ya aseado y con ropa limpia, disfrutaba sentado de la brisa vespertina mientras confiaba al papiro lo que había averiguado. La mesa de madera de olmo estaba poblada de recipientes de tinta y cálamos. Tanto había escrito el magistrado que sentía los dedos y la muñeca doloridos. Dejó a un lado el cálamo y sacó el manuscrito de Sinuhé de su funda de cuero. Ya había leído parte del contenido y se había sentido especialmente atraído por los relatos del viajero acerca de las diversas tribus que moraban las selvas situadas a veintenas de leguas al sur de la tercera catarata.
—No es difícil entender que todo el mundo quisiera comprar este tesoro —se dijo.
Sinuhé era un narrador nato y sus conocimientos parecían inagotables. Describía senderos y rutas con todo detalle, así como el modo en que había que acercarse a las diferentes aldeas o tribus, el lugar en el que encontrar alimento y agua, los peligros que suponían los depredadores y los métodos para orientarse. El magistrado había leído relaciones similares y conocía las historias de muchos que se proclamaban viajeros. La mayor parte estaban más inspiradas en la fantasía que en la realidad, como sucedía con las que hablaban de lagos congelados que albergaban bestias voraces. Sin embargo, el manuscrito de Sinuhé resultaba convincente. Lo precisaba todo, e incluso recogía mapas de trazado tosco pero muy elocuente. Volvió a buscar la sección en que hablaba de los enanos nubios, de sus costumbres y, por encima de todo, de los medios que empleaban para cazar y hacer la guerra.
Una vez que acabó de hojearlo, dejó el manuscrito sobre la mesa y retomó lo que estaba escribiendo. Los niños habían empezado a chillar, remedando la voz grave de Shufoy, que fingía ser un peligroso babuino. El hombrecillo subió las escaleras. La expresión disgustada de sus ojos hacía imaginar que no había disfrutado con el recado: por el contrario, tenía un mayor interés por saber qué había pasado exactamente con su amo y su amigo Belet, o al menos cómo podía robar el corazón de aquella bailarina.
—¿Y bien? —preguntó el magistrado tendiéndole un taburete y sirviéndole una jarra de cerveza.
—Mis poemas amatorios no han tenido éxito, amo —declaró con tono quejumbroso y, tras dejar la jarra en la mesa, añadió—: escucha esto:
¡Oigo la llamada del ganso salvaje!
Me llama y me llama,
pero estoy enredado en la red de tu amor…
—Muy bien, Shufoy —lo interrumpió Amerotke—, pero ya basta.
—No he visto a Prenhoe —repuso con un susurro— ni a Asural. Amo, ¿qué puede haber pasado con Belet? ¿Por qué se habrán llevado los secuestradores todas sus herramientas?
—No lo sé, Shufoy. Todo lo que sabemos es que han planeado un robo. Asural ya está al corriente, ¿no es así? En este momento, no puedo hacer nada más.
—Ya no me haces caso —observó el enano con tono engreído—. No piensas contarme lo que te ha pasado. —Sus ojos se tornaron brillantes de la emoción—. He oído rumores, amo. —Miró por encima de su hombro—. Si se enterase la señora Norfret…
—Si se entera la señora Norfret —le atajó el juez—, tendrás que escapar de algo más que de los gansos salvajes. Te lo contaré más tarde.
—Habéis corrido peligro, ¿no es verdad? —preguntó con expresión lastimera—. Prenhoe tuvo un sueño anoche. Se encontraba en el Nilo con una mujer hermosa…
—¿Era la misma mujer hermosa de sus sueños anteriores?
Shufoy dio un pisotón a modo de protesta.
—¿Qué has averiguado en el templo de Anubis? —insistió Amerotke.
El interpelado dejó escapar un suspiro apesadumbrado y su amo lo tomó de la muñeca para repetir:
—Shufoy, ¿qué has descubierto?
—He interrogado a todos a fondo, en especial al sacerdote al que relevó Nemrath tras la guardia diurna. Dice que es posible, aunque no probable, que alguien se introdujese en la capilla; pero él no cree que sucediese así.
—¿Y?
—Tampoco cree que Weni pudiera esconderse en uno de esos vanos. Tendría que haber sido muy silencioso, porque, de haber visto a un extraño con una daga, Nemrath habría dado la voz de alarma.
Amerotke le soltó la muñeca.
—Cierto, cierto; ya lo había pensado. Por lo tanto, Wanef estaba mintiendo.
—También la vi en el templo, con los otros dos. Hunro y Mensu tenían el semblante hosco de siempre, pero ella parecía un gato que acabase de cazar a un ratón. Preguntó por ti, dijo que al volver a Tebas habían visto los restos de un carro y habló de unas aulagas quemadas.
—No importa —concluyó el magistrado presionando con los dedos los labios de Shufoy al oír a Norfret acercarse por la escalera.
—¿Más secretos? —preguntó sonriendo a su esposo con cierto aire de provocación—. Acabo de recordar el mensaje que te envié.
—¿Qué mensaje? —quiso saber Amerotke.
—El del cofre y la llave.
—He intentado decírselo —terció Shufoy—, pero el perínclito juez estaba, como siempre, demasiado ocupado para escucharme.
—Vuelve a dármelo.
—El asesino del templo de Anubis —apuntó Norfret acercándose para sentarse al lado del enano—. Me dijiste que la puerta estaba cerrada y la víctima tenía aún la llave. Nemrath, ¿no?
Amerotke asintió con la cabeza.
—Bien. —Norfret señaló el cordón azul que llevaba alrededor del cuello—. He cogido una llave de abajo. Luego he ido a nuestro dormitorio. —Esbozó una sonrisa—. Espero que recuerdes dónde se encuentra. Estaba segura de haber cogido la llave del cofre, la misma que he usado en incontables ocasiones. Sin embargo, esta vez he tomado la que no era. Hecha una furia, he tenido que subir para buscar la buena.
El juez estaba perplejo.
—Lo siento, pero me temo que no lo he entendido.
—¡Yo, sí! ¡Yo, sí! —exclamó Shufoy poniéndose en pie y dando saltitos de un lado a otro.
—¿Cómo sabemos —prosiguió Norfret— que la llave hallada en la faja de Nemrath era de verdad la que pertenecía a la puerta?
—Porque la llave estaba fabricada de un modo muy especial; nadie sería capaz de hacer una réplica exacta: resultaría sospechoso.
—No, no —prosiguió Norfret, que no cabía en sí de la emoción—. ¿Qué es lo más importante de la llave, mi señor magistrado? Ni la barra ni el extremo por el que se sostiene, sino los dientes del otro extremo: eso es lo que necesita de la habilidad de un cerrajero. Una llave debe encajar en una cerradura y servir para girarla, ¿no es así?
Amerotke escuchaba boquiabierto.
—¿Puede ser —preguntó su esposa— que alguien entrase en la capilla y, tras asesinar a Nemrath y hacerse con la amatista sagrada, pusiera en su faja una réplica de la llave y escapase después de cerrar la puerta tras de sí?
—Es posible —admitió el juez—, aunque eso convierte a Nemrath en cómplice a la vez que víctima del crimen, ya que debió de abrir la puerta a su agresor.
—¡Muy bien, amo: de acuerdo! —exclamó Shufoy—. Acuérdate de lo que nos dijo el Hombre Cocodrilo acerca del sacerdote asesinado: era un hombre gordo y lúbrico, siempre ávido de carne fresca.
—¿Ita? —Amerotke meneó la cabeza—. El cirujano me dijo que no había indicio alguno de que Nemrath hubiese tenido un encuentro sexual antes de su muerte.
—¿Cómo sabes que ella se dejó siquiera tocar?
—¡Es cierto, Shufoy! —exclamó el juez contagiado de la excitación de su interlocutor—. Pero esa réplica de la llave…
—No es difícil de hacer —manifestó el enano al tiempo que señalaba una introducida en la cerradura de un cofre cerca de la mesa—. Sólo hay que acercarse a cualquier metalista que trabaje el cobre o el bronce y mostrarle un dibujo…
—¡Claro! —Amerotke se puso en pie, tomó a su esposa de los hombros y le besó en los labios—. Si algún día necesitan otro juez en Tebas…
—No, gracias. —Norfret levantó la mirada con gesto grave—. No me gusta la idea de tener que atravesar en carro un desierto solitario. Quiero que me digas la verdad, mi señor juez.
—Sí, lo haré. —Se sentó y comenzó a atarse las sandalias—. Yo también quiero saberla.
—¿Te vas?
—Claro que sí: gracias a ti, ya sé cómo asesinaron a Nemrath y robaron la Gloria de Anubis. El tiempo apremia, pues los de Mitanni partirán en cuanto sellen el tratado, y sospecho que se llevarán con ellos la amatista. Shufoy vendrá conmigo. En el templo hay suficientes guardias, así que no veo la necesidad de molestar a Asural.
Amerotke no dejó que lo distrajesen ni que pospusieran su salida. Aseguró a Norfret que estaría de vuelta esa misma noche y, después de besar a los niños y pedirles que fueran buenos, apretó el paso junto con Shufoy para introducirse en el camino a Tebas.
Las puertas de la ciudad ya estaban cerradas, aunque el vigía les dejó entrar a través del portillo. No tardaron en llegar al templo de Anubis. El recinto divino estaba vacío. Valiéndose de su autoridad, Amerotke pidió ver al sumo sacerdote. Cuando éste llegó, el juez exigió entrevistarse con Khety e Ita en la capilla que había alojado la amatista sagrada.
—¿Traes novedades sobre el asunto? —preguntó el sacerdote, que levantó la cabeza para mostrar unos ojos brillantes de la emoción.
—Sé cómo robaron la joya —reconoció Amerotke—, pero su paradero es otro asunto. ¡Ah, sí! Di también a Tetiky, el capitán de la guardia, que se reúna con nosotros.
Un acólito lo acompañó a la capilla. El lugar estaba sucio: nadie lo había barrido ni fregado. El religioso le explicó que sólo volverían a consagrarlo cuando se hallase la amatista sagrada. Encendió las lámparas y se marchó. El juez volvió a examinar el estanque y los diversos huecos y comprobó que habría sido muy difícil para Weni esconderse en uno de ellos, asesinar a Nemrath y escapar. Entonces pudo oírse un rumor de pisadas procedente del corredor, por lo que, ayudado por Shufoy, aprestó tres escabeles, en tanto que él se sentó en la silla del sacerdote. El hombrecillo, por su parte, permaneció de pie a su lado. Khety, Ita y Tetiky parecían nerviosos cuando entraron, guiados por el acólito. Amerotke reparó en la presencia de algunos policías del templo, a los que ordenó cerrar la puerta y custodiar el lugar.
—¿Qué es esto? —protestó Tetiky—. Me traen aquí mis propios hombres, ¡como si fuera un criminal!
—Aún no sé si eres o no culpable —admitió Amerotke, tras lo cual apuntó con el dedo a Khety e Ita—, aunque no me cabe duda alguna de que vosotros lo sois.