Los crímenes de Anubis (32 page)

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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¡Eso no es cierto! —gritó Khety.

Ita se sentó con los hombros encorvados y las manos en el regazo.

—Estoy harto de este tipo de acusaciones —farfulló quejumbroso el sacerdote—. El que estuviese al otro lado de la puerta cuando ocurrió no significa que yo sea culpable.

—Sabía que dirías eso —replicó Amerotke—. Es una defensa perfecta, ¿no es así? Estabas cerca del lugar del crimen, pero no hay prueba alguna que te vincule al sacrilegio. De hecho, todo parece más bien indicar lo contrario. En tal caso, y suponiendo que permanezcas en silencio y actúes como si fueras inocente, acabarán por dejarte libre.

—¿Dónde están las pruebas? —terció Ita.

—Vayamos por partes: ¿dónde estaba Weni?

—No lo sé —contestó Khety sacudiendo la cabeza—. ¿No era un heraldo? El que murió cuando se escapó la jauría sagrada, ¿no?

—El mismo que habló contigo —repuso implacable Amerotke— para ofrecerte una fortuna si robabas la Gloria de Anubis.

—¿Una fortuna? —espetó Khety—. ¿De dónde iba a sacarla Weni?

—De los de Mitanni: les encantaría conseguir la amatista sagrada e insultar así a la divina Hatasu. Weni era un heraldo egipcio y, al mismo tiempo, un espía y un traidor. Cuando fue a veros, os propuso un plan, ¿verdad? Digámoslo de otro modo: sé lo de la llave.

Khety palideció; Ita tragó saliva con dificultad y, nerviosa, apartó la mirada.

—Unisteis vuestro ingenio: todo lo que teníais que hacer era robar la Gloria de Anubis. Ni siquiera debíais venderla; sólo entregarla a Weni y recibir vuestra generosa recompensa. Entonces esperaríais dos o tres meses a que las aguas hubieran vuelto a su cauce. Khety no sería el primer sacerdote que deja el templo para trasladarse a otro lugar.

—¿No te estás olvidando de Nemrath?

—No, no me estoy olvidando de él. Vi cómo preparaban su cadáver para inhumarlo y me resulta difícil determinar si su ka ha viajado al lejano horizonte o ha preferido quedarse, Khety, y asegurarse de que se hace justicia. Mira cómo bailan las sombras en esta sala. —Aferró el hombro del sacerdote y le hizo mirar alrededor—. ¿Ves la estatua de Anubis, Khety? Un día, que tal vez esté más cerca de lo que imaginas, tendrás que atravesar las salas del mundo de los muertos y comparecer ante los dioses para confesar tu crimen.

El sacerdote se zafó.

—¿Qué crimen? —espetó—. ¿Qué pruebas tienes?

—Sabes con qué castigo se pagan el asesinato, el sacrilegio y el robo —le advirtió el magistrado—. Los dos seréis acusados ante mí en la Sala de las Dos Verdades. La justicia os sentenciará a muerte, tras lo cual se os llevará a las Tierras Rojas. Allí os torturarán los soldados del faraón. Tal vez se distraigan con la joven Ita. Al fin y al cabo, una vez dictada sentencia, dejaréis de ser personas para convertiros en una propiedad más del faraón. Os vejarán antes de excavar profundos fosos en las dunas para enterraros vivos.

El rostro de Ita se perló de sudor. «Tú eres la más fácil —pensó Amerotke—, porque nunca pensaste en que os pudiesen descubrir ni castigaros.» Recordó el cadáver de Nemrath, lo horrible del sacrilegio que se había cometido en aquel lugar, y mantuvo la serenidad.

—Os inhumarán a gran profundidad y colocarán piedras en lo alto. Intentaréis zafaros de toda aquella arena, pero os resultará difícil incluso moveros. La arena se os introducirá por la nariz, la boca y los ojos. Sentiréis el calor abrasador y el frío de la noche intempesta. Tal vez logréis salir de entre la arena, pero apenas tendréis fuerzas. —Clavó la mirada en la mujer—. ¿Has estado alguna vez en las Tierras Rojas, Ita? Yo, sí. Los leones están hambrientos porque los de Mitanni han esquilmado sus presas. Olerán vuestro miedo y quizás incluso se acerquen para tratar de desenterraros.

Se detuvo. Ita se frotaba los brazos como aterida de frío.

—¿Has visto alguna vez a una manada de leones desenterrar un jabalí? Pueden pasarse días enteros ante el lugar en que se halla su presa.

—¡Basta! —lo interrumpió el sacerdote—. No tienes ningún derecho… —Se puso en pie.

—Tengo todo el derecho —repuso el juez—. ¿Dónde vas, Khety?

Miró al capitán del cuerpo de guardia, que permanecía sentado, inmóvil como estatua. Parecía aterrorizado, pero que Amerotke estaba cada vez más convencido de su inocencia.

—¡Siéntate, Khety! Tetiky —murmuró—, puedes esperar fuera, pero no te alejes. Si alguno de estos dos sale sin mi consentimiento —indicó con los dedos extendidos para que pudiese verse el anillo de su cargo—, haz que lo ejecuten de inmediato.

El capitán se puso en pie.

—Antes de que te vayas —le pidió Amerotke—, dime una cosa. Tú estabas de guardia la noche en que asesinaron a Nemrath y robaron la amatista sagrada, ¿no es así?

—Sí, mi señor.

—¿Patrullaste todos los corredores y galerías? ¿Viste a Khety abandonar su puesto en algún momento?

—No.

—¿Y viste a Ita, aquí presente, traer los refrigerios?

—La vi llegar y marcharse.

—Pero, al verla regresar a la cocina, reparaste en que llevaba, según me dijiste, una jarra.

—¡Sí, en efecto! —exclamó el capitán de la guardia.

Amerotke sonrió.

—Estás pensando lo mismo que yo: se suponía que debía haber dejado la jarra a Khety.

Tetiky hizo un gesto de asentimiento.

—¡Ah, por cierto! —añadió el magistrado—. Mencionaste los rumores que corrían acerca de que se había visto al dios Anubis merodear por el templo. ¿Tú crees que sean ciertos?

El soldado dejó escapar una leve sonrisa al tiempo que sacudía la cabeza.

—Lo más probable es que fuese un sacerdote —repuso— con una de las máscaras sagradas. A veces ocurre.

—¿Quién lo ha visto?

—Algún que otro guardia.

—Vuelve a preguntarles —le ordenó Amerotke—. Diles que quiero una descripción detallada de lo que vieron en realidad; sobre todo me interesan las manos del enmascarado.

Tetiky asintió y el magistrado esperó hasta que hubo cerrado la puerta para volver a encararse con los otros dos.

—Voy a demostrar —aseguró con tono calmo— que sois unos asesinos. Tú eres como una almendra confitada, ¿no es así, Ita? Dulce y reservada. Seguro que eres traviesa en el lecho, ¿verdad?

—Estás insultando a una sacerdotisa —se defendió ella.

—Por lo que a mí concierne, podrías ser la hermana del faraón: no dejas de ser una asesina. Deja que te explique cómo sucedió todo: Weni era un traidor y un espía. Tenía órdenes de robar la Gloria de Anubis. Cualquiera de los enemigos de Egipto estaría dispuesto a pagar una fortuna por hacerse con la amatista sagrada y burlarse a la vez de la divina Hatasu. Weni os compró un cuchillo cuyo rastro fuese difícil de seguir y urdió un retorcido plan. Sabía del carácter lujurioso de Nemrath y no ignoraba que el sacerdote te deseaba; ¿me equivoco, Ita? Sin embargo, tú le aseguraste con gesto coqueto que tu corazón pertenecía a Khety. Sólo los dioses conocen el intrincado armazón de vuestras añagazas. Estimulaste el apetito de Nemrath al tiempo que convertías a Khety en un obstáculo, hasta que por fin Nemrath recibió el regalo de una solución.

Amerotke se detuvo, deseando poder romper el empecinado silencio de los dos asesinos.

—No es extraño que los religiosos de los templos tebanos compartan los encantos y afectos de una sacerdotisa. Khety demostró no ser diferente, aunque comunicó a Nemrath su deseo de que nadie más conociese dicha relación. —El magistrado se dio una palmada en la rodilla—. Eso es: Khety no quería que nadie viese u oyese cómo gozaba Nemrath de la hermosa Ita, ni tampoco que éste fuera alardeando de su reciente conquista. ¿Te pagó Nemrath por ello, Khety? Todavía he de hablar con el sumo sacerdote. No en vano guardan los sirvientes del dios sus riquezas y sus posesiones más preciadas en la Casa de la Plata, cuyos escribas toman nota de un modo riguroso de lo que retira cada sacerdote. ¿Sabes lo que vamos a hacer? —Amerotke se detuvo—. Voy a comprobar sus registros. He cometido un error: debía haberlo hecho antes. De todos modos, no tardaré en demostrar que Nemrath retiró una porción considerable de sus riquezas privadas. Nadie sabrá dónde ha ido a parar, pero eso también lo averiguaré. Algún mercader o banquero de Tebas debe de haberla aceptado a nombre de Khety o de Ita.

Los acusados comenzaron a moverse con aire intranquilo.

—Bien —murmuró el juez—. Parece que vamos progresando. Khety e Ita recibieron su pago, así que Nemrath podía gozar de la sacerdotisa. Aún quedaba por determinar cómo y dónde. Khety le propuso entonces un plan lleno de ingenio: Nemrath es el sacerdote de vigilia en el santuario de Anubis; Khety está de guardia en la puerta. Cae la noche; Ita se acerca de puntillas y finge llevar el refrigerio a Khety. Éste llama a la puerta según la señal convenida tras asegurarse de que ni Tetiky ni el resto de los guardias se hallan presentes. Nemrath no cabe en sí de gozo: no puede creer que vaya a satisfacer su lujuria. Se ayuntará con Ita; ella pasará la noche en sus brazos, así que poco le importa que el hecho constituya un sacrilegio ni una profanación. Se acerca sigiloso a la puerta y quita el cerrojo. Ita se introduce en la capilla gracias al tablón que a tal efecto se ha colocado en el estanque y que se retira para que Nemrath pueda volver a cerrar con llave. Lo que no sabe el sacerdote es que Ita lleva la daga de Weni y no tiene intención alguna de dejar que el salaz religioso le ponga una mano encima.

El rostro de la sacerdotisa brillaba por el sudor. No dejaba de frotarse el cuello, mientras que Khety lo miraba de hito en hito con ojos asesinos.

—Por favor —le advirtió Amerotke—, no hagas ninguna estupidez o morirás en el acto.

—No creo que lo haga —manifestó Shufoy. Hasta entonces se había mantenido en silencio, fascinado ante la exposición de su amo y dividido entre la admiración y la incredulidad que le provocaba la tierna mirada cerval de Ita. Sacó la daga para preguntar—: Mi amo no corre peligro alguno, ¿no es así, Khety?

—Aún estoy esperando a que me des una prueba —espetó el sacerdote.

—Ya llegaremos a eso —respondió el magistrado—. Tenemos un buen puñado de pruebas —añadió mintiendo—. ¿Sabes? Nemrath no mantuvo en secreto el encuentro amoroso que tenía en perspectiva.

—¡Imposible! ¡Pero si juró…! —Ita cerró los ojos.

—¡Estúpida zorra! —le encajó Khety casi sin voz.

—Como iba diciendo —prosiguió el magistrado—, Nemrath se halla en el interior con Ita, arrebatado por la emoción. Distribuye los cojines para formar su nidito de amor; ella se aproxima y le clava la daga en el corazón con un golpe certero que le provoca una muerte instantánea. Su corazón no debió de palpitar mucho antes de pararse. Entonces Ita toma la Gloria de Anubis del lugar donde se halla custodiada y llama a la puerta para indicar que todo está listo.

—¿Y la llave? —exclamó Khety—. Además, el estanque estaba intacto.

—Bueno, hay algún que otro detalle que aún no he descubierto. Baste de momento con decir que Ita utiliza el plinto del estanque para abrir la puerta y salir así de la cámara. Tú, Khety, tienes preparado el tablón que hace las veces de pontón. Tras comprobar que no puede verte nadie, entras en la capilla con una réplica de la llave que se parece mucho a la original, la dejas en la faja del sacerdote asesinado, atraviesas el pontón, lo retiras, cierras la puerta y echas el cerrojo. Guardas la llave y, en cuanto al tablón… Bueno, la galería de fuera dispone de puertas y ventanas que te facilitan la labor de deshacerte de él. Ita está vigilando mientras tú haces todo esto. Tú tienes la llave y ella la amatista sagrada. La jarra que traía ella no tiene más que un poco de vino o cerveza, que vaciáis en tu copa para poner la joya en su interior. Ita la lleva a la cocina y tú retomas tu vigilia. —Amerotke señaló la puerta—. Ahora llegamos a la última parte de vuestro crimen, la más peligrosa. A la mañana siguiente, hay que forzar la puerta de la capilla. En medio de la confusión provocada por la muerte de Nemrath y la desaparición de la amatista sagrada, nadie presta atención a la llave, sobre todo al descubrirse que se encuentra aún colgada de la faja del sacerdote muerto. Nadie, en aquella atmósfera de terror, se preocupa por la llave que abre una cerradura rota. En medio del caos inicial, a Khety no le resulta difícil cambiar la llave falsa por la auténtica y completar así el misterio.

—Pero si yo estaba de guardia —farfulló el acusado—. Sabía que sospecharían de mí.

—¿De veras? —replicó Amerotke—. En eso se basa tu defensa: ¿cómo puedes estar dentro y fuera a un mismo tiempo? Tetiky no reparó en nada fuera de lo normal. En tal caso, ¿quién puede acusarte a ti? No estabas en posesión de la amatista sagrada y, en el supuesto de que la hubieras robado, aún quedaba por responder cómo podrías vendérsela a nadie. Es cierto que se cerniría sobre ti la sombra de la sospecha, pero, como tú mismo no te cansas de repetir, ¿dónde está la prueba? Ahora, sin embargo, todo ha cambiado. Se os juzgará y se pedirá para vosotros la pena capital. Shufoy, aquí presente, seguirá buscando pruebas —declaró al tiempo que movía las manos a imitación de los dos platos de una balanza—, y las encontrará. Al final, la única conclusión posible será que Khety e Ita son culpables de asesinato, sacrilegio y robo. —El magistrado se levantó y los miró desde arriba—. Os concederé unos pocos minutos, y nada más, para que habléis entre vosotros.

—¿De qué vamos a hablar? —exclamó irritada la sacerdotisa mientras miraba a su alrededor—. Nos has declarado culpables, así que vamos a morir.

—¡Ah! —El juez sonrió y volvió a sentarse—. Tenéis mucha suerte. Lo que desea la divina Hatasu es que se devuelva la Gloria de Anubis. Nemrath, hasta cierto punto, fue el causante de su propia muerte. Si confesáis y me confiáis todo de manera que la amatista sagrada pueda regresar a su santuario, los acontecimientos tomarán un cariz bien diferente: se os dejará salir de Tebas con las ropas que vestís ahora; se os permitirá llevar un arma, un morral con alimentos y agua. Lo que hagáis a partir de ese momento, así como adonde vayáis, es cosa vuestra, siempre que no regreséis a Tebas. Eso os estará vedado de por vida, igual que el volver a ejercer como sacerdotes en cualquier templo del Alto y Bajo Egipto. —Amerotke se inclinó hacia delante—. Pensadlo —agregó en tono suave—; siempre es mejor que morir asfixiados en las Tierras Rojas.

Se levantó e hizo un gesto a Shufoy para que lo siguiera. Juntos, salieron de la capilla. En el exterior esperaban Tetiky y sus guardias, apostados en el corredor. Amerotke ordenó que se retiraran todos menos el capitán. Entonces observó la elevada ventana que se abría al fondo del pasillo, en la que podían verse pequeños huecos y curvas que la convertían en un lugar perfecto para esconder la plancha empleada con el fin de cruzar el estanque sagrado.

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