Los Crímenes de Oxford (17 page)

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Authors: Guillermo Martínez

Tags: #novela, policiaca, negra

BOOK: Los Crímenes de Oxford
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—Vengo de un país al que llamaban el granero del mundo. No te vayas hijo, me decía mi madre, aquí nunca te va a faltar un pedazo de pan. Me fui, me fui, pero siempre llevo conmigo esta miguita de pan. —Volvió a mostrarla y paseó la mano en derredor con los dos dedos apresando la esferita blanca, antes de dejarla cuidadosamente sobre la mesa. Apoyó la palma encima con un movimiento circular, como si se propusiera amasarla.— Extraños caminos los de las migas de pan, los borran los pájaros por la noche y ya no se puede regresar. Si volvieras, hijo, me decía mi madre, nunca te faltaría un pedazo de pan. Pero no podía regresar. ĄExtraños caminos los de las migas de pan! Caminos para ir pero no para regresar —la mano giraba hipnóticamente sobre la mesa—, por eso, yo no arrojé al camino todas las migas de pan. Y adonde vaya, siempre llevo conmigo... —alzó la mano y vimos que ahora tenía un pequeño pancito perfectamente torneado, con los conos de las puntas sobresaliendo de la palma—: un pedazo de pan. Giró a un costado y extendió la mano al primero en el semicírculo.

—Sin miedo: pruébelo —la mano, como la aguja de un reloj, se movió a la segunda silla y volvió a abrirse dejando ver otra vez una punta redondeada e intacta—. Puede ser un pedazo más grande. Adelante, pruébelo. —Giró y giró otra vez hasta que todos sacaron su pedazo de pan.

—Sí —dijo pensativo al terminar; mostró la palma y allí estaba siempre intacto el pequeño pan. Extendió los dedos, los largos dedos, como si pudiera comprimirlo desde los extremos, y cerró lentamente el puño. Cuando abrió la mano sólo quedaba la esferita que volvió a mostrar entre el índice y el pulgar—: no hay que tirar al camino todas las migas de pan.

Se puso de pie para recibir los primeros aplausos y despidió desde el borde del escenario a los doce que habían ocupado las sillas. En el segundo grupo que subió estábamos Lorna y yo. Sentado detrás de él, a un costado, podía verlo ahora de perfil, la nariz ganchuda, el bigote muy negro, como si estuviera embebido en tintura, el pelo lacio y canoso que se resistía a desaparecer. Y sobre todo la mano, grande y huesuda, con las manchas de vejez en el dorso. La deslizó por debajo de la gran copa de agua y bebió un sorbo antes de continuar.

—Me gusta llamar a este número Lentificación —dijo. Había sacado del bolsillo un mazo de cartas que barajaba fantásticamente con su única mano—. Los trucos no se repiten, me decía mi maestro. Pero yo no quería hacer trucos, yo quería hacer magia. ¿Puede repetirse un acto de magia? Solamente seis cartas —dijo, y separó del mazo de a una seis cartas—: tres rojas y tres negras. Rojo y negro, el negro de la noche, el rojo de la vida. ¿Quién puede gobernar los colores? ¿Quién podría dictarles un orden? —Arrojó las cartas de a una boca arriba sobre la mesa, con un movimiento del pulgar—: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. —Las cartas habían quedado formando una hilera con los colores intercalados. Y ahora, vigilen mi mano: quiero hacerla muy lento —la mano avanzó para recoger las cartas tal como habían quedado—. ¿Quién podría dictarles un orden? —volvió a decir y las arrojó sobre la mesa con el mismo movimiento del pulgar—: Rojo rojo rojo, negro negro negro. No puede hacerse más lento —dijo entonces, recogiendo las cartas— o quizá... quizá sí, quizá pueda hacerse más lento. —Volvió a arrojar las cartas con los colores intercalados dejándolas caer despaciosamente—: rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro. —Giró la cabeza hacia nosotros, para que no nos perdiéramos el movimiento e hizo avanzar la mano con una lentitud de cangrejo, cuidándose de tocar sólo la primera carta con la punta de los dedos. Las recogió con infinita delicadeza y cuando las arrojó sobre la mesa, los colores habían vuelto a juntarse—: Rojo rojo rojo, negro negro negro.

—Pero este joven —dijo, clavando sus ojos repentinamente en mí—es todavía escéptico: quizá ha leído algún manual de magia y cree que el truco está en el modo en que recojo las cartas, o en un efecto de glide. Sí, lo haría así... yo también lo hacía así cuando tenía dos manos. Pero ahora tengo sólo una. y quizá un día no tenga ninguna. —Volvió a arrojar las cartas de a una sobre la mesa—: Rojo, negro, rojo, negro, rojo, negro —sus ojos volvieron a mirarme, imperativos—. júntelas. Y ahora, sin que yo las toque, délas vuelta de a una —Obedecí, y las cartas a medida que las descubría parecían plegarse a su voluntad—. Rojo rojo rojo, negro negro negro.

Cuando volvimos a nuestros lugares, mientras todavía sonaban los aplausos, creí entender por qué Seldom había insistido en que debía ver la representación. Cada uno de los números que siguieron fueron como estos, extraordinariamente simples, y a la vez extraordinariamente limpios, como si el viejo mago hubiera accedido a una instancia áurea en la que ya no precisaba ninguna de sus manos. Parecía además divertido secretamente ir quebrando una por una las reglas del oficio. Había repetido trucos, había sentado durante toda la función gente a sus espaldas, había revelado técnicas con las que otros magos en la historia habían intentado lo mismo que él. En un momento me di vuelta y vi que Seldom estaba totalmente entregado al encantador, admirado y feliz, como un niño que no se cansa de ver el mismo prodigio una y otra vez. Recordé la seriedad con que me había dicho que prefería la hipótesis del fantasma en la tercera muerte, y me pregunté si sería realmente posible que creyera en cosas así. En todo caso, era difícil no rendirse al mago: el arte de cada número era esa desnudez esencial que no parecía permitir otra explicación que no fuera la única imposible. No hubo intervalo y pronto, o lo que me pareció demasiado pronto, anunció su último número.

—Ustedes se habrán preguntado —dijo—, ¿por qué una copa tan grande si finalmente tomé apenas un sorbo? Hay aquí todavía agua suficiente como para que nade un pez. —Extrajo un pañuelo rojo de seda y frotó lentamente el vidrio.— Y quizá —dijo—, si limpiamos bien el vidrio e imaginamos piedritas de colores, quizá, como en la jaula de Prévert, podamos atrapar un pez. —Retiró el pañuelo y vimos que efectivamente ahora nadaba un Carassius rojo contra las paredes de vidrio y que había en el fondo unas piedritas de colores.

—Los magos, ustedes saben, fuimos perseguidos ferozmente en varias épocas, desde aquel primer incendio que acabó con nuestros antepasados más antiguos, los magos pitagóricos. Sí, la matemática y la magia tienen una raíz común, y custodiaron durante mucho tiempo el mismo secreto. Entre todas las persecuciones, quizá la más despiadada fue la que se inició después del duelo entre Pedro y Simón Magus, cuando la magia fue prohibida oficialmente por los cristianos. Temían que alguien más pudiera multiplicar los panes y los peces. Fue entonces que los magos concibieron la que es hasta hoy su estrategia de supervivencia: escribieron manuales con los trucos más obvios para que se divulgaran entre la gente, incorporaron en sus representaciones cajas absurdas y espejos. Convencieron de a poco a todos de que detrás de cada acto hay un truco, se transformaron en magos de salón, se mimetizaron con los prestidigitadores y de este modo pudieron seguir en secreto, en las narices de sus perseguidores, su propia multiplicación de panes y de peces. Sí, el truco más persistente y sutil fue convencer a todos de que la magia no existe. Yo mismo usé recién este pañuelo, aunque para los magos verdaderos, el pañuelo no encubre el truco, el pañuelo encubre un secreto mucho más antiguo. Por eso recuerden —dijo, con una sonrisa mefistofélica—, sigan recordando siempre: la magia no existe. —Hizo castañetear los dedos y otro pez rojo saltó en el agua.— La magia no existe —volvió a castañetear y un tercer pez saltó en la copa. Cubrió la pecera con el pañuelo y cuando lo retiró de la punta ya no había ni copa ni piedras ni peces.— La magia... no existe.

Capítulo 22

Estábamos en The Eagle and Child y Seldom y Lorna se burlaban de cuánto demoraba yo en terminar mi primera cerveza.

—No puede beberse más lento... o quizá sí, quizá pueda beberse más lento —dijo Lorna impostando la voz ronca y gruesa del mago.

Habíamos estado después de la función unos minutos en el camerino de Lavand pero Seldom no había conseguido convencerlo de que viniera con nosotros. Ah sí, el joven escéptico, dijo distraído cuando Seldom me presentó, y luego, cuando se enteró de que era argentino, me dijo en un castellano que no parecía haber usado en mucho tiempo: La magia está bien protegida gracias a los escépticos. Estaba muy cansado, nos había dicho retornando al inglés; cada vez hacía sus espectáculos más cortos, pero no conseguía engañar a sus huesos. Tenemos que hablar antes de que me vaya, por supuesto, le había dicho desde la puerta a Seldom, y espero que encuentres algo sobre lo que me preguntaste en el libro que te dejé.

—¿Qué le habías preguntado al mago? ¿De qué libro te hablaba? —preguntó Lorna con una confiada curiosidad. La cerveza parecía provocar en ella un extraño efecto de camaradería recobrada, que había notado ya en la sonrisa con que había chocado su jarro con Seldom, y me tuve que volver a preguntar hasta dónde habría llegado la amistad entre los dos.

—Tiene que ver con la muerte del músico? dijo Seldom—. Una idea que consideré por un momento, cuando recordé la forma en que murió Mrs. Crafford.

—Ah, sí —dijo Lorna con entusiasmo—, el caso del telépata.

—Fue uno de los casos más famosos que investigó Petersen —dijo Seldom, dirigiéndose a mí—: la muerte de Mrs. Crafford, una anciana muy rica que dirigía el círculo espiritista local. Fue en la época en que se estaban jugando aquí las eliminatorias del campeonato mundial de ajedrez. Había llegado a Oxford un telépata hindú bastante famoso y los esposos Crafford organizaron una velada privada en su mansión para ensayar un experimento de telepatía a distancia. La casa de los Crafford está en Summertown, cerca de donde vive usted. El telépata estaría en Folly Bridge, en el otro extremo de la ciudad. La distancia supuestamente iba a marcar alguna clase de récord ridículo. La señora Crafford se había prestado de buena gana para ser la primera voluntaria. El telépata hindú le colocó con muchas ceremonias una especie de casquete en la cabeza, la dejó sentada en el centro del salón y salió de la mansión rumbo al puente. A la hora señalada se apagaron las luces. El casquete era fosforescente y brillaba en la oscuridad, la gente del público alcanzaba a ver la cara de Mrs. Crafford en un nimbo espectral. Pasaron treinta segundos y se escuchó de pronto un grito horrible seguido de un largo chirrido como hacen los huevos al freír. Cuando Mr. Crafford volvió a encender las luces encontraron que la anciana estaba muerta en la silla, con el cráneo totalmente quemado, como si hubiera recibido la descarga fulminante de un rayo. El pobre hindú fue puesto preventivamente en prisión, hasta que logró explicar que el casquete era totalmente inofensivo, un pedazo de tela con pintura fluorescente ideado sólo para un efecto escénico. El hombre estaba tan perplejo como todos: había hecho su número de telepatía a distancia en muchos países y en todas las condiciones atmosféricas y aquel día era particularmente despejado y radiante. Las sospechas de Petersen se dirigieron por supuesto de inmediato a Mr. Crafford. Se sabía que tenía un affaire con una mujer mucho más joven, pero parecía haber muy poco más para inculparlo. Era difícil imaginar incluso cómo lo habría hecho. Petersen levantó su acusación contra él a partir de un único elemento: Mrs. Crafford usaba ese día la que llamaba su peluca de gala, que tenía por dentro una redecilla de alambre. Todos habían visto cómo el esposo se había acercado a su mujer para darle un beso afectuoso antes de que se apagaran las luces. Petersen sostenía que en ese momento le había conectado un cable para electrocutarla, un cable que había hecho desaparecer luego mientras simulaba asistida. No era imposible, pero como se probó luego en el proceso, era bastante complicado. El abogado de Crafford tenía en cambio una explicación alternativa simple y, a su manera, brillante: si usted mira el mapa de la ciudad, justo a mitad de camino entre Folly Bridge y Summertown está The Playhouse, donde se disputaba el campeonato de ajedrez. En el momento de la muerte había casi cien ajedrecistas furiosamente concentrados en sus tableros. La defensa sostenía que la energía mental liberada por el telépata se había potenciado bruscamente al atravesar el teatro con la suma de energías de los tableros y se había desencadenado como una tromba en Summertown... en fin; eso explicaría por qué lo que en principio era apenas una onda cerebral inofensiva acabara fulminando a Mrs. Crafford con la fuerza de un rayo. El juicio a Crafford dividió a Oxford en dos bandos. La defensa llamó al estrado a un ejército de mentalistas y supuestos estudiosos de lo paranormal que, como era de esperarse, respaldaron la teoría con toda clase de explicaciones ridículas, en la jerga seudo científica habitual. Lo curioso es que cuanto más disparatadas eran las teorías, más dispuesto parecía el jurado —y toda la ciudad— a creerlas. Yo recién empezaba en aquel tiempo mis estudios sobre la estética de los razonamientos y estaba fascinado por la fuerza de convicción que podía generar una idea atractiva. Uno podría decir, es cierto, que el jurado estaba compuesto por gente no necesariamente entrenada en el pensamiento científico, gente más acostumbrada a confiar en horóscopos o en el tarot que a desconfiar de parapsicólogos y telépatas. Pero lo interesante es que toda la ciudad abrazaba la idea y quería creer en ella, no por un acceso de irracionalismo sino con razones pretendidamente científicas. Era de algún modo una batalla dentro de lo racional y la teoría de los ajedrecistas era simplemente más seductora, más nítida, más pregnante, como dirían los pintores, que la teoría del cable bajo la peluca. Pero entonces, cuando ya todo parecía inclinarse a favor de Crafford, se publicó en el Oxford Times la carta de una lectora, una tal Lorna Craig, una chica bastante fanática de las novelas policial es —dijo Seldom, apuntando con su jarro en dirección de Lorna; los dos se sonrieron como si compartieran un viejo chiste—. La carta simplemente comentaba que en uno de los cuentos de un viejo número de la revista Ellery Queen se imaginaba una muerte igual, por telepatía a distancia, con la única diferencia de que la onda cerebral atravesaba un estadio de fútbol durante un tiro penal en vez de un salón de ajedrecistas. Lo gracioso es que en la historia se daba por cierta y como solución del enigma la tesis de la tormenta cerebral que sostenía la defensa, pero —voluble naturaleza humana— apenas la gente se enteró de que Crafford podía haber copiado la idea, todos se pusieron en su contra. El abogado demostró hasta donde pudo que Crafford no era precisamente un gran lector y que difícilmente podía haber conocido la historia, pero todo fue inútil. La idea, en su repetición, había perdido algo de su aura, y ahora sonaba a todos claramente como algo absurdo, que solamente se le podía ocurrir a un escritor. El jurado, un jurado de hombres falibles, como diría Kant, lo condenó a cadena perpetua aunque no pudieron encontrar otras pruebas en su contra. Digámoslo así: la única pieza de evidencia real que se presentó en todo el juicio fue un cuento fantástico que el pobre Crafford no había leído.

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