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Authors: Guillermo Martínez

Tags: #novela, policiaca, negra

Los Crímenes de Oxford (19 page)

BOOK: Los Crímenes de Oxford
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Estábamos en un pequeño café en Little Clarendon. Petersen nos había citado allí, fuera de sus oficinas, como si tuviera algo de qué disculparse, o algo que agradecernos. Estaba vestido con un traje negro muy severo y recordé que esa mañana habría un servicio fúnebre especial por los chicos muertos. Era la primera vez que yo veía a Seldom desde su regreso. Tenía una expresión grave y silenciosa y el inspector tuvo que repetir su pregunta.

—Sí, vimos el choque contra el puente y después el primero de los tumbos. Nuestro ómnibus se detuvo de inmediato y alguien llamó al Radcliffe. Algunos decían que podían escuchar gritos desde el fondo del acantilado. Lo curioso —dijo Seldom, como si recordara una pesadilla no del todo lógica— es que cuando nos asomamos al acantilado ya había dos ambulancias allí.

—Las ambulancias estaban allí porque esta vez el mensaje llegó antes y no después del crimen. Esto es lo primero que me llamó la atención también a mí. Tampoco fue dirigido a usted, como los anteriores, sino directamente al servicio de emergencias del hospital.

Ellos me avisaron a mí mientras las ambulancias se ponían en camino.

—¿Qué decía el mensaje? —pregunté yo.

—El cuarto de la serie es el Tetraktys. Diez puntos en el triángulo ciego. Fue un llamado por teléfono, que afortunadamente quedó grabado. Tenemos otras grabaciones de la voz de él y aunque trató de distorsionarla un poco no hay dudas sobre esto. Sabemos incluso desde dónde fue hecha la llamada: un teléfono de monedas en una estación de servicio en las afueras de Cambridge, donde se había detenido supuestamente para cargar nafta. Aquí encontramos el primer detalle intrigante, del que se dio cuenta Sacks al revisar los tickets: había cargado muy poca nafta, mucha menos que al salir de Oxford. Cuando se hizo el peritaje del ómnibus comprobamos que efectivamente el tanque estaba casi vacío.

—No quería que en la caída se provocara un incendio —dijo Seldom, como si asintiera a su pesar a un razonamiento irreprochable.

—Sí —dijo Petersen—, yo imaginé al principio, dentro del esquema anterior, que si había avisado con anticipación era quizá porque quería inconscientemente que lo detuviéramos, o que tal vez fuera parte de su diversión: un handicap que nos otorgaba. Pero todo lo que quería era que los cuerpos no se incendiaran y que las ambulancias estuvieran cerca, para asegurarse de que los órganos llegaran lo antes posible al hospital. Sabía que diez cuerpos le daban una buena probabilidad para el trasplante. Supongo que a su manera triunfó: cuando nos dimos cuenta era demasiado tarde. La operación se hizo casi de inmediato, ese mismo día, apenas se obtuvo el consentimiento del primer par de padres, y según me dijeron, la chica va a sobrevivir. En realidad sólo empezamos a sospechar de él ayer, cuando en una comprobación de rutina vimos que su nombre aparecía también en la lista de Blenheim Palace. Había llevado al concierto a otro grupo de chicos de la escuela y se suponía que los esperaría en la playa de estacionamiento. Estaba en una posición perfecta para rodear por atrás la glorieta, asfixiar al percusionista y volver de inmediato a su lugar durante el tumulto sin que nadie lo viera. En el Radcliffe nos confirmaron que conocía a Mrs. Eagleton: las enfermeras lo vieron hablar con ella en un par de ocasiones. Sabemos también que Mrs. Eagleton llevaba a la sala de espera el libro que usted escribió sobre series lógicas. Probablemente le contó que lo conocía personalmente a usted, sin saber que eso la convertiría en su primera víctima. En fin, entre los libros de él encontramos uno sobre los espartanos, uno sobre los pitagóricos y los trasplantes en la antigüedad y otro sobre el desarrollo físico de los niños Down: quería asegurarse de que los pulmones servirían.

—¿Y cómo hizo lo de Clark? —pregunté yo.

—Ahora nunca lo voy a poder confirmar, pero mi idea es ésta: a Clark no lo mató. Simplemente vigiló el segundo piso hasta que vio salir una camilla con un muerto de esa sala, la sala que, él sabía, visitaba Seldom. Los cadáveres quedan en un cuartito en ese mismo piso, sin ninguna vigilancia, a veces durante horas. Lo único que hizo fue entrar en ese cuarto y clavar en el brazo de Clark la punta de una jeringa vacía, para dejar una marca y simular un asesinato. El hombre verdaderamente se proponía, a su modo, hacer el menor daño posible. Creo que para entender el razonamiento debemos empezar por el final. Quiero decir, empezar por el grupo de chicos Down. Posiblemente desde que le negaron por segunda vez un pulmón para su hija empezó a concebir las primeras ideas en esta dirección. Todavía no había pedido licencia en ese momento y llevaba y traía todas las mañanas a ese grupo de chicos en su ómnibus. Empezó a verlos como un banco de pulmones sanos, que dejaba ir todos los días mientras su hija se moría. La repetición crea el deseo, sí, y el deseo crea obsesiones. Quizá pensó primero en matar a uno solo pero sabía que no era tan fácil dar con un pulmón compatible. Sabía también que muchos de los padres en esta escuela son católicos extremos: es muy común en los padres de estos chicos el corrimiento a la religión, algunos creen incluso que sus hijos son ángeles de algún tipo. No quería correr riesgos de que le negaran otra vez el trasplante eligiendo uno al azar, pero tampoco podía simplemente despeñarse con ellos: los padres sospecharían de inmediato y ninguno querría donar el pulmón. Todos sabían que Johnson estaba desesperado por su hija y que poco después de la internación había consultado la legislación inglesa con la intención de suicidarse. Necesitaba en definitiva, alguien que los matara por él. Éste, supongo yo, era su dilema hasta que leyó, quizás a través de Mrs. Eagleton, o en ese avance en el diario, el capítulo de su libro sobre los crímenes en serie. Encontró entonces la idea que le faltaba. Concibió su plan, un plan simple. Si no podía conseguir alguien que matara a los chicos por él, inventaría un asesino. Un asesino serial imaginario en el que todos creyeran. Había leído ya, probablemente, sobre los pitagóricos, y no le resultó difícil imaginar una serie de símbolos que pudieran ser vistos como un desafío a un matemático. Aunque quizá el segundo símbolo, el pez, tuviera una connotación privada adicional: es el símbolo de los primeros cristianos. Fue tal vez su modo de señalar que se estaba vengando. Sabemos también que lo fascinaba particularmente el símbolo del Tetraktys, está escrito en el margen de casi todos sus libros, posiblemente por la correspondencia con el número diez, el equipo completo de básquet, la cantidad de chicos que pensaba matar. Eligió a Mrs. Eagleton para iniciar la serie porque difícilmente podría pensarse en una víctima más fácil: una mujer anciana, inválida, que se quedaba sola en su casa todas las tardes. Sobre todo, no quería alertar al principio a la policía. Este era un elemento clave del plan: que las primeras muertes fueran discretas, imperceptibles, de manera que no nos echáramos de inmediato sobre él y pudiera tener tiempo para llegar a la cuarta. Le bastaba que una sola persona estuviera avisada: usted. Algo le salió mal en esa primera muerte pero fue de todos modos más inteligente que nosotros y no volvió a cometer errores. Sí, a su manera, triunfó. Es extraño, pero me cuesta condenado: yo también tengo una hija. Es difícil saber hasta dónde llegaría uno por un hijo.

—¿Usted cree que planeaba salvarse? —preguntó Seldom.

—Eso no creo ya que nunca lo sepamos —dijo Petersen—. En el peritaje se descubrió que había limado ligeramente la dirección. Esto le habría dado en principio una coartada. Pero por otro lado, si pensaba saltar, podría haberlo hecho antes. Creo que quiso manejar hasta el final, para estar seguro de que el ómnibus verdaderamente cayera al precipicio. Sólo cuando atravesó la valla se decidió a saltar. Cuando pudieron rescatado ya estaba totalmente inconsciente y murió en la ambulancia antes de llegar al hospital. Bien —dijo el inspector mientras llamaba al mozo y consultaba su reloj—, no me gustaría llegar tarde al servicio. Sólo quiero decirles una vez más que aprecié verdaderamente la ayuda de ustedes —y le sonrió por primera vez a Seldom sin prevenciones—: leí hasta donde pude los libros que usted me prestó, pero las matemáticas nunca fueron mi fuerte.

Nos pusimos de pie junto con él y lo vimos alejarse hacia la iglesia de Sto Giles, donde se había congregado ya una gran cantidad de gente. Algunas de las mujeres llevaban velos negros y otras eran llevadas de la mano adentro de la iglesia, como si les resultara demasiado penoso subir solas los pocos escalones de la entrada.

—¿Usted vuelve al Instituto? —me preguntó Seldom.

—Sí —dije—, en realidad no debería haberme tomado estos minutos: tengo que terminar y enviar hoy sin falta el informe de mi beca. ¿Y usted?

—¿Yo? —Miró hacia la entrada de la iglesia, y por un momento me pareció que estaba muy solo y curiosamente desvalido.— Creo que voy a esperar aquí a que termine el servicio: quiero acompañar la procesión al cementerio.

Capítulo 25

Durante las horas siguientes llené, tropezando cada vez más a menudo, como un fatigado corredor de vallas, la sucesión de ridículos casilleros que se me pedían en el informe. A las cuatro de la tarde logré por fin imprimir los archivos y juntar todas las hojas en un gran sobre de papel madera. Bajé a la secretaría, dejé el sobre a Kim para que lo enviara a la Argentina con el correo de la tarde y salí a la calle en una leve euforia de liberación. Recordé, en el camino de regreso a Cunliffe Close, que debía pagarle a Beth el segundo mes de alquiler e hice un ligero desvío para retirar el dinero del cajero automático. Me encontré repitiendo los mismos pasos que un mes atrás, casi exactamente a la misma hora. El aire de la tarde tenía la misma tibieza, las calles la misma calma, todo parecía duplicarse, como si fuera una última oportunidad que se me daba para volver atrás, al día en que todo había empezado. Elegí al retomar Banbury Road el mismo lado, la vereda del sol, y caminé rozando los setos de ligustros, para plegarme a esa conjunción misteriosa de repeticiones. Sólo al llegar al recodo de Cunliffe Close vi, todavía adherido al pavimento, el último jirón de la piel del angstum, algo que un mes atrás no estaba. Me forcé a acercarme. Los autos, la lluvia, los perros, habían hecho su trabajo. La sangre se había reabsorbido. Apenas quedaba ese último fragmento de piel seca erizada de pelos que sobresalía del pavimento, como una cáscara a punto de ser arrancada. El angstum hace todo por salvar a su cría, había dicho Beth. ¿No había escuchado a la mañana una frase casi igual? Sí, había sido el inspector Petersen: Es difícil saber hasta dónde llegaría uno por un hijo. Me quedé petrificado, con los ojos clavados en ese último despojo, escuchando en el silencio. De pronto lo supe, lo supe enteramente. Vi, como si siempre hubiera estado allí, lo que Seldom quería que viera desde el principio. Me lo había dicho, casi letra por letra, y yo no había sabido escuchar. Me lo había repetido, de cien maneras diferentes, me había puesto bajo las narices las fotos y yo sólo había visto todo el tiempo emes, corazones y ochos.

Retrocedí y desanduve toda la avenida llevado por un único pensamiento: tenía que encontrar a Seldom. Crucé el mercado, subí por High Street, y tomé el atajo de King Edward para llegar lo antes posible a Merton College. Pero Seldom no estaba allí. Me quedé por un momento algo desorientado frente a la ventanilla de la recepción. Pregunté si lo habían visto regresar a la hora del almuerzo y me dijeron que no recordaban haberlo visto otra vez desde la mañana. Se me ocurrió que quizás estuviera en el hospital, visitando a Frank. Tenía unos cuartos en el bolsillo y llamé desde el teléfono del College a Lorna, para que me comunicara con el segundo piso. No, Mr. Kalman no había tenido durante el día ninguna visita. Pedí que me pasaran otra vez con Lorna.

—¿No se te ocurre ningún otro lugar donde pueda estar?

Hubo un silencio del otro lado de la línea y no pude saber si Lorna simplemente estaba pensando, o trataba de decidir si debía decirme algo que me podría revelar la verdadera relación que había tenido con Seldom.

—¿Qué día es hoy? —me preguntó inesperadamente.

Era el 25 de junio. Se lo dije y Lorna suspiró, como si asintiera. —Es el día que murió su mujer, el día del accidente. Creo que lo vas a encontrar en el Museo Ashmolean.

Rehice el camino a Magdalen Street y subí las escalinatas del Museo. Nunca había estado todavía allí. Atravesé una pequeña galería de retratos presidida por el rostro impenetrable de John Denwey y seguí las flechas que indicaban el gran friso de los asiríos. Seldom era la única persona en el salón. Estaba sentado en una de las banquetas que habían dispuesto a cierta distancia de la pared central. A medida que me acercaba vi que el friso se prolongaba como un pergamino de piedra delgado y larguísimo extendido de lado a lado en la sala. Mitigué involuntariamente mis pasos al aproximarme: Seldom parecía estar sumido en un profundo recogimiento, con los ojos clavados en un detalle de la piedra, inmóviles y vaciados de expresión, como si hiciera mucho que hubiera dejado de mirar. Por un instante me pregunté si no hubiera debido esperarlo afuera. Cuando se volvió hacia mí no pareció sorprenderse de verme allí y sólo dijo, con su tono llano de siempre:

—Bueno, si llegó hasta acá es porque sabe, o porque cree que sabe, ¿no es cierto? Siéntese —y me señaló la banqueta a su lado—: si quiere ver el friso entero tiene que sentarse aquí. Me senté donde me indicaba y vi la sucesión de imágenes abigarradas de lo que parecía un inmenso campo de batalla. Las figuras eran pequeñas y estaban marcadas sobre la piedra amarillenta con una precisión admirable. En la multiplicación de escenas de combate un solo guerrero parecía enfrentarse a legiones enteras de enemigos. Se lo reconocía por una larga barba y una espada que sobresalía entre todas. La repetición incansable del guerrero daba al recorrer el friso de izquierda a derecha una vívida sensación de movimiento. Al mirar por segunda vez uno advertía que las posiciones sucesivas podían ser vistas como una progresión temporal y que al final del friso eran mucho más numerosas las figuras caídas, como si el guerrero hubiera vencido por sí solo a todo el ejército.

—El rey Nissam, guerrero infinito —dijo Seldom, con una entonación extraña—. Ese es el nombre con el que se le presentó el friso al rey Nissam y todavía el nombre con que llegó al Museo Británico tres mil años después. Pero hay otra historia que guarda la piedra para el que tiene la paciencia de ver. Mi mujer logró reconstruirla casi por completo cuando el friso llegó aquí. Si se fija en el cartel al costado verá que la obra fue encargada a Hassiri, el escultor más importante entre los asirios, para celebrar un cumpleaños del rey. Hassiri tenía un hijo, Nemrod, a quien había enseñado su arte y trabajaba junto con él. Nemrod estaba prometido a una muchacha muy joven, Agartis. El mismo día en que el padre y el hijo alistaban la piedra para empezar los trabajos, el rey Nissam, durante una excursión de caza, encontró a la muchacha junto al río. Quiso tomarla por la fuerza y Agartis, que no reconoció al rey, trató de escapar por el bosque. El rey le dio alcance fácilmente y le cortó la cabeza con su espada después de violarla. Cuando volvió al palacio y pasó delante de los escultores, padre e hijo pudieron ver la cabeza de la muchacha colgada de la grupa con el resto de las piezas de caza. Mientras Hassiri iba a llevar la triste noticia a la madre de la muchacha, su hijo, en un arranque de desesperación, grabó sobre la piedra la figura del rey que segaba la cabeza de una mujer arrodillada. Hassiri encontró al volver a su hijo enloquecido, martillando en la piedra una imagen que sería su condena a muerte. Lo apartó de la pared, lo hizo retornar a su casa y quedó a solas con su dilema. Probablemente hubiera sido fácil para él borrar de la piedra esa imagen. Pero Hassiri era un artista antiguo y creía que cada obra lleva una verdad misteriosa amparada por una mano divina, una verdad que no corresponde a los hombres destruir. Posiblemente también quería, tanto como su hijo, que los hombres de algún futuro supieran lo que había ocurrido. Durante la noche tendió un lienzo sobre la pared y pidió que se lo dejara trabajar en secreto, oculto debajo del lienzo, porque la obra que preparaba, dijo, sería de una naturaleza distinta a todos sus trabajos anteriores, una obra que sólo la mirada del rey debía inaugurar. A solas con esa primera imagen sobre la piedra, Hassiri tuvo el mismo dilema que el general de Chesterton en
El signo de la espada rota
: ¿cuál es el mejor lugar para esconder un grano de arena? Una playa, sí, pero ¿qué ocurre si no hay playa? ¿Cuál es el mejor lugar para esconder un soldado muerto? Un campo de batalla, sí, pero ¿qué ocurre si no hay batalla? Un general puede desatar una batalla y un escultor... puede imaginarla. El rey Nissam, guerrero infinito, nunca participó en una guerra: el suyo fue un período extraordinariamente pacífico, posiblemente sólo mató en su vida a mujeres desarmadas. Pero el friso, aunque el motivo bélico le resultara un tanto extraño, halagó al rey y le pareció una buena idea exponerlo en palacio para intimidar a los reyes vecinos. Nissam, y después de él generaciones y generaciones de hombres, sólo vieron lo que el artista quería que se viera: una sucesión abrumadora de imágenes de las que el ojo pronto se despega porque cree advertir la repetición, cree capturar la regla, cree que cada parte representa al todo. Ese es el señuelo en la multiplicación de la figura con la espada. Pero hay una parte mínima, una parte escondida que contradice y aniquila al resto, una parte que es en sí misma otro todo. Yo no tuve que esperar tanto tiempo como Hassiri. Quería también que alguien, al menos una persona, lo descubriera, que alguien supiera la verdad y juzgara. Supongo que tengo que alegrarme de que usted finalmente lo haya visto.

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