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Authors: Guillermo Martínez

Tags: #novela, policiaca, negra

Los Crímenes de Oxford (7 page)

BOOK: Los Crímenes de Oxford
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—Sí; yo estaba en la Biblioteca Bodleiana. Sé que fueron ayer a preguntar por mí. Por suerte la bibliotecaria se acordaba perfectamente de mi acento.

—¿Consultaba libros a la hora del crimen? —Seldom enarcó irónicamente las cejas—. Por una vez el saber realmente nos libera.

—¿Cree usted que Petersen se lanzará entonces sobre Beth? Quedó aterrada ayer después del interrogatorio. Piensa que el inspector está detrás de ella. Seldom se quedó pensativo durante un momento.

—No, no creo que Petersen sea tan torpe. Pero fíjese los peligros de la navaja de Ockham. Suponga por un momento que el asesino, dondequiera que esté, decida ahora que finalmente no le gustó matar, o que la diversión se arruinó por el episodio de la sangre y la intervención de la policía, suponga que por cualquier motivo decide retirarse de la escena. Entonces sí creo que Petersen se echaría sobre ella. Sé que esta mañana volvió a interrogarla, pero puede ser simplemente una maniobra de distracción, o una forma de provocarlo: actuar como si realmente no supieran nada de él, como si fuera un caso común, un crimen familiar, como sugiere el diario.

—Pero usted no cree realmente que el asesino vaya a abandonar el juego— dije.

Seldom pareció considerar mi pregunta con más seriedad de lo que yo hubiera esperado.

—No, no lo creo —dijo por fin—. Sólo creo que tratará de ser más... imperceptible, como dijimos antes. ¿Tiene algo que hacer ahora? —me preguntó y miró el reloj del comedor—. A esta hora empieza el horario de visitas en el Radcliffe Hospital, yo voy para allá. Si quiere venir conmigo me gustaría que conociera a una persona.

Capítulo 8

Salimos por una galería con arcos de piedra que bordeaba los jardines traseros. Seldom me mostró a lo lejos, como una reliquia histórica, el court de Royal Tennis del siglo XVI en el que había jugado Eduardo VII, al que yo hubiera podido confundir, por sus paredes, con una cancha de pelota paleta al aire libre. Cruzamos una calle y doblamos en lo que parecía una hendidura entre los edificios, como si un golpe de espada, en un largo tajo, hubiera abierto milagrosamente la piedra de lado a lado.

—Por aquí acortamos un poco el camino —dijo Seldom. Caminaba rápidamente, un poco más adelante que yo, porque no había lugar para los dos por el pasadizo entre las paredes. Desembocamos en una vereda que seguía el curso del río.

—Espero que no lo impresionen demasiado los hospitales —me dijo—. El Radcliffe puede ser un poco deprimente. Tiene siete pisos. Quizá conozca a un escritor italiano, Dino Buzzati; tiene un cuento que se llama exactamente así: Siete pisos. Está inspirado en algo que le ocurrió aquí, cuando vino a Oxford a dar una conferencia: lo cuenta en uno de sus diarios de viaje. Era un día de mucho calor y tuvo un ligero desmayo poco después de salir de la sala. Los organizadores, por precaución, insistieron en que lo revisaran en el Radcliffe. Lo llevaron al último piso, que es el piso reservado para los casos más leves y los estudios generales. Le hicieron allí los primeros análisis y exámenes. Todo iba bien, le dijeron, pero sólo para quedarse definitivamente tranquilos le harían unos estudios algo más especializados. Debían para eso descenderlo un piso, sus anfitriones lo esperarían arriba hasta que todo terminara. Lo llevaron en silla de ruedas, lo que le pareció a él un poco excesivo, pero prefirió atribuirlo al celo británico. En el sexto piso empezó a ver por los pasillos, y en los bancos de las salas de espera, gente con la cara quemada, vendajes, camillas con cuerpos horizontales, ciegos, mutilados. A él mismo lo hicieron recostar en una camilla para hacerle los estudios con rayos. Cuando quiso incorporarse otra vez, el radiólogo le dijo que habían detectado una pequeña anomalía, que posiblemente no fuera nada serio, pero que era preferible, hasta tanto tuvieran el resultado de todos los demás estudios, que se mantuviera en posición horizontal. Le dijeron también que tendrían que retenerlo en observación unas horas más y que preferían bajarlo al quinto piso, donde podría estar a solas en un cuarto. En el quinto piso ya no había gente en los pasillos, pero algunas puertas estaban entreabiertas. Pudo ver el interior de una de las habitaciones: sólo se veían frascos de suero, gente postrada, brazos conectados. Quedó solo en un cuarto, sobre la camilla, bastante alarmado, durante un par de horas. Una enfermera entró finalmente, con una tijera sobre una bandejita. La enviaba uno de los doctores del cuarto piso, el doctor X, que haría la evaluación final, para que le hiciera una pequeña tonsura en la nuca antes de la revisación. Mientras los mechones caían sobre la bandejita Buzzati preguntó si el doctor subiría a verlo. La enfermera se sonrió, como si aquello fuera algo que sólo a un extranjero podía ocurrírsele, y le dijo que los doctores preferían mantenerse cada uno en su piso. Pero ella misma, le dijo, lo bajaría por una de las rampas y lo dejaría mientras durara la espera junto a una ventana. El edificio tiene una planta en U y desde la ventana del cuarto piso Buzzati entrevió, al mirar hacia abajo, las persianas corredizas del primer piso que describe en el cuento. Había unas pocas abiertas, casi todas estaban cerradas. Le preguntó a la enfermera quiénes estaban en aquel primer piso y recibió la respuesta que consigna en el cuento: allí abajo sólo el cura trabajaba. Buzzati escribe que en esa hora terrible, mientras esperaba al médico, lo obsesionaba sobre todo una idea matemática. Se daba cuenta de que el cuarto piso era exactamente la mitad de la cuenta regresiva y un terror supersticioso le decía que si descendía un solo piso más, todo estaría perdido. Escuchaba que cada tanto llegaban desde el piso inferior, con intermitencias, como si reptaran por el hueco del ascensor, lo que le parecían gritos desesperados de alguien sumido en un delirio de dolor y llanto. Se propuso resistir con su vida si con cualquier otra excusa querían volver a bajarlo. Llegó finalmente el médico. No era el doctor X, sino el doctor Y, el médico principal a cargo. Hablaba algunas palabras en italiano y conocía su obra. Dio una mirada rápida a los análisis y a la radiografía y se sorprendió de que su joven colega, el doctor X, hubiera ordenado la tonsura; tal vez, dijo, había pensado en una punción preventiva, en cualquier caso nada de eso era necesario. Todo estaba perfectamente bien. Le pidió disculpas y esperaba, le dijo, que no lo hubieran perturbado demasiado los gritos que se escuchaban desde el piso de abajo. Era el único sobreviviente de un accidente de tránsito. El tercer piso podía ser muy ruidoso, le dijo, muchas enfermeras usaban allí algodones. Pero posiblemente pronto bajarían al pobre hombre al segundo y volvería la paz —Seldom me señaló hacia adelante con la cabeza la mole de ladrillos oscuros que había aparecido ante nosotros. Dijo después, como si luchara por terminar su relato con el mismo tono calmo y ordenado—. La anotación en el diario corresponde al 27 de junio del 67, dos días después del choque en el que perdí a mi esposa, el choque en el que murieron también John y Sarah. El hombre que agonizaba en el tercer piso era yo.

Capítulo 9

Subimos en silencio los escalones de piedra. Entramos en el hall y atravesamos un largo vestíbulo; Seldom saludaba en los pasillos a casi todos los médicos y enfermeras con los que nos cruzábamos.

—Viví aquí adentro casi dos años enteros —me dijo—. Y tuve que volver después cada semana durante todo otro año. A veces todavía me despierto en la mitad de la noche y creo estar otra vez en alguna de las salas. —Me señaló un recodo donde arrancaban los peldaños gastados de una escalera en espiral.— Vamos al segundo —me dijo—, llegaremos por aquí más rápido.

El segundo piso era un pasillo largo y luminoso, que tenía algo del silencio profundo y recogido de las catedrales. Nuestros pasos levantaban un eco inhóspito. Los pisos parecían recién encerados y relucían como si muy poca gente los pisara.

—Las enfermeras lo llaman la pecera, o la sección vegetariana dijo Seldom, y abrió la puerta batiente de una de las salas.

Había dos hileras de camas, demasiado juntas entre sí, como en un hospital de campaña. En cada cama había un cuerpo del que sólo asomaba la cabeza, conectada a un respirador artificial. El efecto sumado de los respiradores era un gorgoteo reposado y profundo, que hacía pensar, verdaderamente, en un mundo sumergido bajo el agua. Mientras avanzábamos por el espacio entre las dos filas de camas vi que del costado de cada cuerpo asomaba hacia afuera una bolsa que recogía las deyecciones. Los cuerpos, pensé, habían quedado reducidos a sus orificios elementales. Seldom interceptó mi mirada.

—Una vez me desperté en la noche —me dijo en voz baja— y escuché a dos enfermeras que habían trabajado aquí y murmuraban sobre los sucios. Son los que llenan su bolsa dos veces por día y ellas tienen el trabajo adicional de cambiarla por la tarde. No importa cuál sea su estado real, los sucios no duran demasiado en la sala. De algún modo se las arreglan, ya sabe, para que empeoren un poco y deban ser trasladados. Bienvenido al país de Florence Nightingale. Tienen una impunidad absoluta, porque los familiares casi nunca llegan hasta aquí, vienen al principio una o dos veces, y luego desaparecen. Es como un depósito, muchos están conectados desde hace años. Por eso yo trato de venir todas las tardes: desde hace algún tiempo Frankie se convirtió, desgraciadamente, en un sucio y no quisiera que le ocurra nada extraño.

Nos habíamos detenido junto a una de las camas. El hombre, o lo que quedaba del hombre que estaba tendido allí, era un cráneo con unos pocos pelos grises y lacios cayendo sobre las orejas y una vena perpendicular a la ceja impresionantemente inflamada. El cuerpo se había consumido debajo de la sábana, la cama parecía sobrar a su alrededor, y pensé que posiblemente no tuviera ninguna de sus piernas. La delgada tela blanca apenas se movía sobre su pecho y las aletas de la nariz vibraban sin conseguir empañar la máscara de vidrio. Uno de sus brazos estaba extendido hacia afuera, sujeto por un grillete de cobre a lo que me pareció en principio una máquina para controlar el pulso. En realidad era un arnés que mantenía al brazo firme sobre un block de papel. Habían atado de una manera ingeniosa un lápiz corto entre el pulgar y el índice. La mano, de todas maneras, estaba desmayada, exánime, sobre la hoja en blanco, con las uñas muy largas sobresaliendo hacia adelante.

—Tal vez oyó hablar de él —me dijo Seldom—. Es Frank Kalman, el continuador de los trabajos de Wittgenstein sobre el seguimiento de reglas y los juegos del lenguaje.

Respondí con educación que el nombre me sonaba, pero muy vagamente.

—Frank no era un lógico profesional—dijo Seldom—: en realidad, nunca fue un matemático de
papers
y congresos. Apenas se graduó aceptó un puesto en una gran consultora de empleos. Su trabajo era preparar y evaluar los tests para los postulantes a distintas ocupaciones. Lo destinaron a la sección de manipulación simbólica y tests de inteligencia. Unos años después le encargaron también las primeras evaluaciones de nivelación en los colegios secundarios de Inglaterra. Se ocupó toda su vida de preparar series lógicas, del tipo más elemental, como la que le mostré yo: dados tres símbolos en secuencia, escribir a continuación el cuarto. O bien, con números: dados los números 2, 4, 8, escribir el siguiente. Frank era meticuloso, obsesivo. Le gustaba revisar las montañas de exámenes uno por uno. Empezó a darse cuenta de un fenómeno realmente curioso. Estaban, por supuesto, los exámenes perfectos, que sólo permitían decir, como escribió después Frank con maravillosa cautela, que la inteligencia del candidato coincidía perfectamente con las expectativas del examinador. Estaban también, y eran la abrumadora mayoría, lo que Frank llamaba la campana normal: exámenes con algunos errores que caían dentro del tipo de equivocaciones esperables. Pero había un tercer grupo, siempre el más reducido, que a Frank le llamaba sobre todo la atención. Eran exámenes casi perfectos, exámenes en los que todas las respuestas eran las esperadas salvo una. Pero la diferencia con el caso normal es que el error en esa única respuesta distinta parecía a primera vista un despropósito absoluto, una continuación elegida a ciegas, o al azar, estaba realmente lejos del espectro habitual de equivocaciones. A Frank se le ocurrió por simple curiosidad pedir a los postulantes en esa pequeña franja que justificaran sus respuestas y fue entonces que se encontró con la primera sorpresa. Las contestaciones que él había considerado incorrectas eran en realidad otra solución posible y perfectamente válida para continuar la serie, sólo que con una justificación muchísimo más complicada. Lo más curioso es que la inteligencia de estos postulantes había pasado por alto la solución elemental que proponía Frank y, como en un trampolín, había saltado en algún momento mucho más lejos. La imagen del trampolín también es de Frank. Los tres símbolos o números escritos en el papel correspondían para él a la carrera del clavadista sobre la tabla; desde ese punto de vista, la analogía parecía darle una primera explicación: para una inteligencia que salta hacia adelante con mucho ímpetu es más natural la solución lejana que la que está inmediatamente debajo de sus pies. Pero esto cuestionaba en su misma base los presupuestos de trabajo de casi toda su vida. Frank estaba de pronto desconcertado. La solución a sus series no era de ningún modo única; respuestas que había considerado hasta entonces equivocadas podían ser soluciones alternativas y también, en algún sentido, naturales. Y no veía ni siquiera que hubiera un modo de discernir entre lo que podía ser una respuesta al azar o la continuación que hubiera elegido una inteligencia excepcional, demasiado atlética. Fue en este punto que vino a verme y tuve que darle las malas noticias.

—La paradoja de Wittgenstein sobre las reglas finitas —dije yo.

—Exactamente. Frank había redescubierto en la práctica, en un experimento real, lo que Wittgenstein ya había demostrado teóricamente hace décadas: la imposibilidad de establecer una regla unívoca y ordenamientos naturales. La serie 2, 4, 8, puede ser continuada con el número 16, pero también con el 10, o con el 2007: siempre puede encontrarse una justificación, una regla, que permita añadir cualquier número como el cuarto caso. Cualquier número, cualquier continuación. Esto es algo que no le causaría mucha gracia saber al inspector Petersen y casi enloqueció a Frank. Tenía en ese momento más de sesenta años, pero me pidió las referencias y tuvo el valor de entrar, como si fuera otra vez un estudiante, en esa caverna abandonada que son los trabajos de Wittgenstein. Y usted sabe cómo es el descenso a la oscuridad de Wittgenstein. En un momento se sintió al borde del abismo. Se daba cuenta de que no podía confiar ni siquiera en la regla de multiplicar por dos. Pero emergió con una idea, bastante parecida a lo que yo mismo estaba pensando. Frank se mantuvo aferrado con una fe casi fanática a una última tabla en el naufragio: las estadísticas de sus experimentos. Consideraba que los de Wittgenstein eran de algún modo resultados teóricos, de un mundo platónico, pero que la forma en que las personas concretas pensaban era algo diferente. Después de todo, sólo una pequeñísima proporción imaginaba esas respuestas atípicas. Conjeturó entonces que si bien en principio todas las respuestas eran equiprobables, había quizás algo inscripto de algún modo en la psiquis humana, o en los juegos de aprobaciónreprobación durante el aprendizaje de símbolos, que guiaba a la gran mayoría al mismo sitio, a la respuesta que se presentaba a la razón de los hombres como más simple, más nítida, o más grata. Pensó en definitiva, en la misma dirección que yo, que operaba alguna clase de principio estético a priori que sólo dejaba filtrar para la elección final unas pocas posibilidades. Se propuso entonces dar una definición abstracta de lo que llamaba el razonamiento normal. Pero tomó un camino verdaderamente extraño. Empezó a visitar hospitales psiquiátricos y a probar sus tests con pacientes lobotomizados. Recogió ejemplos de palabras sueltas y símbolos escritos por sonámbulos, participó en sesiones de hipnotismo. Sobre todo, estudió el tipo de símbolos que intentan transmitir los enfermos en estado casi vegetativo, con daños cerebrales. Lo que buscaba en el fondo era algo que por definición es casi imposible: estudiar lo que queda de razón cuando la razón no está allí vigilando. Él creía que podía detectar tal vez un tipo de movimiento o agitación residual que correspondería a un surco inscripto orgánicamente, o a un camino rutinario marcado por el aprendizaje. Pero supongo que ya había una inclinación morbosa que tenía que ver con lo que estaba planeando. Le habían detectado poco tiempo atrás un cáncer de una variedad muy agresiva, que ataca primero las piernas, aquí lo llaman el cancer del leñador, los médicos sólo pueden ir talando los miembros uno por uno. Vine a verlo después de la primera amputación. Parecía de buen humor, dentro de lo que podía esperarse. Me mostró un libro que le había regalado su médico, con fotografías de cráneos destruidos parcialmente por accidentes, intentos de suicidio, golpes de bate. Había una descripción clínica exhaustiva de todas las secuelas e interconexiones de los daños cerebrales. Me hizo reparar con un aire de misterio en una página en la que se veía el hemisferio izquierdo de un cerebro, con el lóbulo parietal parcialmente destruido por una bala. Me pidió que leyera el texto al pie de la foto. El suicida había quedado en un coma casi total, pero su mano derecha, decía el texto, siguió escribiendo durante meses toda clase de símbolos extraños. Me explicó entonces que había encontrado en su recorrido por los hospitales una conexión estrecha entre el tipo de símbolos que recogía y la actividad que había desarrollado durante su vida el paciente en coma. Frankie era extremadamente tímido. Me dijo, y fue la única vez que me hizo un comentario personal, que lamentablemente nunca se había casado; me dijo, con una sonrisa entristecida, que no había hecho demasiadas cosas en su vida, pero que desde hacía cuarenta años escribía y manipulaba símbolos lógicos. Estaba seguro de que no podía encontrarse un ejemplar mejor que él mismo para su experimento. Estaba convencido de que en los símbolos que escribiría podría leerse de algún modo la codificación de ese residuo o sustrato racional que buscaba. En todo caso, no pensaba estar allí cuando vinieran por su segunda pierna. Sólo tenía en realidad un último problema a resolver, y era cómo asegurarse de que el daño de la bala no fuera excesivo, de que las esquirlas no alcanzaran el circuito de conexiones motrices. Yo le había cobrado afecto en esos años. Le dije que con ese problema no estaba dispuesto a ayudarlo, y me preguntó entonces si en el caso de que finalmente pudiera resolverlo solo, yo estaría aquí para leer los símbolos.

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