Quedamos en silencio por un momento. Seldom parecía haberse encerrado en sus pensamientos. Habíamos llegado casi a la altura del Parque Universitario. En la vereda de enfrente se estacionó una gran limusina delante de un restaurante. Vi salir una novia que arrastraba la cola de su vestido y se llevaba una mano a la cabeza para mantener en equilibrio un gracioso tocado de flores. Hubo una pequeña algarabía de gente y flashes de fotografías a su alrededor. Noté que Seldom no parecía haber registrado la escena: caminaba con los ojos fijos y estaba absorto, enteramente vuelto dentro de sí. A pesar de esto, me decidí a interrumpirlo, para preguntarle sobre el punto que me había intrigado más.
—Sobre lo que le dijo usted al inspector, respecto del círculo y la serie lógica: ¿no cree que debe haber una conexión entre ese símbolo y la elección de la víctima o bien, quizá, con la forma que eligió para matarla?
—Sí, seguramente —dijo Seldom algo distraído, como si ya hubiera revisado aquello mucho antes—. Pero el problema es, como le dije a Petersen, que ni siquiera estamos seguros de que sea efectivamente un círculo y no, por decir algo, la serpiente de los gnósticos que se muerde la cola, o la letra O mayúscula de la palabra omertá. Esa es la dificultad cuando usted conoce sólo el primer término de una serie: establecer el contexto en que debe ser leído el símbolo. Quiero decir, si debe considerarse desde el punto de vista puramente gráfico, digamos, en el plano sintáctico, sólo como una figura, o bien en el plano semántico, por alguna de sus posibles atribuciones de significado. Hay una serie bastante conocida que yo doy como primer ejemplo al principio de mi libro para explicar esta ambigüedad... déjeme ver... —dijo y buscó en sus bolsillos hasta encontrar una lapicera y una libretita de notas. Arrancó una hoja que apoyó en la libreta y sin dejar de caminar dibujó con cuidado tres figuras y me extendió el papel para que las mirara. Habíamos llegado a Magdalen Street y pude estudiar las figuras sin dificultad bajo la luz amarilla y difusa de las lámparas. La primera era indudablemente una M mayúscula, la segunda parecía un corazón sobre una línea; la tercera era el número ocho.
—¿Cuál diría usted que es la cuarta figura? —me preguntó Seldom.
—Eme, corazón, ocho... —dije, tratando de darle a aquello algún sentido. Seldom esperó, algo divertido, a que yo pensara todavía durante un par de minutos.
—Estoy seguro de que podrá resolverlo apenas lo piense un poco esta noche en su casa —me dijo—. Lo que yo quería mostrarle simplemente es que estamos en este momento como si nos hubieran dado sólo el primer símbolo —dijo y tapó con su mano sobre el papel el corazón y el ocho—. Si usted hubiera visto únicamente esta figura, esta letra M, ¿qué estaría inclinado a pensar?
—Que se trata de una serie de letras, o el principio de una palabra que empieza con M.
—Exactamente —dijo Seldom—. Le hubiera dado a este símbolo el significado no sólo de letra en general, sino de una letra bien precisa y determinada, la M mayúscula. Sin embargo apenas ve usted el segundo símbolo de la serie, las cosas cambian, ¿no es cierto? Ya sabe, por ejemplo, que no puede esperar una palabra. Este símbolo es, por otro lado, bastante heterogéneo con respecto al primero, es de otro orden, hace pensar, por ejemplo, en las barajas francesas. En cualquier caso, tiene el efecto de cuestionar hasta cierto punto el significado inicial que le habíamos atribuido al primer símbolo. Todavía podemos pensar que es una letra, pero ya no parece tan importante que sea exactamente una eme. Y cuando hacemos entrar en juego al tercer símbolo, otra vez el primer impulso es reorganizar todo de acuerdo a lo conocido: si lo interpretamos como el número ocho, tendemos a pensar en una serie que empieza con una letra, sigue con un corazón, sigue con un número. Pero fíjese que estamos razonando todo el tiempo sobre significados que asignamos —casi automáticamente— a lo que son en principio, solamente dibujos, líneas sobre el papel. Esta es la pequeña malicia de la serie: que resulta difícil despegar a estas tres figuras de su interpretación más obvia e inmediata. Ahora bien, si usted consigue ver por un momento los símbolos desnudos, sólo como figuras, encontrará la constante que destruye todos los significados anteriores y le dará la clave de la continuación.
Pasamos por la ventana iluminada de The Tagle and Child. Adentro la gente se agolpaba contra la barra y, como en una película muda, reían en silencio mientras alzaban jarros de cerveza. Cruzamos y doblamos a la izquierda bordeando un monumento. Vi aparecer delante de nosotros la pared redonda del teatro.
—Lo que usted quiere decir es que, en nuestro caso, para determinar el contexto necesitaríamos por lo menos un término más...
—Sí —dijo Seldom—; con el primer término estamos todavía completamente a oscuras; no podemos ni siquiera resolver sobre esa primera bifurcación: si debemos considerar al símbolo como un trazo sobre el papel, o intentar atribuirle algún significado. Desgraciadamente no nos queda más que esperar.
Había subido mientras me hablaba las escalinatas del teatro y yo lo seguí adentro del hall, sin decidirme a dejarlo ir. La entrada estaba desierta, pero era fácil guiarse por el rastro de la música, que tenía la alegría ligera de una danza. Subimos tratando de no hacer ruido una de las escaleras y caminamos por un corredor alfombrado. Seldom entreabrió una de las puertas laterales, que tenía un revestimiento mullido de rombos, y nos asomamos a un palco desde donde se veía la pequeña orquesta en el centro del escenario. Estaban ensayando lo que parecía una
czarda
de Liszt. La música nos llegaba ahora clara y potente. Beth estaba inclinada hacia adelante en su silla, con el cuerpo tenso, y el arco subía y bajaba con furia sobre el violoncelo; escuché el desencadenamiento vertiginoso de las notas, como látigos sobre caballos, y en el contraste entre la ligereza y alegría de la música y el esfuerzo de los ejecutantes recordé lo que me había dicho unos días atrás. Su cara estaba transfigurada por la concentración en seguir la partitura. Los dedos se movían velocísimos sobre el diapasón y aun así había algo distante en su mirada, como si solamente una parte de ella estuviera allí. Retrocedimos con Seldom al pasillo. Su expresión se había vuelto otra vez grave y reservada. Me di cuenta de que estaba nervioso: había empezado a armar mecánicamente otro cigarrillo que no podría encender ahí. Murmuré unas palabras para despedirme y Seldom me estrechó la mano con fuerza y volvió a agradecerme que lo hubiera acompañado.
—Si está libre el viernes al mediodía —dijo—, me gustaría invitarlo a almorzar conmigo en el Merton; tal vez se nos ocurra entretanto algo más.
—Claro que sí: el viernes es perfecto para mí —dije.
Bajé la escalinata y salí otra vez a la calle. Hacía frío y había empezado a lloviznar. Cuando estuve otra vez bajo las lámparas de la avenida saqué del bolsillo el papel en que Seldom había dibujado las tres figuras, tratando de proteger la tinta de las pequeñas gotas. Casi reí al descubrir a mitad de camino la simplicidad de la solución.
Cuando dejé atrás la última ondulación del
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y me acerqué a la casa vi que los patrulleros seguían allí; había ahora también una ambulancia y una camioneta azul con el logotipo del Oxford Times. Un hombre larguirucho con rulos grises sobre la frente me detuvo cuando empezaba a bajar la escalerita hacia mi habitación; tenía un pequeño grabador y una libreta de apuntes en la mano. Antes de que pudiera presentarse, el inspector Petersen se asomó a la ventana que daba a la galería y me hizo una seña para que me acercara.
—Preferiría que no mencione a Seldom —me dijo en voz baja—. Dimos únicamente el nombre de usted a la prensa, como si hubiera estado solo al encontrar el cadáver.
Asentí y volví junto a la escalera. Mientras respondía las preguntas vi que se estacionaba un taxi. Beth bajó con su violoncelo y pasó muy cerca de nosotros sin vernos. Tuvo que decirle su nombre al policía de la entrada para que le permitieran pasar. Su voz sonó débil y algo estrangulada.
—Así que esta es la chica —dijo el periodista mirando su reloj—. También tengo que hablar con ella, creo que hoy ya me perderé la cena. Una última pregunta: ¿qué le dijo Petersen recién, cuando le pidió que se acercara?
Dudé un instante antes de responderle.
—Que tal vez tenían que molestarme con algunas preguntas más mañana —dije.
—No se preocupe —me dijo—. No sospechan de usted.
Reí.
—¿Y de quién sospechan? —le pregunté.
—No sé: supongo que de la chica. Sería lo más natural, ¿no es cierto? Es la que se quedará con el dinero y con la casa.
—No sabía que Mrs. Eagleton tenía dinero.
—Es la pensión para héroes de la guerra. No es una fortuna, pero para una mujer sola...
—Igualmente: ¿no estaba Beth ya en el ensayo a la hora del crimen?
El hombre pasó hacia atrás las hojas de su libreta.
—Veamos: la muerte ocurrió entre las dos y las tres, según el informe del forense. Hay una vecina que se cruzó con ella cuando salía hacia el Sheldonian un poco después de las dos. Yo llamé al teatro hace un rato: la chica llegó puntualmente para el ensayo a las dos y media. Pero todavía quedan esos minutos, antes de que saliera. De modo que estaba en la casa, pudo hacerlo, y es la única beneficiada.
—¿Va a sugerir eso en su artículo? —dije, y creo que mi voz sonó algo indignada.
—¿Por qué no? Es más interesante que atribuírselo a un ladrón y recomendar a las amas de casa que mantengan las puertas cerradas. Voy a tratar de hablar ahora con ella —y me dirigió una breve sonrisa maliciosa—: lea mi nota mañana.
Bajé a mi cuarto y sin encender las luces me quité los zapatos y me eché en la cama, con un brazo cruzado sobre los ojos. Una vez más intenté rehacer en mi memoria el momento en que entramos con Seldom en la casa y toda la secuencia de nuestros movimientos, pero no parecía haber nada más allí: nada, por lo menos, de lo que Seldom podría estar buscando. Sólo reaparecía en toda su vividez el movimiento dislocado del cuello y la cabeza de Mrs. Eagleton al derrumbarse, con los ojos abiertos y espantados. Escuché el motor de un auto que se ponía en marcha y me icé sobre los brazos para mirar por la ventana. Vi cómo sacaban el cadáver de Mrs. Eagleton en una camilla y lo subían a la ambulancia. Los dos patrulleros encendieron las luces; al maniobrar para salir los conos amarillos proyectaron una sucesión de sombras fantasmagóricas y huidizas sobre las paredes de las casas. La camioneta del Oxford Times ya no estaba y cuando la pequeña comitiva de autos se perdió en la primera curva, el silencio y la oscuridad del
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me parecieron por primera vez agobiantes. Me pregunté qué estaría haciendo Beth arriba, a solas en la casa. Prendí la lámpara y vi sobre el escritorio los
papers
de Emily Bronson con algunas de mis notas en los márgenes. Me preparé un café y me senté, con el propósito de retomar donde los había dejado. Estudié durante más de una hora, sin llegar mucho más lejos. Tampoco conseguía la pequeña calma piadosa, ese singular bálsamo intelectual, el simulacro de orden en el caos, que se obtiene al seguir los pasos de un teorema. Escuché de pronto lo que me parecieron unos golpes amortiguados en la puerta. Eché hacia atrás la silla y esperé un instante. Los golpes se repitieron, con más claridad. Abrí y distinguí en la oscuridad la cara confusa y algo avergonzada de Beth. Tenía puesto un deshabillé violeta y estaba en chinelas, con el pelo sólo sujeto adelante por una vincha, como si algo la hubiese hecho saltar de la cama. La hice pasar y se quedó junto a la puerta, con los brazos cruzados y los labios algo temblorosos.
—¿Puedo pedirte un favor? Sólo por esta noche —dijo, con la voz entre-cortada—: no consigo dormirme allá arriba... ¿podría quedarme aquí hasta la mañana?
—Por supuesto, claro que sí —dije—. Voy a desarmar el sillón, así te dejo mi cama.
Me agradeció, aliviada, y se dejó caer sobre una de las sillas. Miró algo aturdida en torno y vio mis papeles desparramados sobre el escritorio.
—Estabas estudiando —dijo—. No quisiera interrumpirte.
—No, no —dije—, estaba por hacer un intervalo, yo tampoco podía concentrarme. ¿Preparo un café?
—Preferiría un té para mí —dijo.
Nos quedamos en silencio, mientras yo ponía a calentar agua y trataba de encontrar una fórmula de condolencia adecuada. Pero fue ella la que habló primero.
—Me dijo tío Arthur que estabas con él cuando la encontraron... debió ser horrible. Yo también tuve que verla: me hicieron reconocer el cadáver. Dios mío —dijo, y sus ojos se volvieron transparentes, de un azul líquido y tembloroso—: nadie se había preocupado por cerrarle los ojos.
Giró la cabeza y la alzó un poco hacia un costado, como si pudiera hacer retroceder las lágrimas.
—Realmente lo lamento mucho —murmuré—: sé cómo te estarás sintiendo...
—No, no creo que sepas —dijo—. No creo que nadie lo sepa. Era lo que había estado esperando durante todo este tiempo. Desde hace años. Aunque sea terrible decirlo: desde que supe que tenía cáncer. Me imaginaba que ocurriría casi como fue, que alguien vendría a decírmelo, en la mitad de un ensayo. Rogaba que fuera así, que ni siquiera tuviese que verla mientras la llevaban. Pero el inspector quiso que la reconociera. ĄNo le habían cerrado los ojos! —volvió a decir en un susurro consternado, como si se hubiera cometido una injusticia inexplicable—. Me paré junto a ella pero no pude mirarla; temía que todavía, de algún modo, pudiera hacerme daño, que pudiera arrastrarme, que no me soltara. Y creo que lo consiguió. Sospechan de mí —dijo, abatida—. Petersen me hizo muchísimas preguntas, con ese modo fingidamente considerado y después, ese horrible hombre del periódico ni se molestó en disimularlo. Les dije lo único que sé: que cuando me fui, a las dos, estaba dormida, junto al tablero de scrabble. Pero siento que no tendría fuerzas para defenderme. Soy la persona que más deseaba verla muerta, mucho más, estoy segura, que quienquiera que la haya matado.
Parecía consumida por los nervios; las manos le temblaban inconteniblemente y al advertir mi mirada las ocultó cruzando los brazos bajo las axilas.
—En todo caso —dije, mientras le alcanzaba la taza—, no creo que Petersen realmente esté pensando nada de eso: saben algo más, que no quisieron difundir. ¿No te dijo nada el profesor Seldom?
Negó con la cabeza y me arrepentí de haber hablado. Pero vi sus ojos azules, expectantes, como si temieran todavía dejar paso a una esperanza, y decidí que la indiscreción latina podía ser más piadosa que la reserva británica.