En la secretaría sólo estaba Kim, la asistente nueva. Logré con un gesto apremiante que se quitara los auriculares de su discman y la hice levantar de su silla para que viniera conmigo hasta la puerta de entrada. Me miró con extrañeza cuando le pregunté por el papel pegado contra el vidrio. Lo había visto al entrar, sí, pero no le había prestado ninguna atención: creyó que se trataba de alguna actividad benéfica para el Radcliffe, una serie de partidas de bridge, o una excursión de pesca. Pensaba decirle más tarde a la mujer de la limpieza que lo retirara de allí y lo pegara en la cartelera. Vimos salir a Kurt, el sereno, de su cuartito bajo la escalera, ya vestido para irse. Se aproximó a nosotros como si temiera algún problema. El papel estaba allí desde el domingo, lo había visto al llegar la noche anterior; no había querido arrancarlo porque supuso que alguien lo había autorizado antes de que él tomara su turno. Dije que iría a llamar a la policía y que alguien debía quedarse para cuidar que no se tocaran los vidrios de la puerta ni que se despegara ese papel: podía estar vinculado con el crimen de Mrs. Eagleton. Subí en dos saltos a mi oficina y pedí en el departamento de policía que me pasaran urgentemente con Petersen o con Sacks. Me preguntaron mi nombre y el número desde donde llamaba y me dijeron que esperara en la línea hasta que alguien se comunicara conmigo. Al cabo de un par de minutos escuché del otro lado la voz del inspector Petersen. Me dejó hablar sin interrumpirme y sólo me pidió al final que repitiera lo que me había dicho el sereno. Me di cuenta de que también creía —como yo— que el crimen ya se había cometido. Me dijo que enviaría inmediatamente un patrullero y el equipo de huellas al Instituto y que él mismo iría al Radcliffe Hospital a verificar las muertes del domingo. De todas maneras quería hablar conmigo después y también, si fuera posible, con el profesor Seldom. Me preguntó si podría encontrarnos a los dos en el Instituto. Le dije que, hasta donde sabía, Seldom debía estar por llegar: había una conferencia de uno de sus estudiantes anunciada en el hall para las diez. El cartel quizá había sido puesto allí para que él lo viera al entrar, se me ocurrió decir. Sí, quizá, dijo Petersen, para que lo vea él y otros cien matemáticos más. Parecía de pronto molesto. Ya hablaremos más tarde, me dijo secamente.
Cuando bajé otra vez al hall vi a Seldom parado junto a la puerta giratoria. Estaba inclinado sobre el papel, como si no pudiera quitar los ojos del pequeño pez.
—¿Usted cree lo mismo que yo? —me preguntó al verme—. Temo llamar al hospital y preguntar por Frank. Aunque la hora —me dijo, como si entreviera una esperanza— no parece tener sentido: yo fui ayer al hospital a las cuatro de la tarde y Frank estaba vivo.
—Podemos llamar a Lorna desde mi oficina —le dije—. Tenía un turno de guardia hasta hoy al mediodía, debe estar allá todavía, ella podría fácilmente averiguar.
Seldom asintió. Subimos y dejé que él hiciera la llamada. Después de atravesar una cadena de operadoras logró por fin que lo comunicaran con Lorna. Seldom le preguntó cautelosamente si podía bajar al segundo piso y comprobar si Frank estaba bien. Me di cuenta de que Lorna le hacía otras preguntas; aun sin distinguir las palabras, alcanzaba a oír del otro lado de la línea su tono intrigado. Seldom sólo le dijo que había aparecido un mensaje en el Instituto que lo había dejado algo preocupado. Era probable, sí, que el mensaje estuviera relacionado con el crimen de Mrs. Eagleton. Conversaron un momento más; Seldom le dijo que estaba en mi oficina y que podía llamarlo allí una vez que hubiera bajado.
Colgó y nos quedamos en silencio, esperando. Seldom armó un cigarrillo y fue a fumarlo de pie junto a la ventana. En un momento se dio vuelta, caminó hasta el pizarrón y como si estuviera todavía abstraído en sus pensamientos dibujó con lentitud los dos símbolos, primero el círculo, y a continuación el pez, que hizo con dos breves trazos curvos. Quedó inmovilizado, con la tiza en la mano y la cabeza baja, haciendo cada tanto pequeñas muescas de impotencia con la tiza en el borde del pizarrón.
Pasó casi media hora antes de que el teléfono sonara. Seldom escuchó a Lorna en silencio, con una expresión impenetrable. Asentía con monosílabos cada tanto. —Sí —dijo en un momento—: ésa es exactamente la hora que figura en el mensaje.
Cuando colgó se dio vuelta hacia mí y sus facciones se distendieron por un instante.
—No fue Frank —dijo—, sino el paciente que estaba en la cama a su lado. El inspector Petersen estuvo recién en la morgue del hospital para verificar los muertos del domingo: es un hombre muy viejo, de más de noventa años, lo habían reportado ayer a las dos y cuarto como fallecido por muerte natural. Aparentemente ni la enfermera ni el médico principal de la planta advirtieron un pequeño punto en el brazo, como la marca que deja una inyección. Le harán ahora la autopsia para ver de qué se trata. Pero ya ve, creo que teníamos razón. Un crimen al que nadie vio en principio como un crimen. Una muerte que fue considerada natural y un punto en el brazo, sólo un punto... Un punto imperceptible. Seguramente eligió alguna clase de sustancia que no deja rastros, apuesto a que no encontrarán nada en la autopsia. Una muerte a la que sólo ese punto diferencia de una muerte natural. Un punto, un punto —repitió Seldom en voz baja, como si pudiera poner en marcha a partir de allí una multitud de implicaciones todavía invisibles.
El teléfono volvió a sonar. Era Kim, desde la planta baja, que me avisaba que un inspector de la policía subía a mi oficina. Abrí la puerta; la figura alta y delgada de Petersen asomó por la boca de la escalera. Había subido solo y tenía en la cara una expresión indisimulable de contrariedad. Entró y mientras nos saludaba miró el pizarrón con las dos figuras que había dibujado Seldom. Se dejó caer en una de las sillas.
—Hay una aglomeración de matemáticos allá abajo —dijo, casi acusadoramente, como si nos correspondiera a nosotros algo de la culpa—. En cualquier momento llegarán los periodistas... Tendremos que dar a conocer una parte del asunto, pero voy a pedirles que mantengan el secreto sobre el primer símbolo de la serie. Siempre evitamos hasta donde es posible que se difundan públicamente los casos de crímenes seriales, y sobre todo las constantes que se repiten. En fin dijo, moviendo la cabeza—: vengo del Radcliffe. Esta vez fue un hombre muy viejo, un tal Ernest Clark. Estaba en coma, conectado a un respirador artificial, desde hacía años. No tenía, aparentemente, ninguna familia. La única conexión que vemos hasta ahora con Mrs. Eagleton es que Clark también participó en la guerra. Pero por supuesto, lo mismo podría decirse de cualquier otro hombre de su edad: toda esa generación tiene en común los años de la guerra. La enfermera lo encontró muerto en su ronda de las dos y cuarto y esa fue la hora que anotó en el brazalete, antes de retirarlo de la sala. Todo parecía perfectamente normal, no había ninguna señal de violencia, nada fuera de lugar, constató el pulso y escribió muerte natural, porque le pareció un caso de rutina. Todavía no se explica cómo pudo haber entrado alguien en la sala, porque a esa hora recién empezaba el horario de visitas. El médico principal del segundo piso reconoció que no había revisado el cadáver exhaustivamente; llegó tarde al hospital, era domingo y quería volverse cuanto antes a su casa. Sobre todo, estaban esperando la muerte de Clark desde hacía meses, les parecía en el fondo mucho más extraño que siguiera vivo. De modo que confió en la anotación de la enfermera, transcribió en el acta la hora y causa de la muerte tal como estaban en la etiqueta y dio el visto bueno para que lo enviaran a la morgue. Estoy esperando ahora los resultados de la autopsia. Acabo de ver el papel allá abajo. Supongo que no podíamos esperar que volviera a escribir con su letra, ahora que sabe que estamos detrás de él. Pero esto ciertamente hace todo más difícil. Por la tipografía yo diría que recortó las letras del Oxford Times, quizá de los artículos que aparecieron sobre Mrs. Eagleton. Pero el pez está dibujado a mano — Petersen se volvió hacia Seldom—. ¿Cuál es la sensación que tuvo usted al mirar el papel? ¿Diría que se trata de la misma persona?
—¿Cómo saberlo? —dijo Seldom—. El papel parece del mismo tipo, y la ubicación y el tamaño del dibujo también son similares. Tinta negra en los dos casos... yo diría en principio que sí. Pero hay algo más que usted debería saber. Yo voy casi todas las tardes al Radcliffe, a visitar a un paciente del segundo piso, Frank Kalman. Clark era el paciente de la cama contigua a la de Frank. También: no vengo en general muy seguido al Instituto, pero sí tenía que estar aquí esta mañana. Yo diría que es alguien que me está siguiendo de cerca los pasos y sabe bastante de mí.
—En realidad —dijo Petersen, sacando una pequeña libreta de notas— sí estábamos al tanto de sus visitas al Radcliffe; ya sabe —dijo con un tono de disculpa—, tuvimos que preguntar un poco por ustedes dos. Veamos. En general usted hace sus visitas alrededor de las dos de la tarde, pero el domingo llegó después de las cuatro... ¿Qué fue lo que ocurrió?
—Estaba invitado a almorzar en Abingdon —dijo Seldom—. Perdí el bus de la una y treinta. Los domingos hay sólo dos por la tarde, tuve que esperar en la estación hasta las tres —Seldom buscó en uno de sus bolsillos y le extendió con frialdad un boleto de ómnibus a Petersen.
—Oh, no, no es necesario —dijo Petersen algo avergonzado—. Sólo me estaba preguntando...
—Sí, yo también lo pensé —dijo Seldom—. Soy en general el primero y el único que entra en esa sala durante el horario de visita. Si yo hubiera ido en mi horario habitual, habría estado sentado todo el tiempo junto al cadáver de Clark, supongo que esa era su idea. Que cuando descubrieran la muerte durante la ronda, yo estuviera allí. Pero otra vez las cosas no salieron exactamente como hubiera querido. Fue, en algún sentido, demasiado sutil: la enfermera no reparó en el pinchazo del brazo, lo confundió con una muerte natural. Y después, yo llegué mucho más tarde, y ni siquiera advertí que habían cambiado al paciente de esa cama. Para mí fue un día de visita totalmente normal.
—Pero tal vez sí quería que el crimen se confundiera en un principio con una muerte natural —dije yo—. Tal vez preparó la escena para que retiraran el cuerpo delante de sus ojos como si se tratara de una muerte de rutina. Es decir, que el crimen también fuera imperceptible para usted. Yo creo que debería contarle al inspector —le dije a Seldom— lo que piensa sobre esto, lo que me dijo a mí antes.
—Pero no podemos estar seguros todavía —dijo Seldom, con un tono de protesta intelectual—, no podemos hacer inducción con sólo dos casos.
—De todas maneras —dijo Petersen—, lo que sea, me gustaría escucharlo.
Seldom pareció dudar todavía un momento.
—En los dos casos —dijo finalmente con cautela, como si no quisiera ir más allá de los hechos—los crímenes fueron lo más leves posibles, si tiene sentido esta palabra. Pareciera que las muertes en sí no son exactamente lo que importa. Los crímenes son casi simbólicos. No creo que el asesino esté realmente interesado en matar, sino en señalar algo. Algo que seguramente tiene que ver con la serie de figuras que dibuja en los mensajes, la serie que empieza con un círculo y un pez. Los crímenes son sólo la manera de llamar la atención sobre esta serie y está eligiendo sus víctimas lo suficientemente cerca de mí con el único propósito de involucrarme. Creo que en el fondo es un problema puramente intelectual, pero que sólo se detendrá si logramos demostrarle —de algún modo— que pudimos resolver el sentido de la serie, es decir, que podemos predecir el símbolo, o el crimen, que vendrá a continuación.
—Voy a pedir esta tarde un perfil psiquiátrico, aunque no creo que todavía pueda decirse demasiado. De todos modos, quizá pueda ahora responderme a la pregunta que le hice antes. ¿Cree que se trata de un matemático?
—Me inclinaría a decir que no —dijo Seldom cautelosamente—. No por lo menos un matemático profesional. Yo diría que se trata de alguien que imagina que los matemáticos son algo así como el paradigma de la inteligencia y por eso busca medir fuerzas directamente con ellos. Una especie de megalómano intelectual. No creo que sea casual que haya elegido para el segundo mensaje la puerta de entrada del Instituto. Supongo que hay un segundo mensaje velado para mí en esto: si yo no acepto el desafío, algún otro matemático lo recogerá. Si es por hacer conjeturas, yo diría que es alguien que fue reprobado alguna vez injustamente en un examen de matemática, o quizá perdió una oportunidad importante en su vida por alguno de los tests de inteligencia de la clase que imaginaba Frank. Alguien que fue excluido de lo que considera el reino de la inteligencia, alguien que a la vez admira y odia a los matemáticos. Posiblemente concibió la serie como una venganza contra sus examinadores. Ahora es él de algún modo el examinador.
—¿Podría ser un alumno que usted hubiera desaprobado? preguntó Petersen.
Seldom se sonrió levemente.
—Hace mucho que no desapruebo a nadie —dijo—. Sólo tengo alumnos de doctorado; todos son excelentes. Yo me inclinaría a pensar que se trata de alguien que no estudió matemática de una manera formal pero leyó ese capítulo de mi libro sobre los crímenes en serie y considera, desgraciadamente, que soy la persona a la que debe desafiar.
—Bien —dijo Petersen—; puedo ordenar como primera aproximación que me envíen un listado de las compras de su libro con tarjetas de crédito en las librerías de la ciudad.
—No creo que eso lo ayude mucho —dijo Seldom—. Durante el lanzamiento mis editores consiguieron que se publicara como anticipo en el Oxford Times justamente el capítulo sobre los crímenes en serie. Muchos creyeron que se trataba de una nueva forma de novela policial. Fue por eso que se agotó tan pronto la primera edición del libro.
Petersen se incorporó, algo desalentado, y estudió por un momento las dos figuras en el pizarrón.
—¿Cree que ahora puede decirme algo más sobre esto?
—El segundo símbolo de una serie da en general la pista sobre el modo en que debe leerse toda la sucesión: si como representación de objetos o hechos de algún posible mundo real, es decir, símbolos en el sentido más usual, o bien, sin ninguna connotación de significado, estrictamente en un plano sintáctico, como figuras de tipo geométrico. El segundo símbolo es aquí otra vez astuto, porque el pez está dibujado de una manera tan esquemática que admite las dos lecturas. La posición vertical es interesante. Podría tratarse de una serie de figuras con simetría respecto al eje vertical. Si debemos interpretarlo verdaderamente como un pez, hay por supuesto, muchas otras posibilidades.