»En otros términos, si hago una pregunta a cualquiera de los niños, recibiré exactamente la misma respuesta que si hubiera elegido hacerlo a no importa cual otro; si le pido que haga algo, obtendré más o menos el mismo resultado, pero según todas las posibilidades, la acción será realizada con mayor éxito por aquellos que estén dotados de una mejor facultad de coordinación física, aunque, a decir verdad, la similitud entre esos Niños es tal que las variaciones resultarán insignificantes.
»Pero he aquí a lo que quería llegar: no es un individuo el que responderá a mi pregunta o realizará lo que le pida que haga, no será más que un elemento del grupo. Y este hecho presenta un montón de problemas y de implicaciones.
Janet frunció el ceño.
—Sigo sin ver claro.
—Enunciemos la cosa de otro modo —dijo Zellaby—. Según las apariencias, tenemos aquí cincuenta y ocho pequeñas entidades individuales. Pero esas apariencias son engañosas, y resulta que de hecho no tenemos más que dos únicas entidades, un niño y una niña, aunque el niño esté formado por treinta partes constitutivas cada una de las cuales tiene el aspecto físico y la estructura de los muchachos individuales, y la niña de veintiocho partes constitutivas.
Hubo un largo silencio. Luego:
—Es difícil de digerir —dijo Janet, por no decir imposible.
—Lo comprendo perfectamente —dijo Zellaby—. Yo sentí la misma dificultad.
—Pero —exclamé yo, tras otro silencio—, ¿estás enunciando seriamente todo esto? ¿Quieres decir que tu hipótesis no es una forma imaginativa de expresión, sino que hay que tomarla al pie de la letra?
—Estoy enunciando un hecho, después de haberos proporcionado las pruebas.
Agité la cabeza.
—Todo lo que nos has mostrado es una especie de capacidad de comunicarse de una determinada manera que, he de ser sincero, se me escapa. Pero de ahí a tu teoría del no individualismo hay realmente un trecho demasiado grande.
—Tal vez, si partes únicamente de la experiencia que has vivido. Pero no olvides que, si bien tu no has visto más que esta, yo por mi parte he realizado ya muchas otras, y ninguna se ha opuesto a mi teoría de la individualidad colectiva, como prefiero llamarla. Además, este hecho no es tan extraño como pueda parecer a primera vista. Ha sido establecido que la evolución utilizar a menudo esta fórmula para hacer frente a una penuria. Un buen número de formas que se presentan en principio bajo un aspecto individual son de hecho colonias, y muchas formas no podrían sobrevivir si no fueran colonias actuando como individuos. De acuerdo que esos ejemplos se encuentran siempre en las formas inferiores, pero no hay ninguna razón para que se limiten únicamente a ellas. Muchos insectos se aproximan a ese modo de vida. Las leyes de la física les impiden aumentar de tamaño, de modo que logran mejores resultados actuando como grupo. Nosotros mismos, consciente y no instintivamente, nos organizamos en grupo con la misma finalidad. Dicho esto, ¿por qué la naturaleza no podría producir una versión más eficaz del método por el cual nos esforzamos desmañadamente en sobreponernos a nuestras debilidades. ¿Quizá otro ejemplo de la naturaleza imitando el arte?
»Después de todo, hemos llegado al límite de nuestro progreso evolutivo, y esto tras un cierto tiempo y, a menos que vegetemos, necesitamos hallar el medio de franquear este límite. Georges Bernard Shaw decía, lo recordaréis, que el primer paso era encontrar el medio de prolongar la vida humana hasta los trescientos años. Quizá sea una de las soluciones —no hay duda de que la extensión de la vida del individuo tenía fuertes atractivos para este individualista obcecado—, pero existen otras soluciones. Esa individualidad colectiva no es quizá un progreso evolutivo que pueda esperarse en los animales superiores; sin embargo, no es imposible. No quiero decir evidentemente con ello que esta solución haya de verse necesariamente coronada por el éxito.
Una rápida ojeada a la expresión de Janet me indicó que había dejado de interesarse en la conversación. Cuando cree que alguien está contando estupideces, simplemente toma la decisión de no perder su tiempo en argumentos inútiles y corre las cortinas. En cuanto a mi, seguía reflexionando mientras miraba por la ventana.
—Creo tener la impresión —dije— de ser un camaleón colocado sobre un color más allá de sus fuerzas. Si te he comprendido bien, tu afirmas que los pensamientos de cada uno de esos dos grupos son, como diría yo, explotados en mancomunidad. ¿Acaso eso significa que los niños tienen, colectivamente, una potencia mental normal multiplicada por treinta, y que para las niñas esta potencia hay que multiplicarla por veintiocho?
—No creo —dijo Zellaby seriamente—. Eso no quiere decir que tampoco que sus capacidades tengan que ser multiplicadas por el mismo factor, a Dios gracias: un hecho tal superaría toda comprensión. Parece que esto trae consigo un cierto aumento de la inteligencia, pero en el estado actual de las cosas no veo cómo podría ser medido, admitiendo que un tal hecho fuera posible. Las consecuencias de esto son ya enormes. Pero lo que me parece de una importancia aún más inmediata es el grado de fuerza de voluntad, cuyo potencial me parece realmente muy inquietante. No conocemos la forma como ejercen sus compulsiones, pero tengo la impresión de que si pudiéramos estudiarlo encontraríamos que, cuando un cierto grado de voluntad es concentrado de alguna manera en un solo recipiente, se produce como una transformación hegeliana, es decir, que más allá de una cierta cantidad crítica esta voluntad presenta otra cualidad. En este caso, un poder directo y absoluto.
»Esto es, lo confieso, especulación pura, y al diablo si me equivoco diciendo que tendremos que examinar multitud de cosas, y tendremos que rompernos la cabeza una y otra vez contra ellas.
—Todo el asunto me parece increíblemente complicados, si tus puntos de vista son exactos.
—En el detalle y el mecanismo, sí —aceptó Zellaby—. Pero, en principio, no es en absoluto tan complicado como parece a primera vista. A fin de cuentas, tu estás completamente de acuerdo en que la cualidad esencial del hombre es poseer un alma.
—Ciertamente —respondí.
—Bien, pues un alma es una fuerza viva, y en consecuencia no es estática sino que debe o evolucionar o atrofiarse. La evolución de un alma supone la eventualidad del desarrollo de un alma más fuerte. Supongamos entonces que esta alma más fuerte, esta superalma intenta manifestarse. ¿Dónde debe alojarse? El hombre normal no está hecho para contenerla; el superhombre en que podría habitar no existe todavía. ¿No podría, a falta de un vehículo único adecuado, animar un grupo, del mismo modo que una enciclopedia no puede ser contenida en un solo volumen? No lo sé. Pero si es así, no es atrevido pensar que dos superalmas animan a esos dos grupos.
Se detuvo, mirando a través de las ventanas abiertas, y siguió las evoluciones de un moscardón que revoloteaba entre las ramas de unas lilas. Luego añadió pensativamente:
—He soñado a menudo en esos dos grupos. He pensado incluso en que habría que encontrarles un hombre a esas dos superalmas. Creí que iba a tener problemas en la elección, y sin embargo no encuentro más que dos nombres que acuden sin cesar a mi mente. No sé por qué, pero no hago más que pensar en Adán y Eva.
Dos o tres días más tarde, recibí una carta informándome que la plaza que tanto había solicitado en el Canadá me sería concedida si me presentaba a ella inmediatamente. Eso es lo que hice, dejando a Janet el cuidado de arreglar las cosas en Midwich antes de seguirme.
Cuando se reunió conmigo, tenía pocas noticias quedarme de allí, salvo que se había declarado una guerra de un solo sentido entre los Freeman y Zellaby. Al parecer había puesto a Bernard Westcott al corriente de sus investigaciones en aquel sentido, y estos, sorprendidos por aquel giro inesperado de las cosas, consideraron con desprecio la recomendación. Sin embargo, después de poner en marcha algunos tests de su invención, se observó que se iban volviendo cada vez más taciturnos a medida que progresaban en sus experiencias.
—Pero tengo la impresión de que no llegarán hasta Adán y Eva —dijo Janet—. ¡Ese viejo zorro de Zellaby! Pero hay algo por lo cual dar siempre gracias al cielo, y es que nosotros estuviéramos en Londres cuando pasó todo aquello. ¡Imagínate, si yo me hubiera convertido en la madre de la treintaiunava parte de un Adán o de la veintiochavaparte de una Eva! Si quieres que te sea sincera, estoy completamente harta de Midwich y de todo este asunto... ya no quiero oír hablar de él en absoluto.
Durante los años que siguieron, las pocas visitas que hicimos a Inglaterra fueron breves y apresuradas; pasábamos nuestras vacaciones precipitándonos de casa de un pariente a casa de otro pariente, sin más entreacto que las visitas de negocio. No fui por Midwich, y la verdad es que apenas me preocupé por el pueblo. Pero, ocho años después de nuestra partida, me las arreglé para disponer de unas vacaciones de seis semanas, y a finales de la primera semana tropecé con Bernard Westcott en Picadilly.
Tomamos una copa en el
In and Out
. En el transcurso de nuestra conversación le pedí noticias de Midwich. Esperaba que todo aquel asunto hubiera terminado en nada, ya que cuando me venía el pueblo a la memoria pensaba en toda aquella historia como en una enorme tomadura de pelo que, si bien por aquel entonces me había impresionado grandemente, ahora me dejaba absolutamente frío. Estaba persuadido de que iba a oír que los Niños ya no presentaban ninguna característica misteriosa; que, como suele ocurrir en los casos de niños prodigio, la espera de nuevos fenómenos había terminado en un rotundo fracaso, y que, pese a su curioso inicio en la vida, formaban ahora un pequeño grupo de vulgares pueblerinos, cuya único signo distintivo eran sus ojos dorados.
Bernard reflexionó un momento sobre mi pregunta y luego dijo:
—Resulta que mañana precisamente he de ir allá. ¿Por qué no me acompañas y ves el panorama, renuevas viejas amistades y... y...?
Janet se había ido una semana al norte, a casa de una amiga de la infancia, y en consecuencia estaba solo y sin programa definido.
—Así pues, ¿todavía sigues teniendo un ojo atento sobre el lugar? Claro que me gustaría ir allá y charlar un poco con todos ellos. ¿Zellaby sigue fiel en su puesto?
—Oh, sí. Es el tipo de hombre que parece que haya de vivir eternamente. No ha cambiado en absoluto.
—La última vez que le vi, sin contar nuestra despedida, nos contó una historia extrañísima de personalidad compuesta —dije, evocando mis recuerdos—. Es algo así como una especie de brujo. Tiene el talento de hacer verosímiles las más locas ideas. Ah, ahora me acuerdo: se trataba de Adán y Eva.
—Sigue siendo el mismo —dijo Bernard, pero no insistió. Cambiando de tema dijo—: Desgraciadamente tengo que ir allá por un triste asunto, una encuesta judicial referente a un accidente mortal. Pero espero que esto no te impida venir.
—¿Uno de los Niños? —pregunté.
—No —dijo, agitando la cabeza—. Un muchacho del pueblo, un tal Pawle. Tuvo un accidente de automóvil.
—Pawle —repetí—. Ah, si, ya recuerdo. Tienen una granja un poco fuera del pueblo, por el lado de Oppley.
—Exacto. La granja Dacre. Una triste historia.
Me pareció indiscreto preguntarle el interés que podía tener en aquella encuesta, así que le dejé interrogarme acerca de mis experiencias canadienses.
Al día siguiente, rodeados por una hermosa mañana de verano, emprendimos camino tras el desayuno. Parecia que en el coche se sintiera más a gusto para hablar libremente de lo que se había sentido en el bar.
—Encontrarás Midwich muy cambiado —me previno—. Tu vieja casa está habitada ahora por una pareja llamada Welton. El dibuja, y su mujer se dedica a la artesanía en cerámica. No recuerdo quien hay en casa de Crimm en este momento, ha habido un montón de gente tras los Freemann. Pero lo que más te va a sorprender es la Granja. Han cambiado la placa de la entrada, ahora dice: "Granja de Midwich - Escuela Especial - Ministerio de Educación".
—¿Ah, sí? ¿Los Niños? —pregunté.
—Exacto —dijo—. Las "locas ideas" de Zellaby eran menos locas de lo que se creía. De hecho, acertó en la diana, con gran descontento de los Freeman. Se sintieron tan ridiculizados que tuvieron que irse.
—¿Quieres decir que su historia de Adán y Eva tiene fundamento? —dije, incrédulo.
—No precisamente esta, pero si la de los grupos mentales. Muy pronto se probó que existía una relación de este tipo, todo lo confirmaba, y aún sigue confirmándolo. Se le enseñó a un Niño de aún no dos años a leer algunas palabras sencillas.
—¿A los dos años? —exclamé.
—Sí. En aquel momento tenían un desarrollo mental equivalente al de un niño normal de cuatro años —me recordó—. Al día siguiente se descubrió que todos los niños sabían leer las mismas palabras. A partir de aquel momento hicieron progresos fulminantes. Tan solo unas semanas más tarde una de las niñas aprendió a leer, y cuando ella supo, todas las demás supieron también. Más tarde, un niño aprendió a ir en bicicleta; inmediatamente después todos los demás hacían lo mismo y, desde el primer momento, a la perfección. La señora Brinkmann enseñó a nadar a su hija; desde entonces todas las demás niñas nadaron sin que nadie les hubiera enseñado; en cuanto a los chicos, no supieron nadar hasta que uno de ellos tuvo ocasión de intentarlo. Es muy simple, y desde que Zellaby lo demostró nadie lo ha dudado. Por el contrario, ha habido, y aún, interminables polémicas, a todos los niveles, acerca de su conclusión de que cada grupo representa un solo individuo. Poca gente lo admite. Una forma de transmisión de pensamiento quizá, probablemente una sensibilidad mutua muy acertada, o tal vez un cierto número de personalidades pudiendo comunicarse entre si de una forma aún misteriosa; pero una sola personalidad informando a sus partes físicamente independientes, no. Hay demasiados pocos elementos de apoyo para esa teoría.
Yo no me mostraba excesivamente sorprendido de oírle, pero prosiguió:
—De todos modos, esas discusiones son tan solo académicas. Queda un hecho indiscutible, y es que esta es la relación que existe en el interior de los grupos. Evidentemente quedaba fuera de lugar enviarlos a una escuela cualquiera, hubieran surgido un sinfín de historias en poco tiempo si simplemente hubieran ido a la escuela de Oppley o de Stouch. Es por eso por lo que el Ministerio de Educación se metió, como antes el Ministerio de Salud Pública, y en definitiva la Granja fue transformada en escuela-dispensario-centro de observación.