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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

Los cuclillos de Midwich (7 page)

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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—Por supuesto que no —respondí—. Sabía naturalmente que había consignas de seguridad... tú mismo me lo dijiste. Y no me sorprendió en lo más mínimo. No sé lo que pasa en la Granja, pero sí sé que no se habla de las cosas que ocurren allí dentro.

—No fue solamente la Granja la que cayó en un profundo sueño —hizo notar—, sino todo lo que había en dos kilómetros a la redonda.

—Pero la Granja estaba dentro de este radio. Sin duda era el objetivo. Es muy probable que esa influencia, sea de la naturaleza que sea, no pueda extenderse sobre un radio de acción reducido, o tal vez sus autores, sean quienes sean, creyeron que era más seguro darse este margen.

—¿Eso es lo que cree el pueblo? —preguntó.

—En gran parte... con algunas variantes.

_Este es exactamente el tipo de información que quiero tener. Le echan la culpa de todo a la Granja, ¿no?

—Naturalmente. ¿Qué otra razón podría existir para que esto ocurriera en Midwioh?

—Bien, supongamos que te digo que tengo razones para creer que la Granja no tiene nada que ver con ello. Y que nuestras más minuciosas investigaciones han confirmado esta idea.

—Pero entonces todo sería absurdo —protesté.

—Quizá no. No puede considerarse un accidente como un hecho absurdo.

—¿Un accidente? ¿Quieres decir un aterrizaje forzoso?

Bernard se encogió de hombros.

—No puedo decírtelo. Creo que el accidente real fue el que este aterrizaje forzoso se produjera en las inmediaciones de la Granja. He aquí a donde quiero llegar: más o menos casi todo el mundo en el pueblo ha sido expuesto a un fenómeno curioso y muy poco habitual. Y ahora, tanto vosotros como el resto del pueblo se lo toma como si todo hubiera acabado por completo. ¿Por qué?

Janet y yo le miramos sorprendidos.

—Bueno —dijo ella—. Vino y se fue... entonces, ¿por qué no habría de haber terminado?

—Simplemente vino, no hizo nada, se fue de nuevo, ¿y no ha producido el menor efecto?

—No lo sé. Ningún efecto visible al menos, aparte los accidentes, por supuesto, y afortunadamente para los que los sufrieron ni siquiera se enteraron de lo que ocurría —dijo Janet.

—Ningún efecto visible —repitió él—. Actualmente, esto no quiere decir gran cosa, ¿no? Todo el pueblo puede haber recibido por ejemplo una dosis peligrosa de rayos X, gamma o de algún otro tipo, sin efectos inmediatos visibles. No existe ninguna razón para preocuparse por ello, estoy dando únicamente un ejemplo. Si existiera algún tipo de radiación latente, la habríamos detectado. El caso no es este. Pero puede existir alguna cosa que seamos incapaces de detectar. Algo que nos es completamente desconocido, algo que tiene la propiedad de provocar llamémosle un sueño artificial. Bien, se trata de un fenómeno notable desde todos los puntos de vista, suficientemente inexplicable, y más bien alarmante. ¿Tenéis realmente la pretensión de sostener alegremente que un incidente tan curioso como este puede producirse, luego cesar, y no presentar ningún efecto? Por supuesto, puede que sea así: que no tenga mayor efecto que un tubo de aspirinas; pero espero que estaréis de acuerdo en que hay que tener los ojos bien abiertos para saber si este es realmente el caso o no.

Janet vaciló un poco en sus convicciones.

—¿Quiere decir con esto que querría que nosotros o cualquier otro hiciera esto por usted? ¿Observar y anotar el menor efecto?

—Lo que querría obtener es una fuente de información fidedigna sobre el conjunto de Midwich. Quiero ser tenido al corriente día a día de cómo se desenvuelven aquí las cosas, a fin de que pueda, si es necesario, tomar todas las disposiciones útiles según las circunstancias, y esté en condiciones de tomarlas a tiempo.

—Del modo como lo está presentando, le está dando al asunto un giro militar —dijo Janet.

—En cierto sentido así es. Quiero un informe regular del estado de Midwich desde el punto de vista de la salud, actitud, moral de los habitantes, de modo que pueda supervisar paternalmente el pueblo. El espionaje queda fuera de mis objetivos. Hay que actuar de modo que yo pueda actuar en favor de Midwich en caso de que se presente la ocasión.

Janet lo estudió atentamente por unos momentos.

—¿Qué es lo que espera que llegue a ocurrir aquí, Bernard? —preguntó .

—¿Es que habría hecho esas proposiciones si lo supiera? —respondió él—. Tomó precauciones. No conocemos la naturaleza de lo ocurrido, como tampoco su actuación. No podemos imponer una cuarentena sin motivos. Pero podemos intentar descubrirlos. Al menos, vosotros podéis. Bien, ¿qué decís?

—No lo sé —respondí—. Danos uno o dos días para reflexionar, y te lo haré saber.

—Bien —dijo. Y pasamos a hablar de otras cosas.

Janet y yo discutimos el asunto durante los siguientes días. Su actitud se había modificado considerablemente.

—Tienes algo en mente, estoy segura —decía—. ¿Pero qué?

Yo no lo sabía. Pero ella insistía:

—De todos modos, no es como si nos pidiera que vigiláramos a alguien en particular, ¿no?

Yo estaba de acuerdo sobre este punto. Y ella seguía insistiendo:

—No será algo muy diferente del trabajo de un oficial Médico encargado de Sanidad, ¿no crees?

No muy diferente, pensé. Y aún:

—Si no lo hacemos nosotros, tendrá que encontrar a algún otro. No veo realmente a quien podría encargárselo en el pueblo. No sería muy gentil por nuestra parte, sin contar la falta de eficacia, si por nuestra negativa tuviera que introducir a algún oficial en Midwich, ¿no crees?

Yo no tenía ninguna razón para creer lo contrario. Es por ello por lo que, tomando en consideración la estratégica situación de la señorita Ogle en las comunicaciones, escribí, en lugar de telefonear, para decirle a Bernard que creíamos que no había el menor obstáculo en nuestra colaboración, siempre que pudiéramos recibir una seguridad con respecto a un par de detalles. En su respuesta, Bernard nos propuso concertar una entrevista para cuando fuéramos en nuestro próximo viaje a Londres. Su carta no contenía nada que hiciera suponer una urgencia, y simplemente nos pedía que mantuviéramos los ojos bien abiertos mientras aguardábamos.

Eso es lo que hicimos. Pero no observamos gran cosa. Dos semanas después del Día Negro, la placidez de Midwich no se había turbado más que por algunos vagos remolinos.

La pequeña minoría que pensaba que los Servicios de Seguridad les habían rehusado el convertirse en una gloria nacional y el aparecer con fotos en los periódicos se había conformado: el resto se sentía feliz de que la interrupción de sus hábitos no hubiera revestido la menor importancia. La opinión local estaba también dividida con respecto a la Granja y sus ocupantes. Una parte sostenía que este lugar tenía que tener alguna relación con el suceso, y que, si no fuera por sus misteriosas actividades, el fenómeno no hubiera visitado jamás Midwich. La otra parte consideraba la influencia de la Granja como una especie de bendición.

El señor Arthur Crimm, O.B.E. (*), el director de la Granja, tenía arrendada una de las propiedades de Zellaby, y Zellaby, al encontrarlo en una ocasión, expresó la opinión más extendida afirmando que el pueblo debía mostrar su reconocimiento hacia su departamento.

—Sin su presencia, y consecuentemente el interés de los servicios de Seguridad —dijo—, sin duda hubiéramos tenido que sufrir una serie de tribulaciones mucho más inoportunas que el Día Negro. Nuestra vida privada hubiera sido arrasada, nuestras susceptibilidades hurgadas por las tres furias modernas, esa horrible asociación de la palabra impresa, la palabra grabada y la imagen. Es por eso por lo que, haya pasado que haya pasado, puede al menos estar usted seguro de nuestra gratitud por el hecho de que Midwich haya visto su ritmo de vida sin cambios y prácticamente intacto.

La señorita Polly Rushton, que era casi la única persona que se hallaba de visita en la región en aquellos momentos, permaneció hasta el fin de sus vacaciones en casa de sus tíos, y regresó luego a su casa en Londres. Alan Hughes se enfureció al saber no solo que había sido transferido al norte de Escocia, sino que además había sido incluido en una lista de desmovilización mucho más tardía de lo que había esperado. Y pasaba una gran parte de su tiempo allá, disputando, documentos en mano, con el secretario de su regimiento, mientras pasaba el resto de su tiempo manteniendo al día su correspondencia con la señorita Zellaby. La señora Harriman, la mujer del panadero, después de haber pensado en una montaña de circunstancias poco convincentes que explicaran el descubrimiento del cadáver de Herbert Flagg en su jardín, se refugió en un ataque de histeria y atormentaba a su marido con todo su pasado conocido o sospechado. Casi todos los demás reanudaron su ritmo de vida habitual.

Así pues, tres semanas más tarde, aquel asunto no era más que un incidente histórico. Incluso los monumentos funerarios que lo jalonaban hubieran podio —al menos, una buena mitad de ellos— no sorprender a nadie, ya que habían recibido inmediatamente explicaciones naturales. La única viuda recién creada, la señora Bankhart, superó bastante bien la tragedia, y no mostró la menor intención de dejarse deprimir o que su carácter se agriara ante su nueva condición.

De hecho, Midwich se había simplemente removido —en unas circunstancias algo inhabituales tal vez— por tercera o cuarta vez en el transcurso de su milenaria somnolencia.

Y ahora llego a una dificultad técnica, puesto que este libro, como ya he explicado, no es mi historia sino la de Midwich. Si tuviera que consignar aquí mis informaciones en el orden en que estas llegaron hasta mí, tendría que dar saltos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, cuyo resultado sería una mezcolanza casi incomprensible de incidentes desordenados en los que los efectos preceden a las causas. Es por ello por lo que debo disponer mis informaciones olvidando completamente los momentos y las fechas en que llegaron hasta mí, y situarlas en un estricto orden cronológico. Si este método tiene por efecto dar la impresión de una sobrenatural e inquietante presciencia en el narrador, ruego al lector que lo acepte con la seguridad de que no se trata, en este caso, más que del producto de una visión retrospectiva de los hechos.

Por ejemplo, no fue la observación cotidiana sino la investigación que se realizó más tarde la que reveló que, poco después de que el pueblo hubiera vuelto a la normalidad, algunas crisis localizadas y algunos desarreglos interrumpieron su característica tranquilidad. Se podría situar este hecho hacia finales de noviembre e incluso principios de diciembre, aunque tal vez en algunas zonas se produjo antes. Es decir, aproximadamente en el momento en que la señorita Ferrelyn Zellaby mencionó, en el devenir de su correspondencia casi diaria con el señor Hugues, que una sospecha al principio frágil se había precisado en ella de forma inquietante.

En una carta que no se podría calificar de muy coherente, explicó —o tal vez debería decir dio a entender— que no sabía cómo había podido ocurrir, y que de hecho, según todo lo que había aprendido, era imposible —y era por eso precisamente, por lo que no lo comprendía en absoluto—, pero no por ello dejaba de ser menos cierto que, de alguna misteriosa manera, parecía que en su interior se había iniciado la gestación de un bebé. Sin embargo, a decir verdad, la palabra "parecía" no era en realidad el término adecuado, ya que en el fondo estaba absolutamente segura de ello. Es por ese motivo precisamente por el que le pedía solicitara un fin de semana de permiso, debía confesar que aquel era un motivo realmente serio para que ambos tuvieran una profunda conversación.

C
APÍTULO VII
A
LGO OCURRE EN
M
IDWICH

De hecho, la investigación demostró que Alan no fue el primero en tener noticias de Ferrelyn. Ella se había sentido ya intrigada y preocupada durante un cierto tiempo, y dos o tres dias antes de que le escribiera decidió que había llegado el momento de desvelar el asunto a su familia: en primer lugar, necesitaba imperiosamente consejos y explicaciones que ninguno de los libros que consultaba parecía poderle dar; por otro lado, estimaba que actuar así era más digno que callarse esperando a que alguien lo adivinara. Anthea, decidió, era la primera persona a la que tenía que poner al corriente; su madre también, por supuesto, pero un poco más tarde, cuando hubiera tomado ya una decisión, ya que aquella era una de las circunstancias en las que su madre podía mostrarse demasiado intransigente.

La decisión, de todos modos, había sido más fácil de tomar que de decidir ponerla en marcha. Por la mañana del miércoles, Ferrelyn había dado forma a su decisión. En un determinado momento del día, en el transcurso de una hora tranquila, tomaría a Anthea suavemente aparte para explicarle lo que la atormentaba. Por desgracia, a lo largo de aquel miércoles pareció no haber ni un solo momento en que nadie estuviera realmente tranquilo. Por una u otra razón, el jueves por la mañana no se mostró propicio, y por la tarde Anthea tenía una reunión de la liga femenina, de la que regresó con aire cansado. Hubo un momento propicio el viernes, pero sin embargo no se trataba realmente de un tema que se pudiera plantear mientras su padre hacía los honores del jardín a un invitado a comer, antes de conducirlo a tomar una taza de té. Fue así como, pese a su buena voluntad, Ferrelyn se levantó el sábado por la mañana con su secreto aún para ella sola.

"Es absolutamente preciso que hable con ella hoy, incluso si todo se opone a ello. No se puede ir arrastrando una cosa así durante semanas y semanas", se dijo firmemente mientras se arreglaba.

Gordon Zellaby estaba terminando su desayuno cuando ella se sentó a la mesa. Aceptó distraídamente su beso matutino, y se fue como de costumbre a dar un rápido paseo alrededor del jardín para dirigirse luego a su estudio a fin de proseguir su Obra.

Ferrelyn comió su cereal, bebió un poco de café, y aceptó un huevo con tocino. Tras dos pequeños bocados, rechazó el plato con una tal decisión que Anthea vio interrumpidas sus propias reflexiones.

—¿Qué oourre? —preguntó Anthea, al otro extremo de la mesa—. ¿El huevo no es fresco?

—¡Oh, no! El huevo no está malo dijo Ferrelyn—. Simplemente, no siento demasiado apetito hacia los huevos esta mañana.

Aquello no parecía interesar excesivamente a Anthea. Ferrelyn habia esperado vagamente que Anthea se preguntara por qué. Una voz interior parecía susurrarle a Ferrelyn: "¿Por qué no ahora? Después de todo, el momento no tiene nada que ver con el asunto, no?" Así pues, contuvo el aliento y, para conducir suavemente a la otra mujer al tema dijo:

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