La jaula fue largada. El observador dejó que el cable se desenrollara un centenar de metros. El aparato se situó en posición, y el piloto informó a la base de que iba a hacer una travesía preliminar por encima de Midwich. El observador estaba echado en el suelo de la carlinga, examinando los hurones con ayuda de unos prismáticos.
Por ahora se portaban estupendamente, dando vueltas sin cesar en la jaula. Apartó de ellos los prismáticos por un momento y los enfocó hacia el pueblo. Entonces:
—Hey, capitán —dijo.
—¿Uh?
La cosa que se suponía debíamos fotografiar al lado de la abadía.
—¿Qué ocurre con ella?
—Bueno, o era un espejismo... o se ha ido —dijo el observador.
Más o menos en el mismo instante en que el observador efectuaba este descubrimiento, los hombres de guardia en la carretera Stouch-Midwich se dedicaban a pruebas de rutina. El sargento de servicio arrojó un terrón de azúcar al otro lado de la línea blanca que atravesaba la carretera, y observó al perro que, con su larga lengua colgante, corría detrás. El perro se metió el terrón de azúcar en la boca y lo masticó. El sargento miró atentamente al perro durante un momento, y luego se acercó precavidamente a la línea. Dudó un instante, luego la franqueó. No ocurrió nada. Aún no muy seguro, dio unos cuantos pasos más. Una media docena de cornejas empezaron a graznar. Contempló como alzaban tranquilamente el vuelo hacia Midwich.
—¡Hey, vosotros, los de transmisiones! —gritó—. Informad al cuartel general de Oppley. Zona afectada reducida o quizá incluso desaparecida por completo. Confirmaremos después de realizar pruebas completas.
Unos minutos antes, en Kyle Manor, Gordon Zellaby se estiró, entumecido, lanzando una especie de gruñido. Se dio repentinamente cuenta de que estaba tendido en el suelo, y también de que la habitación, hacía solo un instante brillantemente iluminada y caliente, incluso demasiado, estaba ahora oscura y desagradablemente fría. Se estremeció, pensando que nunca había sentido tanto frío. Estaba tan entumecido que se quejaban todas sus fibras. Sonó un ruido en la oscuridad: alguien que se movía. Oyó la temblorosa voz de Ferrelyn:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Papá?... ¿Anthea?... ¿Dónde estáis?. . .
Zallaby consiguió mover su adormecida mandíbula.
—Estoy aquí, casi helado. ¿Anthea, querida?...
—Aquí, Gordon —murmuró la insegura voz de Anthea a sus espaldas.
Tendió la mano y tocó algo, pero sus dedos demasiado insensibles no le permitieron saber el que.
Alguien se movió en la habitación.
—Dios mío, estoy entumecida. ¡Oh, cielos! —se lamentó la voz de Ferrelyn— ¡Oh-o-o-oh! ¡Ay! ¡Tengo las piernas que no las siento!
Se detuvo un instante. Luego:
—¿Qué es ese ruido, papá?
—Cre... creo que son m... mis clien...tes —dijo Zellaby haciendo un esfuerzo.
Se oyó de nuevo un ruido de movimiento, y luego alguien tropezó. Después, con un ruido de anillas al ser corridas, la cortina de la ventana se apartó y dejó entrar en la estancia una luz grisácea.
Los ojos de Zellaby se dirigieron hacia la chimenea. Miró, incrédulo. Hacía tan sólo un instante había esto un nuevo tronco en el fuego, y ahora no había más que unas pocas cenizas. Athea, sentada en la alfombra a un metro de él, y Ferrelyn junto a la ventana, tenían también sus ojos fijos en la chimenea.
—¿Pero qué demonios?... —empezó Ferrelyn.
—¿El champán? —sugirió Zellaby.
—¡Oh, vamos, papá!
Las articulaciones de Zellaby gimieron cuando intentó levantarse. Era demasiado doloroso. Prefirió permanecer unos instantes inmóviles mientras se reponía. Ferrelyn se dirigió titubeando hacia la chimenea. Adelantó una mano y permaneció allí, temblorosa.
—El fuego está apagado —dijo.
Intentó coger el Times que había en la silla, pero entumecidos dedos se negaron. Lo miró con aire miserable, luego consiguió arrugarlo entre sus torpes dedos y meterlo en el hogar. Sirviéndose también de las dos manos, logró tomar algunas ramas secas y dejarlas caer sobre el papel. Su torpeza con los fósforos le hizo casi llorar.
—Mis pobres dedos —gimió dolorosamente.
En sus esfuerzos, las cerillas se desparramaron por hogar. De todos modos consiguió encender una raspándola contra la caja. La aplicó al papel que se salía emparrillado y consiguió que prendiera. Otras cerillas de las desparramadas se encendieron también, y las llamas estallaron en una flor maravillosa.
Athea se levantó y se acercó, arrastrando una pierna. Zellaby hizo lo mismo, a gatas. La madera comenzó a chisporrotear. Se inclinaron hacia la chimenea, ávidos de calor. El entumecimiento de sus envarados dedos cedió paso poco a poco a un hormigueo. Al cabo de un instante, la mente de Zellaby comenzó a dar signos de vida.
—Curioso —murmuró, intentando dominar el persistente entrechocar de sus dientes—. Es extremadamente curioso el que haya tenido que vivir hasta esta avanzada edad antes de darme cuenta de lo justificada que está la adoración del fuego.
En las dos carreteras de Oppley y de Stouch había un gran estruendo de motores poniéndose en marcha y calentándose. Dos columnas de ambulancias, coche de bomberos, coches de la policía, jeeps y camiones militares, comenzaban a converger hacia Midwich. Se encontraron en la plaza central. Los transportes civiles se detuvieron y sus ocupantes salieron de ellos. Los camiones militares se dirigieron en su mayor parte hacia Hickham Lane, en dirección a la abadía. Con la excepción de un pequeño coche rojo, que se salió de la fila y tras recorrer el camino de grava, se detuvo ante Kyle Manor.
Alan Hughes se precipitó en el despacho de Zellaby, arrancó a Ferrelyn de su lugar, acurrucada ante el fuego, y la estrechó muy fuerte entre sus brazos.
—¿Estás bien? —dijo Alan casi sin aliento—. ¡Querida! ¿Te encuentras bien?
—¡Querido! —gritó Ferrelyn por toda respuesta.
Gordon Zellaby los miró discretamente por uno instantes y luego observó:
—Nosotros también nos encontramos bien, eso creemos, aunque un poco aturdidos. También estamos algo entumecidos. ¿Cree usted que...?
Alan pareció darse cuenta de pronto de su presencia.
—Esto... —comenzó, y luego se interrumpió cuando las luces se encendieron de pronto—. ¡Oh, Dios, las bebidas calientes, rápido! —y se fue, arrastrando con él a Ferrelyn.
—Unas bebidas calientes, rápido —murmuró Zellaby—. Una simple frase, pero tan dulce a los oídos.
—Anthea, querida, si tus manos están ya lo suficientemente recuperadas como para abrir una puerta y tomar una botella y unas copas, el coñac está en su lugar acostumbrado.
Y así, cuando nosotros descendimos para el desayuno, a quince kilómetros de allí, fuimos recibidos con la noticia de que el coronel Westcott había salido hace una o dos horas, y que Midwich estaba de nuevo tan despierto como le era posible estar.
Había aún un retén de la policía en la carretera de Stouch, pero como habitantes de Midwich pasamos sin dificultad. Alcanzamos nuestra casa sin más problemas, después de haber atravesado un pueblo que parecía el de siempre.
Más de una vez nos habíamos preguntado en qué estado encontraríamos todo, pero pudimos observar que nos habíamos alarmado inútilmente. Nuestra casa estaba intacta y tal como la habíamos dejado. Entramos y nos instalamos en ella exactamente como habíamos tenido intención de hacerlo la víspera, sin el menor inconveniente, salvo que la leche que habíamos dejado en la nevera se había estropeado, ya que había habido un corte de corriente. Hubiéramos podido afirmar incluso, una media hora después de nuestro regreso, que los acontecimientos de la víspera empezaban a volverse irreales; y cuando salimos para hablar con nuestros vecinos, descubrimos que para ellos, que realmente se habían visto mezclados en el asunto, este sentimiento de irrealidad era aún mucho más pronunciado. Por otro lado, no había de qué sorprenderse por ello, ya que, como hacía notar Zellaby, su conocimiento del asunto estaba limitado al hecho de que se habían ido a la cama una noche y que una mañana se habían despertado transidos de frío: por lo demás, debían creer lo que se les decía. Debían creer que se habían saltado un día completo, ya que era improbable que el resto del mundo hubiera sido víctima de una alucinación colectiva; pero, en cuanto a ellos, la experiencia no tenía ningún valor puesto que faltaba en ella, la condición fundamental, es decir el conocimiento. Es por ello por lo que decidió desinteresarse del asunto y hacer de sus días, los cuales por otro lado solían pasar siempre demasiado aprisa, incluso en su transcurso normal.
Dicho rechazo resultó durante algún tiempo de una sorprendente facilidad, ya que era dudoso que el asunto —incluso si no hubiera sido tapado por las densas redes del Decreto de Secretos Oficiales— hubiera podido proporcionar a los periódicos materia sensacionalista. Era en efecto un material que, pese a su primera apariencia prometedora, no ofrecía nada sustancial. Se habían producido en total once accidentes, y se hubiera podido extraer algo de ellos, pero faltaban los detalles propicios para excitar a un público acostumbrado ya a todo, y los relatos de los supervivientes estaban desoladoramente desprovistos de elementos dramáticos. Todo lo que podían contar se resumía en sus recuerdos de un glacial despertar.
Fue por ello por lo que nos fue posible hacer balance de nuestras pérdidas, curar nuestras heridas y, de un modo general, recuperarnos de esta experiencia, conocida más tarde con el nombre de El Día Negro, con una sorprendente tranquilidad.
Estos fueron nuestros once accidentes fatales: el señor William Trunk, obrero agrícola, su mujer y su hijo de corta edad, perecieron en el incendio de su casa. Una pareja de avanzada edad, cuyo nombre era Stagfield, había hallado la muerte en la otra casa que se incendió. Otro obrero agrícola, Herbert Flagg, había sido descubierto, muerto de frío, en las proximidades difícilmente explicables de las escaleras de entrada del domicilio de la señora Harriman, cuyo marido estaba en aquellos momentos en la tahona. Harry Bankhart, uno de los dos hombres que los observadores habían podido ver desde el campanario de Oppley tendidos ante la Hoz y la Piedra, fue encontrado también muerto de frío. Los otros cuatro eran todos los personas de edad en quienes ni las sulfamidas los antibióticos consiguieron detener el curso de sus neumonías.
El señor Leebody hizo celebrar el domingo siguiente un servicio de acción de gracias en nombre de todos los supervivientes. Contrariamente a lo habitual, la asistencia al acto fue numerosa. Una vez terminada aquella ceremonia y los últimos funerales, a todo el mundo le pareció que lo ocurrido no había sido más que un sueño.
Es cierto que, durante una o dos semanas, algunos soldados permanecieron por los alrededores, y que había una gran circulación de vehículos oficiales, pero el centro de interés no se hallaba en el pueblo en sí, o visiblemente por el lado de las ruinas de la abadía, donde fue establecida una guardia para proteger una enorme depresión en el suelo, que abundaba en la definitiva conclusión de que un aparato de grandes dimensiones había permanecido apoyado allí por un tiempo. Los ingenieros midieron el fenómeno, levantaron croquis y tomaron fotos. Técnicos de todas clases la atravesaron en todos sentidos, llevando detectores de minas, contadores Geiger y otros sutiles instrumentos. Luego, de pronto, los militares perdieron todo interés en el asunto y se retiraron.
La investigación en la Granja duró mucho tiempo y entre los que estaban a su cargo se hallaba Bernard Westcott. Vino a vernos varias veces, pero no nos dijo nada de lo que pasaba ni nosotros se lo preguntamos. No sabíamos al respecto más que todo el resto del pueblo, es decir que estaba llevando a cabo una investigación. Hasta la noche misma en que esta hubo terminado, y después de anunciar su partida para Londres al día siguiente, no habló casi en absoluto del Día Negro y de sus consecuencias. Luego, tras un silencio en la conversación, dijo:
—Tengo una proposición que haceros. A los dos, si os interesa.
—Veamos de qué se trata —dije.
—Esencialmente es esto: Creemos que es muy importante que mantengamos nuestra observación de Midwich durante algún tiempo, para saber lo que pasa. Podríamos introducir en el pueblo uno de nuestros hombres para que no tuviera al corriente, pero esto presenta ciertos problemas. Por otro lado, tendría que partir de cero, y se necesita un cierto tiempo para que un extraño se integre en la vida de un pueblo. Además, es dudoso que podamos justificar el hecho de destacar a un buen elemento para un trabajo a tiempo completo aquí, en el momento actual, y por otro lado, si no se dedicara a ello a tiempo completo, es también dudoso que pudiera ser de alguna utilidad. Por el contrario, si pudiéramos encontrar a alguien de confianza, que conociera ya el lugar y sus gentes para mantenernos al corriente del posible desarrollo de los acontecimientos, la cosa sería ideal. ¿Qué piensas tú al respecto?
Reflexioné un momento.
—No gran cosa, a primera vista —dije—. Todo depende de lo que comporte el trabajo en sí.
Miré brevemente a Janet. Ella dijo, más bien fríamente:
—Diría que se nos está pidiendo que espiemos a nuestros amigos y a nuestros vecinos. Creo que un espía profesional haría mejor el trabajo.
—Esta es nuestra casa —dije, apoyando a Janet.
Inclinó la cabeza como si hubiera esperado esta respuesta.
—Os consideráis miembros de esta comunidad —dijo.
—Lo intentamos, y creo que comenzamos a conseguirlo —dije yo.
Inclinó nuevamente la cabeza.
—Es bueno —dijo—. Es bueno que comencéis a sentir que tenéis obligaciones hacia ella. Precisamente necesitamos a alguien que se interese por ella, que la vigile.
—No veo exactamente por qué. Me atrevería a decir que se ha desenvuelto por sí misma perfectamente durante algunos siglos... o al menos diría que la vigilancia de sus propios habitantes ha sido suficiente.
—Sí —convino—. Es completamente exacto... hasta hoy. Pero a partir de ahora necesita una protección exterior. Y me parece que el mejor medio de dársela depende en gran parte de nuestra exacta información.
—¿Qué tipo de protección? ¿Y contra qué? —En primer lugar, de los curiosos. Muchacho, ¿crees realmente que es por casualidad de los periódicos no se han ocupado en absoluto de Midwick después del Día Negro? ¿Crees que es normal el que los periodistas no hayan metido aquí sus narices para publicar hasta los últimos secretos de cada uno de vosotros una vez todo hubo vuelto a la normalidad?