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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

Los cuclillos de Midwich (3 page)

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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—Sí dijo Alan—. Yo...

—Tenga en cuenta —continuó Zellaby— que el propio hecho de percibir la existencia del problema es ya algo pasado de moda. El auténtico hijo de este siglo ni siquiera se pregunta cómo debe enfrentarse a esas innovaciones. No hace más que tomarlas hábilmente tal como le son presentadas. Tan solo frente a algo realmente grande toma consciencia de un problema social. Entonces, en lugar de hacer concesiones, lloriquea ante lo inevitable, como cuando se trata de la bomba.

—Sí, supongo que sí. Pero yo...

Zellaby notó una falta de convicción en aquella respuesta.

—Cuando uno es joven —dijo, comprensivo—, la vida bohemia, el desorden, el vivir día a día, es algo que tiene ribetes románticos. Pero, imagino que estará usted de acuerdo conmigo, estas no son la reglas que hay que aplicar a un mundo complejo. Afortunadamente, nosotros, los occidentales, mantenemos aún el esqueleto de nuestra moral, pero los viejos huesos muestran señales de debilidad cuando se trata de soportar el peso de nuevos conocimientos, ¿no lo cree usted así?

Alan expelió el aliento. Recordando las trampas dialécticas que Zellaby tenía por costumbre tender a sus interlocutores, resolvió adoptar el método más directo.

—De hecho, señor quería hablarle de otro tema completamente distinto —dijo.

Cuando Zebally se daba cuenta de que interrumpían sus reflexiones, acostumbraba a reaccionar benévolamente. Dejó pues para más tarde su contemplación del esqueleto moral de la sociedad occidental y preguntó:

—Por supuesto, querido amigo, estoy a su disposición. ¿De qué se trata?

—Bueno, esto... Verá, señor, se trata de Ferrelyn.

—¿Ferrelyn? Oh, sí. Creo que está en Londres por unos días, viendo a su madre. Volverá mañana.

—Esto... ha regresado hoy señor Zebally.

—Oh, ¿de verdad? —exclamó Zellaby Reflexionó—. Sí, de hecho, tiene usted razón. Precisamente hoy hemos comido juntos. Y usted también estaba —añadió, triunfante.

—Sí —dijo Alan; y, en su determinación de conservar su ventaja, cerró los ojos y atacó a fondo, formulando su demanda y dándose cuenta de que sus frases no surgían con la fluidez requerida por la ocasión. Pero se mantuvo obstinadamente en su lugar, y logró salir con bien de su empresa.

Zebally escuchó pacientemente hasta que Alan tartamudeó su conclusión:

—... y por todo ello espero, señor, que no tenga ninguna objeción a nuestro compromiso oficial.

Zebally abrió los ojos más de lo acostumbrado.

—Pero, mi querido amigo, sobreestima usted mi importancia, Ferrelyn es una chica sensata, y no tengo la menor duda de que tanto ella como su madre saben perfectamente a qué atenerse con respecto a usted, y que juntas han sopesado bien la decisión que debían tomar.

—Pero si ni siquiera he sido presentado a la señora Holder —protestó Alan.

—Si la conociera usted, tendría una idea más exacta de la situación. Jane es una gran organizadora —dijo el señor Zebally, mirando benévolamente uno de los retratos sobre la chimenea. Se levantó—. Bueno, puesto que usted ha cumplido con su papel de una forma tan honorable, creo que me toca a mí ahora comportarme como Ferrelyn estima conveniente que debo hacer. ¿Querría reunir aquí a todo el mundo mientras voy en busca de una botella?

Unos minutos más tarde, su mujer, su hija y su futuro yerno estaban reunidos a su alrededor. Levantó su vaso.

—Y ahora —anunció Zebally—, bebamos por la conjunción de esos seres queridos. Claro que la institución matrimonial, tal como la ven la iglesia y la sociedad, no propone más que un estado mental mecanicista hacia la pareja que toma con nosotros el mismo barco... al estilo del viejo patriarca Noé. De todos modos, el alma humana es fuerte y ocurre a menudo que el amor es capaz de superar esa burda ingerencia institucional. Es por eso por lo que...

—Papá —interrumpió Ferrelyn—, ya son pasadas las diez, y Alan debe regresar al campo a medianoche, o se arriesga a ser degradado o algo así. Todo lo que tienes que decir es:
Os deseo a ambos una larga y feliz vida
.

—Oh —dijo el señor Zellaby—. ¿Estás segura de que es suficiente? Me parece demasiado corto. De todos modos, si tu crees que esto es lo que tengo que decir, lo diré, querida. Y lo diré con todo mi corazón.

Lo dijo.

Alan dejó sobre la mesa su vaso vacío.

—Desgraciadamente, lo que acaba de decir Ferrelyn es cierto, señor. Tengo que irme ahora mismo.

Zellaby inclinó comprensivamente la cabeza.

—Debe ser un período difícil para usted. ¿Cuánto tiempo piensan retenerlo aún?

Alan dijo que esperaba haber terminado su compromiso con el ejército dentro de unos meses. Zellaby asintió de nuevo.

—Espero que esta experiencia enriquezca su espíritu. En lo que a mí respecta, a veces lamento que yo no haya podido disfrutarla. Demasiado joven para una guerra, destinado a una oficina del Ministerio de Información en la siguiente... hubiera preferido algo más activo. Bien, buenas noches, querido amigo —se interrumpió, asaltado por una brusca idea—. Dios mío, todos le llamamos Alan, pero no creo que conozca su nombre completo, ¿podríamos remediar este olvido?

Alan le dijo su nombre completo, y se estrecharon nuevamente la mano.

Cuando llego al vestíbulo en compañía de Ferrelyn, Alan miró el reloj.

—Dios mío, tengo que apresurarme. Hasta mañana, querida. A las seis. Buenas noches, amor.

Su beso de adiós fue apasionado pero breve, y Alan bajó corriendo la escalera de entrada y saltó al pequeño coche rojo estacionado en el camino. El motor gruñó y rugió. Alan hizo un último gesto de adiós con la mano, y luego las ruedas traseras levantaron una cascada de gravilla antes de que el coche desapareciera en la oscuridad.

Ferrelyn contempló cómo las luces de situación se desvanecían en la distancia. De pie en la entrada, escuchó hasta que el sonido del automóvil no fue más que un lejano murmullo, y luego cerró la puerta de entrada. Al regresar al estudio observó que el reloj del vestíbulo señalaba las diez y cuarto.

Así pues, no había ocurrido aún nada en Midwich a las diez y cuarto.

La marcha del coche de Alan permitió que la calma se estableciera nuevamente sobre una comunidad cuya principal actividad era terminar un día sin historia y esperar a la llegada de una mañana no menos tranquila.

Por las ventanas de varias casas se filtraban todavía la noche algunas luces amarillentas que brillaban en el aire aún húmedo por una reciente lluvia. Las conversaciones y las risas que interrumpían el silencio no eran debidas a los habitantes de Midwich: provenían de una emisión de TV producida a muchos kilómetros y a varios días de distancia, y no formaban más que un fondo sonoro que acompañaba el acto de acostarse de la mayor parte de los habitantes de Midwich. Viejos o jóvenes, los maridos dormían ya, mientras las esposas acababan de llenar sus bolsas de los últimos clientes a los que se había rogado amablemente que abandonaran la Hoz y la Piedra se habían quedado charlando algunos minutos a la puerta del establecimiento, el tiempo de acostumbrar sus ojos a la oscuridad; todos ellos se retiraron a las diez y cuarto y habían llegado ya a sus casas, a excepción de un cierto señor Alfred Wait y de un tal Harry Cranchart, que seguían discutiendo acerca de fertilizantes. Tan solo quedaba por producirse un único acontecimiento el paso del autobús que traería de regreso de su velada en Trayne a los espíritus vagabundos. Una vez ocurrido esto, Midwich podría finalmente sumergirse en el sueño.

En el presbiterio, a las diez y cuarto, la señorita Polly Rushton se decía que si se hubiera decidido a irse a la cama media hora antes hubiera podido leer tranquilamente el libro que yacía ahora abandonado sobre sus rodillas. Hubiera sido sin duda mil veces más agradable que escuchar los chasquidos de la radio del tío y el teléfono de la tía. Ya que, en un extremo de la habitación, el tío Hubert, el reverendo Hubert Leebody, intentaba escuchar el tercer programa de una serie dedicada a la concepción presofocleana del complejo de Edipo, mientras que en el otro Dora estaba telefoneando. El señor Leebody, determinado a no dejar que el charloteo dominara sus ansia de cultura, había aumentado en dos grados la intensidad de su radio, y conservaba aún como reserva otros cuarenta y cinco grados de rotación del dial de volumen. No podía culpársele por ser incapaz de adivinar la vital importancia que podía tener lo que él consideraba como un intercambio particular inútil de palabrería femenina. Nadie hubiera podido adivinarlo.

La llamada provenía de South Kensington, Londres, donde una tal señora Cluey imploraba la ayuda de su eterna amiga la señora Leebody. A las diez horas y dieciséis minutos, atacó el problema a fondo.

—Dime, Dora... y dímelo con toda franqueza; ¿crees que, en el caso de Kathy, iría mejor el satén blanco o el brocado blanco?

La señora Leebocly notó la trampa. Quedaba claro que en aquel caso el término "franqueza" era relativo, y la señora Cluey se mostraba como mínimo irreflexiva formulando su pregunta sin dejar el menor resquicio para una plausible escapatoria. Probablemente de satén, pensó la señora Leebody, pero se arriesgaba a destruir una larga amistad a causa de un conjetura. Intentó mostrarse esquiva.

—Evidentemente, para una novia muy joven... pero como no se puede decir realmente que Kathy sea una... novia muy joven, entonces quizá...

—Sí, no tan joven —asintió la señora Cluey. Luego, aguardó.

La señora Leebody maldijo la inoportuna pregunta de su amiga, y de paso el programa de su marido, que dificultaba su habilidad para mostrarse esquivamente reflexiva.

—Bueno —dijo por fin—, ambos podrían quedar encantadores, por supuesto, pero tratándose de Kathy, la verdad...

En aquel momento, su voz se cortó bruscamente.

Muy lejos, en South Rensington, la señora Cluey agitó irritada su aparato y miró su reloj. Luego colgó y llamó a reclamaciones.

—He sido cortada en mitad de una conversación importante —dijo.

—La operadora le respondió que iban a intentar conectarla de nuevo. Algunos minutos más tarde, la operadora se excusó diciendo que era imposible conseguir nueva comunicación.

—Todo eso es debido a mala organización —dijo la señora Cluey—. Redactaré una reclamación escrita Me niego a pagar un minuto más que... De hecho no veo por qué en estas circunstancias tengo que pagar siquiera esta comunicación. Nuestra conversación ha sido interrumpida exactamente a las diez horas y diecisiete minutos.

La operadora respondió con una cortesía oficial, y anotó la hora como referencia: las veintidós horas y diecisiete minutos del día 26 de septiembre.

C
APÍTULO III
M
IDWICH DESCANSA

A partir de las diez horas y diecisiete minutos de aquella noche, las informaciones con respecto a Midwich se hicieron fragmentarias. Todos lo teléfonos quedaron cortados. El autocar que debía haber atravesado Midwich no llegó a Stouch, y un camión, enviado en su busca, no regresó. A Trayne llegó una nota señalando la presencia de un objeto no identificado no perteneciente, repito, no perteneciente a las líneas regulares, detectado por el radar en la región de Midwich, sin duda con la intención de realizar un aterrizaje forzoso. Alguien en Oppley señaló la existencia de un incendio en Midwich, sin que aparentemente se preocupaba de sofocarlo. La brigada de bomberos de Trayne fue enviada hacia allá y, a consecuencia de ello, no se volvieron a tener noticias suyas. La policía de Trayne envió un hombre a averiguar lo ocurrido con el coche de bomberos... y el hombre desapareció también. Oppley señaló un segundo incendio, del que aparentemente la gente de Midwich se preocupaba tanto como del primero. El condestable Gobby, de Stouch, recibió órdenes telefónicas y se dirigió en bicicleta a Midwich: tampoco de él... volvió a oírse hablar...

El día 27 amaneció bajo un cielo pegajoso, repleto de nubes parecidas a harapos que dejaban pasar como a disgusto una luz gris sucia. Sin embargo, en Oppley y en Stouch, los gallos cantaban y los demás pájaros saludaban el día a su melodiosa manera... mientras que en Midwich todos los pájaros permanecían mudos.

En Oppley y en Stouch, también, como en muchos otros sitios, las manos se tendieron perezosamente para cortar la campanilla de los despertadores... mientras que en Midwich los despertadores aullaron y se desgañitaron hasta que se les acabó la cuerda.

En los demás pueblos, hombres de legañosos ojos salieron de sus casas y saludaron a sus compañeros de trabajo con un dormido buenos días... mientras que en Midwich nadie saludó a nadie, porque no había nadie a quien saludar.

Midwioh estaba hechizado.

Mientras el resto del mundo comenzaba a llenar el día con sus gritos, Midwich seguía durmiendo... Sus habitantes, sus caballos, sus vacas y su carneros sus cerdos, sus gallos y gallinas, sus mirlos, topos y ratas, todos estaban postrados. Había en Midwich como una bolsa de silencio, rota únicamente por el murmullo de las hojas, el repique del campanario y el chapoteo del agua del río Opple bajo la palas del molino.

Apenas amanecido el día, una camioneta de color verde oliva llevando el letrero apenas reconocible de "Correos y Telégrafos" partió de Trayne con la misión de restablecer las comunicaciones entre Midwich y el resto del mundo.

Hizo una pausa en Stouch, ante el locutorio telefónico, para saber si finalmente Midwich había dado señales de vida. No, Midwich seguía tan silencioso como lo había estado desde las veintidós horas y diecisiete minutos del día anterior. La camioneta prosiguió su marcha traqueteante a la incierta luz del amanecer.

—Diablos —dijo el mecánico al conductor—. ¡Diablos! Nuestra buena señorita Ogle va a recibir una buena reprimenda de la Administración de Su Majestad si todo esto, ha sido una negligencia suya.

—No lo creo —dijo el conductor—. Ese vejestorio disfrutaba oyendo las conversaciones que pasaban por sus líneas. Creo que se pasaba escuchando día y noche. Tendremos que echar una ojeada para ver qué ha pasado —terminó vagamente.

Poco después de Stouch, la camioneta giró bruscamente la derecha y traqueteó por la estrecha carretera de Midwich durante un kilómetro. Luego, en una curva, tropezó de manos a boca en una situación que requirió toda la presencia de ánimo del conductor.

Este vio de pronto un coche de bomberos medio volcado, con las ruedas en la cuneta, y un coche negro con las ruedas anteriores a medio escalar un talud a pocos metros del primeo. Tras ese coche había un hombre y una bicicleta caídos en la zanja de la cuneta. Frenó bruscamente e intentó sortear ambos vehículos, pero una vez rebasado no pudo evitar que la camioneta derrapara y las ruedas se metieran en la cuneta, quedando medio volcado en la zanja de esta.

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