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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

Los cuclillos de Midwich (8 page)

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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—¿Sabes, Anthea? Esta mañana no me he sentido muy bien.

—¿Ah, sí? ¿Realmente? —dijo su madrastra, que se interrumpió para servirse un poco de mantequilla. Mientras se llevaba a la boca una tostada con mermelada añadió—: Yo tampoco. Es algo desagradable, verdad?

Ahora que había avanzado hasta tan lejos, Ferrelyn pensaba ir hasta el final. No tuvo en cuenta aquella ocasión para abandonar el asunto y continuó:

—Creo —dijo firmemente que mi indisposición era de una naturaleza muy precisa. El tipo de indisposición —añadió, para hacerse comprender más claramente— que le ocurre a alguien que está esperando un bebé, si entiéndes lo que quiero decir.

Anthea la miró pensativamente un instante, con interés, y luego inclinó la cabeza.

—Ya entiendo —asintió. Untó cuidadosamente de mantequilla el otro lado de su tostada y le añadió un poco de mermelada. Luego volvió a levantar los ojos—. Éste es también mi caso —dijo.

Ferrelyn abrió mucho los ojos y la boca. Sorprenda y confusa, observó que se sentía escandalizada... y sin embargo... Bueno, después de todo, ¿por qué no? Anthea tenía tan solo dieciséis años más que ella, de modo que en el fondo era algo natural. Tan solo que... Bueno, una no se esperaría nunca aquello... No parecía que... Después de todo, su padre era ya tres veces abuelo por su primer matrimonio...

Por otro lado todo aquello era tan inesperado... era en cierto modo tan inverosímil... No que Anthea no fuera una persona maravillosa y amable y comprensiva... sino que era más bien una especie de hermana mayor experimentada... Una tenía que hacerse a la idea de que...

Continuó mirando a Anthea, incapaz de encontrar, las palabras que hubieran sido necesarias, ya que parecía que todo estaba trastocado... Anthea no veía siquiera a Ferrelyn: miraba fijamente ante ella, por encima de la mesa y a través de la ventana, algo que había más allá de las desnudas ramas del nogal agitadas por el viento. Sus grandes ojos negros brillaban. Un brillo que aumentó y se fundió en dos lágrimas que destellaron por un instante colgando de sus pestañas. Luego se hincharon, se desprendieron y rodaron por sus mejillas.

Una especie de parálisis retenía a Ferrelyn en su sitio. Jamás había visto a Anthea llorar. No era de este tipo de mujeres...

Anthea se dobló así misma y hundió la cabeza entre sus manos. Ferrelyn se precipitó hacia ella, la abrazó, y sintió el temblor de su cuerpo. La mantuvo entre sus brazos y le acarició los cabellos, mientras le murmuraba al oído palabras animosas.

En el intervalo que siguió, Ferrelyn no pudo impedir el sentir que en su conversación había intervenido un curioso elemento, como si se tratara de una mala interpretación de los papeles. No que estuviera absolutamente invertidos, ya que ella no había tenido la menor intención de llorar en el hombro de Anthea. Sin embargo, las cosas se presentaban de tal modo que una podía preguntarse si todo aquello no era más que un mal sueño.

Anthea, sin embargo, dejó de temblar muy pronto. Su respiración se hizo más lenta y más calmada, tras lo cual se puso a buscar un pañuelo.

—¡Uf! —dijo—. Lamento, haber hecho la tonta, pero me siento tan feliz.

—¡Ah! —respondió Ferrelyn, no muy convencida.

Anthea se sonó y se secó los ojos.

—¿Ves? —explicó—, ni yo misma me he atrevido a creerlo. El decírselo a alguien me ha hecho sentir de golpe la realidad. Y, ya sabes, siempre lo he deseado tanto. Pero nunca ocurría, nunca, y así había empezado a creer... bueno, acababa de tomar la resolución de no mortificarme más por ello y aceptar las cosas tal como eran. Y ahora, después de todo, resulta que ocurre y yo... yo... —se echó a llorar de nuevo, suavemente, como un desahogo.

Algunos minutos más tarde recuperó su aplomo, secó sus ojos una última vez con el pañuelo convertido en una bola, y se soltó de Ferrelyn con aire decidido.

—Bueno —dijo—, ya ha pasado. Nunca me hubiera creído capaz de saborear una buena crisis de lágrimas, pero en el fondo creo que es algo que ayuda. —Miró a Ferrelyn—. Esto nos vuelve a todas un poco egoístas. Perdóname, querida.

—No tiene importancia. Estoy contenta por ti —dijo Ferrelyn, generosamente, pensóque después de todo había sido tomada por sorpresa. Luego, tras un instante de silencio, añadió—: A decir verdad, yo no puedo decir que me sienta tan contenta como tú. Por el contrario, debo decir que estoy un poco asustada...

La palabra llamó la atención de Anthea, apartando sus pensamientos de su propia contemplación. No era aquélla la reacción que esperaba de Ferrelyn. Miró pensativamente a su hijastra, como si toda la trascendencia de la situación acabara apenas de alcanzarla.

—¿Asustada, querida? —repitió—. No veo el porqué. No es el momento más adecuado en tus circunstancias, pero no llegaremos a ningún lugar adoptando actitudes puritanas. Lo primero que hay que hacer es asegurarnos de que no te equivocas.

—Estoy segura de ello —respondió Ferrelyn con aire sombrío—. Pero no lo entiendo. No es el mismo caso que tú, que estás casada.

Anthea hizo como si no hubiera entendido. Continuó:

—Bueno, ahora hay que poner a Alan al corriente.

—Sí, quizá sí —asintió Ferelyn, sin excesivo entusiasmo.

—Por supuesto que es preciso. Y tu no tienes por qué tener miedo. Alan no te va a dejar en la estacada. Te adora.

—¿Estás segura, Anthea? —preguntó Ferrelyn, vacilante.

—Por supuesto, gran tonta. No tienes más que verle. Claro que lo que habéis hecho no es muy ortodoxo, pero estoy segura de que se alegrará. Naturalmente, tendréis que... ¿Pero qué te ocurre, Ferrelyn? —se interrumpió, sorprendida por la expresión de la joven.

—Pero... pero tu no comprendes, Anthea. No se trata de Alan.

El destello de simpatía se apagó en la mirada de Anthea. Su rostro se cerró. Se levantó de la mesa.

—¡No! —gritó Ferrelyn, desesperada—. ¡Tú no comprendes, Anthea! ¡No es lo que imaginas! ¡No es nadie! Es por eso por lo que siento miedo!

En el transcurso de las dos siguientes semanas, tres jóvenes de Midwich solicitaron una entrevista en privado con el señor Leebody. El las había bautizado cuando eran pequeñas, las conocía bien, conocía bien a sus padres. Todas eran chicas estupendas, inteligentes, y por supuesto en absoluto ingenuas. Y sin embargo, cada una de ellas le había dicho, en síntesis:

—¡Le juro que no es nadie, padre! Es por eso por lo que tengo miedo!

Cuando Harriman, el panadero, supo por casualidad que su mujer había ido a ver al doctor, recordó que el cuerpo de Herbert había sido encontrado a pocos pasos de los peldaños de entrada de su casa, y golpeó a su mujer, aunque ella le juró que Herbert no había entrado en su casa, y que no había tenido ninguna relación ni con él ni con ningún otro hombre.

El joven Tom Dorry regresó de permiso a su casa tras dieciocho meses de servicio en el extranjero en la marina. Cuando supo el estado de su mujer, volvió a tomar su macuto y se fue a casa de su madre. Pero su propia madre le dijo que volviera junto a su mujer porque tenía miedo. Y, viendo que él no comprendía, le dijo que también ella, tras tantos años de respetable viuda, se sentía asustada —aunque no en el sentido exacto de la palabra—, y juraba que no sabía como había podido producirse aquello. Alucinado, Tom Dorry regresó a su casa, para encontrar a su mujer tendida en el suelo de la cocina, con un tubo vacío de aspirinas en su mano. Corrió en busca del doctor.

Una mujer, no demasiado joven, compró una bicicleta y pedaleó furiosamente, cubriendo enormes distancias, con una feroz determinación.

Dos mujeres jóvenes se desvanecieron tomando baños demasiado calientes. Otras tres tropezaron de modo inexplicable y cayeron por las escaleras.

Un buen número de otras se quejaron de inexplicables molestias gástricas.

Incluso pudo verse a la señorita Agle, en correos alimentarse con una extraña comida compuesta por un pedazo de pan, sobre el que había untada una capa de pasta de anchoa de un centímetro de espesor, todo ello acompañado con media libra de pepinillos en vinagre.

Cada vez más inquieto, el doctor Willes pidió una entrevista con el señor Leebody, el pastor. Se encontraron en el presbiterio. Como para subrayar la urgencia de una decisión, una llamada telefónica interrumpió su coloquio: se reclamaba la presencia del doctor a voz en grito. Afortunadamente, el caso no era tan grave como lo que cabía esperar. Se sintió contento pensando que la palabra "veneno" inserta en la etiqueta de la botella de desinfectante, tal como ordenaban los reglamentos, no tuviera que tomarse tan al pie de la letra como había imaginado Rosie Platch. Pero esto no cambiaba en nada su trágica intención. Cuando hubo terminado con ella, el doctor Williers temblaba de impotente rabia, sin saber qué hace ni a quien dirigirse. La pobre Rosie Platch no tenía más que diecisiete años...

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APÍTULO VIII
C
ONCILIÁBULO

La tranquilidad recuperada por Godon Zellaby tras la boda de Alan y Ferrelyn fue turbada por la irrupción del doctor Williers. El doctor, alterado todavía por la reciente tragedia de Rosie Platch, se mostraba tan agitado que Zellaby tuvo que esforzarse para comprenderle.

Poco a poco, sin embargo, fue descubriendo que el doctor y el reverendo se habían puesto de acuerdo para solicitar su ayuda —y sobre todo, al parecer, la de Anthea— para algo no demasiado claro. La desgracia de la pequeña Platch había hecho que Williers decidiera tomar cartas en el asunto mucho antes de lo que pensaba que debería hacerlo.

—Hasta ahora hemos tenido suerte —dijo—. Pero se trata ya de la segunda tentativa de suicidio en una sola semana. En cualquier momento puede producirse una tercera... que tal vez sea fatal. Nuestro imperioso deber es dar a la luz pública lo que sucede a fin de calmar los ánimos. Es imposible esperar más tiempo.

—En lo que a mi respecta, el asunto no es en absoluto público. ¿De qué se trata? —preguntó Zebally.

Williers, sorprendido, lo miró por unos instantes. Luego pasó una mano por su frente.

—Le pido perdón —dijo—. Estoy metido en esto hasta el cuello, y olvidaba que usted no puede estar al corriente. Me refiero a todos esos inexplicables embarazos.

—¿Inexplicables? —Zellaby enarcó las cejas.

Williers se esforzó en hacerle entender del mejor modo posible todo lo que tenía de incomprensible.

—El asunto es tan misterioso —concluyó—, que tanto el reverendo como yo hemos creído necesario formular la hipótesis de que este asunto tiene que tener alguna relación, de uno u otro modo, con aquel otro e inexplicado asunto que hemos dado en llamar el Día Negro.

Zellaby lo observó largamente, con aire pensativo. Era imposible la menor duda sobre la sinceridad de la inquietud del doctor.

—Me parece una hipótesis muy curiosa —dijo—, sin comprometerse.

—Es más que una situación curiosa —respondió Williers—. Tenemos todo el tiempo que queramos para pensar en ella. Pero en lo que no podemos esperar es en todas esas mujeres al borde de la histeria. Algunas son pacientes, mías, y otras no tardarán en serlo a menos que este estado de tensión desaparezca dentro de poco... —dejó la frase en suspenso y agitó la cabeza.

—¿Todas esas mujeres? —repitió Zellaby—. El término es un tanto vago. ¿Cuántas exactamente?

—No lo sé con precisión —dijo Williers.

—¿Y en números redondos? Tenemos que hacernos una idea de lo que tenemos en frente.

—Bueno, yo diría... Oh, aproximadamente de unas sesenta y cinco a setenta.

—¿Qué? exclamó Zellaby, incrédulo.

—Ya te dije que era un maldito problema.

—Pero, si no está seguro de ello, ¿por qué sube hasta sesenta y cinco?

—Porqué esta es mi estimación. Admito que es bastante aproximativa, pero supongo que se dará usted cuenta que este es aproximadamente el número de mujeres en el pueblo que están en edad de tener niños —observó Williers.

Más tarde, después de que Anthea Zellaby, con aspecto cansado y abatido, se fuera a dormir, Willers dijo:

—Lamento haber tenido que hacer esto, Zellaby, pero forzosamente ella hubiera terminado por saberlo igual. Mi mayor esperanza es que todas las demás mujeres lo acepten con la mitad del valor con que lo ha aceptado su esposa.

Zellaby asintió con la cabeza.

—Es una mujer admirable, ¿no cree? Me pregunto cómo hubiéramos resistido usted yo un shock así.

—Es horrible —admitió Willers—. Hasta ahora la mayor parte de las mujeres casadas están tranquilas, pero para impedir que las mujeres solteras se vuelvan neurasténicas vamos a tener que obligarlas a tomar el toro por los cuerpos. No hay otro medio, estoy seguro de ello.

—Una cosa que me ha preocupado todo el tiempo es saber hasta dónde deberemos llegar en nuestras, explicaciones —dijo Zellaby—. ¿debemos seguir manteniendo el misterio y dejar que en todo caso sean ellas o existe algún método mejor?

—Por los cielos, se trata de un misterio, ¿no? —hizo notar el doctor.

—Evidentemente, el cómo es un misterio de los más misterioso convino Zellaby—. Pero no creo que quede ninguna duda acerca de lo que ha ocurrido. No creo que la tenga ni usted... a menos que intente deliberadamente el evitar pensar en ello.

—Es usted quien tiene que decírmelo —dijo Willers—. Puede que su razonamiento sea distinto al mío.

Al menos, eso espero.

Zellaby inclinó la cabeza.

—Mi conclusión —dijo, y de pronto se interrumpió, con los ojos fijos en el retrato de su hija—. ¡Dios mío! —exclamó—. ¿También Ferrelyn...?

Giró lentamente la cabeza hacia el doctor.

—Debo suponer que la respuesta es que simplemente lo ignora usted todo, ¿no?

Willers dudó.

—No puedo afirmar nada —dijo.

Zellaby se pasó una mano por el pelo y luego la dejó caer inerte a un lado. Durante un largo intervalo, en silencio, permaneció con los ojos fijos en los dibujos de la alfombra. Luego, irguiéndose de nuevo, con una frialdad estudiada, observó:

—Hay tres... no, cuatro posibilidades que acuden a mi mente. Imagino que usted habrá pensado inmediatamente en la explicación más fácil que uno puede darle al asunto... una explicación que estoy seguro no dejará de acudir a la mente de cualquier persona que aborde el tema. Sin embargo, tengo algunas argumentaciones que creo pueden oponerse a ella. Luego se las mencionaré.

—Le escucho —dijo el doctor Zellaby, asintió con la cabeza y prosiguió:

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