El señor Leebody dedicaba también todos sus esfuerzos. Todo el mundo lo miraba con gran simpatía a causa de la señora Leebody, y estaba mejor considerado que nunca. La señora Zellaby se agarró resueltamente a su programa de solidaridad y, con ayuda de Janet, continuaba proclamando que todo Midwich, unido, haría frente a no importaba qué eventualidades sin la menor aprensión. Creo que en gran parte fue precisamente gracias a su trabajo que conseguimos llegar tan lejos con tan pocos problemas psicosomáticos, a excepción del asunto de la señora Leebody y de uno o dos casos parecidos. Como era previsible, Zellaby, usando métodos menos definidos, no tardó en desterrar el Partido de las Bolas de Cristal y Otras Sandeces, mostrando una especial habilidad en anular la imbecilidad sin que nadie se levantara contra él. Se rumoreó también que prestó su ayuda económica allí donde la necesidad y la adversidad dejaron sentir su huella.
Los problemas del señor Crimm con su Servicio de Personal continuaron. Dirigió llamadas cada vez más apremiantes a Bernard Westcott, llegando a decir que lo único que podía evitar un inminente escándalo entre sus funcionarios era el transferir inmediatamente el control de su departamento de investigación al Ministerio de la Guerra. Parecía que Bernard intentaba conseguirlo, pero mientras tanto insistía en que todo el asunto siguiera secreto tanto tiempo como aún fuera posible.
—Lo cual podría comprenderse desde el punto de vista de Midwich —dijo Crimm, encogiéndose de hombros—. Lo que no acabo de ver claro es qué diablo tiene que ver el Servicio Secreto del Ejército en todo esto...
A mediados de mayo, se asistió a un sensible cambio. Hasta entonces el estado de ánimo de Midwich se había emparejado con la floreciente estación que la rodeaba. Quizá sería precipitarme un poco afirmar que ahora Midwich comenzaba a cantar con voz de falsete, pero sí puedo decir que parecía como si hubieran colocado una sardina a sus cuerdas. El pueblo había adquirido una atmósfera abstracta, adoptando una actitud más pensativa.
—Esto —dijo un día Willers a Zellaby— es lo que perdió a los atenienses.
—Algunas citas —dijo Zellaby— ganan al ser privadas de su contexto, pero comprendo lo que quiere decir. Una de las cosas que no nos ayuda en absoluto es esta actitud de gallina clueca insatisfecha adoptada por todas esas viejas buenas mujeres estúpidas. Por una u otra razón, esto es una verdadera mina que están explotando esas viejas brujas. Me gustaría que pudiéramos arrestarlas.
—No son más que uno de los elementos del azar. Hay muchos otros.
Zellaby reflexionó unos instantes con aire pesaroso dijo:
—Bien, no podemos hacer otra cosa que seguir trabajando. Supongo que debemos felicitarnos por no haber tenido hasta ahora problemas por ese lado.
—Nos las hemos arreglado mucho mejor de lo que nunca me hubiera atrevido a esperar, y todo ello gracias a la señora Zellaby —dijo el doctor.
Zellaby, tras una vacilación, se decidió:
—Estoy preocupado por ella, Willers. Me pregunto si usted podría... bueno, tener una conversación con ella.
—¿Una conversación?
—Está más inquieta de lo que deja traslucir. Se puso de manifiesto hace algunas noches. No había nada que lo dejara prever. Levanté los ojos por casualidad, y la hallé mirándome fijamente, como si me odiara. No es este el caso, usted ya lo sabe... Luego, como si yo le hubiera dicho algo, estalló: "Todo esto va muy bien para un hombre, no tiene que sufrir nada de ello y lo sabe. ¿Cómo puede comprenderlo? Puede tener mejores intenciones que un santo, pero nunca puede ponerse en el lugar de una. Jamás puede ver lo que es, ni siquiera en los casos normales. ¿Cómo puede entonces comprender esto, lo que una siente cuando está acostada por la noche sin dormir, la humillante convicción de que simplemente está siendo utilizada? Como si una no fuera una persona, sólo una especie de mecanismo, algo así como una incubadora... Y luego empezar a preguntarse, hora tras hora, noche tras noche, qué es, pero qué es realmente esa cosa que una se ve forzada a incubar. Claro que vosotros no podéis daros cuenta de lo que una siente, cómo podríais daros cuenta. Es degradante, e intolerable. Sé que muy pronto voy a desmoronarme. Lo sé, no puedo continuar así más tiempo".
Zellaby calló y agitó la cabeza.
—No intenté interrumpirla —dijo—. Creí que le haría bien desahogarse. Pero me sentiría feliz si usted pudiera hablarle, convencerla. Sabe que todos los análisis, los rayos X, anuncian un desarrollo normal, pero se le ha metido en la cabeza que, obligado por su profesión, usted dirá siempre esto de todos modos. Y supongo que así es.
—Pero gracias a Dios es la verdad —dijo el doctor—. No sé realmente lo que hubiera hecho en otro caso; pero sé de todos modos que no hubiéramos podido continuar así, y le aseguro que mis pacientes no pueden sentirse más dichosas que yo de que sea así. No se preocupe La tranquilizaré, al menos sobre este punto. No es la primera que piensa esto, y seguramente tampoco será la última. Pero tan pronto como eliminamos un motivo de preocupación encuentran otros. Todo esto nos va a dar mucho trabajo extraordinario...
A la semana siguiente las cosas tomaron un giro tal que la profecía de Willers no fue más que una pálida subestimación. El estado de tensión era contagioso y crecía de día en día casi a ojos vista. Una semana más, y el frente unido de Midwich se halló tristemente debilitado. El señor Leebody se veía obligado a soportar, en la medida en que la ayuda mútua se revelaba ineficaz, la carga cada vez más pesada de la inquietud de la comunidad. No vaciló ante ello. Organizó cultos diarios especiales, y durante el resto del día iba de una a otra casa, prodigando todos los ánimos que le eran posibles.
Zellaby se sentía completamente desplazado. El racionalismo había caído en desgracia. Mantenía un silencio excepcional, y hubiera aceptado incluso la invisibilidad si le hubiera sido ofrecida.
—¿Ha observado usted? —le preguntó al señor Crimm una tarde que fue a verle—, ¿ha observado la forma cómo nos miran? Exactamente como si hubiésemos obtenido los favores del Creador por el hecho de haber nacido hombres. A veces es exasperante. ¿Ocurre lo mismo en la Granja?
—Comenzaba a ocurrir —admitió el señor Crimm—, pero hace dos o tres días les dimos vacaciones a todas. Aquellas que quisieron regresar a sus casas lo han hecho, las demás han sido alojadas en el vecindario por el doctor. El resultado es que ahora todos trabajamos mejor. Comenzaba a hacerse un poco difícil.
—Esto es un eufemismo —dijo Zellaby—. Nunca he trabajado en una fábrica de pirotecnia, pero ahora sé lo que puede ser esto. Siento que en cualquier momento puede estallar algo terrible contra lo que no podremos hacer nada. Y todo lo que uno puede hacer es esperar y desear que esto no llegue a ocurrir nunca. A decir verdad, no sé realmente cómo nos las vamos a arreglar para seguir aún otro mes en esta situación —se encogió de hombros, agitando la cabeza.
De todos modos, en el mismo instante en que Zellaby agitaba su cabeza con aire desanimado, la situación estaba progresando puesto que la señorita Lamb, había tomado la costumbre de dar un pequeño paseo nocturno, bajo la atenta vigilancia de la señota Latterly, tuvo aquella noche un percance. Una de las botellas de leche cuidadosamente colocadas ante la puerta trasera de su casa se había volcado por alguna causa y, al salir, la señorita Lamb puso un pie sobre ella. La botella rodó y la señorita Lamb cayó suelo...
La señorita Latterly llevó a la señorita Lamb al interior de la casa y se precipitó al teléfono...
La señora Willers esperaba aún a su marido cuando este regresó, cinco horas después. Oyó su coche subir el camino enarenado y, cuando ella abrió la puerta, él estaba de pie en el umbral, parpadeando a causa de la luz. Ella lo había visto así tan solo dos veces desde su matrimonio, y lo tomó ansiosamente por el brazo.
—Charley, querido Charley. ¿Qué ocurre? No estarás...
—Un poco borracho, Milly. Lo siento. No te preocupes —dijo.
—¡Oh, Charley! ¿Acaso el bebé?...
—Es la reacción, querida. Sólo la reacción. El bebé es perfecto, ¿sabes? Absolutamente nada anormal. Nada de nada. Perfecto.
—¡Oh, gracias a Dios! exclamó la señora Willers, con el fervor de una plegaria.
—Tiene los ojos dorados —dijo su marido—. Es extraño, pero no hay ninguna objeción en que alguien tenga los ojos dorados, ¿no?
—No, querido. Por supuesto que no.
—Todo perfecto, salvo los ojos dorados. Ningún defecto.
La señora Willers lo ayudó a quitarse el abrigo y condujo a salón. Se hundió en un sillón y miró a la lejanía ante él.
—Es... es tonto, ¿no? —dijo—. Todas esas preocupaciones. Y ahora todo es perfecto. Yo... yo yo... de pronto se echó a llorar, cubriéndose el rostro con las manos.
La señora Willers se sentó al lado del sillón y le rodeó los hombros con su brazo.
—Tranquilo, querido, tranquilo. Todo va bien, Charley. Ya ha pasado. —Giró la cabeza de él hacia la suya y le besó.
—Podría haber sido rojo, o verde, o como un mono. No se puede saber con los rayos X —dijo él—. Si las mujeres de Midwich hacen lo mismo que ha hecho la señorita Lamb, habrá que erigirles una estatua en a plaza.
—Lo sé, querido, lo sé. Pero no te preocupes más por ello. Has dicho que era un niño perfecto.
El doctor Willers agitó la cabeza amplia y vigorosamente.
—Así es. Perfecto —repitió, agitando de nuevo la cabeza—. Tan solo que tiene los ojos dorados. Lamb, bendito niño... bendito niño... Sírveme otro vaso, Milly, querida. ¡Oh, Dios...!
Un mes más tarde, Gordon Zellaby paseaba nerviosamente por la sala de espera de la mejor clínica de Trayne. Se dio cuenta de su intranquilidad, y se obligó a sentarse. Era ridículo comportarse así a su edad, se dijo. Aquello estaría bien para un hombre joven, pero las últimas semanas le habían demostrado insistentemente que él ya no era un hombre joven. Se sentía dos veces más viejo que el año anterior. Sin embargo, cuando la enfermera entró diez minutos más tarde, lo encontró recorriendo de nuevo la sala de espera arriba y abajo.
—Es un niño, señor Zellaby —le dijo—. Y la señora Zellaby me ha encargado especialmente que le diga que tiene la nariz de los Zellaby.
Un hermoso atardecer de la última semana de julio, Gordon Zellaby, al salir de correos, tropezó con una pequeña reunión familiar que salía de la iglesia. Rodeaba a una joven que llevaba un bebé envuelto en un chal de lana blanca. Parecía muy joven para ser la madre de un niño, apenas habría salido de la edad escolar. Zellaby le dirigió un amistoso saludo y recibió en compensación una sonrisa. Pero, cuando el grupo le pasó, siguió con una mirada algo triste a la niña que llevaba al otro niño.
El reverendo Hubert Leebody descendía por el camino que conducía al cementerio.
—Hola. Haciendo nuevos reclutas cada día, por lo que veo —dijo Zellaby.
El señor Leebody le saludó, hizo un gesto con la cabeza y echó a andar a su lado.
—Nos acercamos al final —dijo—. Ya no esperamos más que a dos o tres.
—Lo que nos lleva a una proporción del cien por cien.
—Exactamente. Debo confesar que no lo esperaba pero tengo la impresión de que todos piensan que, si bien esto no regulariza completamente la situación, al menos la hace menos irregular. Estoy contento por ello. —Se detuvo para reflexionar un instante. Hoy era Mary Histon; ha escogido el nombre de Theodore Creo que lo ha elegido ella misma. Y debo decir que eso me satisface.
Zellaby estudió un instante el asunto y luego asintió.
—A mí también, reverendo. Mucho. Y no se trata de un cumplido.
El señor Leebody se mostró satisfecho, pero agitó la cabeza.
—No es en absoluto mérito mío —dijo—, que una niña quiera llamar a su hijo "el don de Dios" en lugar de sentir vergüenza hay que achacárselo al pueblo entero.
—Pero había que mostrar al pueblo cómo había que actuar en nombre de la humanidad.
—Trabajo de equipo —dijo el reverendo—, trabajo de equipo. Con un admirable jefe en la persona de la señora Zellaby.
Anduvieron unos instantes en silencio, y luego Zellaby dijo:
—Pero esto no impide el que, sea cual sea el modo como se haya tomado la cosa, esa chica haya sido robada. Ha pasado de golpe de la infancia a la feminidad. Me resulta triste. No poder desplegar sus alas.
—Comprendo su punto de vista. Pero, objetivamente, dudo de ello —dijo el señor Leebody—. Creo que no solamente los poetas, activos o pasivos, serán cada vez mas raros, sino también que el hecho de pasar directamente de las muñecas al bebé es mucho más adecuado al carácter femenino de lo que nosotros queremos admitir.
Zellaby agitó tristemente la cabeza.
—Creo que tiene usted razón. Toda mi vida he deplorado esta actitud teutónica de las mujeres, y a todo lo largo de mi vida el noventa por ciento de las mujeres que he tratado me han demostrado que esto no les importaba en absoluto.
—Ya hay también mujeres que no han sido robadas en absoluto —hizo notar el señor Leebody.
—Tiene usted razón. Vengo precisamente del feudo de la señorita Ogle. Este es su caso. Está tal vez un poco asustada, pero es feliz. Uno diría que ha hecho algo así como un juego de manos sin que ni ella misma sepa cómo ha sido.
Se detuvo, y de pronto dijo:
—Mi mujer me ha dicho que la señora Leebody estará de regreso dentro de unos días. Me he alegrado de oír la noticia.
—Sí, los doctores están muy satisfechos. Está completamente curada.
—¿Y cómo va el bebé?
—Estupendamente —dijo el señor Leebody, con una pizca de tristeza—. Mi mujer lo adora.
Se detuvo ante la verja del jardín de una gran casa apartada de la carretera.
—Ah, sí —dijo Zellaby—. ¿Y cómo va la señorita Foresham?
—Por el momento está muy ocupada. Una nueva camada. Sigue sosteniendo que un bebé es menos interesante que sus cachorros, pero creo adivinar que esta convicción está siempre contestada.
—Esto puede observarse incluso entre los más indignados —admitió Zellaby—. Por mi parte, sin embargo, quiero decir que, como varón, debo confesar que siendo una especie de indiferencia, de cansancio tras la batalla.
—Ha habido realmente una batalla —aceptó el señor Leebody—. Pero las batallas no son más que lo puntos culminantes de toda una campaña. Habrá otras.