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Authors: John Wyndham

Tags: #Ciencia Ficción

Los cuclillos de Midwich (4 page)

BOOK: Los cuclillos de Midwich
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Media hora más tarde, el primer coche del día, avanzando a buena velocidad ya que nunca llevaba ningún pasaje antes de tomar a los niños de Midwich que iban a la escuela en Oppley, tomó la misma curva bamboleándose y se encontró limpiamente encajado entre el coche de bomberos y la camioneta, bloqueando así completamente la carretera.

En el otro acceso a Midwich, la carretera que lo unía a Oppley, un embotellamiento similar daba a primera vista la impresión de que la carretera, había sido transformada durante la noche en un almacén de chatarra. Y, en aquel lado, la camioneta postal fue el primer vehículo que pudo detenerse sin sufrir daños.

Uno de sus ocupantes salió y avanzó para saber la causa de todo aquel desorden. En un determinado momento, mientras se acercaba a la parte trasera de un autobús inmovilizado, se derrumbó sin el menor sonido y cayó suavemente al suelo. El conductor abrió su boca tanto como sus ojos. Luego vio las cabezas de algunos de los pasajeros del autobús, todos absolutamente inmóviles. Hizo marcha atrás apresuradamente y regresó a Oppley, donde se precipitó al primer teléfono que halló a su paso.

Mientras tanto, por el lado de Stouch, una situación muy parecida había sido descubierta, por el conductor de la camioneta de la panadería y, veinte minutos más tarde, una acción casi idéntica se emprendía a ambos lados de Midwich. Las ambulancias invadieron el lugar haciendo sonar estrepitosamente sus sirenas. Sus puertas traseras se abrieron, y los hombres de blanco saltaron al suelo ajustándose sus batas y apagando precavidamente sus cigarrillos a medio fumar. Examinaron el montón de chatarra con aire competente que inspiraba confianza, y desarrollaron sus camillas, preparándose para avanzar.

En la carretera de Opley, los dos camilleros que iban a la cabeza de la fila se acercaron con aire experimentado al cartero desvanecido y, en el momento en que el primero de ellos llegaba junto al cuerpo caído, se derrumbó silenciosamente y cayó sobre, las piernas del accidentado. El camillero que le seguía desorbitó.los ojos. Oyó un murmullo a sus espaldas, y sus oídos reconocieron la palabra: gas. Dejó caer la camilla como si de repente las asas ardieran, se giró y regresó a toda prisa sobre sus pasos.

—Los sanitarios se detuvieron a deliberar. El conductor agitó entonces la cabeza y dio su opinión:

—Eso no es asunto nuestro —dijo, con el aire de quien recuerda de pronto una importante decisión sindical—. Creo que más bien es asunto de los chicos de la brigada contra incendios.

—Más bien del ejército —dijo uno de los sanitarios—. A mi modo de ver, lo que se necesita aquí son máscaras de gas y no solamente esas cosas que usan para protegerse del humo.

C
APÍTULO IV
O
PERACIÓN
M
IDWICH

Más o menos en el mismo momento en que Janet y yo nos acercábamos a Trayne, el teniente Alan Hugues se encontraba al lado del jefe de bomberos Morris. Estaban observando a un bombero que, con un largo garfio, intentaba sujetar al caído camillero. Finalmente lo consiguió, y comenzó a tirar de él. Arrastró el cuerpo sobre un metro y medio de cemento y entonces, de golpe, el camillero se sentó en el suelo y juró.

Alan creyó que nunca en su vida había oído más deliciosas palabras. La gran angustia que había hecho presa de él al conocer las noticias se había disipado ya un poco cuando constató que las víctimas de aquel nadie-sabía-qué respiraban débilmente... pero respiraban. Había quedado establecido que al menos una de aquellas víctimas no presentaba síntomas físicos alarmantes, incluso después de noventa buenos minutos de desvanecimiento.

—Bien —dijo Alan—; si se halla en buenas condiciones, hay esperanzas de que ocurra lo mismo con los demás... aunque esto no nos diga nada sobre la naturaleza de... de lo que les ha ocurrido.

Luego, se arponeó y extrajo al cartero. Llevaba allí más tiempo que el camillero, pero su vuelta a la vida fue tan inmediata como satisfactoria.

—La línea de demarcación da idea de ser bastante precisa... y fija —prosiguió Alan—. ¿Quién ha oído hablar alguna vez de un gas tan perfectamente inmóvil... pese a la brisa que está soplando? Es algo realmente incomprensible.

—Podrían ser algunas gotas de algo evaporándose del suelo —dijo el jefe de bomberos—. Es como si hubieran recibido un mazazo en la cabeza. Nunca he oído hablar de un gas de este tipo. ¿Y usted?

Alan negó con la cabeza.

—Por otro lado —dijo—, algo de naturaleza volátil se hubiera ya disipado y, además, no hubiera podido ser vaporizado la noche última y alcanzar al autobús y a todos los demás. Según el horario, el autobús debía llegar a Midwich a las diez y veinticinco, y yo mismo hice este camino pocos minutos antes. No había la menor anomalía en aquel momento. De hecho, debía ser el autobús con el que me crucé a la salida de Oppley.

—Me pregunto en qué radio se extiende esto —se preguntó el jefe de bomberos—. Debe ser bastante extenso, de otro modo hubiéramos visto a alguien intentando venir hacia nosotros.

Continuaron mirando hacia Midwich con aire perplejo. Más allá de los coches, la carretera mostraba una superficie clara, inocente y algo reluciente hasta la primera curva. Como cualquier otra carretera casi seca después de una breve lluvia. Ahora que la neblina matinal se había disipado, era posible ver la torre de la iglesia de Midwich levantándose lsobre los tejados. Si no fuera por el primer plano, la escena que se presentaba ante sus ojos era la negación misma del misterio.

Los bomberos continuaron rescatando, con ayuda de los hombres de Alan, los cuerpos que se hallaban al alcance de su garfio. La experiencia no parecía haber dejado la menor impresión en las víctimas. Cada uno de ellos, una vez liberados se levantaba, alerta, y sostenía con una evidente convicción que no necesitaba de la ayuda de los sanitarios.

La siguiente tarea fue desembarazar la carretera de un tractor volcado para poder sacar los demás vehículos y sus ocupantes.

Dejando a su sargento y al jefe de bomberos dirigir las operaciones, Alan saltó una valla y tomó un sendero que lo condujo a la cima de un montículo desde el que se dominaba mejor todo Midwich. Pudo ver casi todos los tejados, incluidos los de Kyle Manor y la Granja, así como las piedras más altas de las ruinas de la abadía, y dos columnas de humo grisáceo. Un paisaje apacible. Pero, algunos pasos más tarde, llegó a un lugar desde el que podía ver cuatro carneros echados en medio de un campo, sin moverse. Aquello le intranquilizó, no porque creyera realmente que algo grave podía haberles ocurrido a los carneros, sino porque aquello indicaba que la invisible zona barrera era mayor de lo que había esperado. Contempló los animales y el paisaje tras ellos, y observó un poco más lejos dos vacas echadas sobre el costado. Las miró uno o dos minutos para asegurarse de que no se movían, y luego regresó pensativamente a la carretera.

—Sargento Decker —llamó.

El sargento corrió hacia él y saludó.

—Sargento —dijo Alan—, quiero que me proporcione un canario... en una jaula, por supuesto.

El sargento parpadeó.

—Esto... ¿un canario, mi teniente? —preguntó, vacilante.

—Bueno, supongo que un periquito tendría el mismo efecto. ¡Debe haber alguno en Oppley. Será mejor que tome el jeep. Dígale al propietario que se le indemnizará en caso de que ocurra algo.

—Yo... esto...

—Apresúrese, sargento. Quiero ese pájaro lo antes posible.

—Está bien, mi teniente Un... un canario —añadió el sargento, para estar bien seguro.

—Exactamente —dijo Alan.

Tuve consciencia de que era arrastrado por el suelo, con el rostro contra la tierra. Extraño. Hacía un momento corría hacia Janet y de pronto, sin transición...

El movimiento se detuvo. Me senté, y me vi rodeado por un montón de gente. Había un bombero ocupado en desprender de mis pantalones un garfio de aspecto amenazador. Un tipo de la Cruz Roja me miraba complaciente con aire profesional. Un soldado muy joven, llevando un balde de cal, otro con un mapa en la mano y un cabo, también muy joven, llevando una jaula con un pájaro sujeta al extremo de una pértiga. Y también un oficial de aire desenfadado.

Añadan a todo este grupo un poco surrealista el hecho de que Janet seguía tendida allá donde había caído, y comprenderán la impresión que sentí. Me puse en pie en el preciso momento en que el bombero, tras soltar su garfio, lo tendía hacia ella y lo sujetaba al cinturón de su impermeable. Tiró de él, y por supuesto el cinturón se rompió. Entonces se las apañó para hacer rodar a Janet hasta nosotros. Tras la segunda vuelta se levantó por sí misma, con todas sus ropas sucias y arrugadas y furiosa.

—¿Todo está bien, señor Gayford? —preguntó una voz a mis espaldas.

Me giré, y reconocí en el oficial a Alan Hugues, al que habíamos encontrado algunas veces en casa de los Zebally.

—Sí —dije—. Pero, ¿qué está pasando aquí?

Dejó momentáneamente mi pregunta sin respuesta y ayudó a Janet a ponerse en pie. Luego se giró, hacia el cabo.

Inclinó su pértiga, que mantenía vertical, con la jaula suspendida en su extremo, y avanzó con precaución. El pájaro cayó de su percha al suelo de la jaula, lleno de serrín. El volvió a posarse en su percha. Uno de los soldados, que miraba la maniobra, avanzó con su balde y echó un poco de cal sobre la hierba. El otro hizo una anotación en su mapa. Tras lo cual el grupo se desplazó una docena de pasos para repetir la misma operación.

Aquella vez fue Janet la que preguntó, en nombre del cielo, qué era lo que ocurría. Alan se lo explicó lo mejor que pudo y añadió:

—No hay, evidentemente, la menor posibilidad de entrar en el pueblo mientras esto dure. Lo mejor que pueden hacer es ir a Trayne y esperar hasta que todo vuelva a la normalidad.

Miramos por un instante la pértiga del cabo, justo a tiempo para ver al pájaro caer una vez más de su percha. A través de los inocentes campos podía verse Midwich. Tras lo que nos acababa de ocurrir, nos pareció que no teníamos otra alternativa. Janet asintió. Le dimos pues las gracias al joven Hughes, y separándonos de él nos dirigimos a nuestro coche.

Una vez en el hotel del Anguila, Janet insistió en reservar una habitación para la noche por si acaso... Nos mostraron una, y la tomamos. Tras lo cual me dejé caer por el bar.

El lugar, habitualmente vacío a aquella hora del mediodía, estaba lleno de gente, casi todos extraños al pueblo. La mayor parte de ellos, reunidos en grupos de dos o tres, hablaban con grandes gestos; sin embargo, había algunos que bebían pensativamente en forma aislada. Me abrí paso trabajosamente hasta la barra y, mientras intentaba emerger de nuevo con un vaso en la mano, una voz dijo en mi oído:

—¿Qué demonios estás haciendo en este agujero, Richard?

La voz me era tan familiar como el rostro que me miraba sonriendo, pero necesité uno o dos segundos para identificarlo. No bastaba con apartar el velo de los años, sino que también había que sustituir un uniforme militar por un elegante traje civil. Una vez hecho esto, me sentí encantado.

—¡Bernard, viejo lobo! —exclamé—. ¡Esto es maravilloso! Salgamos de este hormiguero —y, agarrándole del brazo, lo arrastré hasta el salón. Su presencia allí me devolvía a mi juventud: recordé las playas de Normandía, las Ardenas, el Reichswald y el Rin. Era un encuentro estupendo. Llamé al camarero para que sirviera otra ronda. Necesitamos casi media hora para dejar que nuestro primer entusiasmo se calmara, y entonces:

—Aún no has respondido a mi pregunta —dijo, mirándome con insistencia—. Nunca se me hubiera ocurrido que también estuvieras metido en este asunto.

—¿Qué asunto? —pregunté.

Levantó un poco la cabeza en dirección al bar.

—La prensa —explicó.

—¡Oh, así que es eso! Me preguntaba el porqué de esta invasión.

Frunció el ceño.

—Bueno, si no eres de la prensa, entonces ¿qué estás haciendo aquí?

—Da la casualidad de que vivo cerca de aquí —dije.

En aquel momento Janet entró en el salón, hice las presentaciones.

—Janet, querida, este es Bernard Westcott. Hace tiempo, cuando estábamos juntos, era el capitán Westcott, pero sé que fue promovido a comandante. ¿Y ahora?

—Coronel —respondió Bernard, saludándola cordialmente.

—Encantada —dijo Janet—. He oído hablar mucho de usted. Claro que siempre se dice lo mismo, pero esta vez es cierto.

Lo invitó a almorzar con nosotros, pero tenía un compromiso, dijo, iba ya retrasado. Su tristeza era lo suficientemente sincera como para que ella respondiese:

—¿Para cenar entonces? En nuestra casa, si podemos llegar hasta allí, o aquí si todavía seguimos exiliados.

—En Midwich —explicó ella—. Está a unos diez kilómetro de aquí.

La actitud de Bernard cambió ligeramente.

—¿Viven en Midwich? —preguntó, mirándonos alternativamente—. ¿Desde hace tiempo?

—Hará casi un año —dije—. Normalmente deberíamos estar allí a esa hora, pero...

Le expliqué cómo habíamos ido a parar al Águila.

Permaneció silencioso unos instantes después de que yo hube terminado de hablar, y luego pareció tomar una decisión. Se giró hacia Janet.

—Espero, señora Gayford, que me perdonará si me llevo a su marido conmigo. Precisamente es ese asunto de Midwich el que me ha traído aquí. Creo que podrá ayudarnos si él quiere.

—¿A saber lo que ha ocurrido quiere decir? —preguntó Janet.

—Bueno, digamos solamente que es algo relacionado con el asunto. ¿Qué crees tú? —añadió, dirigiéndose a mí.

—Si puedo ayudar, ¿por qué no? Aunque no veo exactamente... ¿Qué entiendes tú por ayudaros?

—Te lo explicaré por el camino —dijo—. De hecho, tendría que estar allí hace una hora. No se lo arrebataría así si la cosa no tuviera tanta importancia, señora Gayford. ¿Tiene usted alguna objeción a quedarse sola aquí?

Janet aseguró que el Águila era un lugar perfectamente seguro, y nos levantamos.

—Una cosa —añadió él antes de irnos—: no deje que ninguno de esos chicos del bar la moleste. Haga que los echen si lo intentan. Se sienten un poco frustrados desde que han sabido que no iban a recibir ninguna información acerca del asunto de Midwich. No les diga una palabra. Muy pronto podré contárselo todo.

—De acuerdo. La consigna es: ansiosa, pero callada. Esa seré yo —asintió Janet. Y nos fuimos.

El cuartel general había sido establecido a poca distancia de la "zona limítrofe" sobre la carretera de Oppley. Al llegar al puesto de guardia, Bernard mostró su salvoconducto, que le valió un enérgico saludo del condestable de servicio, y pasamos sin problemas. Un joven oficial de tres galones, sentado con aire aburrido en un rincón de la tienda, se sintió feliz de nuestra llegada y decidió que, puesto que el coronel Latcher había salido para inspeccionar las líneas, le correspondía a él el deber de ponernos al corriente de los detalles.

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